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A las cinco de la tarde, en cuanto se presentó Nechvolódov, a quien sólo esperaba para transmitirle la orden de ocupar sus posiciones y mantenerlas, indicando que las disposiciones posteriores las recibiría por escrito, el jefe de la división, general Komarov, se retiró con su Estado Mayor, siguiendo al del Cuerpo. La misión no se la dio sobre el plano, sino haciendo girar la mano en el aire: la ofensiva de aquel día de los alemanes desde el norte era «completamente inesperada», ni siquiera estaba seguro de que esto fuese su auténtica dirección, podía ser que replegasen el flanco, pero, en todo caso, el regimiento de Belozersk ocupaba una línea defensiva cara al norte y hacía falta relevarlo. Pidió también a Nechvolódov que no tomasen por alemanes y no disparasen contra la mitad de la división de Richter, que estaba ya bordeando el lago Dadey por el oeste y de un momento a otro iba a llegar en su socorro. El jefe del Estado Mayor de la división, coronel Serbinóvich, fue incapaz de explicar a Nechvolódov no sólo la situación y fuerzas del enemigo, sino la situación y el estado de las unidades propias que quedaban en línea. Le prometió enviarle más adelante el grupo de artillería pesada y el de morteros, pero se llevó, sin que explicase la causa, un batallón del regimiento del Ladoga. De momento no podía decir nada concreto del regimiento de Schliesselburg, destacado la noche anterior hacia el este, y tampoco podía decir exactamente dónde se encontraría ahora el Estado Mayor de la división, aunque prometía enviar regularmente oficiales de enlace.

Y acto seguido desaparecieron con tal rapidez que Nechvolódov ni siquiera se dio cuenta de su marcha. Se tropezó con un subteniente del regimiento de Belozersk, quien le explicó que él mismo había visto cómo el jefe de su regimiento subía al automóvil de Komarov y ambos se alejaban hacia Bischofsburg. ¿Y su regimiento? El regimiento de Belozersk había experimentado por la mañana grandes pérdidas y ahora había recibido la orden de replegarse por completo. Pero un par de batallones quedaban todavía más adelante, en las posiciones.

Y así, con los dos batallones del regimiento del Ladoga que quedaban a su disposición, Nechvolódov siguió avanzando, en busca de su artillería. Se movía con precaución, después de montar el servicio de vigilancia, a lo largo de la intacta vía férrea, hacia la estación de Rothfliess, a partir de la cual el camino, formando un ancho arco, se convertía en carretera. Y allí, detrás de un bosquecillo, vio realmente, en posición, una batería de cañones y, algo más allá, otra de obuses pesados; los demás debían de encontrarse en los alrededores.

Desapareció la opresión que el general sentía en el pecho.

Apenas había alcanzado Nechvolódov la casilla de piedra de la estación de Rothfliess, se le presentaron el jefe del grupo de morteros, con unos grandes bigotes negros, y el jefe del grupo de artillería pesada, coronel Smislovski, un hombre pequeño, de reluciente calva, pero con una barba gris-amarillenta muy larga, como la de un mago, y muy seguro de su persona.

Durante las pasadas semanas Nechvolódov había visto un par de veces a cada uno de ellos, pero ahora le llamaron particularmente la atención los jubilosos y llameantes ojos del coronel, quien parecía esperar con ansia la orden de abrir fuego y resplandecía ante la idea de que se aproximaba el instante de hacerlo. (A esto se sumaba la alegría de que no abandonaban unas posiciones ya equipadas).

—¿Está el grupo entero? —preguntó Nechvolódov, apretándole la mano.

—¡Las doce piezas! —contestó Smislovski con voz tonante.

—¿Cómo andamos de munición?

—¡Sesenta proyectiles por cada boca de fuego! En Bischofsburg hay más, podemos traerlos.

—¿Todos se hallan en sus puestos?

—Todos. Y mantenemos enlace telefónico.

Era una novedad de los últimos años: unir con cable los puestos de observación y las posiciones ocultas de las baterías. No todos sabían hacerlo debidamente.

—¿Ha bastado el cable?

—También lo van a tender hasta aquí. Los otros nos han ayudado.

Nechvolódov no siguió preguntando, carecía de tiempo, aunque lo hubiese robado; además veía cómo el coronel de morteros se atusaba satisfecho los bigotazos.

—¿Y usted?

—Setenta proyectiles por pieza.

