El batallón de cabeza del primer regimiento del Neva, de Su Majestad el Rey de los Helenos, entró hacia el mediodía del 14 de agosto en la ciudad de Allenstein. No tuvo que disparar un tiro, ni siquiera prepararon las armas para el combate.
¿Cuántas circunstancias increíbles debieron coincidir para que esta ciudad apareciese ante los ojos de los hombres del regimiento del Neva? ¿Era esto verdad? ¿Era cierto que marchaban por sus calles, no era un sueño? Después de tantos días de avanzar por un país desierto, cuyos habitantes habían huido, de no ver ni a un solo alemán, y únicamente los caseríos saqueados y las escasas aldeas perdidas entre los bosques; después de dejar a un lado las ciudades, de elegir como a propósito los pasos más difíciles entre los lagos, entrar de pronto, en pleno día, en una de las mejores ciudades de Prusia, entrar hambrientos, cubiertos de polvo y sucios en una ciudad limpia como un espejo, con todos los reflejos de su pacífica vida de cada día, aunque ofrecía un festivo aspecto, y no sólo con sus habitantes, sino con otros muchos que habían llegado de fuera, y todo esto de golpe, a un paso del desierto bosque. Durante dos semanas les habían hecho marchar sin combate, casi sin tener muestra alguna de que en verdad hubiese guerra; y ahora, al entrar en esta ciudad, se convencieron ya de que no la había: la gente caminaba por las aceras a hacer sus cosas; se sentían seguros precisamente por su abundancia e indefensión, entraban en las tiendas, que permanecían abiertas, llevaban sus compras, pasaban con los coches de niño, mirando de reojo a las tropas del batallón que volvía de unas maniobras de guarnición y estaban tan acostumbrados a ver. Aunque estos edificios se diferenciaban mucho de Roslavl, una ciudad tan sencilla, y la gente iba vestida de una manera muy extraña. Perdiendo la alineación y el paso, los soldados se les quedaban mirando con los ojos desmesuradamente abiertos.
Entre todas estas vacilantes maravillas extranjeras (aunque acaso no lo fuesen, si se miraba bien), algo tenían seguro y suyo: era el aspecto del coronel Pervushin, tan querido por todo el regimiento. Caminaba junto a ellos, con su fácil paso de siempre, moviendo con soltura los brazos, mirando a su alrededor con el astuto aspecto del hombre enérgico y atrevido, dando a entender, incluso contra su voluntad, que lo sabía todo, lo tendría en cuenta y haría cuanto fuese necesario para que los soldados estuviesen bien atendidos. Después de detener el batallón a la sombra y de disponer que se montase el servicio de guardia, particularmente en las tabernas abiertas, Pervushin dijo:
—Los señores oficiales que quieran cortarse el pelo y afeitarse o ir a la confitería, que lo hagan por turno, se lo ruego.
Después de dos semanas de penosa marcha esto podía parecer una broma —por la insolente mirada de los ojos del coronel, porque los bigotes, abundantes y no cuidados, ocultaban por completo los movimientos de los labios—, pero no se trataba de una broma, y los oficiales empezaron a pedir permiso y, como si estuviesen en Smolensk o en Polonia, entraban en las tiendas, ponían en el mostrador los billetes con el águila bicéfala y los dependientes o los dueños, muy amables, se apresuraban a entregarles lo que pedían. Todos estos días venían cazando civiles que transmitían señales, a ciclistas militarizados, pero la navaja de afeitar alemana pasaba suavemente por las mejillas del oficial ruso. Y terminó la doble imagen, como cuando los prismáticos han sido enfocados: combaten los uniformes, pero la guerra de todos contra todos sería algo que no se acomodaba al espíritu humano. En un enorme edificio habían puesto una sábana con un escrito en ruso: «Manicomio. Por favor, no entren ni molesten a los enfermos», y no entraban ni los molestaban. Al tropezarse en la calle con un oficial que conocía el alemán, las mujeres lo detenían y le preguntaban: «¿En qué confían? ¿Es que pueden ustedes vencer a un pueblo culto?».
