Todo se iba agrupando a destiempo y desgraciadamente: la misma guerra, que imponía una pausa en la carrera del general Artamónov; la peligrosa situación de su Cuerpo, el más cercano a Alemania; la obligación de avanzar, a pesar de todo, partiendo de Soldau; los informes de la gran concentración de fuerzas enemigas, y las primeras muestras de ofensiva de estas, precisamente el día en que llegaba aquel coronel, un espía del Cuartel General. Las conversaciones por telégrafo habían servido para apretar aún más el dogal que le oprimía.
Hasta entonces, la carrera militar de Artamónov había transcurrido siempre en las alturas, todo eran ascensos dentro del generalato y condecoraciones de primera categoría. Cierto que él no se mostraba remiso: todos terminaban una escuela militar, pues él terminó dos; todos hacían los estudios de una Academia, pues él hizo los de dos (y se presentó a los exámenes de ingreso incluso tres veces, en una ocasión fue suspendido): ¡una vez dentro del servicio de las armas debía consagrarse a él por completo! Y permanecer quieto le resultaba más difícil que a los demás, porque poseía unas piernas fuertes y ágiles y el caminar no le fatigaba. Felizmente tuvo la suerte de servir diez años, ya «para misiones especiales», ya como primer ayudante del Estado Mayor de una circunscripción militar, ya «a la disposición del Estado Mayor Central», y fue enviado a la región del Amur, fue enviado a la guerra de los boers, fue enviado a Abisinia, y aún recorrió montado en camello las provincias orientales. ¡No era nada perezoso! ¡Servía honradamente, como podía, hacía lo que podía! Lo suyo era ponerse en marcha, encontrarse en camino, llegar, trasladarse, pero no combatir, porque la guerra no significaba sólo movimiento, sino también el posible peligro de un tropiezo en los ascensos si las circunstancias eran desfavorables. Por lo demás, la guerra contra los amotinados chinos transcurrió para él en forma agradable y le trajo sus condecoraciones. También en la guerra contra el Japón supo escapar de la bolsa de Mukden, dejando sin lamentarlo en absoluto medio centenar de aldeas de barro a los amarillos. Pero esta no anunciaba nada bueno ya desde el principio. Los aviadores informaban que contra Artamónov había dos divisiones, no, ¡eran ya dos Cuerpos! Algo terrible proyectaban los alemanes. Mas ¿cómo penetrar en este enigma? ¿Cómo prevenirse? Toda su vida había vestido Artamónov el uniforme militar, pero solamente ahora sentía ante sí el formidable misterio de la guerra, la imposibilidad de adivinar lo que mañana quería hacer contigo el enemigo, la imposibilidad de pensar en su respuesta: e iba y venía no sólo por las habitaciones del Estado Mayor, sino por todo el dispositivo del Cuerpo: dos veces al día recorría en automóvil todo el terreno con el pretexto de revistar e infundir ánimo a las unidades, pero, en realidad, impulsado por la confusión que le desgarraba. ¿Qué hacer además de infundir ánimo? No se le ocurría nada, honradamente, ¡no se le ocurría! Mediado el día, los alemanes iniciaron el avance y Artamónov, sin saber qué hacer, se decidió a emprender algo a lo que el Estado Mayor del Ejército no podía empujarle, una pequeña ofensiva: dos regimientos de su flanco izquierdo se adelantaron cinco verstas y ocuparon una aldea grande. Pero ¿había procedido bien, era esto lo que debía hacer? Un jefe de Cuerpo no debe pedir consejo a un cualquiera, y menos aún a un coronel enviado por el Cuartel General. Al contrario, debía poner en función la cabeza, intuir y sonsacar: qué fuerza poseía este coronel, hasta qué punto gozaba de la confianza del Alto Mando y quién había urdido la intriga que significaba su presencia en el Cuerpo de Ejército. Y Artamónov no hablaba con él de sus temores y preocupaciones, sino que lo hacía en tono bravucón y de cuestiones generales. Alemania, según dicen, es fuerte por el orden y el sistema, pero en ello reside su debilidad. En cuanto empecemos a hacer la guerra sin atenernos a un sistema, no conforme a un orden, se desconcertarán y no sabrán a qué carta quedarse.
Este coronel se le había pegado, y ya al anochecer, cuando el combate hubo cedido, y el jefe del Cuerpo decidió recorrer una vez más las posiciones e infundir una vez más ánimo a la tropa, el coronel mostró vivos deseos de acompañarle. Mal síntoma. Y en efecto, todo cuanto preguntaba y decía por el camino era con mala intención, con el deseo de soliviantarle. A la salida de Soldau, con los faros encendidos, adelantando a ciertas tropas, fingió asombro: no se ven fortificaciones, durante los cuatro días que el Cuerpo lleva allí no han abierto un cinturón de trincheras alrededor de la ciudad, ¿significaba esto una omisión? Pasaron a hablar del combate de aquel día: empezó a menear la cabeza, habían retirado un regimiento del flanco derecho y allí se había formado una brecha. Artamónov le paró los pies aduciendo que había enviado a aquel lugar a la brigada de caballería de Stempel, pero cuando llegaron a la aldea vieron que esta brigada se había detenido a pernoctar y sólo a la mañana siguiente pensaba reanudar la marcha. Artamónov amonestó severamente a Stempel. Mas ¿a quién no se le hallarán defectos cuando se recorre así el dispositivo y se presta atención a cada detalle?… Y finalmente, con clara falta de respeto, el coronel del Cuartel General preguntó al jefe del Cuerpo acerca de su plan para el día siguiente.
¡Plan! ¡Qué poco se avenía esta palabra con el espíritu del ruso ortodoxo! ¿Qué «plan» podía tener? ¿Y podía exponerlo en voz alta? ¡No era tan simple! El plan consistía en sacar todo el Cuerpo felizmente del atolladero, en hacer que no cayera una sombra sobre el nombre de su jefe y ganar una condecoración. Pero este plan, tan sencillo, no podía ser expuesto. Y el coronel, que evidentemente estaba muy bien relacionado, le hacía indicaciones ya casi con desenfado: que los efectivos de que el general disponía eran casi el doble de un Cuerpo, que con las divisiones de caballería le quedaba el flanco izquierdo libre, que podría utilizarlo para golpear sobre el flanco alemán, que todavía había tiempo de enviar las órdenes y reagrupar las unidades. Y como si todo esto lo dijera en interés del propio Artamónov.
¡Ea, ea, sabemos muy bien dónde está lo que puede beneficiarnos! Pero era cierto, esa calamidad existía, aquel día las tropas a las órdenes de Artamónov se habían duplicado, por lo que los quebraderos de cabeza eran ahora el doble: tuvo la imprudencia de levantar la voz de alarma, de quejarse al Estado Mayor del Ejército de que contra él se observaban concentraciones enemigas, y Samsónov, por telégrafo, le había transferido las dos divisiones de caballería y todas las tropas que no habían llegado a incorporarse al incompleto XXIII Cuerpo: la división de Varsovia, de la Guardia, y una brigada de tiradores. Ahora «el comandante en jefe está convencido de que siquiera las fuerzas superiores enemigas serán capaces de quebrar la firmeza de las gloriosas tropas del I Cuerpo». Y con palabras igualmente orgullosas agradeció Artamónov por telégrafo «a su valeroso jefe la confianza que le mostraba». Aunque esta confianza era para él un jarro agua fría: ¿qué hacer con semejante cruz que le ha caído encima?
Vorotíntsev aborrecía con toda el alma esta presunción de gallo de pelea. El hecho de que el sensato y claro lenguaje de los militares fuera sustituido por palaciegas reverencias mutuas era un signo fatal de debilidad que entre los alemanes resultaba algo imposible. Se había concentrado una gran fuerza en el flanco izquierdo del Ejército de Samsónov y cuando hacía falta no perder ni media hora, ellos se deshacían en cumplidos. El regimiento Keksholm, de la Guardia, había desembarcado antes en marcha y ordinaria se había dirigido a la izquierda, hacia Neidenburg, para incorporarse a su XXIII Cuerpo. Pero aquel mismo día había desembarcado en Mlawa el regimiento de Lituania, de la Guardia, y había sido puesto a la disposición de Artamónov. (Los otros dos regimientos de la Guardia «amarilla» de Varsovia ni siquiera estaba en esta ciudad, y no se sabía por dónde andaba su jefe, el general Sirelius). La Iª brigada de tiradores era una de las unidades más modernas y mejor preparadas de todo el ejército ruso, sus batallones, que pasaban a ocupar posición en la primera línea, eran los que encontró el automóvil de Artamónov.
Si el flanco izquierdo del Ejército se hubiese mantenido como un asta, adelantándose sobre toda la línea, habría sido peligroso el repliegue del día que acababa terminar ni tampoco lo sería un nuevo retroceso. Pero el flanco izquierdo no se encontraba ya por delante del ejército.
Sin embargo, la conversación con Artamónov resultaba muy desordenada, sin la menor consecuencia. Las reticencias, los consejos y las ideas de Vorotíntsev rebosaban en esta redonda y abultada frente de piedra. Tampoco ofrecía interés el comentar con él cómo había podido presentarse aquí con tanta rapidez el I Cuerpo alemán, que se encontraba en Gumbinnen, y para qué lo había hecho.
Vorotíntsev había pasado todo el día en el Estado Mayor del Cuerpo, teniendo ocasión de contemplar a sus anchas a aquel inquieto general, que no podía permanecer un minuto en el mismo sitio. Las canas en las sienes y en los poblados bigotes, las charreteras y los cordones elevan noblemente hasta a un imbécil, no dejan ver al hombre tal como es, como un primitivo Adán. Pero haciendo un esfuerzo, sí que se puede: se trataba de un inquieto infante disfrazado de general, que con un cabo severo habría sido un excelente soldado: celoso, de buenas piernas, que no sabe estar un minuto sin hacer nada, que necesita acudir a todos los sitios y, acaso, no tenga miedo a las balas. O un auténtico diácono: alto, de buena figura, que no puede quejarse de la voz, que se mete en todos los rincones con el incensario; posee dotes de actor e incluso puede ser fiel en el servicio divino.
Mas ¿por qué era general de infantería? ¿Por qué sesenta mil soldados rusos habían sido puestos bajo las órdenes de aquel hombre, que no sabía hacer uso de poder?
Iba, por ejemplo, de noche, a recorrer todas las unidades. ¿Qué había dejado en el Estado Mayor? ¿Quién estaba encargado del servicio de información? ¿Cómo se comunicaba la artillería con la infantería? ¿Cuántos proyectiles habían sido transportados por boca de fuego? ¿Había bastantes carros y armones para llevarlos adelante y atrás con arreglo a la marcha del combate? De seguro que no lo sabía, y ni siquiera sabía que hacía falta saberlo. ¿Por qué en el combate de aquel día, no muy intenso, su Cuerpo había tenido que replegarse de tal modo en algunos lugares? Artamónov no se preocupaba lo más mínimo de llegar hasta las causas y le habría sido desagradable oírselas a Vorotíntsev. Recorrían en automóvil el campo de batalla; para un general inteligente esto es un buen método, al instante se abarca la totalidad de las tropas, es posible llegar a tiempo y corregirlo personalmente todo. ¡Pero resulta una calamidad cuando a las ágiles y absurdamente celosas piernas se suman las ruedas del automóvil!
¡Energía no se le podía negar a Artamónov! No desfallecía nunca ante el cumplimiento de una misión, no aceptaba consejos y tenía que ser muy fino el oído que percibiese en su voz un matiz de desconcierto.
Avanzaban por los caminos de la noche alumbrándose con los faros, convirtiendo en algo muerto y extraño con su blanca luz los troncos de los árboles que se levantaban a un lado y a otro, los matorrales, las casas, las dependencias, las barreras, los pretiles de los puentes, las columnas a las que iban dejando atrás, los carros, y cegando a quienes venían a su encuentro. Aquí y allá se acercaban curiosos al camino, saliendo de la negra oscuridad, los soldados; figuras aisladas, sorprendidas de improviso, eludían rápidas el encuentro o se apresuraban a avivar el paso de los caballos.
Si es que había un sentido en el viaje de Vorotíntsev al flanco izquierdo del Ejército, este sentido había dejado de existir. Sus facultades no iban más allá de un «reconocimiento de Estado Mayor»: el examen personal de la situación que permitiera corregir los datos de que se disponía. Esto lo había cumplido ya con creces y ahora existía para él el peligro de llegar tarde al Cuartel General; lo que se le había ordenado era ir al Estado Mayor del Ejército y volver inmediatamente. A Vorotíntsev no se le habían dado facultades para imponerse a los oficiales de los Estados Mayores y a los jefes de las grandes unidades. Sí, podría ayudar mucho si ahora, hallándose presente ante cada decisión de Artamónov, estuviese en condiciones de ponerle en guardia para evitar un mal paso. Pero Artamónov rechazaba con desconfianza esta tutela. Y el propio Vorotíntsev no podía forzarse a quedar más tiempo con Artamónov. El hombre de paciencia gana todos los premios. Pero la paciencia no figuraba entre las virtudes de Vorotíntsev. No podía ya seguir acompañando al general en su viaje nocturno. Lo habían empezado en Usdau; de allí hasta el Estado Mayor del Ejército quedaban veinte verstas, y decidió separarse.
Usdau se encontraba en una altiplanicie, eso se sentía hasta por la marcha del automóvil. En ciertas casas ardían los quinqués, otras estaban a oscuras, pero a juzgar por los caballos y los soldados era evidente que lo mismo estas que las dependencias y los patios estaban completamente llenos. Tras un elevado muro, fuera de las vistas del enemigo, humeaban moderadamente varias cocinas de campaña.
