19

—¡Señoría! ¡Eh! ¡Señoría! —llamaban jovialmente.

Desde la cola formada ante el pozo, Yaroslav se volvió hacia el camino.

Pasaba una media batería, cuatro piezas, y llamaba a Yaroslav aquel sargento de cabeza esférica a quien había conocido en plena marcha: anteayer (¿no era hace un mes?), la sección de Jaritónov había ayudado a sacar esos mismos cañones de la arena.

—¡Ah! —exclamó alegremente Yaroslav abriendo los brazos. Su saludo no era el que correspondería a un oficial, fue como el de un muchacho—. ¿Quiere agua?

—¿De qué agua se trata? ¿Fermentada con grano? —preguntó el membrudo sargento con su vozarrón, tan alegre como la vez anterior.

—¡Gaseosa, pruébela! —le contestó un soldado de infantería de los que estaban en la cola, de otra unidad—. Por arriba basura y por abajo arena.

El sol había bajado ya mucho hacia la izquierda, pero todavía hacía calor.

—El pozo estaba lleno de tablas, pero las hemos quitado —explicó a gritos Yaroslav, aunque avergonzándose de la infantil sonoridad de su voz, que de ningún modo podía hacer más ronca—. El agua está bastante buena, todos la beben.

El sargento se quitó la gorra e hizo a sus hombres señal de que se detuvieran. Su cabeza, de poco pelo, era redonda y amarilla como un queso de Holanda, aunque mayor. Pegados a ella por delante había unos bigotes pajizos, bastante abundantes, que terminaban en finas guías.

El pozo se encontraba a la entrada de un caserío abandonado, compuesto por varios edificios, en un ancho claro del bosque. Apartaron los cañones a un lado. Los conductores se acercaron con unos cubos, para los caballos, y los servidores de las piezas arrastraron un bidón con tapa de rosca, que seguramente era ya alemán.

Todos miraron con envidia a los artilleros, que llevaban sobre ruedas cuanto necesitaban. Pero Yaroslav se quejé al sargento con otro género de envidia:

—Todos sus hombres son verdaderos soldados, palabra de honor. Los míos fueron sacados del arado para traerlos a Alemania. ¿Qué puedo hacer con ellos?

El sargento sonrió satisfecho:

—Los nuestros deben ser gente con conocimientos. Los que acaban de dejar el arado no nos sirven.

El sargento era un hombre grave y lleno, bastante mayor que Yaroslav, por lo que el joven subteniente se sentía violento ante él pensando en sus estrellas, violento por ser de un grado superior y de una figura más esbelta. Toda esta violencia trataba Yaroslav de disimularla con una amabilidad que no era nada común en la vida castrense:

—Perdóneme, ¿cómo se llama?

—¡Todos me llaman sargento! —sonrió el otro, limpiándose el sudor que cubría su atezada cara.

—No me refiero a eso. Le preguntaba por su nombre y apellido.

—Por el nombre y apellido no llaman a nadie en el ejército —replicó el queso, meneando los bigotes.

—Entre la gente, sí.

—Entre la gente de la única manera que me llamaron toda la vida fue Terenti.

—¿Y el apellido?

—Chernega. —Y como quien no quiere la cosa, preguntó a su vez—: ¿Y usted? —Sus ojos y sus pequeñas orejas se pusieron alerta, vueltos hacia el caserío, más allá de Yaroslav y del pozo.

Y ordenó a un artificiero, casi sin buscarlo y sin volverse:

—¡Eh, Kolomika! ¡A ver si encuentras por ahí unas gallinas! Acércate con dos muchachos. Y coge un palo, ¡a garrotazos!

Yaroslav se afligió: unos artilleros tan buenos, un sargento tan bueno, ¿para qué hacían eso? ¿Quién, entonces, iba a resistir la tentación? Advirtió:

—Ya han mirado en todo el caserío. No hay ni un alma, al último gallo ya le retorcieron el pescuezo. Lo que hay son manzanas en el huerto.

Desde allí se veían soldados que iban y venían por el huerto. Otros se acercaban sin pedir permiso, procurando no ser vistos. Por lo demás, no eran de la sección de Jaritónov; estos, rendidos como estaban, se contentaban con quedarse sentados mientras no les obligasen a reanudar la marcha.

Pero Chernega no dio su brazo a torcer:

—Allí, más lejos, al otro lado de ese campo, me lo da el corazón. Llevaos también dos cubos y buscad por los graneros. Si hay cebada, traedla, nos vendrá bien.

