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El general de infantería Nikolai Nikoláievich Martos era un hombre muy cumplidor. No podía tolerar el abandono propio de los rusos, el «esperemos», el «mañana veremos», el Dios dirá. La menor señal de alarma, la más pequeña sombra sin aclarar daba origen a una rápida investigación, a una decisión, a la oportuna respuesta. No podía dormir sin antes haber puesto en claro las más pequeñas cuestiones, se irritaba porque no le quedaba tiempo para el reposo y la noche se la pasaba fumando. Si él dormía poco, también al Estado Mayor del Cuerpo le ocurría lo mismo, pues no perdonaba a nadie el menor fallo, no comprendía cómo se podía cometer y exigía que se enmendase. Le hacía sufrir cualquier orden no cumplida, cualquier cuestión que no había sido aclarada o a la que no se había dado respuesta. No se cansaba de insistir en que cada subordinado le presentase cualquier asunto, aun el más pequeño, limpio como una moneda de plata; pero los oficiales rusos no estaban acostumbrados a este régimen y maldecían a Manos; también parecía insoportable a Krímov, porque le culpaba de «agotar al Estado Mayor». Con la lentitud propia de Krímov, no podía haber un general más molesto que Martos.

Aunque había pasado la vida entera en el ejército (desde los diecinueve años, había tomado parte en la guerra contra Turquía), se parecía Martos tan poco a los lentos y graves generales rusos que se le podía tomar por un maestro hábilmente disfrazado: flaco, inquieto, mordaz; para colmo, usaba un bastoncillo que podría tomarse por puntero y andaba con el capote desabrochado. Aun con sus charreteras, más que general era un profesor que sometía a constante examen a sus subordinados.

Llevaba más de tres años al mando de su XV Cuerpo, conocía a todos, las unidades se hallaban completas, a excepción de la caballería, y allí, en la circunscripción militar de Varsovia, se había preparado para este teatro de operaciones. Acaso convenía que así hubiesen venido rodadas las cosas: durante todos estos días de absurdo avance del Ejército en el vacío o de absurdo ir y venir sin hacer nada de provecho, sólo el XV Cuerpo había encontrado el rastro, y desde el 10 de agosto en que empezó los combates, los mantenía casi a diario.

Lo más difícil, y también en la guerra, es empezar. Pero cuando uno ha metido la cabeza en el collerón, al cabo de cierto tiempo lo considera ya como parte natural de su ropa y no le produce temor alguno.

Lo único malo era que el regimiento de caballería del Cuerpo había sido sustituido por otro de cosacos de Orenburgo, acostumbrado a las funciones de policía en Varsovia, pero que no sabía nada del servicio en campaña. Por obra y gracia de estos temerosos guerreros, que recogían rumores entre la población civil, Martos había quedado sin información: esperaban entrar en combate en Neidenburg, donde no lo hubo, y en Orlau tropezaron inesperadamente con los alemanes y tuvieron que presentarlo sobre la marcha. El Ejército y el Frente sabían todavía menos del enemigo, calculaban que estaba en el norte, en retirada, cuando se mantenía a la espera, no corría, aguardaba a la izquierda, y no por delante; Martos fue el primero que al tropezar un día tras otro su flanco izquierdo con el enemigo, empezó a comprender el verdadero despliegue, oblicuo, del Cuerpo de Scholz, y fue el primero que, sin esperar órdenes, empezó a hacer una conversión hacia la izquierda. Disponía de pilotos que volaban y le ayudaban; ellos descubrieron una línea fortificada detrás del lago Mühlen.

Pero el combate de Mühlen, del 13 de agosto, no fue coronado por el éxito: la división de Minguin, agregada a Martos por la izquierda, alcanzó Mühlen rápidamente, pero con más rapidez todavía tuvo que abandonarlo y replegarse hacia el sur. Aquel día, el centro de Martos se extendió mucho, y su flanco derecho se alargó hacia el norte. Comprendió Martos que con sus divisiones, ya castigadas, no podría salvar esta línea de defensas, necesitaba fuerzas de refresco, y que se las podía prestar precisamente Kliúev, que seguía avanzando hacia el norte sin tropezar con el enemigo y sin disparar un tiro.