Aquella ciudad, de estrechas calles y superpoblada, presentaba además la novedad de que era dificilísimo ocuparla; no había sitio donde pudiera acuartelarse casi un Cuerpo entero, ni siquiera un regimiento. Y Pervushin salió a buscar al jefe de la división y a los jefes de los otros regimientos, ya en las calles y en las entradas de la ciudad, para proponerles sacar a sus unidades fuera del casco urbano y tenerlas en vivac cerca del lago y el río, en los linderos del bosque del que acababan de salir.
Encontró a su taciturno amigo Kabánov, jefe del regimiento de Dorogobuzh, y este aceptó al momento. También encontró a Kajovski, jefe del regimiento de Kashira, con un tic nervioso que le hacía mantener alta la cabeza, y en unos instantes, sin recurrir al mando de la división, convinieron en las zonas aproximadas que cada unidad ocuparía. En su Cuerpo, cuando el general Alexéiev lo mandaba, se estimulaba mucho la iniciativa y la cooperación de los jefes de regimiento. No se conocían la envidia ni las zancadillas y las relaciones entre la mayoría de ellos eran amistosas y prácticas.
Más adelante Pervushin no tuvo suerte: pasaba junto a un jardincillo en el que se había detenido una docena de jinetes —unos cuidaban de los caballos y otros se habían sentado en un banco, cerca de la fuente— y era imposible aparentar que no había visto al jefe del Cuerpo y no presentarse ante él.
Oficial no mimado por la fortuna, hijo de un alférez, sin más recursos que su sueldo, casado con la hija de un comerciante, aunque con las cruces de San Vladimiro y de San Jorge después de la herida recibida en Mukden y con una discreta colección de otras condecoraciones, Pervushin era casi de la misma edad que los jefes de Cuerpo y el comandante en jefe del Ejército, pero ya llevaba ocho años estancado como coronel. Era imposible saberlo, de ello no se hablaba nunca, hubo un intercambio secreto de correspondencia, pero, evidentemente, después de cierta insolencia que tuvo con cierta alta personalidad, le quedó cerrado el camino del ascenso. Sin embargo, en sus informes a los superiores Pervushin no se permitía el menor gesto que recordase su agravio, y menos aún entonces, cuando estaban en guerra.
Era imposible pasar de largo ante el jefe del Cuerpo y el coronel Pervushin, con sus cincuenta años muy cumplidos, tieso y con voz firme, informó a su encumbrado compañero, el general Kliúev, del servicio de guardia montado y de las medidas tomadas, que acaso no fuese necesario poner en su conocimiento.
La cara de Kliúev tenía cuanto correspondía al hombre de armas, particularmente los bigotes, sin los que un oficial parecía algo indecoroso, pero una mirada atenta permitía ver que no era la cara de un militar, ni siquiera era una cara, no había en ella rasgos auténticos propios. Fuera porque lo advirtiesen o por otra causa, pero todos estaban acostumbrados a ver en este puesto a la sencilla, ceñuda y querida cara del general Alexéiev, que a toda prisa, ya en plena guerra, había sido trasladado, como un ascenso, al Estado Mayor del Frente Suroccidental, y ninguno de ellos podía por menos de pensar al presentarse ante él: por mucho que te esfuerces, no eres Alexéiev.
Kliúev no podía por menos de leerlo así en las caras de los oficiales que le daban el parte; por eso no les tenía afecto alguno, y particularmente le resultó antipático Pervushin con aquella intrepidez de que siempre hacía gala y con la insolente mirada de sus ojos. Este sentimiento se profundizó todavía más cuatro días antes, cuando al empezar un cañoneo a la izquierda el coronel Pervushin tuvo la osadía de presentarse sin que nadie lo llamara en la tienda del jefe del Cuerpo —¡sin pasar por el jefe de brigada, sin pasar por el jefe de división!— y pedir, «en nombre de los oficiales de su regimiento», permiso para descargar un golpe en ayuda del XV Cuerpo. Esta inconcebible indisciplina era algo que no sólo no podía esperar de sus subordinados, ¡en general, no se podía admitir en el ejército! Acaso estuviesen acostumbrados a hacerlo así con Alexéiev, pero la irritación de Kliúev cayó precisamente sobre Pervushin.