En la parte trasera de una iglesia gótica, de ladrillos rojos, se detuvieron; apagaron los faros. Ya habían anunciado su presencia y acudió a dar el parte el mayor general Savitski, jefe del sector —como él mismo se llamaba para disimular el desorden—, en realidad jefe de brigada con mando sobre el 85 de Viborg, el único que allí había, pues el otro regimiento de la brigada se encontraba aún en Varsovia. (El desorden no terminaba ahí: a la izquierda del regimiento de Viborg había otra división, también a la falta de otro regimiento, que también estaba en Varsovia, y más a la izquierda de esta división dos de sus regimientos, que habían ido aquel día al ataque, con los que se encontraba su jefe, Dushkévich. Todo había sido mezclado y confundido, como si se hiciera a propio intento).
Artamónov mostró deseos de ver las posiciones y Savitski los condujo por detrás de las casas, bajo la dispersa luz de las ventanas. Su pelo era ya cano, pero se mantenía firme; en la oscuridad de las estrellas esto se advertía por la voz y por sus bien razonadas explicaciones.
El regimiento de Viborg, en su repliegue, había ocupado al terminar el día aquella fuerte posición clave. Ante el pueblo, a unas cien brazas, en el lugar donde la altura empezaba a descender hacia el enemigo, habían abierto una línea de trincheras, que los soldados seguían profundizando.
El regimiento estaba descansado, había sido traído por ferrocarril y nunca le había faltado el rancho a su hora; en el pasado combate las bajas habían sido muy contadas y todos trabajaban con buen ánimo. Palas y picos resonaban con fuerza y se oía alguna broma.
Savitski comprendía bien todos los peligros y debilidades: que a su derecha quedaba inmediatamente un hueco, no había nadie en absoluto, que para esta ala, tan esencial, le habían dado muy poca artillería: un grupo de cañones ligeros de campaña y, como en son de burla, dos obuses de calibre medio. Los otros diez obuses del Cuerpo y todo el grupo pesado del Ejército se encontraban a la izquierda. Pero Artamónov se resistía a penetrar en tales pormenores, entonces no habría tenido en toda la noche tiempo para recorrer las posiciones. E interrumpiendo a Savitski y Vorotíntsev, ordenó que formasen ante él una sección, de la trinchera más próxima, tal y como los hombres se encontraban en pleno trabajo. (¡Porque había sido nada menos que jefe de las obras de fortificación de Cronstadt!). La sección dejó las herramientas, salió al exterior y formó sin armas. Artamónov recorrió la fila:
—Qué, muchachos, ¿resistiremos?
Aunque no a una voz, contestaron: sí, resistiremos.
—¿Quiere decirse que las cosas van bien?
Contestaron que sí, las cosas iban bien.
—¡Vuestro regimiento tomó Berlín! ¡Por eso tenéis cornetas de plata! Dime —preguntó a un soldado de anchas espaldas—, ¿cómo te llamas?
—Agafón, excelencia —contestó con presteza el interpelado.
—¿Qué, Agafón? ¿Cuándo es tu santo?
—Ogúmennik, excelencia —contestó el soldado sin turbarse.
—¡Imbécil! ¡Ogúmennik! ¿Por qué Ogúmennik?
—Quiere decirse que cae en otoño, excelencia. Se recoge la mies del campo y se trabaja en la era.
—Eres idiota, ¡hay que saber cuándo es el santo de uno! Y rezarle ante el combate. ¿Has leído las Vidas de los Santos?
—Sí, excelencia…
—El santo es tu ángel de la guarda, te defiende y protege. ¡Y tú no sabes en qué día cae! ¿Sabes siquiera cuándo es la fiesta del patrón de tu pueblo? ¿Tampoco?
—Por supuesto que lo sé, excelencia. ¡Es el mismo día que el de la virgen pequeña!
—¿De qué virgen pequeña hablas?
Agafón no supo qué contestar. Pero detrás de él gritó la voz de un entendido:
—¡La natividad de la Purísima, excelencia!
—¡Reza, pues, a la Madre de Dios mientras sigas con vida! —concluyó Artamónov, y preguntó a otro, tres hombres más allá.
Pero este se llamaba Mefodi Perepeliátnik y tampoco sabía cuándo era su santo.
—¿Lleváis por lo menos todos vuestros escapularios? —se enfadó el general.
—¡Claro que sí!… ¡Todos!… —le contestó en aquella docena de voces, incluso ofendida, Rusia entera.
—¡Rezad, pues! Mañana por la mañana empezará el alemán a atacar, ¡vosotros rezad!
Vorotíntsev hubiera podido pensar que todo esto se hacía para que él lo viera; pero no, Artamónov siempre era así. ¿Tenía esto sus raíces en el alma del general? ¿O se debía a que después de sus largos años de servicio en la circunscripción de Petersburgo sabía lo agradables que al Gran Duque eran las lamparillas en cada tienda de los soldados? Habría sido cosa de ver su cara en aquellos instantes: no decía nada. Su cara era una pared lisa con una nariz cerrada también y que nada descubría. También los ojos parecían formar parte de un muro.
Pero se persignó, al parecer, contra su voluntad: lo mismo que iba y venía con prisa por el flanco derecho y el izquierdo, así hizo la señal de la cruz, con un movimiento amplio y presuroso, sobre su frente y su pecho, como si se espantase un tábano del hombro. También hizo la señal de la cruz a Savitski, le dio un abrazo:
—¡Que Dios le proteja! ¡Que Dios proteja a su regimiento de Viborg!
Acaso habría dicho el nombre completo de la unidad, pero resultaba inoportuno: regimiento de Su Majestad Imperial y Real el Emperador de Alemania y Rey de Prusia, Guillermo II. Ahora habían cesado de llamarlo así, pero todavía no habían discurrido una nueva denominación.
Y el jefe del Cuerpo siguió su camino. Savitski se dirigió a la izquierda, al lugar donde el frente se cortaba, para emplazar allí media compañía de ametralladoras. Vorotíntsev fue con él. El pecho no puede vivir sin inquietudes. Ahora, cuando había desaparecido la alarma de que el Ejército pudiera ser rebasado por la izquierda, le roía otra cosa: que a la derecha del Cuerpo había una brecha, un vacío.
Savitski hablaba con frases breves y concretas, lo comprendía todo. Pero ¿por qué la comprensión se encuentra siempre debajo del poder?…
Caminando entre el pueblo y la línea principal de trincheras, llegaron a un molino. Aislado, más alto todavía del resto de las construcciones, en un lugar batido por el viento, se levantaba su gigantesco cuerpo negro y sobre el cielo estrellado destacaban sus aspas inmóviles, como brazos cruzados en un ruego: «¡No sigáis!», o en una prohibición: «¡No os dejaremos pasar!».
¿Había un puesto de observación en este molino? Sí, pero había sido retirado: quedaba demasiado a la vista y a la caída de la tarde no cesaban de disparar contra él.
Más allá, la carretera y la vía del ferrocarril, que salían del pueblo juntas, sobre dos terraplenes paralelos, giraban bruscamente hacia el norte, perpendiculares al frente, y Savitski iba a emplazar las ametralladoras al otro lado de la vía. Invitó a Vorotíntsev a pasar la noche en la casa en que él se encontraba. Después de todo, no debía seguir más adelante. Vorotíntsev, por el oscuro y desierto balasto, siguió en otra dirección y en el lugar donde la carretera de Neidenburg se apartaba de la línea del ferrocarril, se sentó en el talud, sobre la seca y escasa hierba.
En todo el oscuro espacio que se abría ante él hacia el este, por el norte y hasta el sur no se divisaba la menor luz; únicamente se extendían Andrómeda y Pegaso, brillaba vivamente la Capela y las Pléyades mostraban su nebulosa concentración. No se oía ni un solo disparo de cañón ni de fusil, ni el menor ruido de cascos de caballo ni de ruedas: era la tierra tal y como fue creada, pero ya sin fieras y sin hombres. En las inmediaciones maduraba el combate de un Cuerpo contra otro, de él dependía la suerte del Ejército, acaso de toda la campaña; allí mismo, por aquel terreno liso, al amanecer entraría en acción la brigada de Stempel. ¿Y los alemanes? ¿Lo habían adivinado? ¿Se filtrarían?
Lo mejor que Vorotíntsev podía hacer era alejarse a toda prisa del talud y seguir por la carretera hasta Neidenburg, encontrar al comandante en jefe, explicarle que en las inmediaciones de su Estado Mayor había una brecha que el cuerpo del Ejército se escindía ya en dos y que el propio Estado Mayor quedaba desguarnecido. ¡Conseguir la orden de atacar por el flanco izquierdo y volver con ella en la mano inmediatamente!
Pero eso no se podía hacer tan de prisa. Incluso aunque consiguiera encontrar un coche y pudiera cubrir las veinte verstas a todo galope, para el amanecer sería imposible ya rectificar nada. Cualquier patrulla podía disparar contra él. Sacar de la cama en plena noche al comandante en jefe, un hombre tan lento, sacudirlo y lograr que adoptase medidas urgentes… Resultaba algo superior a sus fuerzas…
Se quedaría, pues, en Usdau. Allí, en Usdau, iba a encontrarse la clave de todo. Aunque un coronel del Cuartel General no tenía allí nada que hacer. Su permanencia en aquel lugar carecía de sentido. Decenas de miles de oficiales y soldados, a sus espaldas, tenían una misión concreta; él era el único que no debía hacer nada concreto, sino algo indefinido, lo que la conciencia le dictase. En cuanto se apeó del automóvil de Artamónov, el objetivo de su visita al I Cuerpo había desaparecido por completo. Y no había otro que lo sustituyera. No había enviado los informes ni había podido intervenir en la marcha de los acontecimientos. Ya se le figuraba que quedándose en el Cuartel General habría podido hacer más.
Siempre trataba de encontrar la mejor aplicación a su persona. Y había encontrado la peor.
Una profunda aspiración impulsaba a Vorotíntsev desde sus años mozos: la de influir favorablemente en la historia de su patria. Que le llevase o le empujase, sin pensar siquiera, a donde fuese mejor. Pero esta fuerza y esta influencia no se concedía en Rusia a quien no estuviese cubierto por la sombra de la proximidad a la corona. Y cualquiera que fuese el sitio a que se aferrara, por mucho que se esforzase, siempre se veía en un callejón sin salida.
Además, el sueño le invadía, hasta sintió un escalofrío. Porque las dos últimas noches las había pasado a caballo. Había almorzado con Krímov, ¿había sido hoy? Parecía haber transcurrido una semana.
El terraplén lo tenía junto a su espalda, bastaba con recostarse y descabezar un sueño. Pero la tierra estaba ya fría.
Vorotíntsev bajó a la carretera y retrocedió hacia el pueblo. Los pies y los pensamientos se le enredaban. Era ya incapaz de obrar, de decidir, de pensar. Despreciando su fracaso, despreciando el abatimiento, se arrastró a duras penas hasta la casa en la que le habían dicho que podía pasar la noche.
La habitación, aunque de pueblo, tenía una cama de matrimonio con un ligero edredón de seda rosa. Desde la guerra contra el Japón recordaba las noches pasadas en el frente como un sinónimo de choza, de chabola, de tienda de campaña.
Sobre la repisa de mármol de la chimenea sonaba el tictac de un puntiagudo reloj de bronce; acaso tenía marcha para una semana y eran sus dueños los últimos que le dieron cuerda. Marcaba casi la misma hora que el reloj de Vorotíntsev: las doce menos cuarto.
El aire de la habitación estaba algo viciado, a lo que contribuía también el quinqué, pero el ambiente, templado, era agradable. Con un último esfuerzo se quitó Vorotíntsev el cinturón y las botas, colocó el revólver bajo la almohada, dejó las cerillas preparadas, apagó la luz y se tendió sobre la blanda cama, aún con la clara sensación de amargura que le producían su fracaso y su abatimiento. La cama le recibió como si le estuviese esperando. Y todas las inquietudes y el abatimiento se suavizaron, los latidos de su corazón, que le llegaban a través del edredón, se fueron espaciando hasta cesar por completo.
… Y no sabría decir si por mucho o por poco tiempo, se encontró en cierta habitación, pero no en esta, con una luz escasa, que no alcanzaba a los rincones y que fluía no se sabe de dónde sólo en el lugar que hacía falta ver. En el rostro y el pecho de ella.
Era ella, ¡ella! ¡La reconoció al momento, aunque jamás la había visto! Se asombró de haberla encontrado con tanta facilidad, esto parecía casi imposible. Nunca se habían visto, mas al instante se reconocieron y se arrojaron uno hacia el otro, apretándose los brazos.
Había cierta luz, era posible ver algo, pero no bastaba para contemplar su cara, su expresión: la reconoció, sin embargo, al instante con todo su ser. ¡Era ella, precisamente ella! ¡La que necesitaba, inefablemente próxima, que reemplazaba a todas las mujeres más hermosas, a todo el mundo femenino!
Se arrojaron el uno hacia el otro y hablaron sin hablar, sin pronunciar una sola palabra con claridad, aunque todo lo comprendían al instante. La luz era escasa, una cuarta parte de lo normal, pero la sensación de tacto era completa; las manos de él, desde sus codos pasaron a la espalda estrecha y combada y la atrajeron hacia sí: los dos se sentían bien, afines, con la sensación de haberse encontrado.
Él no tenía noción de deber alguno, ninguna preocupación le abrumaba, había únicamente una sensación de ligereza y la felicidad de abrazarla. Y también otra cosa: parecía que no era la primera vez que se encontraban, así había ocurrido ya en un tiempo lejano, todo estaba convenido. Y la condujo con ademán seguro a la cama, pues había una cama, y la luz se había trasladado hacia el lecho.
De pronto, ella se quedó parada, se detuvo. No porque sintiese reparo, sus sentimientos eran ya patentes; se detuvo porque no podía, él lo comprendió muy bien: por la razón que fuese, no podía preparar aquella cama.
