23

Ninguna facultad innata nos trae alegrías únicamente, siempre van alternadas estas con las contrariedades. Pero cuando el hombre de excepcional talento es un simple oficial, esto resulta un suplicio. El ejército se pliega con entusiasmo al hombre de brillantes facultades cuando este ya ha empuñado el bastón de mariscal. Pero mientras trata de alcanzarlo, el bastón le golpea siempre en las manos. La disciplina, base del ejército, siempre está contra el talento en ascenso y todo cuanto en él se arremolina y le desgarra debe ser frenado, concertado, subordinado. Nadie de cuantos se hallan por encima de él puede tolerar a un subordinado tan arbitrario. Por ello no avanza más de prisa que las mediocridades, sino más despacio.

En 1903 llegó el general Von François a la Prusia Oriental como jefe de Estado Mayor de un Cuerpo. Y diez años después, ya cerca de los sesenta, fue designado en esta misma región nada más que como jefe de Cuerpo.

En 1903, el conde Von Schlieffen dirigía allí un supuesto táctico y François fue designado jefe de uno de los ejércitos «rusos». Precisamente el que servía a Schlieffen para mostrar su maniobra de doble envolvimiento. En su informe escribió: «El Ejército ruso, bajo la amenaza de verse rodeado por el flanco y la retaguardia, ha depuesto las armas». François replicó con espíritu pendenciero: «¡Exzellenz! ¡Mientras yo mande un ejército, este no depondrá las armas!» Schlieffen sonrió irónico y añadió la siguiente nota: «Habiendo reconocido la desesperada situación de su ejército, su jefe buscó la muerte en primera línea y allí la encontró».

Como en realidad no ocurre cuando se trata de una guerra de veras.

Como, por lo demás, el general Hermann von François habría hecho al verse en una situación tan vergonzosa. El linaje hugonote de los François no veía en el país que le había acogido un techo casual. El linaje de los François estaba acostumbrado a conocer una sola patria y servirla a ella sola: el bisabuelo de François había ganado un título de nobleza alemán ya cuando en Francia la cuchilla de la guillotina no había empezado a caer sobre los nobles. El padre de François, también general, mortalmente herido por los franceses en 1870, exclamó: «Me siento feliz al morir en un minuto como este, ¡parece que Alemania vence!».

En 1913 encontró François a las tropas de Prusia Oriental con la misión de mantener una «defensa activa»: replegarse, sin cesar de dar la cara al enemigo, ante las fuerzas superiores de este último. ¡Pero esto era una falsa interpretación del plan del difunto Schlieffen! La defensa en el Frente Oriental, mientras las tropas alemanas no quedasen libres en el Oeste, no significaba en absoluto el retroceso como táctica en cada sector. Comparando el carácter alemán y el ruso, François encontraba que la ofensiva y la rapidez, conforme al espíritu del soldado alemán y a su educación militar, le diferenciaban del carácter del soldado ruso: desprecio por cualquier trabajo metódico; falta del sentimiento del deber; temor a la responsabilidad; e incapacidad completa de valorar y utilizar plenamente el tiempo. De aquí se desprendía, en lo que a los generales rusos se refiere, su indolencia, su afición a actuar con arreglo a un esquema, la tendencia a la tranquilidad y las comodidades. Por ello François había pensado mantener en Prusia la defensa mediante acciones ofensivas: donde quiera que los rusos apareciesen, atacarlos él primero.