Entonces le denegó la autorización. (Pero aprovechó la idea en utilidad propia: informó a la superioridad de que estaba dispuesto a acudir con todo su Cuerpo en ayuda del vecino). Con ese mismo disgusto escuchó ahora a Pervushin, buscando la manera de molestarlo. Pervushin hubiera podido callarse, pero teniendo en cuenta el emplazamiento de los regimientos en los alrededores de la ciudad preguntó, no por el sitio donde debían quedar —esto resultaba mejor sin la intervención de Kliúev—, sino si el jefe del Cuerpo ordenaba cortar los cuatro ferrocarriles que llegaban a Allenstein. Así convendría hacerlo para garantizar su seguridad.
Kliúev contestó con desprecio que esto no era cosa de un jefe de regimiento, pero, si quería saberlo, existía una directriz del mando del Frente: no destruir los ferrocarriles alemanes y conservarlos para facilitar la ofensiva. Será mejor, coronel (deme el plano), que lleve uno de sus batallones al norte de la ciudad, al llamado «bosque urbano» y lo coloque formando un amplio semicírculo en servicio de protección.
Pervushin lo sabía muy bien: hay que evitar hasta el encuentro casual con un alto jefe, y tanto más hay que evitar el pensar por él cómo hacer mejor las cosas.
Pero ahora ya no le quedaba más que echar un velo sobre su cara ancha, llena e intrépida, repetir la orden y, en venganza, decir con los ojos: «¡Nunca serás como Alexéiev!». Y marcando los tres primeros pasos y luego como quisiera, ir a despegar el batallón a una profundidad dentro de Alemania como nadie alcanzaría ya en toda la guerra.
Los oficiales del Estado Mayor, sin intervención de los de intendencia y de la pagaduría, sentados en un banco a la izquierda, calculaban cuánto pan se debería encargar a la ciudad para que estuviese dispuesto por la tarde y los regimientos lo recibieran en abundancia, cuánto se debería pagar por ello y si deberían adquirir otras provisiones.
En muchas unidades se había acabado la galleta y la sal, en otras sólo tenían para un día, y no se daba cebada a los caballos.
Allí, a la sombra, no se notaba el calor, el día era agradable. La pequeña fuente con figuras mitológicas lanzaba pacíficamente su chorro. A unos pasos de ellos cruzaban las alemanas con sus vestidos de verano, llevaban a los niños en sus cochecillos; enfrente había una mercería abierta; un coche de punto llevaba una pareja de alemanes, ya ancianos. Y fuera de los pacíficos y dispersos ruidos de una pequeña ciudad sin tranvía y sin automóviles no llegaba allí ninguno otro, no llegaba, ni siquiera lejano, ese estruendo que produce la impresión de que el fondo de un enorme depósito de metal se está hundiendo a martillazos.
Después de dos semanas de una guerra que no había sido tal, en un constante paseo, sin disparar un tiro, el XIII Cuerpo había llegado a un ilusorio y paradisíaco rincón, ¡si la guerra terminase ahí!
El general Kliúev iba a cumplir pronto cuarenta años de servicio militar, pero nunca había estado en la guerra, lo que se dice nunca, ni de alférez, ni de teniente, ni de jefe del regimiento de Volinsk, de la Guardia, ni tanto menos como integrante del séquito de su majestad. Durante la campaña contra Turquía había permanecido en la retaguardia «para misiones especiales», y lo mismo, como «general para misiones especiales», durante la guerra contra el Japón. A menudo condecorado y estimulado, jefe ya del Estado Mayor de una circunscripción militar, esperaba que nunca tendría que tomar parte en la guerra. Pero empezó esta y tuvo que sustituir a Alexéiev en el mando del Cuerpo.