Entonces, perplejo y apresuradamente, se inclinó para disponerla él mismo. Y en cuanto separó la cubierta y la manta vio que sobre la sábana, casi oculto por la almohada, estaba, plegado en varios dobles, el camisón de Alina, de color rosa y con encajes. No había ninguna otra sensación de color, ni siquiera podría decir cómo era el vestido de ella y cómo eran sus ojos, pero el camisón rosa lo reconoció al momento.
¡Y sólo entonces le vino a la memoria que Alina existía! Existía Alina y ello significaba un obstáculo. Pero él no vio en ello ningún impedimento; sin la menor ternura hacia este fino camisón desapareció entre sus manos, se había desvanecido. La cama quedó lista al instante. Y ya no hubo nada que lo impidiera.
Todo transcurrió en un abrir y cerrar de ojos, no se sabe cómo se produjo y cómo se esfumó: yacían muy juntos y ardía la alegría sin límites del hallazgo, de que ya nunca tendrían que buscar nada ni a nadie.
… ¡Pero estalló un trueno y los vidrios de las ventanas saltaron a pedazos! Gueorgui se despertó, sin fuerzas aún para mover la cabeza. Los vidrios no se habían roto pero en las cercanías habían caído los primeros proyectiles alemanes. En la habitación entraba la grisácea luz del amanecer. De nuevo cerró los ojos.
Le era doloroso abrirlos. Sólo un instante antes se encontraba sumergido en una completa proximidad y yacía aún con una sensación de total indiferencia, no le importaba nada de lo que pudiera ocurrir, aunque el mundo entero desapareciese. La sentía aún de tal modo que en un primer momento no se paró a preguntar: ¿Qué es ella? ¿Acaso la había buscado? Porque jamás había pensado en tal cosa. Jamás había pensado así.
Lo portentoso no era que la mujer de su sueño no existiese, eso puede ocurrir; lo portentoso era la intensidad de la vivencia, pero Gueorgui había olvidado ya y consideraba muerte.
La sentía aún de tal modo que le daba lástima distender las rodillas y perder su color. Yacía enternecido e inerme, no le importaba que un proyectil abriese un boquete en la pared.
Todo fue volviendo: el fracaso del viaje —el combate del día que estaba empezando— no tenía una misión concreta —¿a dónde ir, al puesto de mando de Samsónov?, ¿al de Artamónov?… En el aire del amanecer distinguía perfectamente los cañonazos, antes de oírse el vuelo de los proyectiles las explosiones se sucedían allí mismo, en el pueblo. De tres pulgadas. Seis. Este parece de mayor calibre.
¡La viciosa impotencia de la carne! Aunque le amenazase la muerte, aunque los proyectiles siguieran cayendo, todavía no habían vuelto a él las fuerzas necesarias para levantarse. Son unas sensaciones que pueden compararse con la muerte.
¿Qué pasaba en la trinchera? ¿Qué era de Agafón Ogúmennik?…
Ya podía distinguir el reloj de la chimenea: las cuatro y siete minutos. Los proyectiles caían más cerca. Llamaron a la puerta de la casa. Llamaron a la puerta de su habitación: un despabilado y carirredondo ranchero le traía un plato de gachas calientes todavía; a los soldados se las habrían dado, probablemente, una hora antes. ¡Gracias, aunque no sé cómo te llamas! Cien mil caras como la tuya vi en Rusia y las olvidé, las vi y las olvidé, ¡quiera Dios que os recuerde eternamente!
Vorotíntsev saltó de la cama, sus primeros pasos fueron aún torpes, pero ya había olvidado. Comió rápidamente las gachas con una ancha cuchara de madera que le raspaba la boca, a continuación dio cuerda a su reloj de bolsillo, se ciñó el cinturón, tomó los prismáticos y el capote y se quedó pensando: ¿qué hacer ahora?
Los vidrios temblaban, la casa entera se estremecía, pero dentro del edificio, como siempre ocurre, no se daba uno cuenta de la dirección de los disparos y las explosiones.
Rebañó el contenido del plato mientras el ranchero esperaba en el recibimiento —seguramente el plato era suyo—, le dio una palmada en el hombro, «gracias, hermano», y salió de la casa en dirección a la trinchera, animoso y casi alegre.
La mañana era fresca. En la ancha hondonada del oeste se extendía la niebla. En las proximidades se levantó el negro surtidor de una granada explosiva; silbaron los cascos de metralla. Después de esperar tras la pared de ladrillo de un cobertizo, Vorotíntsev salió corriendo con largas zancadas hacia la trinchera próxima, hacia la misma sección que la víspera se había puesto en ridículo ante el general. Saltó dentro de la trinchera entre dos soldados. ¡Habían trabajado bien! De la altura de un hombre y con nichos, los muy bromistas habían traído incluso unos bancos, hasta unas butacas.
Sobre el parapeto de tierra, en una pequeña franja transversal abierta para él, con los costados protegidos, la cabeza hacia delante, mirando al enemigo, y la cola hacia sus soldados, había un león de juguete, del tamaño de un gato, con sus hermosas melenas amarillentas recién peinadas.
—¿Cómo se llama esta fiera, señoría?
—Han dicho que…
Esperaban, sin embargo, la confirmación.
—Se llama león. ¿Dónde lo habéis cogido?
—En la ciudad, cuando pasábamos.
—¿Es de trapo o de cartón?
—De cartón.
Los proyectiles seguían volando, de momento imprecisos y no en gran número, aunque, con malvado júbilo, prometían un día muy movido. Si no les viera nadie, era ya el momento de agacharse, de arrimar la cabeza a la pared de tierra y de callar, pero uno junto a otro presumían de valientes. Y este león.
Le había agradado a Varotíntsev. La perplejidad e indecisión de antes desaparecieron ante el animoso comienzo de la jornada.
La visibilidad era buena, mas la mitad del terreno estaba envuelto en la niebla, aunque sobre esta se distinguían bien los fogonazos de las baterías alemanas emplazadas en lugares elevados. Algo podía hacer de momento: colocar una hoja de papel sobre el portaplanos, orientarse con ayuda de la brújula, tomar como punto de referencia el molino. Precisamente desde aquel punto de la larga y corvada trinchera se veía muy bien todo él, podía fijar el emplazamiento de las baterías calculando la distancia a simple vista o valiéndose de las divisiones de los prismáticos. A Vorotíntsev le agradaba el trabajo del artillero; un verano, por propia iniciativa, había asistido a un curso en la escuela de artillería para oficiales de Luga, que le fue muy provechoso.
—¿Por qué no contestan los nuestros? —se preguntaban los soldados, aunque mirando de reojo a Vorotíntsev.
—¡Para no descubrirse! —contestó gravemente un soldado alto, vecino de Vorotíntsev en la trinchera, pero con una gravedad fingida, abultando mucho los labios. Y también miró de reojo al coronel.
Aunque el fuego alemán parecía concentrarse a la izquierda de ellos, sobre otros regimientos, también allí aumentaba. Las caras de los soldados se hicieron serias, las bromas desaparecieron como si hubiesen sido barridas por un agua seca. Uno murmuraba, con un libro de oraciones en la mano. Los látigos de acero zumbaban en su vuelo, seguidos por el silbido de los cascos de metralla. Otro soldado, a la derecha de Vorotíntsev se encogía al oír el menor zumbido. A su izquierda, aquel soldado burlón y de aplastada nariz, con la boca abierta y el labio inferior caído, seguía cada trazo del lápiz del coronel. Era una cara benévola. Los ojos del soldado miraban atentos el portaplanos, no hacía preguntas, parecía comprenderlo todo y que él mismo estuviera dispuesto a continuar el trabajo.
—¿Comprendes? —preguntó Vorotíntsev, atento a los prismáticos y al portaplanos—. Por ahora no nos aprietan mucho…
—Hay que poner puntos y rayas —asintió en tono seguro el soldado de la boca grande. Y por su cara se veía que se daba cuenta: la dirección, la distancia, ¿qué tiene eso de particular?
—¿Cómo te llamas?
—Arseni.
—¿Y el apellido?
—Blagodariov.
El apellido, fácil y sonoro, que él pronunció con tanta sonoridad, fue como una suave y templada brisa que le refrescó el corazón. ¡Blagodariov! Así parecía él mismo, pronto al agradecimiento, casi dispuesto ya a dar las gracias a Vorotíntsev[14].
A su espalda, al otro lado del pueblo, apuntaba el sol la niebla se espesaba en la vaguada. Durante la próxima hora su altura permanecería cegada para las baterías alemanas que disparaban desde el oeste. Las del norte, en cambio, serían más precisas. Las granadas —«¡bum!», «¡bum!»— ya explotaban en las inmediaciones. Disparaban, sobre todo, morteros pesados, más con rompedoras que con shrapnel, y hacían bien. No podría ultimar el trabajo, que quedase así como estaba.
Apretando por detrás las espaldas, el jefe de la compañía recorría la trinchera:
—¿No han herido al león?
La respuesta fue una risita.
—¡Y vosotros inclináis el espinazo!
Vorotíntsev le pidió que entregara la hoja al jefe del batallón para que este transmitiera los datos a los artilleros.
En toda la compañía no había más que tres heridos leves. En el primer batallón, más abajo del molino, según decían, una granada caída en la misma trinchera había dejado a diez hombres fuera de combate.
La mañana avanzaba, la niebla se disipaba y todo quedó iluminado, se abrió a la izquierda el ancho campo del combate —con las nubecillas del shrapnel y los surtidores de tierra de las granadas explosivas, cada vez más a nuestro lado—, en las diez verstas de frente que ocupaban, uno cara al otro, los dos primeros Cuerpos. Ya se conocía la fecha: el 14 de agosto del año 1914. Faltaba sólo dar nombre este combate: ¿Usdau? ¿Soldau? Todavía menos se sabía si llegaría a hacerse famoso a lo largo de los siglos. ¿A qué bando llegaría la gloria? ¿Sería olvidado al día siguiente? La corta noche, la excitación del cañoneo y la agitada y fría mañana habían impedido que Vorotíntsev llegase a pensar: ¿en qué reside hoy mi deber, en permanecer de un modo absurdo en esta trinchera? No obstante, se sentía ansioso: era como si al verse en pleno combate hubiese terminado su ir y venir sin razón ni sentido; ahora no lamentaba lo más mínimo su viaje de inspección, y tanto menos el haber salido del Cuartel General, donde no despertaba antes de las nueve. Aquel día, el 14 de agosto del año 14, empezaba para el coronel Vorotíntsev la según-da guerra de su vida, una guerra cuya duración era desconocida, lo mismo que era desconocido su resultado para las armas rusas y para él mismo. Mas para eso había estudiado y permanecido en el servicio, para hacer esta guerra de veras.
—¡Tiran menos! —anunció Blagodariov el primero de todos, diferenciando entre el fragor de las explosiones que cubrían el campo de batalla los disparos que hacían contra ellos. Lo determinó un segundo antes que el resto, lo mismo que el asiduo del Conservatorio lo advierte antes de que deje de sonar la última nota. Las explosiones en el sector de su regimiento disminuyeron al instante.
—Tienes buen oído —comentó Vorotíntsev—. Lástima que no sirvas en artillería, fijarías los objetivos sin necesidad de aparatos.
Blagodariov sonrió lo justo, no porque esto le alegrase, sino porque había complacido al coronel.
Se enderezaron, respiraron a pleno pulmón. Hubo quien se sentó en las sillas y lio un cigarrillo. Se preocuparon del león, ¡estaba íntegro, ni el menor rasguño! Rompieron a reír: ¡y nosotros que nos escondíamos como unos imbéciles!
—¿Cuándo nos darán ahora la comida? —preguntó el soldado que antes se había interesado por la artillería.
Todos replicaron como si esto les produjese alegría.
—Vaya… ¡Ya tiene hambre!
—¡No la esperes antes de que se haga de noche!
—Lo primero de todo, preocúpate de que no te saquen las tripas, porque entonces no tendrías dónde meter la comida.
Sólo en su sector había cesado el fuego, lo habían transportado a los regimientos vecinos de la izquierda. ¡La centralización del mando de la artillería! Eso era lo que Vorotíntsev estimaba. Nosotros seríamos incapaces de cambiar de pronto los objetivos: faltaban teléfonos, faltaba cable, entrenamiento. Ahora bien, ¿qué significaba esto? ¿Un ataque de la infantería sobre Usdau? Estaban de cara al noroeste, pero Vorotíntsev buscaba con los prismáticos hacia el norte, temía que apareciesen por allí, por donde era más peligroso.
El rojizo sol, a sus espaldas, se abría ya paso sobre las casas, entre los árboles, daba ya en su loma. Enrollaron los capotes. En todas las hombreras se distinguían todavía bien los borrados emblemas de Guillermo.
Se fue transmitiendo por la línea la orden de prepararse para hacer fuego.
Pero no se produjo el ataque, los alemanes no llegaron a asomarse por ningún sitio. Y de nuevo fue Blagodariov el primero en adivinar la causa:
—¡Mira! ¡Mira! —exclamó, sin que pudiera decirse si era al coronel a quien tuteaba, aunque acaso no se dirigiese a él, sacando, muy interesado el largo brazo por encima del parapeto. ¡Vienen aquí! ¡Vienen aquí!
Con ayuda de los prismáticos, Vorotíntsev vio claramente que de un bosquecillo habían salido dos automóviles con las capotas recogidas; en cada uno iban cuatro personas. Había menos de tres verstas y con sus potentes prismáticos Vorotíntsev distinguía las caras y las insignias de las hombreras. En el primero iba un general pequeño e inquieto; no cesaban de brillar los cristales de sus prismáticos, miraba cara al sol y este debía de cegarle. Su camino iba por la izquierda, a la derecha de la hondonada y por encima de la niebla, que seguía en las partes bajas. No había nadie que pudiera advertirlos, detenerlos, se acercaban con gran rapidez.
—¡Un general! ¡Viene un general! —comunicó agitado Vorotíntsev a Blagodariov, ¿a quién podía hacerlo?—. ¡Conviene que no le metan el resuello en el cuerpo! ¡Ahora es cuando podríamos tener una conversación con él!
