Cuando la artillería dispara no se necesitan más elementos para comprender que el enemigo no huye, que el enemigo es fuerte. Cuando la artillería dispara, la fuerza y la potencia de su estruendo hace crecer la fuerza que al enemigo se atribuye. Uno se figura que tras los bosques y lomas hay también concentraciones no menos importantes: una división, un Cuerpo.
Puede ocurrir que no sea así. Puede ocurrir que se trate tan sólo de dos batallones incompletos y de uno muy castigado, y que apenas si empiezan a manejar las palas para abrirse pequeños fosos individuales.
Mas para esto hace falta que la artillería dispare no sin ton ni son, sino con buen juicio. Y que sus proyectiles no se crucen. Y que se mantenga bien, sin dejar que la descubran ni por los humos ni por los fogonazos, ni con el sol ni, al desaparecer este, en las tinieblas.
Todo esto se daba en Smislovski y en el coronel de los morteros. Eso era justamente lo que esperaba de ellos Nechvolódov, que a la primera vista los había identificado como oficiales natos. Y si se trata de un oficial nato, más de la mitad del éxito de la operación depende de él. Así se sentía el propio Nechvolódov. Esto le dio fuerza para, a los diecisiete años, abandonar voluntariamente la escuela militar, pasar al servicio activo, llegar en él hasta el grado de subteniente al mismo tiempo que sus condiscípulos cultivados en invernadero, iniciar inmediatamente los estudios en la Academia del Estado Mayor General y, a los veinticinco años, terminarlos no sólo en la categoría superior, sino con un ascenso como recompensa a su gran aplicación en las ciencias militares.
Hoy se habían reunido felizmente los tres, Dios les había traído además a Kosachevski, y un mísero puñado de hombres como eran, hicieron lo imposible: en una estrecha zona junto a la estación de Rothfliess detuvieron hasta el anochecer a grandes fuerzas enemigas, que aumentaban sin cesar e iban apoyadas por un potente fuego artillero.
En un principio, poco más de las seis, después de un breve cañoneo, los alemanes avanzaron por el norte; ni siquiera en línea de tiradores, sino en columna, tan seguros se sentían después del éxito alcanzado a lo largo del día.
Pero aquí dos grupos artilleros desde cinco posiciones camufladas, en total veinticuatro piezas que acababan de rectificar el tiro, cubrieron a los atacantes con una sesgada lluvia de shrapnel, los envolvieron entre las negras columnas de las granadas explosivas y los hicieron retroceder hasta perderse en las sinuosidades del relieve y en el bosque.
Mientras tanto, nuestros batallones se daban prisa en atrincherarse.
Los alemanes, desconcertados, frenaron su impulso. El sol descendía lentamente.
La firme decisión de quedarse clavado en el terreno, de no retroceder a ningún sitio, de aceptar este combate como si fuera el principal de su vida y el último, el combate que corona toda una carrera militar, es una sensación natural en el oficial nato.
Así se mantenían ellos hoy, obligados por el enemigo, por la disposición general de las fuerzas; por la situación. Pero no sería superfluo, no obstante, tener una orden por escrito: para cuánto tiempo habían sido dejados allí, si recibirían refuerzos, qué deberían hacer más tarde.
No les llegaba nada, sin embargo. No llegaba el prometido oficial de enlace, ni con indicaciones, ni con una explicación, ni siquiera a ver si seguían vivos. Después de alejarse con tal premura, los Estados Mayores del Cuerpo y de la división parecían haber olvidado su reserva, o bien habían dejado de existir ellos mismos.
A las 18.20, Nechvolódov envió una nota al jefe de la división pidiendo nuevas órdenes. El enlace debía ir con dicha nota no se sabía a dónde.