El general Kliúev, cierto, había asistido en diversas ocasiones a maniobras militares. Y estas dos semanas de movimiento de su Cuerpo se parecían felizmente a unas maniobras, complicadas en todo caso por la mala alimentación de las tropas, la dificultad de las comunicaciones y el fuerte cañoneo de la izquierda (precisamente aquella mañana había eludido la suerte enviando la brigada a Manos, con los regimientos de Narva y Koporie, los mismos que en una ocasión se habían incorporado a él en vano, y los habían devuelto), pero él no respondía de aquellos acontecimientos y en su zona todo transcurría de momento tolerablemente; lo único que temía era cometer un error, trastocar con una imprudente orden suya este inestable equilibrio o que eso se le echase encima inesperadamente desde cualquier sitio. Kliúev se consumía, no se sentía seguro, no veía el menor apoyo en los oficiales, para todos era un extraño dentro del Cuerpo. Del enemigo no sabía nada. Ahora, en Allenstein, no dispuso que buscasen un edificio para el Estado Mayor, ni él mismo acababa de creer que esta ciudad había sido conquistada y podían pernoctar en ella.
De pronto (¿no era eso?…) se acercó un cochecillo, del que se apeó un piloto que acudía a presentar su informe (para que no se le oyera en la calle le hicieron sentar en la arena, a los pies de Kliúev). Acababa de volver de un servicio de reconocimiento hacia el este, había volado treinta verstas, casi hasta el lago Dadey, y había visto dos columnas, cada una de ellas de una división, a juzgar por lo largas que eran, que se dirigían hacia aquí. No había descendido tanto como para precisar si se trataba de fuerzas propias, pero…
… pero empezó el rumor de los comentarios de los oficiales del Estado Mayor que, de rodillas, examinaban los portaplanos y los ofrecían a los generales Kliúev y Péstich, no podía ser de otro modo: ¡era el Cuerpo de Blagovéschenski que acudía en su socorro por orden de Samsónov! ¡Coincidían el tiempo, la dirección y los contingentes! ¡Al día siguiente dispondrían de una fuerza de choque de dos Cuerpos! ¡Y si Martos se les unía, la fuerza de choque sería todavía mayor!
Cierto que Péstich, el jefe del Estado Mayor del Cuerpo, propuso, para comprobar los informes, enviar otro piloto de más edad y experiencia, pero Kliúev rechazó la idea y ordenó que se escribiese inmediatamente en nombre suyo una carta a Blagovéschenski: debería llegar a Allenstein con los tres cuartos de su Cuerpo y pernoctar en la ciudad, no había enemigo alguno; y al amanecer, dejaría Allenstein para Blagovéschenski y él marcharía hacia el sector en que Martos se encontraba.
Y dispuso que se buscase un edificio para el Estado Mayor del Cuerpo.
De pronto (¡Eso! ¡Eso!), en las cercanías de la ciudad se levantó un fuerte tiroteo, disparaban hasta con pequeños cañones.
Kliúev palideció, se le secó la garganta. ¿De dónde, cómo habían podido los alemanes acercarse sin que nadie lo advirtiera? ¡Y ya cortaban la ruta que el Cuerpo había traído!
Un oficial salió al galope para ver qué ocurría.
Durante varios minutos el tiroteo fue muy intenso. Los alemanes no ocultaban su animación en las calles. Disparaban únicamente en un punto. Y cada vez menos y menos.
El tiroteo acabó por extinguirse.
Kliúev firmó la carta, lacraron el sobre y se lo entregaron al piloto: debía aterrizar cerca de una de esas columnas y ponerlo en mano del primer general que encontrase.
El joven piloto, orgulloso de su misión, saltó al vehículo y corrió en busca de su aeroplano.
Volvió el oficial que había salido a caballo: inesperadamente se había acercado por el oeste, hasta las mismas casas de Allenstein, un tren blindado alemán, abriendo fuego sobre los vivaques de los regimientos del Neva y de Sofía. Los nuestros no habían perdido la serenidad y lo habían hecho retroceder. *
—¡Hay que volar las vías! —ordenó Péstich.
El piloto no regresó ni al cabo de una hora, ni al cabo de dos, ni cuando se había hecho de noche.
Pero esto no preocupó a nadie: los aparatos volantes se estropeaban constantemente.
Enviaron, eso sí, por tierra, a una patrulla de oficiales al encuentro de las columnas. Por la tarde volvió uno de ellos anunciando que desde aquella columna, que se consideraba nuestra, habían abierto fuego contra ellos.
Tampoco esto inquietó a nadie, porque a menudo se producía eso de disparar contra fuerzas propias…