Chernega tomaba sus disposiciones en tono seguro, sin preguntar a los oficiales. Peío viendo la aflicción del servicial subteniente, de cara pecosa, explicó:

—¿Qué es lo que no puede faltar a la artillería? La cebada y la carne. Entonces, los caballos no arrastran las piezas y las manos no levantan los proyectiles. Y si de reserva hay un ganso asado, ¡entonces sí que se puede hacer la guerra!

Esto lo añadió con voz cantarina, y su cara resplandeció al pensar en el ganso asado; no parecía haber nada pecaminoso, y en realidad no lo había, en esta expresión y en este deseo. Mas, por otra parte, pensando que… Esto atormentaba a Yaroslav.

—El soldado es bueno y el capote lo cubre todo —siguió tranquilizándole Chernega—. Nosotros, sólo por el nombre somos artillería ligera. Nuestro cañón, con el equipo de campaña, pesa ciento veinticinco puds[12]. Y el proyectil, casi medio pud, así que a ver quién los maneja.

Kozeko estaba sentado en un tronco caído, con las piernas recogidas, y con la inevitable libreta sobre las rodillas escribía sus apuntes de campaña. Siempre atentos sus ojos y oídos, también volvía la vista hacia Chernega. Con reprobación.

El jefe de la compañía gritó desde lejos:

—¡Jaritónov! ¡Quédese en mi lugar! Ahora vuelvo —y con dos soldados se alejó del caserío hacia el campo a donde Chernega había mandado ya a sus muchachos.

Kozeko se les quedó mirando fijamente. Y en la libreta apareció un nuevo apunte. Al mismo tiempo que escribía, mordisqueaba una manzana y, ya porque esta era ácida, ya por todas las cosas desagradables que se desarrollaban ante el, arrugaba el ceño.

El pozo estaba revestido de cemento y con una pequeña abertura en la parte superior, de la que descendía ya una larga sombra. Con sonoro estruendo, el cubo sujeto a la cadena bajaba y subía rápidamente; lo bajaban y lo subían las fuertes manos de los soldados, que hacían dar vueltas al rodillo sobre el que se enroscaba la cadena. Inmediatamente vertían el agua en los platos y en otros cubos, dándose prisa unos a otros, bebiendo a grandes tragos sin tiempo casi ni para apartar la suciedad, y los platos ya vacíos volvían de nuevo, chocando unos con otros, en busca del chorro que caía del pozo. Los artilleros, con sus cubos llenos, los llevaron a la carrera, pero sin verter nada, hasta los hinchados y suaves belfos de sus caballos. Gritaban a los artilleros que con esos bidones cualquier pozo iba a agotarse, que bebieran cuanto quisieran, pero que no se llevasen nada con ellos. Y que no se echasen agua en la cabeza, el lago estaba a dos pasos y en él podían meterse hasta el cuello.

Entre el barullo, los denuestos y el chocar de platos y cubos, parecía que no oyesen el constante zumbido que venía de la izquierda, del otro lado de los girasoles, el zumbido del combate. A una versta de allí el combate no era muy intenso, lo que abundaba mucho eran los lagos. Todo aquel día habían caminado con lagos a la izquierda, grandes y pequeños, unos próximos y otros lejanos, y, no sólo por la voluntad de los jefes, estos lagos les obligaban a desviarse hacia el norte, buscando la seguridad y eludiendo el próximo combate.

También había lagos a la derecha. Una hora antes habían avanzado por un estrecho bosquecillo entre los dos grandes lagos de Plauziger y Lansker: a simple vista apenas si se divisaba confusamente la otra orilla. Y así los llevaron a un largo y desierto pasillo forestal entre el uno y el otro; ahora únicamente podía referirse a su división lo que había en este pasillo, y allí no había nada ni nadie.

Trajeron agua a Terenti. Estaba muy fría, hasta producir un espasmo en la garganta, y turbia, pero las entrañas no cesaban de pedir y pedir más.

Chernega se sentó en el tronco e invitó a Yaroslav a hacerle compañía. Sacó la bolsita del tabaco y desató sus cordones.

—Con el tabaco que meto en la pipa se me van todas las tristezas. ¿No fuma, señoría?

En la negra seda de la bolsa había bordadas con hilo frambuesa unas enrevesadas letras, trazadas con gran paciencia: T. Ch.

—¡Cómo retumba todo! —dijo Chernega, mirando hacia los girasoles.

Y nosotros vamos sin preocuparnos de registrar los bosques; es muy posible que haya alguien en los pinos, mirándonos con prismáticos y llamando por teléfono. Ahora, frente a nosotros, los tenemos sentados. Y comunican al Estado Mayor alemán que nosotros estamos aquí bebiendo agua —decía en tono seguro Terenti, contemplando el desierto bosque.