Era una mala suerte el encontrarse allí, en la trinchera. Si estuviese junto a Savitski, ordenarían un alto de todo el fuego. ¿Lo veían allí? Pero ya era tarde para acudir al teléfono.
—¡Un ge-ne-ral! —gritó Blagodariov sin perder tampoco la oportunidad, a pleno pulmón, con la fogosidad del cazador—. ¡A él, a él!
El camino descendía, se iban a sumergir en la niebla y luego subirían hacia Usdau. Pero los pozos de tirador en que se protegía el servicio de seguridad, no alcanzados por los cañonazos, no pudieron contenerse y varios fusiles empezaron a disparar contra los automóviles.
La infantería alemana abrió fuego de respuesta.
¡Y los automóviles se asustaron! Se detuvieron y, al dar la vuelta, quedaron parados.
¡Era el momento de lanzar unas granadas de shrapnel! Pero el observador artillero balbucearía algo incomprensible al telefonista del batallón, y mientras se enlazaba con la batería…
Con los prismáticos se veía cómo el general saltaba del automóvil con aire de deportista, seguido de su séquito —no todos se entretuvieron en abrir las portezuelas—, y corrían agachados.
—¡Qué ocasión para alcanzarlos! —se recreó Vorotíntsev en vano ante esta perspectiva.
No podía prestar ayuda alguna, así que puso los prismáticos ante los ojos de Blagodariov. Esperaba que el soldado daría muestras de asombro, pero lo que hizo, después de mirar un momento, fue romper a reír, dándose golpes en los costados y gritando para que le oyera todo el batallón, pues no podía quejarse de voz:
—¡Se ha confundido el demonio de patas de chivo! ¡Sujetadlo! ¡E-e-eh!…
Los automóviles, después de dar la vuelta, se detuvieron para esperar a sus ocupantes. Pero estos ya se habían hecho a un lado; entre los arbustos, se habían tumbado en la cuneta o en las zanjas. El general indicó a los vehículos que siguieran sin ellos. Continuarían a pie.
Sólo entonces una pieza rusa de tres pulgadas hizo un disparo a través del pueblo, sobre las cabezas de los que estaban en las trincheras; el proyectil cayó cerca del objetivo. Menos mal, siquiera tenían calculados los blancos.
¿Quién podía ser ese general? ¿Y cómo ignoraba que el sector estaba lleno de rusos?
El lance divirtió mucho a los soldados y los acercó a Vorotíntsev. Blagodariov explicó ahora sin esfuerzo, a veinte brazas a un lado y otro, que había estado allí y lo había visto con sus propios ojos: el general era muy ágil y saltaba como un chivo. Se asombraron los soldados: ¿es que hay generales de esa clase?
Se veía, Blagodariov era muy dado a la risa, todo lo tomaba a broma. Y de seguro que también era así en el trabajo. Parecía algo torpe, con la torpeza de aquel a quien se le han dormido las manos y los pies. Tenía veinticinco años, según había dicho, pero su cara conservaba las gruesas e infantiles mejillas y la credulidad que únicamente en el campo puede encontrarse.
—¡Ahora apretaos el cinturón, muchachos! ¡Y meted al león bajo tierra! ¡Nos va a caer una buena! Para eso ha venido —prometió alegremente Vorotíntsev.
No había motivo alguno para mostrarse alegre, eso significaba la muerte y heridas para muchos. Pero conforme a la naturaleza de los hombres cuando se hallan reunidos en grupo, nadie manifestaba, si es que lo sentía, el deseo de salir corriendo por las buenas. Todo lo contrario, empezaron a presumir ante los demás, a gastar bromas y reír a carcajadas.
—Tenedlo presente, muchachos: el valiente muere una vez, y el cobarde está muriendo a cada minuto.
Se daba cuenta Vorotíntsev de que esta compañía le había cobrado afecto, y le invadió una leve sensación de orgullo al comprobar su capacidad de adaptación tras los años de Petersburgo y Moscú en que no había encontrado ocasión de aplicar sus energías, al percibir las inagotables esencias de Rusia bajo cada capote, aquello que les hacía permanecer allí sin sentir el menor miedo a los alemanes.
—¿Dónde está Ogúmennik, hermanos? ¡Me gustaría verlo de día!
—¡Ogúmennik!…
—¡E-eh!
—¡Ogúmennik!…
—¡Ahora, señoría!…
—¡No está, ha ido a hacer sus necesidades!…
—¡Ahora lo traemos!…
—Entonces, que venga Perepeliátnik.
El canijo e inquieto Mefodi Perepeliátnik estaba varios hombres a la izquierda de Blagodariov. Entre grandes sorbetones se abría ya paso hacia el coronel, pero este no tuvo tiempo de volverse hacia él.
Además de lo que zumbaba a la izquierda, una docena de silbidos se dirigieron contra ellos y una docena de largos látigos restallaron en el aire, sobre sus cabezas.
—¡Eh! ¿Recordáis a vuestros santos? —acertó aún a gritar Vorotíntsev—. ¡Rezadles!
Y con la última risa, recordando al general de la víspera, le contestaron a derecha e izquierda:
—¡Reza a Dios y rema hacia la orilla!
—¡San Nicolás se basta y se sobra por todos!
Y Arseni rugió:
—¡Adiós a todo el mundo y a nuestra aldea! —sentándose ya en el fondo de la trinchera y escondiendo la cabeza, aunque sin cesar de santiguarse.
Toda la línea de trincheras del regimiento de Viborg se cubrió con las explosiones de las granadas rompedoras. Una voz de mando única y un buen sistema de transmisiones, que funcionaba sin el menor fallo, transportaron de una vez sobre su loma, sobre aquellas dos verstas de trincheras, el fuego de decenas de cañones y morteros, ligeros y pesados, y más pesados todavía. Sí, junto a ellos caían los proyectiles de seis pulgadas, ¡unas explosiones como nunca habían oído!
¡Allí mismo, al lado, se rompía la tierra! Se estremecía el suelo como si fuera a arrojar al exterior sus entrañas. Parecía como si cada proyectil fuese a caer directamente en uno mismo, en el coronel, en el soldado, en la madre que le parió. ¡Compadécete de mí, señor! Pero ninguno hacía blanco, no era más que eso: todo retemblaba, ensordecía a la gente, a veces caía tierra, acaso acompañada de cascos de metralla, aunque no se les oía, impregnando el ambiente del humo apestoso y denso cuyo olor, incluso para el novato, se une rápidamente a la idea de la muerte.
No se distinguía una explosión de otra. Todo se fundía. En una conmoción general, en el tormento que antecede a la muerte.
¡Esto no lo había experimentado jamás ni siquiera Vorotíntsev! ¡Esta densidad de fuego no tenía parangón con lo que hubo en la guerra ruso-japonesa! ¡No era la tierra a un paso, sino tu propio cuerpo lo que desgarraban, y con un esfuerzo mental había que recordar que si oías y te dabas cuenta de las cosas, no era aún tu cuerpo, sino la tierra! Como si todos los años que había pasado ocupándose de la guerra le hubieran hecho perder el hábito de la guerra: todas las sensaciones parecían nuevas. Con sus largos estudios, necesitaba hacer un gran esfuerzo mental para recordar que teóricamente en una trinchera de perfil completo durante una hora de semejante cañoneo no podía morir más de una cuarta parte de los defensores, es decir, que había un setenta y cinco por ciento de probabilidades de salir con vida.
Pero ¿cuántos minutos pueden soportar los nervios y la conciencia sin ver al enemigo, sin mantener combate alguno, como un simple blanco? Debía mirar el reloj, contar el tiempo. ¡Mas los ojos se negaban, permanecían cerrados! Estaban cerrados sin que él mismo lo advirtiera.
Logró abrirlos. Y a una braza de él, a la misma altura de la trinchera, apretada contra la pared y con la gorra chafada, vio la cabeza de Blagodariov.
Este también había abierto los ojos.
En el sordo estruendo, separados del resto del mundo, sólo ellos dos, los únicos seres vivos de toda la Tierra, se miraron con una mirada humana, que acaso fuese la última.
Y Vorotíntsev le hizo un guiño para infundirle ánimo.
El otro quiso hacer más todavía, hasta intentó ensanchar los labios en una torpe sonrisa. No lo consiguió.
Él no sabía nada del setenta y cinco por ciento. No se lo habían explicado antes…
Ahora los minutos transcurrían contados. Vorotíntsev apretaba en la mano el templado reloj de bolsillo, pero era incapaz de mantener la mirada fija en él: la marcha del segundero era demasiado lenta, durante cada una de sus vueltas saltaban por el aire aludes de metal, miles de cascos de metralla y de pegotes de tierra.
Ya no había sol, no había mañana, nada más que una noche de apestoso humo.
Y las ideas, en la estrechez de los segundos, las ideas también se amontonaban como los soldados en la trinchera: ¿cómo hacer la guerra si no tenemos una artillería como la de ellos? —nuestros cañones no alcanzan a más de siete verstas y los de los alemanes llegan a diez— en la guerra contra los japoneses… —¿entonces aún no me había casado? Alina llorará y volverá a casarse— es una pena que no haya tenido hijos —aunque es preferible— es una lástima que no encontrase a la otra, la de la pasada noche —queda atrás mi vida, ¿qué he hecho? catorce de agosto del catorce —no puedes sentir la muerte cuando la guerra es tu profesión— para mí es una profesión, pero ¿y estos mujiks? —¿qué recompensa le aguarda al soldado? Sólo la de quedar con vida. ¿En qué puede buscar apoyo?
Blagodariov miraba el reloj del coronel con cierto interés, como antes miraba el portaplanos. Luego empezó a arrastrarse hacia adelante —a arrastrarse— ¿estaba herido? —no, le gritó al oído:
—¡Co-mo-en-ten-di-do!
Vorotíntsev no comprendió: ¿ómo entendido? ¿Qué le dejase el reloj como entendido que era? ¿Presumía de que también entendía el reloj?
—¡Co-mo-en-ten-di-do! —gritó una vez más Blagodariov, desgañifándose.
Tampoco ahora comprendió Vorotíntsev en un primer momento: ¡Cómo en la era![15] Como las espigas extendida en la era, así los soldados se escondían en las trincheras y esperaban a que hicieran pedazos sus cuerpos, cada uno el suyo y único. Unos gigantescos mayales recorrían sus filas y aplastaban los granos de las almas con un fin que les era desconocido, y a las víctimas, a los soldados, lo único que les quedaba era aguardar su vez. Y también el herido, el no rematado, lo único que podía hacer era esperar a que el mayal pasase de nuevo.
Cierto, ¿cómo podían resistir ellos esta trilla? No sollozaban, no se volvían locos.
Los minutos seguían avanzando.
Sin duda habían transcurrido cinco.
Pasaron diez.
Con la cara como si la hubiera sacado de un baño de sangre, sujetándose la piel con todos los dedos, un soldado se abrió camino rabiosamente por detrás de las espaldas.
No lejos vendaban a otro.
Por lo demás, la gente de su trinchera había sufrido poco.
Incluso empezaban a acostumbrarse. Es una forma de vida: vivir bajo los mazazos de la trilla. Empezaban a acostumbrarse.
Vorotíntsev miró a Blagodariov y se dio clara cuenta de que este no tenía miedo. Naturalmente, no quería morir y comprendía que el miedo es algo natural, que todos debían sentirlo en esta situación, pero, no obstante, Blagodariov ya no lo sentía: su cara no denotaba una intensa conmoción espiritual, sus ojos no estaban desorbitados, no se le turbaba la razón, el corazón no le latía violentamente.
Y pensó: a un soldado como este quería encontrar cuando en el Cuartel General se negó a tomar como acompañante a un emboscado en la retaguardia. A este soldado sí que lo tomaría ahora mismo y lo llevaría de buen grado consigo hasta el final de la batalla.
Blagodariov estaba sentado en la trinchera como quien aguarda bajo un agujereado techo a que pase el aguacero. Miraba a un lado y a otro y se acostumbraba a la manera de vivir en aquel lugar. Buscaba los cascos de metralla y sacaba de la pared los que se habían clavado. Cogió uno que abrasaba, se quemó, y pasándoselo de una mano a otra se lo ofreció al coronel, para que pudiese verlo: era un fragmento dentado, que se pegaba íntimamente al cuerpo como la templada cruz que pendía de su cuello.
La sencillez era en este soldado algo anterior al servicio, anterior a la aparición de los estamentos y del Estado, una sencillez natural que da la misma ignorancia.
Blagodariov mostró en estos instantes una cara de asombro, por encima de Vorotíntsev y por detrás de él miró con evidentes muestras de admiración, como si se encontrase en su aldea y en vez del cobertizo hubiese visto un palacio. Se volvió Vorotíntsev.
¡Arde el molino de viento!
¡El molino de viento está envuelto en llamas!
Esto se ve bien desde el borde superior de la trinchera, parece como si un sendero condujese allí directamente, aunque cubierto por el humo de las explosiones, el polvo y los pegotes de tierra.
¡Sobre nuestras cabezas sigue el estruendo!
¡Todo retumba y se estremece con el último estampido! y por eso, sin el menor ruido,
¡el molino arde! No lo ha destruido un proyectil, sino que, todo entero, es pasto del fuego: su base piramidal, las rojizas lenguas se comen el revestimiento,
en el espacio libre se hacen más claras.
Las aspas permanecen inmóviles. El fuego corre rápido por las inferiores y al llegar al cruce sube por las superiores.
= ¡Todo el molino! ¡Arde!! ¡Todo!
El fuego sigue su labor: primero devora la cubierta de tablas,
el armazón se mantiene más tiempo,
el armazón se hace cada vez más claro, cada vez
más dorado, ¡pero se mantiene! ¡Todavía aguantan los soportes!
¡Son una brasa todas las costillas, y la base, y las
aspas!