Cuando empezó la Gran Guerra (grande para Alemania y grande y muy esperada para François, pues ahora le había caído en suerte la única posibilidad de convertirse en el primer general del país, y acaso de Europa), François pensaba aprovecharse de la rapidez de la movilización alemana y, en cuanto su Cuerpo estuviese en pie de guerra, cruzar la frontera y atacar las concentraciones de las unidades de Rennenkampf antes de que estas se hallasen dispuestas. Pero aquí se puso de manifiesto que ni siquiera el ejército alemán podía admitir y reconocer a un talento demasiado dinámico. Prittwitz prohibió el plan de François: «Debemos conformarnos y sacrificar una parte de esta provincia». François no podía aceptarlo así: presentó por su propia cuenta combate en Stalupenen, que él creía que se desarrollaba favorablemente, pero en plena lucha apareció un automóvil, con la orden de Prittwitz de poner fin a la batalla y retroceder a Gumbinnen. ¡El Ejército podía tener otros planes, pero el jefe del Cuerpo, tenía los suyos! Y François contestó al portador de la orden en voz alta, ante sus oficiales: «¡Diga al general von Prittwitz que el general Von François sólo pondrá fin al combate cuando los rusos hayan sido derrotados!». Ay, no fueron derrotados y su propio jefe de Estado Mayor dio parte de él al Estado Mayor del Ejército. Aquella misma tarde François tuvo que dar explicaciones, Prittwitz informó directamente al emperador de la desobediencia de François, y este, también directamente al emperador, manifestó que con tal jefe del Estado Mayor del Cuerpo no seguiría haciendo la guerra. Esto era un riesgo, el kaiser tenía motivos para irritarse y destituir al propio François, de quien ya había recibido muchas quejas y al que consideraba un general «demasiado independiente», pero tampoco el tolerar a un jefe de Estado Mayor que no le fuera agradable habría sido rasgo de un general que no se salía de lo común.

El inquieto francés lo era indudablemente, por mucho que se opusiesen a sus propósitos y tratasen de invalidarlos.

Pero con esta separación en que se encontraba respecto del Alto Mando, no podía renunciar a dejar muestras patentes de la razón que le asistía: cada paso suyo y cada conflicto debía explicarlo allí mismo, sobre el terreno, a la Historia y a las generaciones venideras, porque nadie lo haría si él no se preocupaba de ello. Y François, inquieto y ligero a pesar de sus años, sin cesar de moverse, que hacía la guerra con auténtico placer, que se subía a los campanarios en que había puestos de observación, que disponía personalmente la descarga de proyectiles bajo un fuego de metralla (acaso sin su intervención también habrían sido descargados), que acudía en su automóvil a cada sector del combate para que todo se hiciera con arreglo a la orden de operaciones, que a veces no tomaba en todo el día más que una taza de cacao (esto para las memorias, también había filetes) y que apenas si dormía dos o tres horas, cuidaba de que cada decisión suya quedase recogida y explicada por triplicado: la orden a los inferiores, el parte a los superiores y una detallada exposición para los archivos militares (y si quedaba con vida, para su propio libro), la exposición no sólo de las acciones, sino también de los propósitos, no siempre autorizados como el general habría querido. Hasta el momento del combate tal exposición la escribía él mismo, mas en cuanto el combate empezaba, en uno de sus dos automóviles siempre llevaba junto a sí, en calidad de ayudante especial, a su hijo, un teniente encargado de escribir su diario y que acto seguido, sobre el terreno, recogía todas sus reflexiones.

Y toda su línea de conducta el general debía también formularla por sí mismo, nadie podría hacerlo con mejor estilo: ¿atenerse simplemente a las órdenes, lo más fácil de todo? ¿O sentir el deber de la responsabilidad como algo superior al deber de la subordinación directa, no temer los fallos y, contra todas las razones de los débiles de espíritu, seguir la intuición que lleva al éxito?

En el combate de Gumbinnen se produjo una nueva discrepancia con Prittwitz. Desde las primeras horas consideraba François este combate como una gran victoria (así lo informó a Prittwitz, y este al Cuartel General), atacó intensamente rebasando el flanco de Rennenkampf (los críticos afirman que atacó de frente, con un incorrecto concepto de cómo era la agrupación de los rusos), capturó muchos prisioneros, a la caída de la tarde dio orden de atacar al día siguiente y fue entonces cuando recibió de Prittwitz la orden de replegarse durante la noche sin hacer ruido, el Cuerpo entero, incluso a la otra orilla del Vístula.