Los alemanes invirtieron un cierto tiempo en la observación y para reagrupar sus fuerzas. Hincharon y trataron de soltar un globo cautivo —con él habrían fijado perfectamente todas nuestras baterías—, pero algo no les marchaba bien y el globo no llegó a elevarse. Entonces abrieron un triple fileno, destruyeron por completo el depósito de agua y redujeron a escombros toda la estación (el mando de la reserva se había trasladado a un seguro sótano de piedra). Por fin empezaron a avanzar pero en línea de tiradores, con precaución, a saltos. Las baterías rusas, no descubiertas ni apagadas por el fuego de contrabatería, dejaron oír de nuevo su voz y cubrieron aquellas líneas; el tiro por elevación de los morteros castigaba las concentraciones formadas en los lugares protegidos.
El sol se puso al otro lado del lago, hacia allí también se inclinaba la pura luna en cuarto creciente. Los rusos la vieron a su izquierda; los alemanes, a su derecha.
Anochecía. El fresco era bastante intenso al pasar a la noche estrellada. Con el frío se dispersaba rápidamente, subiendo hacia arriba, el olor de la pólvora y de las destrucciones. Todos se pusieron los capotes.
Hacia las ocho, los alemanes enmudecieron: ya porque seguían la natural tendencia humana a tomar el comienzo de la noche como el fin de los esfuerzos diurnos, ya porque no lo tuviesen todo preparado.
Después de ordenar que se repartiese inmediatamente, todo junto, la comida y la cena, que ya estaban preparadas, y que los batallones destacasen sus patrullas, Nechvolódov subió a una pared de la destrozada estación, desde donde, aprovechando los últimos grises minutos, estuvo contemplando el terreno. Todavía era visible la esfera del reloj, se asombró a las ocho y se asombró a las ocho y cuarto: aunque habían pasado tres horas, nadie se presentaba del Estado Mayor de la división.
Entonces, bajando con precaución por la destrozada pared y luego al sótano, dejando tras sí su larga sombra, descendió hasta la luz de la vela que ardía en el interior; se puso en cuclillas y, sobre las rodillas, escribió al jefe de la división:
«20.20, estación de Rothfliess.
»El combate ha cesado. He buscado en vano el lugar donde se encuentran. (¿Cómo escribir a un superior “ha huido”?). Me mantengo con dos batallones del regimiento del Ladoga en la estación de Rothfliess. (Del batallón de Kosachevski no podía decir nada: porque era un acto contrario a la disciplina el que no les hubiese ordenado el repliegue…). Busco contacto con los regimientos XIII, XIV y XV. (Es decir, con todo el resto de la división, ¿podía levantar más la voz?). Espero sus órdenes».
Salió del sótano y envió el parte con el enlace.
Entre la oscuridad ya casi completa distinguió al barbudo y pequeño Smislovski, que venía con rápidas zancadas hacia él.
Se abrazaron, la gorra del coronel tropezó con la barbilla de Nechvolódov.
Y se dieron unas palmadas en la espalda.
—No hay grandes motivos para la alegría —dijo con voz jubilosa Smislovski—. Me queda una veintena de proyectiles, y lo mismo ocurre con los morteros. He mandado a buscar munición, pero no estoy seguro de que la traigan. ¿Qué pasa en Bischofsburg?
¿Colocar las baterías en orden de marcha? Eso significaba ya la retirada.
Pero lo que sí constituía un éxito era que en ambos grupos artilleros apenas si había unos cuantos heridos, y además leves. Según los informes recibidos de los batallones, también en ellos las bajas eran muy escasas, incomparablemente menos que por la mañana.
Quien se apoya no cae. Cae el que corre.
—He recogido cascos de metralla —comunicó jubiloso Smislovski—. Tiraban con mortero, al parecer de veintiún centímetros, ¡no está mal! Este sótano también se hundiría.
Llegaban heridos de los batallones. El puesto de cura, con las ventanillas tapadas con cortinas, los enviaba a Bischofsburg.
El ligero traqueteo de los vehículos denotaba la presencia de la carretera.