= Y de pronto, las aspas que no se habían movido, empiezan a girar lentamente.
¿Será por el chorro de aire caliente?
Lentamente,
¡giran lentamente! ¿Sin viento? ¿Qué milagro es este?
Con un extraño giro se mueven los radios rojos y dorados que forman únicamente las costillas
LO MISMO QUE RESBALA POR EL AIRE UNA RUEDA DE FUEGO.
Y se desintegra.
Se desintegra en pedazos, en ígneos fragmentos.
Lo que parecía imposible soportar más de tres minutos, del regimiento de Viborg lo aguantó más de una hora. Cuando podían, colocaban a los muertos de pie a lo largo de la pared de la trinchera. Los heridos se ayudaban, allí mismo, unos a otros, a hacerse la primera cura. Su evacuación era difícil: las trincheras eran profundas, los accesos que llevaban a ellas desde el pueblo eran estrechos y sólo había dos por batallón. Así se quedaban, envueltos en sus vendas, con las caras de color de tierra, llenos de manchas de sangre incluso en los lugares donde no habían sido heridos y con las manos y los labios temblorosos. Más de una hora les llevaban machacando, pero ninguno de ellos sentía el impulso de echar a correr, y apenas si se les podía ocurrir otra cosa que permanecer quietos bajo la lluvia de proyectiles. Lo mismo que las piedras arrastradas por el glaciar llegan al momento en que este se funde a través de los siglos y las civilizaciones, las tormentas y el calor, y siguen allí y yacen, así permanecían los soldados sin verse lo más mínimo. De sus abuelos habían aprendido a hacerlo y era para ellos algo habitual, largo y de lo que no era posible evadirse: hay que aguantar, no queda otro remedio.
Vorotíntsev permanecía acurrucado, lo mismo que ellos. En este constante golpear del mayal, para él no forzoso, en esta amistad con un regimiento que no mandaba, parecía haber encontrado su último puesto.
Nadie esperaba que esto pudiera terminar alguna vez. De pronto amainó el cañoneo, no podía entenderse si habían transportado el fuego o habían hecho alto, pero empezó a dispersarse la hedionda y negra noche y resultó que hacía una hermosa mañana, el sol estaba ya alto, había cambiado de lugar y en las trincheras ya calentaba.
Empezaron a estirarse, tratando de desentumecerse, a asomarse, a mirar. Las voces salvajes y roncas, que acababan de volver de la muerte, también se desentumecían, cobraban sonoridad: hoy ha sido mucho más, no puede compararse con lo de ayer; a la izquierda se ve algo que da vueltas, les zumban más que a nosotros, ¡mira!
Que alguien lo pasa peor que nosotros significa un alivio. A la izquierda, a lo largo de la vía y sobre otra aldea, no cesaban de caer los proyectiles, y todo ello se convertía en una continua explosión, en un humo negro; imaginarse qué era de los que allí estaban y quién de ellos podría salvarse resultaba más terrible que lo que ellos mismos acababan de sufrir.
Es difícil, muy difícil la vuelta de la piedra a la vida: sin entretenerse en desentumecerse y sin pérdida de tiempo había que echar cuanto antes mano al fusil; ver si seguía a su lado, si no se había llenado el cañón de tierra, si tenían allí los cartuchos, ajustar bien la bayoneta. Porque los alemanes no habían transportado el fuego por un sentimiento de piedad, de seguro que se estaban acercando.
¡Pero los alemanes cometieron una torpeza! Algo les fallaba: aunque habían interrumpido el fuego, la infantería no avanzaba. Los inestimables minutos perdidos devolvieron al regimiento de Viborg la fuerza y la furia.
En la hondonada que se abría ante ellos se había esfumado la última niebla. Se veía con claridad que los alemanes no avanzaban. ¡Ah! ¡Ahí, a la derecha! Empezó el fuego de fusilería y repiquetearon las ametralladoras.
Vorotíntsev, sin darse clara cuenta de lo que hacía —con la cabeza que no parecía suya, pesada por la embriaguez del humo—, se apoderó del fusil que un muerto había dejado libre y de una cartuchera llena y, sujetándose el sable y tropezando en sus nerviosos movimientos contra la pared de la trinchera, se abrió paso, entre muertos, heridos y vivos, hacia el batallón del flanco derecho, cuya trinchera contorneaba el molino, pasto de las llamas. Sentía la cabeza pesada, sí, pero sus pensamientos eran rápidos, incluso demasiado rápidos, hasta precipitados. Ya allí, pareció ver las cosas de un modo distinto. De ninguna teoría se derivaba que un coronel del Cuartel General tuviese que abrirse paso hacia el flanco derecho y ayudar fusil en mano al batallón que allí se encontraba. ¡Pero tal había sido su deseo! ¡Había sido un deseo tan imperioso!
Sí, los puntiagudos cascos iban al ataque, pero…
—¡Son salvajes! —gritó Vorotíntsev, tratando de infundir ánimo a quienes pudieran oírle a su lado, y se buscó sitio en un recodo de la trinchera—. ¡Son salvajes, no europeos! ¿Quién hace así la guerra?
También aquí se habían retrasado los alemanes, no habían escogido el momento exacto en que terminaba la preparación artillera, no se habían lanzado en ese instante de aturdimiento, y lo más importante de todo: subían la empinada pendiente no en pequeños grupos dispersos y procurando pasar desapercibidos sino en largas filas, constituyendo un blanco excelente, y deteniéndose además para disparar. ¡No, la infantería debe disparar o avanzar, una de dos! ¡Nosotros, por ejemplo, disparamos! ¡Nosotros disparamos! Los japoneses nos quitaron la costumbre de avanzar de este modo. En cambio, nos enseñaron a disparar.
¡Qué suplicio el verse convertido en harina y no tener al alcance del fusil ni un solo enemigo! ¡Pero ahora, ahí está! Ahí está el enemigo jurado y eterno, por culpa de quien sufrimos toda la vida, ¡ea, firme el hombro, ajustaremos las cuentas! Antes permanecíamos hechos un ovillo, ¡quedad tumbados vosotros! ¡Cuantos más tumbemos, menos seréis!
El batallón de la derecha se enderezó como si nada le hubiese afectado y empezó a disparar. Disparaba generosamente, con buena puntería, haciendo pagar con satisfacción el tiempo que había pasado en el fondo de la trinchera. Vorotíntsev se sentía satisfecho de permanecer allí y disparaba, tomaba nuevos cartuchos, cargaba el fusil, apuntaba, volvía a disparar y cuando parecía que una bala suya había derribado a un alemán, incluso carraspeaba de gusto.
Los temibles cascos puntiagudos se acercaban, disparaban de rodillas y de pie. (¡Para qué necesitamos nosotros los cascos! Con las gorras nos sentimos bien, las frentes de los rusos son a prueba de bala, aunque alguno se lleve la mano a la cabeza y empiece a dar vueltas). Los soldados del regimiento de Viborg se mantenían firmes y disparaban sin temblar y sin sentir el menor deseo de abandonar su puesto. Los puntiagudos cascos estaban ya a cincuenta brazas, pero nadie sentía la menor sensación de miedo; sin que nadie diese voces de mando ni agitase los brazos, se mantenían firmes y disparaban a conciencia.
Y los alemanes retrocedieron con un grito de dolor, tirándose al suelo y rodando pendiente abajo para ponerse a salvo de las balas. Los demás dieron la vuelta y echaron a correr cuanto podían. ¡Y nosotros, fuego contra ellos!
¡Y nosotros, fuego contra sus espaldas!
Algunos exaltados, en el calor de la pelea, saltaron de la trinchera para alcanzarlos con sus bayonetas. Pero un teniente sujetó de las solapas a uno de ellos. También obligaron a volver al resto. Bien hecho.
Vorotíntsev ya no disparaba. Le producía profunda satisfacción ver cómo estos soldados se mantenían firmes. Resistirían, eso se veía claro, resistirían y esperarían aquí hasta a su mismo jefe honorario, el emperador Guillermo. Entre aquel humo embriagador, Vorotíntsev había tomado afecto al regimiento de Viborg, y al día 14 de agosto, y a aquel combate en las inmediaciones de Usdau. ¡Y a Savitski, particularmente a este! Siguió abriéndose paso a lo largo de la trinchera, hacia él.
El jefe de la compañía le gritó algo al oído, señalando con la mano: allí, bajo la línea del ferrocarril, había un arco, y dentro del arco se encontraba el general.
El sitio estaba bien elegido, era donde le correspondía situarse. Cuanto más tranquilo estuviese esto, mejor se oirían desde allí las ametralladoras. Y tomaría nota del número de máquinas automáticas del enemigo. Con Savitski no tenía nada que hacer. A Neidenburg no podría llegar ahora. Y la brigada de Stempel seguiría por algún sitio sin rumbo fijo. Y no tenía para qué ir a la derecha. Y en el regimiento de Viborg tampoco tenía nada que hacer, ¿para qué se encontraba aquí?
A la izquierda, en cambio, seguía el estruendo, la capa amarillenta de los shrapnel cubría la negrura de las granadas explosivas; allí otros cinco regimientos, uno tras otro, se mantenían en línea; allí, el combate podía tomar un cariz distinto, ¡era preciso ir allí, allí! El aguante y la fortaleza del regimiento de Viborg no debían perderse en vano, en estas horas tenían que encontrar reflejo en el Cuerpo entero.
Resultaba difícil caminar por la trinchera, saltar sobre los muertos y tropezar con los heridos; además, los soldados subían ya arriba, en busca de más espacio. Y Vorotíntsev, sin dejar el fusil, agarrándolo por la correa, saltó a la parte de atrás de la trinchera y siguió adelante a lo largo de su parte superior. Parecía que sonaban algunos silbidos cercanos, pero caminaba con una facilidad que no resultaba natural. Además, no oía bien, los oídos ya no percibían sonido alguno. Miraba como sin ver: ni los ojos ni el alma querían aceptar lo que tenía ante él. Yacían ensangrentadas vendas y gasas. Todo estaba sembrado de balas de shrapnel. La destrozada culata de un fusil. Las vainas de los cartuchos brillando al sol. Latas. La chapa de cobre de un cinturón abandonado. Este se arrastraba. Este, con la cabeza vendada, se sujetaba la frente, dejando el cogote al descubierto. Este, sentado en el suelo, se quitaba una bota y vaciaba de ella la sangre como si se tratase de un jarro. Aquel miraba con ojos sin vida desde la trinchera, estos ya no se reían. Era como si no viese nada, los ojos y el alma se resistían a aceptarlo. Como en un estado de embriaguez, se dejaba llevar por una agradable imprudencia en sus movimientos, que resultaban excesivos: ya levantaba el brazo, ya pisaba con demasiada fuerza o daba la vuelta, un estado en el que nada se siente cuando uno se da un pinchazo o se quema. Pero la cabeza, aunque pesada con aquella sensación de embriaguez, conservaba una asombrosa facilidad para pensar.
Al dirigirse al batallón de la derecha, Vorotíntsev había olvidado por completo a su vecino Blagodariov. Ahora, al regresar, lo recordó como a la persona que en aquellos instantes le era más necesaria. ¿Vivía? ¿Era posible que hubiese muerto?
El segundo batallón había rechazado el ataque con tanto éxito como el primero. Sacaban y evacuaban a los heridos por los ramales de comunicación y por la parte alta. Dentro de la trinchera estaban poniendo todo en orden. Desenterraban lo que había quedado cubierto, era como si trabajase una docena de palas de sepulturero. Vorotíntsev reconoció el lugar que había ocupado: vio la amarilla cola del león a la izquierda, sobresaliendo de un montón de tierra, y a la derecha encontró a Blagodariov, con su agradable y comprensiva cara. Con el gesto ceñudo, este despejaba el lugar, tirando fuera las sillas rotas y las vacías cajas de cinc de la munición.
Vorotíntsev pidió al capitán que le diese un soldado para acompañarle. E hizo un alegre gesto:
—¿Quieres venir conmigo, Blagodariov?
—¿Por qué no? —repuso este sin la menor muestra de asombro, como si entre ellos hubiese quedado convenido dar un paseo. Removió la lengua bajo la mejilla, echó una mirada a la media braza cuadrada de zanja donde una hora antes había estado a punto de terminar toda su vida, se pasó el arrollado capote por encima de la cabeza, con un fuerte impulso sacó los pies de la trinchera y quedó de pie ante él—. ¿A dónde hay que ir?…
Se mantenía como si siempre hubiese estado en la guerra, mirando de igual a igual a Vorotíntsev.
—Deme el fusil, y también el capote, le conviene ir sin peso.
Cargó con ambos capotes y con los dos fusiles, colgando del mismo hombro, y ya andando se sujetó el plato al cinturón. Se pusieron en marcha.
Las siete y media, en el Cuartel General no se habían despertado todavía, no habían tomado el té, mientras que aquí, desde el amanecer habían machacado ya a casi un millar de hombres, y un día entero de combate les aguardaba aún.
Todo anunciaba también un caluroso y sofocante día de verano.
Siguieron por detrás de las posiciones propias, por detrás del ferrocarril, para avanzar con más rapidez, buscando el camino fácil. No se sentían aturdidos como en la trinchera, aquí podían ver que también nuestros cañones escupían fuego, los servidores se movían sudorosos, en mangas de camisa, acercaban los proyectiles y tiraban del cordón: no pasarían los alemanes. También aquí llegaba el shrapnel enemigo, y tan cerca que un par de veces Arseni y el coronel se tumbaron boca abajo, aunque después del cañoneo de antes esto parecía una broma. El fuego alemán se concentraba, sobre todo, en la primera línea de los regimientos por cuya retaguardia pasaban ahora.
—¡Se mantiene firme el regimiento del Enisei! —se frotó las manos Vorotíntsev—. Una hora más y todo puede cambiar de cariz.