Eso era intolerable: ¡Perder de un golpe todo lo que aquel día había ganado con su talento por el hecho de que junto a él Mackenzen peleaba sin suerte; abandonar también el éxito del día siguiente, que ya presentía; echar abajo, contra toda razón, su acertada orden de operaciones y subordinarse a una orden desacertada!

Pero así es el ejército. Y todavía poseído por el entusiasmo belicoso-musical, en el campo de su victoria, el Cuerpo empezó un largo enroque por ferrocarril a través de Koenigsberg.

Así es el ejército, pero en el ejército alemán había también otro factor: al día siguiente, la comandancia de transmisiones, buscando a François a través de centros secundarios, puso en comunicación telefónica su pequeño puesto de mando con Coblenza, y su majestad el emperador preguntó al general cómo veía la situación y si consideraba acertado el traslado de su Cuerpo.

Esto significaba un alto honor para el jefe del Cuerpo (y un claro desprecio por el del Ejército). Pero la ágil mente de François no insistió en su honor y en la razón que a él le asistía la víspera: lo que ayer era bueno, ya no lo era hoy. Como Napoleón decía, no puede ser un buen jefe el general que se hace ilusiones. Una vez iniciado el repliegue, debía llevarse hasta el fin. Una vez entregado el campo al Ejército del Neman, su excepcional visión de las cosas debía demostrarla ahora contra el Ejército del Narew.

Entre conversaciones telefónicas y trenes correos faltó una entrevista en el nuevo Estado Mayor con los nuevos comandantes en jefe (todos eran viejos conocidos, François había sido en tiempos jefe del Estado Mayor del Cuerpo mandado por Hindenburg, y antes había servido también con Ludendorff). Lo cierto es que maduró la idea de envolver los dos flancos del Ejército del Narew: y cada uno de los tres se consideraba autor de la misma (y aún quedaba el demostrar más tarde a la Historia que el autor y el ejecutor era él).

A la caída de la tarde del 11 de agosto (precisamente cuando Vorotíntsev aparecía en el somnoliento Estado Mayor de Ostroleka), el general François, cerca ya del lugar de desembarco de los primeros trenes con sus tropas dirigidas contra el flanco izquierdo de Samsónov, escribía en el hotel Kronprinz la orden del día de su Cuerpo:

«… Las brillantes victorias que nuestro Cuerpo ha alcanzado en Stalupenen y Gumbinnen han movido al Alto Mando a transportaros por ferrocarril aquí, soldados del I Cuerpo de Ejército, para que con vuestro invencible valor derrotéis a este nuevo enemigo llegado de la Polonia rusa. Cuando lo hayamos destrozado, volveremos al lugar que antes ocupábamos y ajustaremos cuentas a las águilas rusas, que contrariamente a las leyes del derecho internacional, incendian nuestras ciudades…».

Previendo con exactitud este infalible regreso, escribía en el rincón inferior de Prusia cuando aún sus unidades eran embarcadas en el rincón superior derecho, junto a Koenigsberg, y a través de toda la región, desde el extremo este hasta el oeste avanzaban uno tras otro los trenes. Realizar la operación en el transcurso de jornada y media significó uno de tantos milagros alemanes: cada media hora, día y noche, avanzaba un tren militar, e incluso las normas ferroviarias alemanas perdían su obligatoriedad de leyes de la naturaleza; los convoyes militares se acercaban en los trayectos abiertos casi hasta tocar el uno con el otro: ocupaban la vía sin hacer caso de los semáforos rojos y eran desembarcados en veinticinco minutos en lugar de dos horas. A petición de François, se aproximaban hasta el mismo campo en que iba a desarrollarse el combate, y los batallones apenas si tenían que hacer una marcha de cinco kilómetros.

Mas tampoco este milagro pudieron valorarlo los cachazudos Hindenburg y Ludendorff. Estos llegaron al puesto de mando de François cuando casi toda la artillería de este se encontraba aún en camino, y pidieron el comienzo de la tan esperada ofensiva.

Los ojos de François (él no lo sabía ni lo quería) miraban siempre con una expresión burlona:

—Si se me da la orden, empezaré. Pero los soldados tendrán que combatir… no está bien decirlo… a la bayoneta.