En la estación iban y venían los oficiales de la plana mayor y los enlaces, conversaban los telefonistas y el personal de sanidad. El rumor de las voces era contenido, pero denotaba contento. Después de los muchos heridos y soldados atemorizados que se habían encontrado durante la larga caminata de aquel día, los hombres de Nechvolódov se sentían ahora vencedores.
Se enfriaba el aire silencioso, en el que no soplaba la menor ráfaga de viento. De los alemanes no llegaba ningún ruido. En la oscuridad no se veían las destrucciones, la cúpula de la pacífica noche estrellada se extendía ya sin la luna en cuarto creciente.
—A las nueve hará cuatro horas —dijo Nechvolódov, sentándose sobre la combada bóveda del sótano—. ¿Serán pronto las nueve?
Smislovski, que se había sentado junto a él, levantó la cabeza hacia el cielo:
—Falta muy poco.
—¿Cómo…?
—Por las estrellas.
—¿Con tanta exactitud puede decirlo?
—Estoy acostumbrado. Siempre se puede precisar con una diferencia de un cuarto de hora.
—¿Estudió usted astronomía?
—Un artillero que se estime está obligado a hacerlo.
Nechvolódov sabía que los Smislovski eran cuatro hermanos, y los cuatro oficiales de artillería. Todos eran buenos, hasta de notables conocimientos. Con alguno de ellos ya se había tropezado.
—¿Cómo se llama?
—Alexei Konstantínovich.
—¿Dónde están sus hermanos?
—Uno, aquí, en el Primer Cuerpo.
Nechvolódov buscó en el bolsillo del capote la olvidaba linterna eléctrica, una buena linterna alemana, regalo de un cabo que la había encontrado aquel día. Iluminó la esfera del reloj. Eran las nueve menos tres minutos.
Y sin apartarse del sótano, después de disponer que ensillasen un caballo, dirigió el foco de la linterna al portaplanos y, guiando la mancha de luz, se puso a escribir con lápiz tinta:
«Al general Blagovéschenski. 21.00, estación de Rothfliess.
»Con dos batallones del regimiento del Ladoga, un grupo de morteros y otro de artillería pesada, constituyo la reserva general del Cuerpo. He puesto en combate a los batallones del Ladoga. Desde las 17.00 no tengo noticias del jefe de la división. Nechvolódov».
¿A quién escribir también? ¿A quién más se le podía explicar en el lenguaje militar?: ¡Hace ya cuatro horas que escaparon, cobardes! ¡Den fe de vida! Aquí podemos mantenernos, pero ¿dónde están todos ustedes?
Lo leyó a Smislovski. Roshkó llevó el parte al enlace.
El enlace partió al galope. Nechvolódov ordenó también que se reforzase el servicio de seguridad de los batallones.
Y quedaron en silencio. Sentado en la oblicua techumbre del sótano, con las rodillas extendidas y abrazándolas con las manos, Nechvolódov permanecía silencioso.
Hablar con él no era empresa fácil. Aunque Smislovski sabía que este general no era tan simple, que en los ratos libres escribía libros.
—¿Le molesto? ¿Quiere que me retire?
—No, quédese —le pidió Nechvolódov.
Era incomprensible para qué. Permanecía en silencio y con la cabeza baja.
El tiempo corría. Algo desconocido podía cambiar, moverse, desplazarse en la oscuridad.
Decirse esto cuando uno se encuentra solo es horrible: perder la vida, morir. Pero así, cuando son dos mil hombres abandonados y olvidados en una pacífica oscuridad, oculta y dúctil, parece que de momento no lo es.
¡Qué quietud! No se puede creer que poco antes hubiera aquí tal estruendo. Y, en general, creer que hay guerra. Los militares se escondían, disimulaban sus movimientos y ruidos y gente de paz no la había; tampoco había luces, todo estaba como muerto. La tierra muerta, envuelta en las espesas sombras que no dejaban ver nada, yacía bajo el cielo vivo y cambiante en el que todo estaba en su sitio, todo conocía sus posibilidades y sus leyes.