La fotografía de este regimiento del Enisei acababa de recorrer Rusia entera: en Peterhof había desfilado ante Poincaré y a la cabeza, la mano en la visera y con la vista vuelta hacia el invitado de honor, tieso como una vela, marchaba el Gran Duque. No había pasado un mes y estos mismos titanes se encontraban ya aquí, en el campo de batalla.
—¡También el de Irkutsk se mantiene! —se alegró el coronel—. El combate de hoy, Arseni, podemos ganarlo si conservamos la cabeza sobre los hombros.
Ganar el combate le agradaría a Senka, lo que ansiaba era que la guerra terminase cuanto antes.
—¿Y para eso que hace falta, señoría?
—De momento nada, que vayamos deprisa al flanco izquierdo. Si nos quedamos quietos, claro que no lo ganaremos.
Esto a Senka no le costaba gran cosa, caminaba a grandes zancadas, aunque tampoco el coronel era manco; claro que no llevaba carga alguna. Por el contrario, no cesaba de ir a un lado y otro, preguntando: ¿De qué unidad sois? ¿Cuántos proyectiles os quedan? ¿Qué órdenes tenéis?
¡A sus espaldas se reanudó el cañoneo! ¡De nuevo hacían un intenso fuego sobre el regimiento de Viborg! En algunos lugares se veía el humo de los incendios y las granadas seguían y seguían cayendo. Arseni se alegró de haber salido de allí. La trinchera es una fosa y cuando uno se mete en ella tiembla como un cordero y espera que le hundan la bayoneta en el cuello. El caminar por el campo era distinto, uno sentía sus manos y sus piernas, la muerte no le sorprendería encerrado. Y podría quedar con vida. Arseni acompasaba con gusto a este inquieto coronel. De asistente no le agradaría, pero era algo distinto caminar solos, uno al lado del otro. El coronel no se limitaba simplemente a pasar el día de tal modo que no le ocurriese nada, sino que trataba de conseguir algo.
Vorotíntsev buscaba las reservas, las unidades que se estaban acercando. Pero en las primeras verstas no encontraron a nadie, y la artillería era muy escasa. Les llamó únicamente la atención el destacamento sanitario de la Gran Duquesa Victoria Fiódorovna, probablemente no había otro como él en todo el ejército ruso. Vieron como cargaban en las ambulancias automóviles a los heridos graves llegados de los puestos de socorro y los transportaban inmediatamente a Soldau.
En una nueva curva del ferrocarril, donde este giraba hacia la retaguardia, hacia Soldau, descubrieron el grupo de morteros del Cuerpo, sin las dos piezas cedidas a Savitski. Allí, en la parte protegida del terraplén, había muchos proyectiles apilados y todavía seguían trayendo, pero disparaban poco: el grupo se hallaba a las órdenes directas de Masalski, jefe de la artillería del Cuerpo, mas este no se encontraba en las proximidades y el mando del grupo no tenía una noción clara de lo que tenían que hacer, a quién apoyar y cómo. El jefe del grupo, teniente coronel Smislovski, se preparaba para la defensa si las cosas venían mal dadas. Vorotíntsev se puso rápidamente de acuerdo con él: debía preparar un viraje de cuarenta y cinco grados de todas las piezas hacia la izquierda, al noroeste, y montar puestos de observación laterales: el enemigo podía atacar por la izquierda. Convinieron lo referente a las transmisiones. Vorotíntsev buscaba la brigada de tiradores; Smislovski suponía que se encontraba en orden de marcha algo más lejos, al otro lado de la vía férrea. Pero a la derecha, más adentro, en un bosquecillo, se estaba reuniendo el regimiento de Lituania, de la Guardia, una fuerza de refresco que permanecía inactiva, no se desplegaba en orden de combate ni abría una segunda línea de defensa.
El coronel pareció indeciso: ¿acercarse al regimiento de Lituania? En aquel sentido se extendía un campo recién segado, con negras calvas de ceniza: habían quemado el centeno sin perdonar una sola hacina. El coronel ya había decidido: tú, Arseni, quédate aquí, volveré en seguida. Pero luego miró el reloj: no, vamos al flanco izquierdo, allí están los tiradores.
Cruzaron con paso vivo el terraplén, el coronel se quedó mirando y dijo:
—Iremos en esa dirección.
Siguieron adelante.
—¿Por qué se llaman obuses, señoría?
—No añadas a cada momento lo de «señoría», se pierde mucho tiempo.
—¿Cómo, entonces?
—No tienes que emplear ningún tratamiento. Ya has visto que los tubos son cortos y anchos, de cuarenta y ocho líneas.
—¿Qué significa eso de las líneas?
El coronel suspiró.
—Para que lo comprendas, hacen fuego indirecto. Sirven para batir las zonas ocultas.
También Senka lanzó un suspiro.
—Es una pena que yo no haya ido a parar a artillería.
—¿Quieres? Si salimos con vida, te lo arreglaré.
Senka asintió, aunque sin dar gran fe a estas palabras, claro: algo tenía que decir. Si hubiera sido antes, cuando fue llamado al servicio… Pero estaban en guerra y acaso se separasen antes de la fiesta de la Virgen de la Intercesión.
Ante ellos se extendía ahora un ancho campo de patatas, ¡unas patatas excelentes! Los alemanes no desperdiciaban ni siquiera los barrancos, todas las pendientes estaban cultivadas y con vallas para que no entrase el ganado.
Y tras el campo, dos casas y nada más en todo el contorno. Hacia allí se dirigían, entre los ramalazos de las matas contra las cañas de las botas. Así daba gusto vivir: toda la tierra la tenías junto a ti, formando un campo único.
El coronel caminaba con paso rápido, si Senka hubiese tenido las piernas más cortas le habría dejado atrás. No cesaba de mirar con sus prismáticos.
En las afueras del pueblo había un alto cobertizo de paredes de ladrillo: allí distinguió el coronel mucha infantería, eran los tiradores.
—¿Qué quiere decir eso de tiradores, seño…? —preguntó Senka sin frenar la marcha.
—Son también infantería, pero selecta. Disponen de más ametralladoras y están más preparados. Son unos chicarrones, como tú. Por eso sus regimientos no son de cuatro batallones, sino de dos. Aunque no importa, podrían hacer frente a la misión.
—Oh —se lamentó Senka—. Si vuelvo con los míos podré contarles la fuerza que aquí hay reunida. ¡Sería para ellos un gran alivio!
Se habían desplegado de tal modo que también aquí constituían un frente. Ante ellos estaba la alquería de Rutkovitz, por detrás había un bosquecilio y tras el bosquecillo, según pensaba Vorotíntsev, estarían los regimientos Petrovski y Neishlotski, la víspera se habían movido en esa dirección. El cañoneo alemán era aquí mucho menos intenso. ¡Había intuido bien el propósito del enemigo! Los alemanes no se atrevían a rebasar el flanco, allí quedaba aún nuestra caballería, los alemanes querían abrirse paso por Usdau. ¡Y precisamente en este punto se podía salvar todo, cambiarlo todo! Pero ¿quién iba a reunir las fuerzas? ¿Cómo hacerlo? ¿Quién conduciría a esta división y media de caballería?
El cobertizo era una dependencia para guardar el ganado. ¡Para el ganado y una construcción como esta! Los tiradores, cierto, eran buenos mozos y se les veía descansados. Estaban comiendo, el que lo guardaba, un rancho en frío. El estómago de Senka empezó a protestar: en la bolsa de costado guardaba dos galletas, debía comérselas antes de que lo matasen o hiriesen. Pero ¿por qué el vientre era tan exigente? No había arado ni segado, y el estómago protestaba.
Los tiradores discutían acerca de por qué las aberturas de las paredes estaban cubiertas con muchas cruces: ¿Resultaba así más cómodo? ¿O era un adorno? ¿O servía para defender al ganado del maligno? Elogiaban la gran inclinación de los techos, así no haría falta tirar la nieve, ella sola se caería.
Vorotíntsev no encontró al jefe del regimiento: había ido a preguntar y a buscar órdenes a quien fuese, a cualquiera que encontrase, incluso al jefe del Cuerpo. Allí se encontraban los dos jefes de batallón y el ayudante del regimiento. Tomaron asiento los cuatro. Su brigada de tiradores había llegado a Soldau sin el jefe de la brigada, sin su plana mayor y sin la artillería agregada, eran, simplemente, cuatro regimientos autónomos y cada uno de ellos se movía y buscaba qué hacer según mejor le pareciese. Pero ¿qué orden tenían? La orden general del Cuerpo, de avanzar hacia el noroeste, aunque sin precisar, sin marcar las líneas que debían ocupar, sin fijarles los límites a derecha e izquierda ni indicar quienes serían sus vecinos.
—¡Está bien, señores! —exclamó apasionadamente Vorotíntsev—. El Estado Mayor del Cuerpo se encuentra a diez verstas y ya ven que aquí no hay representación suya. En el Reglamento existe esta forma de mando: la junta de los jefes superiores que se hallen sobre el terreno. Creémosla nosotros, siquiera sea para sus cuatro regimientos. Ahora les precisaré la situación exacta… Como punto de reunión tomaremos de momento este, la alquería de Rutkovitz. ¡Ah!, ¿ya hay un regimiento allí? Magnífico. Sus regimientos también pueden acercarse y seguir adelante hacia el bosque. ¿Cómo reunir los cuatro regimientos suyos? Que cada uno mande un oficial superior a la alquería de Rutkovitz, y que la tropa se vaya acercando también. ¿Podrían darme dos o tres oficiales de inferior graduación para utilizarlos como enlaces? Uno, para que lleve una nota al regimiento de Lituania, acaso podamos convencerles de que se desplacen algo a la izquierda. Otro, al coronel Krímov. Si lo encuentra, que aproxime inmediatamente hacia nosotros estas divisiones de caballería; acaso ya lo haya hecho. Y otro… ¿a dónde? ¿Dónde se encuentra este grupo de artillería pesada?
El grupo de artillería pesada se encontraba dos verstas más atrás. Los misterios de la subordinación hacían que no obedeciese ni siquiera al inspector de artillería del Cuerpo, hacía lo que le venía en gana.
—A esta distancia no podrán hacer nada. Tienen que acercarse aquí. Iré yo mismo… Pero no, yo iré a la alquería de Rutkovitz. ¿Han visto si tienen tendidos cables hacia aquí? Es imposible que no tengan un puesto de observación en la alquería. También les mandaré una nota a la posición en que han emplazado las piezas…
El fuego de la confianza se transmitió a los oficiales superiores de los tiradores: no eran hombres dominados por la rutina, les abrumaba su impotente inacción cuando todo a su alrededor atronaba y se decidía. Escribieron sus notas sobre el portaplanos, con anchos caracteres trazados a toda prisa, pero explicando su propósito con pocas palabras. Y sujetándose los estúpidos e inútiles sables, salieron corriendo los jóvenes oficiales de enlace. Ambos batallones, haciendo chocar sus armas, se pusieron en pie, formaron y emprendieron la marcha hacia la alquería de Rutkovitz.
Senka y el coronel quedaron solos en el cobertizo: el coronel se sentó junto a la pared, pensando aún algo o esperando.
Durante todo este tiempo, Senka se había acercado a un estanque, donde los gansos se zambullían sin comprender nada de guerra alguna, y traía la cantimplora llena de agua. El estómago le daba verdaderos pinchazos, ¿por qué razón? Y la galleta llevaba seguramente cinco años en el depósito, sin agua sería imposible meterle el diente. Cosa rara, nadie se dedicaba a tirar a esos gansos. Estaría bien descalzarse y meter los pies en el agua del estanque, pero miró hacia el coronel y desistió de su propósito: era imposible, no había tiempo para esto.
—¿Quiere una galleta, seño…?
Con gran asombro de Senka, la tomó sin darse cuenta de lo que hacía, aunque sí vio la cantimplora y remojó la galleta.
—Sólo son las nueve de la mañana —dijo—. Habría sido mejor reservarla para más tarde.
Comieron ambos en silencio.
El coronel examinaba el plano. Miraba hacia el camino, por donde tras la cerca de la alquería pasaban los coches de municionamiento y los carros de intendencia. Siguió masticando.
—¿Estás casado, Arseni? —se interesó con voz extraña también; no podría asegurarse si es que preguntaba.
—¡Casi no puede decirse que lo sea! Ni siquiera un año llevábamos viviendo juntos. Desde el carnaval.
—¿Es bonita?
—El primer año todas son bonitas —dijo Senka despectivamente, terminando la galleta. Lo dijo para guardar las apariencias, no porque lo pensase así.
—¿Cómo se llama?
—E-ka-te-ri-na —contestó Senka, dejando de masticar.
… Ni siquiera la llamaban Katka. Solían llamarla “manopla”, en tono de ofensa, y esto no sólo porque fuese pequeña, sino porque, según afirmaban, no estaba en sus cabales, cualquiera podría hacerse con ella y dejarla cuando se le antojase. Y cuando Senka empezó a cortejarla, los chicos y las chicas se reían: ¿un hombre tan bien plantado como él no había podido encontrar mejor pareja? ¿Qué iba a hacer con aquella pulga? Y a ella le decían que él no le dejaría ni un hueso sano. Pero, a pesar de las burlas, él tenía confianza en su olfato, además que le gustaba muy de veras, ¡y qué esposa más cariñosa y alegre había resultado Kationa! No sólo en Kámenka, su pueblo, sino en todo el distrito de Tambov no se encontraría otra como ella. A veces, cuando tomas cariño a un caballo ni siquiera hace falta emplear el látigo con él: sin que tú digas ni media palabra, él adivina lo que piensas, sabe hacia dónde debe dar la vuelta y cómo tirar del carro. Y si la mujer es así, ¿qué más se puede desear? Es imposible saber cuándo duerme y lo que come, pero cuando uno se despierta ya está la casa arreglada, de lo único que ella se preocupa es de que Senka tenga la comida a punto y se sienta bien y satisfecho.