Y el 13 por la tarde, prescindiendo del escalón superior —lo que siempre resulta más sencillo—, Martos envió a Kliúev una nota pidiéndole que le enviase de refuerzo los dos regimientos más próximos. Y durante la noche, con un atrevido enroque, hizo girar su frente de ataque del norte al oeste, colocándolo contra la línea de Mühlen (los trenes regimentales estuvieron aún largo tiempo perdidos en los caminos).

Martos fue el primero de los jefes de Cuerpo que no se quedaba en su Estado Mayor, sino que permanecía en el puesto de mando, desde donde podía ver al enemigo y donde podían explotar los proyectiles de este. Se cuidaba mucho de que fuera así, el tiempo que pasaba fuera del puesto de mando lo consideraba perdido, y el 14 por la mañana, cuando en ambos flancos de su sector ya atronaba el cañoneo y según sus cálculos en el Estado Mayor del Ejército debían disponerse a descabezar un sueño, Martos envió al teléfono de la aldea a un coronel para que, en su nombre, solicitase de aquel la orden de enviar inmediatamente a esta zona todo el Cuerpo de Kliúev.

Habían caído varios cientos de granadas explosivas y de metralla. Habían pasado muchas docenas de camillas, en algunos lugares los batallones habían sido relevados por otros de reserva, habían cambiado en algunos sitios los emplazamientos artilleros, habían retirado las baterías alcanzadas por los disparos enemigos, las nutridas salvas estuvieron a punto de derribar un aeroplano propio antes de que el coronel volviera del teléfono. Lamentablemente, había hablado con Postovski —¿cómo podía pedir que el comandante en jefe se pusiera al aparato?— y aquel se negó a hacer lo que Martos pedía con el pretexto de que «el comandante en jefe no quiere frenar la iniciativa del general Kliúev».

¡Nada podía sacar de sus casillas a Martos más que esta respuesta! Tiró los prismáticos, bajó del desván en que se encontraba el puesto de observación y corrió bajo los pinos, maldiciéndose a sí mismo y maldiciendo a todos. No cayó en el error de la confianza, no llegó a pensar que el comandante en jefe había sido informado de su petición y que este, después de sopesarlo todo dentro de su abultada cabeza, hubiese querido respetar la iniciativa del indeciso Kliúev. No, al instante vio en ello el alma burocrática, de papel secante, de Postovski, el miedo de este a apartarse de las directrices del Frente aun cuando se hubiesen hecho viejas, y su gesto significativo e insignificante al hablar en nombre del comandante en jefe sin haberle informado siquiera. ¿Y cómo decidirse a este paso si, además, Martos era uno de tantos jefes de Cuerpo mientras que Kliúev había sido hasta poco antes jefe del Estado Mayor de la circunscripción y Postovski había estado a sus órdenes como general aposentador?…

¿Qué podía hacer Manos? ¿Abandonar el combate a primera hora de la mañana, cuando ya habían cruzado el río fortificado, cuando empezaban a rebasar Mühlen y un batallón alemán huía a la desbandada, y galopar él mismo a la retaguardia para llamar por teléfono, conseguir comunicación y preguntar si se había despertado el comandante en jefe? En esos execrables minutos, inevitables en el servicio de las armas, en que unos imbéciles, desde sus altos cargos, hacen lo peor y lo más perjudicial, uno siente el deseo de despojarse de todo lo que recuerde a militar, hasta el último hilo, y tirarse al agua desnudo, sin saber nada de cuanto le recuerde el uniforme.

Pero le llamaban, le esperaban, le informaban y preguntaban, y entonces llegó también la respuesta de Kliúev: los regimientos de Narva y Koporie ^ habían sido enviados a Hohenstein. Y el infatigable Martos recobró el equilibrio y se incorporó de nuevo a la marcha del combate.

Y así, en el puesto de observación y mando, donde disponía de buena comunicación con los regimientos y la artillería, con una treintena de cigarrillos y sin comer, Martos habría podido soportar este día. El combate amainaba, acudían nuevas fuerzas y se efectuaban los relevos. También los alemanes recibieron reservas de infantería y artillería. Llegó la noticia de que los regimientos enviados por Kliúev habían llegado a Hohenstein y Martos les ordenó que lo rebasaran y siguieran adelante. A las cuatro de la tarde, sin dar descanso a los alemanes ni a sus propios hombres, Martos empezó un nuevo ataque con todos los regimientos. Estos avanzaban bien, rebasando Mühlen, pero Martos no pudo asistir al ansiado momento: llegó un enlace al galope diciendo que el Estado Mayor del Ejército lo llamaba urgentemente al teléfono.