Pero, aunque sus palabras parecían denotar inquietud, no mostraba el menor deseo de acudir allí y ni siquiera se advertía en él preocupación alguna, fuese por pereza, fuese porque se sentía seguro de su fuerza.

Por el contrario, el subteniente Kozeko levantó inquieto la cabeza, comentando:

—¿Y el servicio de seguridad? Vamos tan de prisa que las patrullas de los flancos marchan junto a las compañías. Y a veces adelantamos a las patrullas de la vanguardia. No les costaría nada abrir sobre nosotros fuego de ametralladora.

—Lo peor de todo —dijo Jaritónov, también preocupado— es que resulta imposible comprender nada. Hoy ya hemos cubierto quince verstas. Y, según dicen, hasta la noche debemos hacer otras quince. Las últimas noticias son siempre las que proporciona el asistente del coronel. Esta mañana ha corrido el bulo de que una división japonesa venía en socorro nuestro.

—No he oído nada de eso —dijo Chernega, lanzando pacíficamente una bocanada de humo. Emanaba de él tanta fortaleza que hasta resultaba excesiva.

—¡Es un absurdo! ¿De dónde ha podido salir una división japonesa? Puede ser una nuestra que la retiraron de las proximidades del Japón…

—También dicen que Guillermo se ha puesto al mando de las tropas de Prusia Oriental —añadió Chernega, aunque sin preocuparse lo más mínimo de Guillermo.

Jaritónov advertía en Chernega lo bueno y justo que en él había, lo consideraba como una persona de más experiencia que él. Y aunque no estaba bien que un oficial se quejase a un sargento de la estupidez de los jefes, dijo:

—¿Y anteayer? ¡Nos hicieron ir y venir treinta verstas de la manera más absurda! A la ida íbamos en socorro de nuestras tropas, eso se comprende, aunque no fuimos necesarios. Pero la vuelta la pudimos hacer en línea recta, ¿por qué no lo hicieron? ¿Por qué nos hicieron volver a Omulefoffen? ¡No necesitábamos para nada volver a Omulefoffen! Y también habríamos tenido un día de descanso, como la otra división.

Chernega daba chupetones a la pipa, comprendía, asentía tranquilamente. Esta tranquilidad, que lo aceptaba todo, es lo que más habría querido tener Yaroslav.

—¿Han oído el tiroteo de hace una hora? —insistió Kozeko en lo suyo—. Es muy posible que los alemanes se hayan abierto paso a la retaguardia.

Chernega, de costado, preguntó, con la pipa entre los dientes:

—¿De qué escribe? ¿De nosotros?

Yaroslav se echó a reír.

—¿Es usted profesional?

—No soy tan tonto.

Llevaba la gorra en su redonda cabeza muy inclinada, pero se le mantenía muy segura.

Yaroslav no sabía cómo preguntar lo que deseaba saber: ¿qué clase de persona era este sargento? ¿Cómo catalogarlo?

—¿Usted es… de la ciudad o del campo?

—Verá… he vivido en varios distritos… —contestó Chernega a disgusto, con cierta dificultad.

—¿De qué provincia?

—De Kursk… Y de Járkov —arrugó el ceño.

Yaroslav se resistía a separarse de aquel pintoresco gigantón, pero no sabía cómo seguir la conversación con él:

—¿Está casado, tiene hijos? —preguntó en tono amable, convencido de que Chernega iba a contestar afirmativamente.

El sargento miró al subteniente con los ojos muy abiertos:

—¿Para qué voy a casarme si está casado el vecino?

En aquel momento acudió volando, a la carrera, el artificiero enviado poco antes e informó a su sargento a media voz, para que los otros no le oyesen:

—¡Hay cebada! ¡Y jamones! Y un colmenar. El propietario no está, se fue esta mañana. Sólo quedó el guarda, un polaco, dice que podemos coger lo que queramos. ¡De momento he puesto allí centinelas! ¡Hay que darse prisa! La infantería ya se está llevando los caballos y empieza a matar las gallinas.

Chernega se reanimó al instante, pasando a los asuntos prácticos. Se puso en pie de un salto, sobre sus cortas y fuertes piernas, como si fuera lo único que esperase, y gritó:

—¡Muchachos! ¡Rápidos, a caballo! ¡En marcha!

Y a Kolomika:

—Conduce la columna, yo voy a informar al capitán.

La cabeza de queso, todavía sudorosa, miraba segura entre las ranuras de los párpados bajo la ladeada gorra.

Los cañones se alejaron uno tras otro hasta pasar la valla; se detuvieron allí y los armones torcieron hacia el campo.

A su encuentro, del otro lado, venían al trote dos cochecillos tirados por dos caballos y otro de uno.