A los rusos se les podía perdonar, ellos afirmaban: lo mejor es la bayoneta, la bala es estúpida, y, evidentemente, tanto más estúpido era el proyectil de cañón. Los discípulos de Schlieffen, en cambio, debían comprender que había llegado la guerra de la artillería y que el éxito sería de quien tuviese superioridad en bocas de fuego. En las órdenes del día dirigidas a los soldados se podía escribir del invencible valor, pero uno mismo tenía que hacer un recuento de las baterías y de los proyectiles.

¡Oh! ¿Por qué la subordinación va siempre en sentido contrario al talento? François se desesperaba, obligado a contemplar a un metro de él y sobre él estas dos enérgicas y anchas caras a las que unos cuellos rígidos y gruesos mantenían sobre unos elevados y recios cuerpos. Ludendorff era más joven, su mandíbula no era tan dura ni su mirada tan muerta, pero ya recordaba mucho a su comandante en jefe. La cara de Hindenburg era un rectángulo, eran pesados y toscos todos sus rasgos, pesadas las bolsas de sus ojos, su nariz casi no se elevaba, sus orejas estaban pegadas a la cabeza. ¿Acaso podían estos hombres comprender o siquiera sospechar los impulsos de la intuición y del riesgo?

(Incapaz de ponerse mentalmente en el lugar de sus interlocutores, François no se daba cuenta de lo que estos pensaban de él: ¿qué estatura la suya, tan impropia de un general? ¿Y esa viveza en la mirada, tan impropia de su edad?).

Y sobre todo, la mala costumbre de saltar de un punto a otro, de adelantarse, de interrumpir.

Ahora, por ejemplo: ¿dónde atacar? François no escucha lo que se le indica, propone su solución: encerrar en un saco a todo el Ejército de Samsónov y al I Cuerpo ruso. ¡Y discute! Una hora de discusión. Se le prohíbe. Le es ordenado desentenderse del I Cuerpo ruso y envolver, sin él, el núcleo del Ejército. ¿Y cuándo empezar? Apenas si François pudo conseguir un aplazamiento de doce horas, del amanecer al mediodía del 13 de agosto.

No en el lugar ni a la hora que él quería, empezó con desgana, más que nada para salvar su responsabilidad; dio un empujón a los destacamentos avanzados del enemigo y los regimientos rusos pasaron a ocupar posiciones muy a la vista por las alturas que iban desde el molino de viento, a través de Usdau y a lo largo de la vía férrea. Por Usdau tenía que abrir el 14 de agosto el camino de Neidenburg. Las escaramuzas previas terminaron con la puesta del sol. Durante la noche toda la artillería debía llegar y ocupar sus emplazamientos. Eran unos calibres y sería una densidad tal de fuego como los rusos no habían probado nunca. Al día siguiente a las cuatro de la mañana, él, el general François, empezaría la gran batalla campal.

—¿Y si los rusos empiezan esta noche los primeros, mi general? —preguntó su hijo, que seguía tomando notas a la luz de un pequeño farol.

Esto sucedía en el henil, al general le daba asco dormir en una casa en la que habían estado los rusos. Después de dar cuerda al despertador y de colocarlo a su cabecera, se descalzó, estiró cuanto pudo sus cortas piernas hasta hacer crujir los huesos y contestó con la sonrisa de un bostezo:

—Recuérdalo, muchacho: los rusos nunca podrán ponerse en movimiento antes de haber comido.

* * *

(Con moto)

Solo:

El alemán se hinchó la tripa

y buscó pelea a puñetazos.

Coro:

¡Eh tú, eh tú, eh tú, eh tú!

y buscó pelea a puñetazos.

Solo:

Su ejército lo manda muy ufano

el bigotudo gato Vaska.

Coro:

¡Eh tú, eh tú, eh tú, eh tú!

el bigotudo gato Vaska.

(Canción del soldado ruso de 1914, tarjeta postal con música, marcha de nuestros héroes, con redoble de tambor, y el desgraciado gato Guillermo).