Smislovski se recostó en la inclinada techumbre del sótano; así se sentía cómodo, acariciando su larga barba y mirando el cielo. Tal como se encontraba, tenía ante él el collar de Andrómeda y las cinco distanciadas y brillantes estrellas de Pegaso.
Y poco a poco, este resplandor eternamente puro atenuó en el jefe del grupo artillero el impulso con que había llegado allí: era imposible dejar sus excelentes baterías pesadas en posición sin proyectiles y casi sin cobertura.
Permaneció aún un rato tumbado y dijo:
—Realmente. Nos estamos disputando no sé qué estación de Rothfliess.
Y toda nuestra Tierra…
Poseía una mente viva, ágil, rica, que no podía permanecer ni un instante sin percibir nada, sin mostrar algo.
—… El hijo pródigo del astro rey. Sólo vive con las limosnas de luz y calor que le da el padre. Pero cada año la limosna es menor, el oxígeno de la atmósfera disminuye. Llegará la hora en que nuestra templada manta se desgaste y en la tierra desaparecerá el menor rastro de vida… Si todos lo comprendieran así, ¿qué nos importarían entonces la Prusia Oriental o Serbia?…
Nechvolódov guardó silencio.
—¿Y dentro?… La masa fundida pugna por salir al exterior. La corteza terrestre mide apenas ciento cincuenta verstas, es la fina cáscara de una naranja de Mesina, o la espuma de la leche al hervir. Y todo el bienestar de la humanidad está en esa espuma…
Nechvolódov no objetó nada.
—Ya en una ocasión, hace diez mil años, fue enterrado casi todo lo vivo. Pero eso no nos enseñó nada.
Nechvolódov miró de reojo.
Había surgido un pacto de silencio. Smislovski no podía por menos de conocer las Narraciones sobre la tierra rusa de Nechvolódov, una obra escrita para la gente del pueblo, y, perteneciendo como pertenecía a los medios cultos, no podía aprobarlas. Pero lo mismo que cualquier guerra, en efecto, no era nada ante la majestad del cielo, de la misma manera, sus diferencias quedaban esta noche al margen.
Quedaban al margen, pero no habían desaparecido por completo. Había mencionado, sin embargo, a Serbia. Serbia era aplastada por un enemigo feroz y fuerte, y su defensa no podía ser menoscabada ni siquiera ante las estrellas.
—Además, ¿cómo surgió la vida en la Tierra? Cuando se consideraba a la Tierra el centro del Universo, era lógico pensar que todos los gérmenes de vida se encontraban en el ser terrenal. Pero ¿en este pequeño y eventual planeta? Todos los sabios se detuvieron ante el enigma… La vida nos fue traída por una fuerza desconocida, no se sabe de dónde y no se sabe para qué…
Esto ya agradaba más a Nechvolódov. La vida militar, integrada por voces de mando que sólo podían comprenderse de una manera, no admitía dobles interpretaciones. Pero en sus ociosas reflexiones creía en la dualidad del ser, del que procedían las maravillas de la historia rusa. Aunque hablar de esto era más difícil que escribir sobre ello, hablar era casi imposible.
Nechvolódov se hizo eco:
—Sí… Usted lo abarca todo muy ampliamente… Yo no sé captar lo que hay más allá de Rusia.
Eso era lo malo. Y todavía peor que un buen general escribiese libros malos y viese en ello su vocación. Según él, la ortodoxia tuvo siempre razón contra el catolicismo, el trono de Moscú contra Nóvgorod; las costumbres rusas eran más suaves y limpias que las de Occidente. Resultaba mucho más fácil hablar con él de cosmogonía.
Pero ya estaba embalado:
—Porque en nuestro país ni siquiera a Rusia se la comprende. Diecinueve personas de veinte no saben lo que es la patria. Los soldados combaten sólo por la religión y el zar, y sobre esto se mantiene el ejército.