Del resto no se habló para nada, estaba claro: que dispararían, que no se moverían de allí sin orden previa.

¡Una suerte! ¡Esas piezas, esos jefes y enlace telefónico!

Todo se ultimó en uno, tres, cinco minutos: debía hacerse una idea del terreno; determinar dónde estaba el enemigo y dónde las fuerzas propias; elegir líneas de defensa; enviar allí los batallones del Ladoga; buscar con los artilleros un puesto de observación común; tender los cables; tener dispuestos los puntos de referencia. Si en uno, tres, cinco minutos no era examinado, elegido, enviado y dispuesto todo ello en el orden preciso, en la media hora siguiente sería imposible enmendarlo, y si en esta media hora los alemanes atacaban o empezaban a disparar, de nada servirían nuestros brillantes ojos, nuestro enlace telefónico y los sesenta proyectiles por pieza: echaríamos a correr.

Era un momento en que en la guerra el tiempo se comprime al máximo, tanto que parece como si se fuera a producir una explosión: ¡todo ahora, no dejar nada para después!

—Ahí está el depósito de agua —explicó Smislovski—. Los demás puntos de referencia los tenemos tomados, es el único que nos falta.

Nechvolódov inclinó en silencio la cabeza al trasponer la baja puerta de la casilla.

Los artilleros le siguieron.

Cruzaron a la carrera el balasto, que despedía un sofocante olor a aceite.

Nechvolódov llamó a un jefe de batallón (el del regimiento no se había quedado, ni falta que hacía) y le ordenó acudir inmediatamente a relevar el batallón del regimiento de Belozersk, y si la línea estaba mal elegida, rectificarla y atrincherarse por poco que fuera, si querían salir con vida.

Al otro lado del lejano bosque surgió un leve zumbido, que fue creciendo, y la nubecilla amarilla de un shrapnel alemán estalló por delante, algo a la izquierda del depósito de agua.

—Hoy ya nos dispararon —dijo en tono de aprobación Smislovski—, pero nosotros callamos y ellos interrumpieron el fuego.

Mientras subían por la escalera interior de madera, Nechvolódov preparaba los prismáticos. En la parte alta había un espacio descubierto hacia el oeste y el norte. Allí se encontraban ya los telefonistas con dos aparatos de campaña. La ventana que daba al este estaba encristalada y el sol, bajo y amarillo, cegaba la vista; por allí era imposible ver nada. Hacia el norte la visibilidad era buena, el marco de la ventana había sido arrancado y los prismáticos no brillaban, no atrayendo así la atención de los alemanes.

En un banco arrimado a la pared, junto a los teléfonos, extendieron el plano.

Lo único que sabían de la situación era lo que veían con sus propios ojos y lo que podían imaginar.

Los alemanes lanzaron una granada explosiva, y luego otra. De seguro que también estaban tomando puntos de referencia. Al otro lado de la vía férrea principal, en Gross Bössau se veía moverse una concentración de tropas. También en mi claro del bosque. Pero no se acercaban ni columnas ni líneas de tiradores.

Podían hacerlo, sin embargo, en cualquier momento.

—¿Y allí, en Gross Bössau, no ha quedado gente nuestra? ¿No dispararemos contra los nuestros?

—De seguro que no, ya he llegado a esa conclusión.

—Han quedado y muchos —dijo el serio y bigotudo jefe de los morteros—. Precisamente allí hay muchísimos.

En efecto: hasta Rothfliess no había cadáveres. Todos se encontraban más adelante. Pero ¿eran «nuestros»? No lo parecían…

—¡El sol viene de la izquierda, muy a propósito para disparar hacia el norte! —dijo Smislovski—. Ahí tienen un poste topográfico. ¡Si pudiéramos derribarlo!

A la izquierda, desde la parte del lago, una batería alemana hacía algunos disparos. Quiere decirse que también había infantería. Quiere decirse que no debían esperar a Richter.

Nechvolódov dispuso que otro batallón del Ladoga tomara posiciones c ara al oeste. Y la sección de ametralladoras del regimiento fue emplazada a ambos flancos.

No le quedaba nadie más. Había aún todo un semicírculo a la derecha, al noroeste y al este, pero no tenía a quién poner allí. Serbinóvich se había llevado, sin explicar las razones, un batallón del Ladoga y Nechvolódov se lo había dejado arrebatar sin protestas.