Pero no era esto lo mejor, sino que con ella la vida resultaba muy dulce, era como cuando uno chupa un hueso y trata de llegar a los últimos recovecos. ¡Y qué no sería capaz de imaginar! ¡Qué cosas se le ocurrían!… Él no se hartaba de contemplar y palpar su vientre, que se iba ensanchando y redondeando. No le permitieron prolongar estas alegrías.
Arseni trató de disipar tan inoportunos pensamientos. Por todos los contornos pasaban y pasaban los soldados, y cada uno de ellos habría dejado probablemente a su Katka; no era cosa que quedarse recordándola con la boca abierta. Además, ¿viviría el propio Senka al término de este día?…
—¿Sabes montar a caballo?
—¿Cómo no voy a saber?… En mi pueblo montamos todos muy bien. En nuestro distrito hay varias granjas de cría de caballos…
El coronel se puso en pie de un salto, como si hubiese sentido una quemadura: “A ver si los tiradores…”, y echó a andar por un sendero oblicuo al camino. Senka no tardó en seguir sus pasos. El teniente que antes había enviado corría a su encuentro: el grupo de artillería pesada ya tenía recogidas las piezas y se trasladaba a este punto. El coronel se frotó las manos satisfecho: “¡Bueno, y nosotros hemos hecho que se apresuren!”. Alcanzaron a los tiradores, siguieron con ellos el camino hacia la alquería. El coronel de Senka conversaba con el jefe del regimiento, que se había apeado del caballo. Los tiradores eran unos mozos escogidos, lustrosos, no abandonaban la formación. Preguntaban a Senka: “¿Qué orden hay? ¿No sabes a dónde nos llevan?”. —“¡A dónde va a ser!”, contestaba Senka muy serio—. A donde no hay uno que se salve, ¿cómo es que llegáis tarde a la rifa?. Les habló algo de la trilla de aquella mañana.
No habían llegado a la alquería cuando empezó algo que en un principio no podía comprenderse. La gente se echaba el fusil al hombro y disparaba hacia el cielo. Senka miró hacia arriba: ¡Ah, el maldito! Volaba con unas cruces negras en las alas. Él no disparó, veía que era inútil, aunque se quedó pensando: ¿cómo se las ingenia para volar ese demonio sin apoyarse en nada? ¿Y qué le pasaría si cayese cabeza abajo?
Se alejó el aeroplano.
La alquería era grande. Había un huerto con varios cientos de árboles frutales, aunque ya había sufrido mucho, muchas ramas estaban rotas. En las proximidades del huerto había unos tilos centenarios, robles, un pequeño bosque muy limpio e igualado, con senderos, por el que iban y venían las vacas; debían de ser de raza alemana. Las caballerizas estaban abiertas de par en par, muy limpias, con sus abrevaderos, pero sin un solo caballo. Varios soldados sacaban de la casa divanes y sillones tapizados de terciopelo rojo, se tumbaban en ellos y liaban un pitillo. Se pusieron en pie al ver al coronel y se retiraron. Senka también se sentó un rato, resultaba divertido. Dos tenientes de los tiradores se encontraban ya con el coronel y tuvieron la ocurrencia de subir a mirar al tejado. Senka se ofreció a abrirles el desván. Dentro de la casa había verdaderos portentos. Un espejo que ocupaba toda la pared había sido hecho pedazos, probablemente habían recogido los trozos para verse la cara. ¡Muebles, muebles! Unos volcados y otros rotos. Y un billar portentoso, sin paño y sin bandas, negro, liso y parecido por la forma a un hacha. ¿Cómo no se caen las bolas?
—¡Paleto! —uno de los tenientes le hundió a Senka la gorra hasta los ojos—, esto no es un billar, sino un piano de cola… —¿Y eso que han roto en la pared?—. Eso es mármol, el árbol genealógico, es decir, de quién es hijo cada uno.
En el otro piso el desorden no era menor: los encajes habían sido arrancados de las ventanas a tirones, los armarios estaban vacíos, la vajilla tirada por el suelo, lo mismo que la ropa, los libros y los papeles. El teniente recogió algunos de ellos: «Certificados de carreras. ¡Criaba buenos caballos!».
Senka abrió la puerta del desván y la ventana de este último. El coronel se asomó y sin haber llegado siquiera a mirar con los prismáticos, dijo: «Al otro lado del parque hay una sotnia, dile al oficial que venga». Senka bajó las escaleras de dos en dos y de tres en tres; vaya, ni siquiera le dejaban mirar…
En el lugar que le indicaban encontró a un podesaúl[16], jefe de la sotnia del VI regimiento de cosacos del Don, que con la capacidad de fuego reforzada había sido traída en sustitución de la caballería divisionaria. Senka, por su cuenta y razón, les pidió una yegua, que enganchó a un cochecillo en el que puso una brazada de paja, y volvió ya, animando a la yegua con las riendas, por el enarenado sendero, tan cubierto por las ramas de los árboles que difícilmente podría pasar por allí la lluvia.
El coronel explicó algo al podesaúl y le dio un papel en el que decía hacia dónde tenían que ir. Mientras tanto, algo empezó a tronar, se armó un alboroto terrible: entre la finca y el bosque se encontraban nuestros cañones ligeros, de campaña, y eran los que habían abierto fuego. ¡Cómo disparaban! En todos los alrededores no podría encontrarse ni un solo perro, todos habrían salido con el rabo entre las piernas. Algo estaba cambiando en el combate.
También aquí, entre ellos, comenzaron las prisas. Los tenientes, sujetando los sables, corrieron a sus regimientos. El coronel saltó al cochecillo como si hubiese pedido que lo tuvieran dispuesto:
—¡El regimiento Petrovski y el Neishlotski han ido al ataque! —gritó al oído de Senka—. ¡Ellos mismos! ¡Sin orden del Cuerpo! ¡Es lo que hacía falta! ¡Los tiradores les apoyarán! ¡También les apoyarán los obuses! —y tratando de adelantarse a la yegua, dio un salto hacia adelante.
La sotnia de cosacos del Don les adelantó, dirigiéndose al galope hacia el bosque.
¡Qué alegría! Senka había corrido también ahora a sacudirles a los alemanes, aunque fuese con la vara del coche. Ajustarles cuanto antes las cuentas y a casa. ¡Era algo más que una aldea contra otra! Daba gusto ver cómo los nuestros avanzaban. ¡Bien por los nuestros! ¡Ellos mismos se habían ofrecido! ¿Para qué esperar a que los machacasen? El día era bueno, la tierra extranjera se extendía alrededor, no importaba pisotearla. Otra cosa sería, claro, si la guerra hubiese llegado a Kámenka. En el distrito de Kámenka, a Dios gracias, nunca habían combatido de este modo.
Los cañones estaban emplazados justo detrás de la alquería. Disparaban sin interrupción, la gente se movía con alegría, ¡para hacer la guerra hace falta un espíritu alegre! Incluso a la viva luz del día podía verse cómo a cada disparo salía un fogonazo del tubo. Un apuntador mostraba el puño hacia el bosque a cada cañonazo: ¡ahí tienes, maldito! Y el capitán que se encontraba cerca de ellos gritó al coronel: «¡Aumentan las alzas!». El coronel explicó a Senka: «¡Esto significa que los nuestros siguen avanzando!».
¡Todos a una! ¿Es que no vamos a ser más fuertes que ellos?
También los alemanes andaban buscando, no la alquería, sino estas baterías. Por delante había un terreno anegadizo. Una ligera brisa movía levemente la hierba, pero cayó una granada, se levantó una negra columna más alta que los árboles más altos y más ancha que el ramaje de un roble y quedó un embudo no como en la arena, sino completamente negro.
¡Acertaron a una de nuestras baterías! Entre las piezas empezaron las explosiones y una caja de munición saltó por los aires. ¡Otra granada, otra! Salieron los caballos escapados y quien había quedado con vida trató de ponerse a salvo a rastras. La yegua de Senka echó camino adelante, apenas si podía dominarla. ¡Al bosque!
Y desde el bosque, en sentido contrario, trajeron los avantrenes. Ahora engancharían las piezas y también seguirían adelante. ¿Es que les iban a faltar redaños?
—¡A posición abierta! —agitó los brazos el coronel, indicando que siguieran—. ¡Tiro directo! ¡Arrea, Arseni, sigue!
Dejaron atrás el bosquecillo, adelantando a un regimiento de tiradores; los otros dos ya se habían desplegado. Un campo extenso, el pueblo que los nuestros habían tomado la víspera, caseríos aquí y allá, y de nuevo el bosque, pero ya un bosque espeso. Allí, según decía el coronel, debían encontrarse los del regimiento Petrovski. Y a este lado del bosque los humos de la metralla no se disipaban en el cielo, en cuanto desaparecían unos surgían otros nuevos. Era metralla de barrera, para que los nuestros no empujasen demasiado.
—¿No oyes a la derecha? ¡Son los obuses! ¡Transportan el fuego por delante del regimiento Petrovski!
—¿Son los que estaban junto a la vía?
—Los mismos.
¡Cómo surgió ante ellos la llamarada en el camino! ¡Cómo creció ante ellos el negro roble! Apenas si tuvieron tiempo de hacerse a un lado —el zumbido se les echaba encima—, de saltar y de pegarse al suelo (¡eso sí, sin soltar las riendas!), cuando una infinidad de cascos de metralla silbaron sobre sus cabezas. ¿Cómo no le pasó nada a la yegua? ¿Y a ellos mismos? El cochecillo sí que había sufrido. Ahora no había otro remedio, tenían que salirse del camino: cruzar a campo través, al trote y sin ballestas, ¡trac, trac, trae! También la artillería de campaña dispara…
—¿Vamos bien, seño…? Porque los tiradores parece que se han detenido a la izquierda. —Nosotros iremos por la derecha, así evitaremos el shrapnel, ¡al regimiento Petrovski, arrea!
Aquellos lugares conservaban las recientes huellas de los alemanes, por la mañana estuvieron allí, todavía yacían sus muertos, también los había nuestros, había heridos, pero no quedaba tiempo para atenderlos. Ahí estuvo emplazada una batería alemana, las cargas habían hecho explosión, dos piezas habían sido destrozadas; los caballos de los tiros seguían allí, muertos, los demás habían salido desbocados.
La metralla no cesaba de zumbar en el aire, él debía torcer a la derecha.
Explotaron dos proyectiles, pero no por delante, sino atrás, sin haber pasado sobre sus cabezas. Son los nuestros, fíjate, son los nuestros que se quedan cortos, los demonios.
¡Cruzaron por todo lo que se les pusiera por delante! El coronel sintió un golpe en el pecho. ¡Hola, me han tocado, Arseni! Se desabrochó: le habían alcanzado en el mismo hombro. Podían ser nuestros proyectiles, aunque lo más seguro era que se tratase de la granada del camino y sólo ahora lo había notado. —¿Le vendo, señoría?—. ¡Déjame en paz con tus vendas! ¡De prisa!
Los alemanes habían estado aquí media hora antes: cartucheras, cargadores, bolsas de costado tiradas, cintas de ametralladora, cascos, un muerto sin cabeza, otro con una herida en la frente (y con los bolsillos vueltos, ya habían buscado en ellos), fusiles intactos y rotos, un paquete envuelto en un papel de color, que parecía comida. Una auténtica cosecha, pero no había tiempo para detenerse y procurarse algo. Se habían hecho fuertes en el bosque y las ametralladoras repiqueteaban muy cerca: ¿nuestras, alemanas? El coche no podía seguir más allá. Ata la yegua a un árbol, seguiremos a pie.
Por el bosque venían los heridos a su encuentro, aún tenían mucho camino por delante… Uno agita las manos y presume: ¡Les hemos hecho muchos muertos, los nuestros siguen avanzando! Otro, con todo el pecho vendado y el capote sobre los hombros, dice con voz ronca: cómo caen los nuestros… Pasa un teniente herido en el cuello, no puede mover la cabeza, llora ante el coronel, pero no llora de dolor: no podemos seguir haciendo fuego, se agotan los últimos cartuchos, ¿por qué no traen más, es que piensan con el culo? El coronel le replica: ¿y cuántos habéis dejado atrás? El teniente agita la mano, escupe sangre: es cierto, los soldados desperdician la munición, no saben administrarla.
El bosque quedaba interrumpido por un ancho claro en ligera pendiente. En el borde había una zanja llena de agua; los soldados del regimiento Petrovski se habían tumbado allí, ni se asomaban ni disparaban. A lo largo del claro pasaba un camino y por él, a menos de doscientas brazas, avanzaba algo incomprensible: parecía ir sobre ruedas, pero no se veían las ruedas; un ser vivo, pero sin cabeza y sin cola. Una cúpula giratoria, se oían disparos de ametralladora y luego se veía un humillo. Silbaban las balas.
¿Qué es eso? Confusión, nunca lo habían visto. ¿Iba a meterse en el bosque? «¡Es un camión! —gritó el coronel de Senka—. ¡No podrá cruzar la zanja, se quedará en ella!».
—¿Y qué lleva? —Va revestido con planchas de hierro, por eso es muy pesado y no podrá llegar aquí—. ¿Con qué dispara, con un cañón? —Es un arma de pequeño calibre, el daño que puede hacer no es mucho, más bien para infundir miedo—. ¿No podríamos apoderarnos de él, señoría? ¿Y si cavá-sernos una zanja a ambos lados del camino o lo volásemos? —¿Cómo lo vas a volar si los cartuchos se han agotado? Ya los están trayendo, mientras tanto que nadie se mueva.
Pero antes de que llegasen los cartuchos corrió hacia ellos un cabo: por la derecha, los del regimiento Neishlotski dicen que se ha dado la orden de retroceder.