¿Qué decir de los soldados cuando a los oficiales se les prohibía hablar de temas políticos? Tal era la orden en todo el ejército, y no era quién Nechvolódov para criticarla, cuando había sido aprobada por el soberano. Con todo y con eso…
—Tanto más importante que el concepto de patria sea un sentimiento que llegue a todos al corazón.
Las mismas conclusiones que en su libro, y hablar en serio de la patria resultaba como violento. El propio Alexei Smislovski, que por su desarrollo había saltado sobre el zar y la religión, comprendía precisamente a la patria muy bien, ¡la comprendía!
—Alexandr Dmítrievich, ¿es verdad lo que he oído, que ya en vida del difunto zar propuso usted la reforma del Cuerpo de oficiales, de la Guardia, de las Ordenanzas?
—Sí —contestó Nechvolódov sin alegría, sin mostrar el menor interés.
—¿Y qué?
Metiéndose en la concha del silencio, a media voz:
—Sigue la corriente. Como todos la siguen…
Iluminó el reloj con la linterna.
¿Se habían acostado los alemanes? ¿O se filtraban lentamente, sin que el servicio de seguridad lo advirtiera? ¿O les rebasaban por otro camino y al otro día les habrían cortado la retirada?
¿Había que tomar una decisión, actuar? ¿O esperar pacientemente? ¿Qué hacer?
Nechvolódov no se movió.
De pronto se oyó un rumor próximo, alguien que hablaba, una rotunda blasfemia, y Roshkó introdujo al sótano a una silueta:
—Excelencia, este imbécil nos lleva buscando más de cuatro horas. Si no se quedó dormido y no miente, ha estado a punto de caer en manos de los alemanes.
Y entregó un sobre.
Lo abrieron. Leyeron los dos a la vez a la luz de la linterna:
«Al mayor general Nechvolódov.
13 de agosto, 5 h. 30 m. de la tarde».
Volvieron a leer. Nechvolódov frotó incluso los números: ¡sí, 5.30 de la tarde!…
«El jefe de la división le ordena, con la reserva general puesta bajo su mando, cubrir la retirada de las unidades de la 4.ª división de infantería, que mantienen combate norte de Gross Bössau…».
—Al norte de Gross Bössau —repitió Nechvolódov a Smislovski con voz aburrida y uniforme.
Al norte de Gross Bössau. Detrás quedaban no sólo la infantería alemana, sino también los cañones que habían hecho fuego las pasadas horas, detrás quedaba el globo cautivo. Allí donde sólo habían quedado los cadáveres de los rusos después de la confusión de la mañana. ¿Qué delirantes sombras debían bailar en la cabeza para escribir «al norte de Gross Bössau»?
Pero no restaba nada por leer. A continuación decía:
»Por el jefe del Estado Mayor de la división, capitán Kuznetsov».
No era el jefe de la división, ni siquiera el jefe del Estado Mayor —ellos se habían limitado a gritar algo al tiempo que saltaban al automóvil o al charabán, ya con el pie en el estribo—, sino que en nombre de todos ellos firmaba el capitán Kuznetsov, quien, por lo demás, también se había apresurado a seguirles, y no había podido mandar con el sobre a un enlace más despierto.
Nechvolódov iluminó el reloj y escribió en el papel que acababa de recibir: 13 de agosto, 21 h. 55 m.
La orden le había tardado en llegar cuatro horas y media. Podían habérsela ahorrado: casi esto mismo, a las cinco de la tarde, lo había oído Nechvolódov de labios de Komarov.
Y durante cinco horas no habían tenido tiempo de pensar en la suerte que pudiera correr la reserva.
Nechvolódov levantó la cabeza como prestando oído.
No había nada. Silencio.
Dijo en voz baja:
—Alexei Konstantínovich. Deje dos piezas en posición y que las restantes se reúnan en orden de marcha, con la cabeza hacia el sur. Y el grupo de morteros lo mismo.