En otros tiempos, en su juventud, se acaloraba y lo discutía todo. Pero durante los largos años de servicio ácido había dejado sentir su acción en sus pómulos y ahora callaba siempre: cuando era posible hacerlo y cuando debiera elevar la voz.

Por lo demás, a la derecha podían aparecer las picas de la caballería de Rennenkampf.

Aunque, lo mismo que en la guerra contra el Japón, la caballería no era puesta en juego: de ordinario se la reservaba. Los jefes que sabían conservarla íntegra merecían el elogio de sus superiores.

Rennenkampf parecía muerto, mudo.

Hacía bien, pues, Blagovéschenski en retirarse. Porque ¿con quién podía tomar contacto?

Si el Segundo Ejército había entrado en Prusia como una cabeza de toro, ellos eran ahora aquí, en la estación de Rothfliess la punta del cuerno derecho. El cuerno se había introducido ya en dos quintos de profundidad en el cuerpo de Prusia Oriental. Al mantener en sus manos la estación de Rothfliess, cortaban la principal y penúltima línea ferroviaria por la que los alemanes podían transportar sus hombres a lo largo de Prusia. Estaba claro que no querrían perderla. Y lo más sensato era concentrar precisamente en este punto todo el VI Cuerpo.

Pero aún tenían que dar gracias al destino de que sobre ellos no hubiesen quedado aquellos inquietos imbéciles: no hay nada peor. Su frágil grupo constituía la punta del cuerno, pero estaba en sus manos, al menos, el no hacer estupideces.

Llegaron dos jefes de batería y empezaron a dar órdenes a gritos.

Hasta que se hiciera de noche podían resistir, lo único que necesitarían era recoger sobre sí un tanto el flanco derecho.

Desde lo alto se veía el movimiento de los hombres del Belozersk que se replegaban: pasaba la infantería con sus carros, procedente del lado de la estación, de una zona muy arbolada. Los alemanes batían intensamente el sector y los que se retiraban se mostraban contentos de abandonar el peligroso lugar.

Nechvolódov bajó de lo alto del depósito de agua.

Se acercó a él corriendo a grandes pasos, como si saltase, un oficial de elevada taita, de cara redonda y afeitada; todo denotaba en él temeridad. Después de dar el último paso-salto, se detuvo de golpe ante el general, le hizo el saludo con tal impulso que la mano le llegó casi hasta detrás de la oreja y se presentó con una voz que casi era de bajo:

—¡Excelencia! Se presenta el teniente coronel Kosachevski, jefe de batallón del regimiento de Belozersk. ¡Consideramos una bajeza el abandonarle! ¡Permítanos quedarnos!

Pero sin poder mantener el equilibrio, se tambaleó y estuvo a punto de caer sobre el general. La misma temeridad brillaba en sus audaces ojos, bajo las bien dibujadas cejas.

Nechvolódov miró como si no comprendiera.

Luego una ruda mueca le hizo torcer los labios. Contestó descontento:

—Bueno… bueno, qué…

Y con sus largos brazos abrazó a Kosachevski conforme este se le venía encima.

Una hilera se replegaba a lo lejos. Los carros se deslizaban con facilidad, los hombres se arrastraban a duras penas, cojeando.

¿Podían desearlo así, quedarse? ¿O eran sólo sus oficiales? ¿O solamente Kosachevski?

—¿Cuántos son ustedes?

—Se ha ido alguno, pero quedan dos compañías y media.

—Den la vuelta. Colóquense donde voy a indicarle…

Ya alegremente, zumbaron nuestros proyectiles, uno de cada pieza, disparados para corregir el tiro.

Y de distintos lugares vinieron las granadas explosivas alemanas —un látigo de acero—, que producían negros surtidores. Pasaron a hacer fuego ya por descargas de batería.

Las nuestras contestaron. Descargas de a cuatro, era Smislovski. De a seis, eran los morteros.

Y el calvo barbudo, frotándose las manos, dando patadas en el suelo y bailando, acogió a Nechvolódov en la parte alta del depósito de agua:

—¡Lo hemos derribado, general! ¡Hemos derribado el poste topográfico!

Pero Nechvolódov no tuvo tiempo de felicitarle: el rumor de un gigantesco árbol al caer y un tremendo silbido.

¡Aquí!

El depósito de agua se estremeció por la sacudida y quedó envuelto en una nube de polvo.