El coronel de Senka le gritó: ¡Te voy a cortar la cabeza para que sepas lo que es «retroceder»! ¡Te voy a pegar un tiro! —Yo no lo he inventado, señoría, le llevaré hasta el teniente coronel, está en la carretera, le trajeron la orden por escrito, y antes la habían transmitido por teléfono…— A usted, como jefe del batallón, le pido que se quede aquí, no crea esas estupideces. Y en cuanto traigan cartuchos, avancen en la medida de lo posible. ¿Oís, oís? Es nuestro grupo de artillería pesada que ha adelantado su emplazamiento. Está haciendo fuego de corrección y tendréis un apoyo como no podíais imaginar siquiera. Yo me acercaré con este cabo, comprobaré las cosas y le pegaré un tiro al responsable. ¡Confiesa, hijo de perra, confiésalo delante de todos! —Puede matarme, señoría, pero lo dijeron por teléfono…— Blagodariov, tú ve con el coche por la parte de atrás.
En Usdau, bajo el machacar de los mayales, cuando la cabeza parecía que le iba a reventar, le era imposible calcular lo que ocurriría en las horas siguientes. Antes del cañoneo había adoptado un ritmo inconcebible en la vida ordinaria, Vorotíntsev parecía pensar furiosamente por tres, y, al mismo tiempo, era como si el humo de las explosiones y los incendios pasase por dentro de su misma cabeza, lo mismo que todo cuanto veía, cuanto le ocurría a él y a los otros entre aquella azulenca niebla.
Había visto claramente el plano y comprendía la marcha de la operación: al debilitarse a la izquierda la presión del enemigo, la fuerza acumulada tendía ella misma a ir adelante, esto no tenía su origen en la división, sino que empezó en las compañías. (¡Eran las inconmensurables fuerzas de este pueblo! ¡Porque estaba acostumbrado a vencer!). Sin que nadie les obligase, los hombres de los regimientos Petrovski y Neishlotski, y no sin la participación de Vorotíntsev, habían acudido por la izquierda los tres regimientos de tiradores y los dos grupos artilleros. (¡Se sentía particularmente orgulloso de haber adivinado una hora antes del ataque que este podía producirse!). Y después del primer éxito, mirándose unos a otros, todos habían perdido la sensación del peligro, y con más ímpetu y abnegación marchaban adelante. El jefe gritó a su batería: «¡Gracias por vuestro brillante trabajo!», y los cañoneros, bombarderos y artificieros gritaron «¡hurra!» y lanzaron las gorras al aire. Todo este feliz ataque, surgido por sí mismo, se prolongó una hora, hasta las diez y media, pero a lo largo de esta inacabable hora experimentó Vorotíntsev la felicidad de la plenitud más completa, y no tanto por el hecho de haber avanzado dos o tres verstas, no tanto por haber hecho huir al enemigo como por las circunstancias de que el ataque había surgido por sí mismo, cosa que debía ser fiel indicio de que un ejército se siente vencedor. Y en consonancia con este sentimiento general de la tropa, durante toda esa hora no cesó Vorotíntsev de pensar cómo ayudar a que el ataque se desarrollara, cómo hacerlo girar hacia la derecha para que soltase sus latigazos sobre el flanco alemán, dónde encontrar al general Dushkévich, cómo traer al regimiento de Lituania… Por el contrario, quedaba velado todo lo demás, lo que carecía de importancia: ¿por qué pudieron permanecer comiendo galleta junto al estanque donde nadaban los gansos? Iban a pie, ¿de dónde había salido el coche? ¿Y cuándo fue herido en el hombro? Y a través del humo de la felicidad, del humo del combate, del humo de las incongruencias, no cesaba de ver el rostro de Blagodariov: siempre servicial, siempre digno, bondadoso hasta la indulgencia, no descarado, pero que vivía conforme a una voluntad de la que tenía conciencia. Y tenía tiempo de pensar: qué bien, que encontré a este soldado.
Y todo esto se venía abajo, como si una roca hubiese caído cerrando el camino, por la llegada de este cabo con la orden de retroceder. Vorotíntsev gritó furiosamente, en verdad estaba dispuesto a pegarle un tiro a aquel cabo, pero no por considerarlo un embustero, sino movido por la desesperación de que había acertado, de que presentía esto toda la mañana, aunque no sabía en qué forma iba a presentarse. Nada más oír el rumor, sintió Vorotíntsev el pinchazo de su veracidad: ¡esto podía ocurrir! ¡Esto era muy propio de nosotros!
El regimiento Petrovski no había recibido la orden, pero a través de él, como una corriente eléctrica, esta idea, que rebajaba la tensión, se fue transmitiendo a los tiradores. Y en el Neishlotski, que ya había empezado el repliegue, por mucho que Vorotíntsev tratase de disuadir a los oficiales, la orden la había recibido el telefonista, un cabo ucraniano, tranquilo y entendido, que repitió literalmente lo que tenía escrito: «Al jefe de la división. El jefe del Cuerpo ordena el repliegue inmediato a Soldau», y la orden la había dictado un oficial de transmisiones de la división, el teniente Strúzer, cuya voz conocía muy bien el cabo, era su inmediato superior.
En un elevado claro de la parte sur del pinar lindante con el camino, de donde ahora retiraban el innecesario cable del teléfono, oscilaba en la copa de un árbol una plataforma de observación que los alemanes habían construido poco antes y que les había sido arrebatada una hora atrás. Y Vorotíntsev subió a ella; estuvo a punto de caerse, tan frágil e insegura era, todavía sin terminar, y entonces fue cuando sintió dolor en el hombro. No cesaba de balancearse, incluso pensó en no seguir hasta arriba. ¿Qué esperaba ver? Pero necesitaba abarcar todo el panorama. La plataforma, a unas ocho brazas de altura, carecía de protección, de barandilla, y hacía falta atarse a una rama o sujetarse con la mano. Así lo hizo, se agarró con la mano del brazo sano mientras que con la otra sujetaba los prismáticos y regulaba el enfoque. Y hacia lo primero que miró fue hacia lo que ahora tenía a su izquierda, la conocida loma de Usdau, la base de piedra del molino consumido por las llamas, las trincheras salpicadas por la negra viruela de los embudos. ¡Y por todo ello vio a la infantería alemana que avanzaba sin obstáculo alguno, sin ser recibida ni por las bayonetas ni por las balas!
Esto era todo. Estaba decidido el combate. Y también la jornada estaba decidida.
El regimiento de Viborg ya no estaba, pues, allí. En vano habían sido trillados sus cuerpos y sus cabezas.
Desde abajo gritaron que el general Dushkévich estaba allí y preguntaba qué se veía. Pero Vorotíntsev no podía decirle esto a voces para que lo oyesen todos. Prometió bajar. Volvió los prismáticos hacia la derecha y vio que los alemanes cruzaban ya la vía férrea. Y sólo en el lugar donde esta describía una amplia curva, un batallón seguía disparando. Desde más adentro, los diez obuses de Smislovski lo apoyaban con su fuego; no habían cambiado de emplazamiento. Y mucho más a la derecha, oculto por el relieve, se adivinaba por los disparos la presencia del grupo de artillería pesada, particularmente de los cañones, debido a su gran velocidad de tiro. Alcanzaban precisamente estos lugares, al otro lado del bosque grande, hacia donde habría sido necesario dirigir todo el ataque, hacia donde ya había empezado a desarrollarse… En vano… Por el ancho campo del combate que abarcaba su vista, se movían en distintos sentidos y se mezclaban hombres y unidades que, era evidente, no estaban dirigidos por una voluntad única.
La correa de los prismáticos se enredaba en las ramas, el hombro le dolía, se resbalaban los pies, el descenso era difícil y estuvo a punto de caerse al suelo.
Como si siguiese todavía ensordecido, Vorotíntsev no oyó su propia voz cuando explicaba la situación a Dushkévich y lo que Dushkévich le decía. No oía las palabras y la cara la veía como en un sueño, pero comprendió: las tropas habían empezado a retroceder obedeciendo la orden dada por teléfono desde Soldau, ¡y el jefe de la división ni siquiera se había enterado! Y allí, por delante, el enemigo se había desplegado y estaba a punto de rebasarles por el flanco. ¿Quién cubriría la retirada? La orden no lo explicaba. ¿Retirarse todos sin protección alguna? Menos mal que los dos grupos artilleros habían tendido sus líneas telefónicas, sólo bajo la protección de su fuego podría hacerse el repliegue. Y los heridos que quedaban por todo el campo, ¿qué sería de ellos?…
Dushkévich desapareció, pero se presentó Blagodariov con el coche y siguieron como buenamente pudieron, por caminos y a campo traviesa. Se preparaba para la marcha una batería ligera de ocho piezas y su jefe permanecía sentado en una piedra como si estuviese herido en la cabeza, sin cesar de estremecerse. Por la carretera arreaban a los sudorosos caballos de los trenes regimentales, que apenas si podían arrastrar los carros. Y la infantería de las revueltas unidades marchaba entre un constante rumor de improperios. Así daban rienda suelta los soldados a la cólera que sentían al ver que no eran ellos, sino el mando el que lo había echado todo a perder.
Pasaron por cerca del cobertizo donde Vorotíntsev se había puesto de acuerdo con los tiradores, y allí tropezaron con un batallón del regimiento de Lituania: sin orden alguna, a petición del coronel Krímov, su jefe acudía a ocupar posición. Cruzándose con los hombres que retrocedían en desbandada, los soldados de la Guardia marchaban serios, sin volver la cabeza a un lado y a otro, marchaban como indiferentes, con sus ocultos pensamientos y sus contados minutos.
¡Pero al jefe del Cuerpo no se le veía! Su omnipresente automóvil no aparecía en ningún sitio. ¿Y qué pretendía Vorotíntsev ahora, cuando a nadie podía detener ya en ningún sitio, cuando ya era imposible salvar el combate? Su primer deseo era descargar un bofetón en su cara altiva y estúpida, escupirle, tirarlo al suelo, decirle lo que jamás había oído ni oiría, pero el camino hasta Soldau era largo y estaba atestado; sólo después quedó algo libre y Blagodariov pudo poner la yegua al galope a fuerza de latigazos. En las ancas del animal leía Vorotíntsev lo que hubiera podido decir al jefe del Cuerpo; pero tras el largo camino lo pensó mejor. No, se limitaría a escuchar las explicaciones de aquel general de abultada frente: ¿cómo había podido llevar al fracaso un ataque surgido en las compañías? ¿Cómo había podido dejar escapar la oportunidad de rectificar la situación del flanco izquierdo del Ejército, que se había venido abajo? No esperaba una respuesta razonable, pero ¿qué estupidez discurriría?
El automóvil del jefe del Cuerpo dormitaba ahora tranquilamente ante el edificio del Estado Mayor.
Vorotíntsev se apeó del cochecillo de un salto, subió a la carrera los peldaños y abrió de un empujón la pesada puerta. Precisamente salía de la sala de los teletipos: con sus bigotes caídos, su nariz ganchuda y sus ojos inexpresivos, pero con su intrépida frente, con el pecho de auténtico guerrero y los hombros rectos, dispuesto en todo momento a entrar en combate y a la muerte por el Señor y el emperador. ¡Cómo para abrirle de un sablazo aquella frente de carnero! Sin el respeto debido, sin oír su voz, aunque llevándose la mano a la visera, Vorotíntsev gritó al jefe del Cuerpo:
—¡Excelencia! ¿Cómo ha podido dar la orden de retroceder cuando el combate estaba ganado? ¿Cómo ha podido dejar que se pierda el esfuerzo de esos regimientos?
Y después, ¿iba a explicarle que además de nuestros pellejos existe una patria?
Un oscuro temblor de cobarde abjuración corrió por el rostro de Artamónov:
—Yo… no he dado esa orden…
¡Embustero, bigotes de pez! ¡Era de esperar que lo negarías!… ¿Es que la orden la había inventado el teniente Strúzer?
En la sala de teletipos Artamónov acababa de hablar con Samsónov y le había informado: «Todos los ataques han sido rechazados. ¡Me mantengo firme como una roca! ¡Cumpliré la misión hasta el fin!». ¿Y cómo podía ser de otra manera sin cubrir de vergüenza su nombre? La respuesta era la de un militar, orgullosa y enérgica. Luego, todos los cabos sueltos acabarían por anudarse con el tiempo, Artamónov estaba acostumbrado a ello. La comunicación con Neidenburg se cortó entonces mismo, muy bien. Luego podría informar así: he retrocedido bajo la presión de dos Cuerpos enemigos. De dos Cuerpos y medio. Trescientos cañones. Cuatrocientos cañones. Y automóviles blindados. Armados con cañones. Luego el asunto se arreglaría de un modo o de otro, intervendrían influyentes protectores.
Mas, sin embargo, todo estaba confuso. ¿Acaso era su vida lo que Artamónov estimaba? ¡Estimaba el servicio, su propio nombre, y no la vida! Estaba dispuesto a morir dignamente ahora mismo, para gloria de su nombre.
Saltó al automóvil e hizo marchar al chófer a cualquier sitio, allí, adelante, donde aún estaban los nuestros. Le faltaba aire tras el parabrisas. Se incorporó y siguió de pie, tragando a grandes bocanadas el viento que le daba en la cara. Los faldones de su capote, con el forro colorado, se abrían y agitaban como dos banderas rojas.
Iba al encuentro de nuestras tropas en retirada, iba a avergonzarlas, mostrándoles que su general marchaba intrépido al lugar de donde ellas habían salido corriendo. No señalaba líneas de defensa o dónde una batería debía ser emplazada y en qué dirección disparar: eso lo harían sin necesidad de que él interviniera. Él iba a infundir ánimos, a hacerse ver, a tragar bocanadas de aire.
Flameaban los rojos faldones de su capote y él se mantenía de pie, firme como una roca.
Documento 1
14 DE AGOSTO. NICOLÁS II AL MINISTRO SAZÓNOV:
«He ordenado al Gran Duque Nikolai Nikoláievich que abra lo antes posible y a toda costa el camino de Berlín… Lo que debemos conseguir, ante todo, es la destrucción del ejército alemán».