En voz alta:
—¡Misha! Ve al galope a Bischofsburg y entérate tú mismo de qué unidades hay allí, qué órdenes tienen, quién las manda, si traen munición para nuestras piezas, dónde están los del regimiento de Schliesselburg. Y vuelve lo más rápidamente posible.
Roshkó repitió todos los puntos con claridad y precisión, sin olvidar ninguno, se alejó, llamó a los hombres de la escolta, corrieron varios pares de pies y sobre el blando terreno resonaron sordamente y se fueron extinguiendo los cascos de los caballos.
Hora y media antes era esto lo que había traído a Smislovski: ¿qué hacer? Si las piezas quedaban en posición de combate y sin munición, iban a perderlas. Pero había recibido la autorización y ahora sentía levantar el campo.
Todo lo contrario: habría bastado que esta tranquila noche hubiese llegado el Cuerpo entero aquí y se hubiese desplegado junto a ellos.
Replegarse significaba que todo el cañoneo había sido en vano, que todos los proyectiles habían caído en el vacío y los heridos no tenían razón de serlo.
Y la noche parecía tan tranquila, tan pacífica…
Al cabo de media hora o algo más, Smislovski volvió al puesto de mando de la reserva y encontró a Nechvolódov en el mismo sótano de antes. Se inclinó hacia la bóveda:
—¡Alexandr Dmítrievich! ¿Y los batallones?
—No sé. No puedo —dijo a duras penas Nechvolódov.
Más tarde todo resulta muy fácil: claro que debió replegarse, ¡y antes! Claro que debió quedarse, ¡y con mayor firmeza! Acaso en aquellos mismos instantes les estaban cortando la retirada. Acaso en aquellos mismos instantes, en la última versta, acudían refuerzos. Pero ahora, abandonado por todos los mandos superiores, sin saber nada ni del Ejército, ni del Cuerpo, ni de los vecinos, ni del enemigo, en aquel silencio, en aquella oscuridad, en el corazón de una tierra extranjera, ¡toma una decisión y cuida de no equivocarte!
Tratando de no molestar y sin atreverse a influir en el general, que debía tomar una decisión, Smislovski permanecía en silencio, apuntalando con los hombros la bóveda del sótano y acariciándose la barba.
¡De pronto cambió todo! ¡Revivieron las desiertas tinieblas! Aunque sin el menor ruido: ¡En una lejana altura surgió el rayo blanquecino y lechoso, grueso, infinitamente largo, de un proyector alemán!
Y la torpe y mortífera mano enemiga empezó a pasar lentamente por el terreno circundante, buscando la reserva de Nechvolódov.
Al instante cambió todo en el mundo. ¡Era como si doce cañones pesados hubiesen disparado su mortífera carga!
Nechvolódov se puso en pie de un ágil salto y trepó al punto más alto del sótano. Smislovski le alcanzó de unas zancadas.
El rayo buscaba. Se movía lento, muy lento, abandonando con desgana la franja iluminada. Había empezado a la izquierda, a partir del lago, y aún estaba algo lejos del sitio en que ellos se encontraban.
Nechvolódov llamó a los enlaces y les gritó la orden que debían transmitir a los batallones: ocultarse, no moverse nunca bajo la luz del proyector.
Corrieron a transmitirlo.
Este rayo, de por sí, lo cambiaba todo. Estaba claro: sólo la noche retenía a los alemanes. Al amanecer o a las primeras horas de la mañana reanudarían el ataque.
Y si se esperaba hasta la mañana, eso significaba que deberían mantenerse toda la jornada siguiente.
Si no esperaban, debían replegarse ahora mismo.
¡Se encendió un segundo rayo! Bastante distanciado del rimero y no formando ángulo con él, sin cruzarse, cada uno por su sitio: el segundo rayo pasó por el flanco derecho de Nechvolódov, por el batallón de Belozersk.