Kozeko, siempre alerta, no dejaba pasar nada por alto. Los vio a lo lejos, se dio cuenta de lo que era y explicó al instante:

—El jefe del batallón va montado en un coche, ahora vienen los jefes de compañía en otros y el capellán en el más pequeño. Los soldados se convierten en cocheros, pronto no habrá nadie para hacer la guerra.

—¡Bueno! —se enfadó Yaroslav—. Y usted, ¿por qué ha cogido manzanas?

—Me ha tentado el diablo —dijo Kozeko, tirando sin la menor muestra de sentimiento una manzana a medio comer—. De Alemania no necesito nada, lo único que quiero es salir con vida.

—¡Saldrá con vida! ¡Seguro!

—¿Por qué lo cree así? —le miró con esperanza Kozeko, apartando la vista de su libreta—. Claro que un impacto directo es poco probable, pero el fuego de metralla…

—¡Dios protege a quien sabe protegerse! ¡Le mandarán a comprar ganado! ¡Guarde el diario, forme a su gente!

El sol estaba ya bajo y aunque no hubiera combate tendrían que seguir la marcha hasta que se hiciese de noche y en la oscuridad. Se acercó al pozo otro batallón, las primeras compañías del suyo habían formado ya y reemprendido la marcha. Yaroslav empezó a llamar a sus hombres y a formarlos.

Por detrás, adelantándose y tratando de hacer ir más de prisa a la infantería, que apenas si arrastraba los pies, se presentaron varios jinetes, oficiales superiores y del Estado Mayor, con una escolta de seis cosacos; dos de ellos mostraban un vendaje reciente. El coronel que marchaba en cabeza, sombrío y sin afeitar, detuvo el caballo y se quedó mirando a Jaritónov. Este, delgado y siempre dispuesto, acudió, quedó firme ante él y le dio el parte.

En aquel momento, del otro lado del campo llegó el claro y lejano chillido de un cerdo.

—¿No son sus soldados los que se dedican al saqueo subteniente?

—¡No, señor coronel! Los míos están aquí.

—¿Y por qué no siguen la marcha? ¿Dónde está el jefe de la compañía?

Jaritónov volvió la cabeza, pero el jefe de la compañía había desaparecido con el coche.

—Me he quedado en su lugar —recordó.

—Será castigado —dijo el coronel, pero sin cólera, más bien distraído—. ¿Sabe usted que se ha dado la orden seguir a marcha forzada? Hoy necesitan alcanzar el ferrocarril y seguir por la línea, a la derecha, otras cinco verstas. Y ustedes se han quedado refrescándose en el pozo. ¿Dónde está el jefe del batallón?

—Por delante.

Yaroslav comprendía todavía menos: si los alemanes están a la izquierda, ¿por qué giramos hacia la derecha?

Los jinetes siguieron adelante. Si ellos mismos comprendieran algo de lo que significaba este ir y venir sin rumbo por entre los bosques y los lagos…

Eran oficiales del Estado Mayor del XIII Cuerpo. Una hora antes habían escapado por milagro de la muerte: tomándolos por alemanes, la infantería propia había abierto un intenso fuego contra ellos. Así lo habían previsto (el día anterior, de la misma manera, había sido alcanzado el automóvil del Estado Mayor), para eso habían tomado a los seis cosacos que les acompañaban, para que los distinguiesen por las picas; no obstante, a doscientos pasos la Infantería propia los tomó por los primeros alemanes que, por fin, veía, disparando contra ellos.

Llevaban la última orden del Estado Mayor del Ejército: ¡acelerar el movimiento de sus Cuerpos hacia Allenstein! Y del VI Cuerpo, perdido a lo lejos, a la derecha, había llegado un inesperado radiograma, al parecer importante, pues fue transmitido dos veces seguidas. Sin embargo, en el Estado Mayor del XIII Cuerpo nadie supo descifrarlo: los códigos, quién sabe por qué, no coincidían. Y en el Estado Mayor no sabían qué pensar.

Los jinetes se detuvieron ante los cañones, alcanzaron a un jefe de batallón montado en un coche, a otro, y a todos amenazó el coronel, tratando de hacerles ver que debían moverse a marcha forzada.

Adelantaron al regimiento; tres verstas más allá, en pleno bosque, vieron a dos alemanes junto al camino, paisanos, destrozados, con innumerables heridas de pica y de sable.

—Eso es cosa de sus paisanos, dijo el coronel al uriadnik[13] primero, herido cuando había tratado de detener el tiroteo de la infantería.

El uriadnik se encogió de hombros sin contestar nada. Llevaba vendada la mandíbula.

A un lado, de un solitario edificio salía un espeso humo negro, anunciando un vivo fuego.