¡Tan necesario como era ahora en el puesto de mando! Resultaba algo superior a sus fuerzas alejarse de él para mantener una conversación, incluso si esto suponía que le fuesen a agregar el Cuerpo de Kliúev. Pero los largos años de subordinación no le permitían incurrir en un acto de indisciplina. Dejándolo todo en manos de su jefe de Estado Mayor, Martos salió al galope hacia el teléfono para estar de vuelta cuanto antes.

En el grande y pesado aparato de la red alemana, Martos oyó perfectamente la voz aburrida y chillona de Postovski, pero no se trataba de la voz, esto era lo de menos: no podía dar crédito a sus oídos, empezó a mover los pies como si estuviese sobre una hoguera.

—Tal es la orden, general Martos —alargaba tediosamente Postovski las palabras—. Mañana por la mañana se dirigirá a Allenstein para unirse a los Cuerpos XIII y VI. Allí se forma una gran fuerza de choque integrada por los tres Cuerpos.

Martos quedó de una pieza; no, no había entendido: ¿que Kliúev pasaba a ocupar su sector y él iba a reemplazar a Kliúev?

Sí, así precisamente.

El estrecho pecho de Martos reventó como si hubiese sufrido un impacto directo. ¡No podía ni respirar ni vivir! ¡Este pisapapeles no comprendía nada ni podía comprenderlo! ¡No se daba cuenta de que aquel día era el objetivo supremo de la vida de Martos, de toda su carrera militar! ¡No comprendía que el XV Cuerpo, él sólo, estaba manteniendo victoriosamente un duro combate con todos los enemigos que hasta el presente habían dado fe de vida en Prusia! No comprendía que cada hora de este combate era una hora de oro para todo el ejército y que hacía falta llevar allí las tropas, y no retirarlas del sector. En general, su manera de hablar no tenía nada de común con el lenguaje humano. Además, el XV Cuerpo todavía no había cumplido la orden de seguir avanzando hacia el norte…

—¡Que se ponga al teléfono el comandante en jefe! —gritó Martos con voz chillona y autoritaria—. ¡Que se ponga ahora mismo!

Postovski se negó a llamarlo. Claro, tenía que pasar de una habitación a otra, acaso subir una escalera.

—¿Por qué el comandante en jefe? La orden es en nombre de…

—¡¡No!! —bramó Manos; su garganta todavía podía gritar, aún no le habían cortado el cuello—. ¡¡No!! ¡Sólo el comandante en jefe! ¡Que él diga a qué general he de entregar el Cuerpo y que a mí me aparte del mando! ¡¡Me considero fuera del servicio!! ¡¡Tenga por solicitada mi baja!!

Postovski no le contestó a gritos (ni sabía hacerlo).

Postovski bajó mucho el tono de su voz. Postovski dijo desconcertado:

—Está bien. Está bien, daré cuenta. Dentro de una hora le llamaré al teléfono.

—¡Ojalá se os hayan comido los lobos dentro de una hora! ¡Dentro de una hora no me encontraréis!

Martos, pequeño y ágil como un chiquillo, montó a caballo de un salto, como si fuese una pelota, y salió al galope hacia el puesto de mando; el ayudante apenas si podía seguirle.

Ya oscurecido llegó la noticia de que el Cuerpo entero de Kliúev era puesto a las órdenes de Martos. Este corrió a telefonear al jefe de su división de la derecha para que hiciese llegar a Kliúev una nueva nota: debía acudir urgentemente, contaba con su ayuda.

¡Nuestras transmisiones! El galope solitario de los enlaces por un país extraño, acaso entre destacamentos enemigos. Por todos los sitios había líneas de teléfono, pero carecían de equipos capaces de ponerlas en funcionamiento.

Ya en plena noche llegó la respuesta de que era imposible poner en pie al Cuerpo en aquellos instantes; emprenderían la marcha el 15 de agosto por la mañana, pero esto sólo tendría sentido si el general Martos daba garantías de que iba a mantener sus posiciones veinticuatro horas más, hasta el 16 por la mañana…