Tras estos silenciosos garrotes de luz, ¿cuántas fuerzas podía haber? De nuevo llamó Nechvolódov y dijo, tendiendo su largo brazo:
—Al teniente coronel Kosachevski: en cuanto la luz se aparte de ellos, que retire el batallón de la línea que ocupa y que lo traiga aquí, al camino.
A estos, en todo caso, no podía retenerlos más tiempo.
—¡Vamos a la estación! —propuso Smislovski.
Era una lástima dejar pasar la ocasión, no mirar también. Salieron del sótano, corrieron hacia las ruinas de la estación y, con la linterna encendida, pasaron por entre los montones de escombros hacia una viga inclinada por la que podían subir a lo alto de la pared.
Pero un ruido de cascos de caballo que se oía a sus espaldas los detuvo. Nechvolódov reconoció la voz de Roshkó.
Volvieron.
Aunque jadeante, con la misma sana voz de siempre, que encontraba reflejo en la joven fuerza de su cuerpo y en los buenos colores de sus mejillas, Roshkó informó:
—En Bischofsburg no hay ni un solo jefe superior. No he encontrado al escalón de cabeza del parque de artillería. Todas las unidades están mezcladas, en las casas hay heridos. Nadie sabe a dónde ir. Unos tienen la orden de retroceder, otros no. ¡Ha aparecido el regimiento de Schieselburg! Acaba de llegar a Bischofsburg por el este. Tiene la orden de Komarov de replegarse aún más allá de donde estábamos esta mañana. Todavía está pasando por la ciudad la división de caballería de Tolpigo, tiene la orden de seguir hacia el oeste. Y por el oeste retroceden los trenes regimentales de la división de Richter. Aquello es una confusión, en las calles es imposible dar un paso. Ni siquiera al amanecer será posible darse cuenta de los que ocurre. Es todo.
Los proyectores fueron adentrándose lentamente en profundidad. Luego se trasladaron lentamente.
Eran las doce y cuarto. El día 13 de agosto la reserva de Nechvolódov había detenido al enemigo al sur de Gross Bissau. Para el 14 de agosto no había orden de operaciones, tenía que escribirla el propio Nechvolódov.
Y de pie sobre el montón de escombros entre las ruinas de la estación, mirando de reojo el rayo del protector que se acercaba, Nechvolódov articuló en voz baja y hasta perezosamente:
—Nos vamos, Alexei Konstantínovich, retire las últimas piezas. Vaya con los dos grupos a Bischofsburg y espéreme en sus alrededores, al norte de la ciudad. En todo caso, busque posición para emplazar las piezas.
—A sus órdenes —contestó Smislosvki—. Fea quodpotui, faciant meliora potentes.
Se alejó.
—¡Roshkó! Ordena a los batallones del Ladoga que abandonen sin hacer ruido la línea de defensa y vengan aquí.
En la estación todo quedó como muerto; había llegado también la mancha blanquecina, aquella luz desvaída. Se mantenían de pie o sentados tras las casas y los árboles. Los caballos se mostraban inquietos en los refugios, relinchaban, trataban de romper las bridas. Se dio la orden de reforzar sus ataduras.
Resultaba humillante permanecer inermes y quietos en aquella inmóvil luz: si el rayo no se movía, deberían quedar así toda la noche.
Pero todavía peor era el reptar del proyector; eso significaba una amenaza.
Se alejó el rayo.
Pudieron moverse. Nechvolódov bajó al sótano. Escribió su última orden. Antes de apagar la luz miró y volvió a mirar una vez más el plano.
El VI Cuerpo se deslizaba como una bola de billar sin que nada lo detuviese, liso, redondo, despreocupado.
Abría así para el Ejército de Samsónov la posibilidad de recibir, sin que nada lo impidiera, un golpe por la derecha.
* * *
EL HOMBRE PROPONE, PERO DIOS DISPONE.