18

Hacia las cuatro de la tarde, el mayor general Nechvolódov conducía su destacamento a Bischofsburg por la carretera empedrada que llevaba a la ciudad desde el sur. Iba a caballo (cerca de él marchaban varios jinetes) a paso largo, unas trescientas brazas por delante de la tropa.

Su destacamento, vergüenza daba decirlo, no se sabía siquiera qué era.

Nechvolódov había sido designado jefe de una brigada de infantería del VI Cuerpo. Hacía ya seis años que venía desempeñando estas mismas funciones en distintas brigadas. Este innecesario cargo —sobre los dos jefes de regimiento, entre ellos y el jefe de la división— siempre consideró Nechvolódov que había sido creado con la exclusiva intención de apartar a los mayores generales del mando directo de la tropa, y así era en su caso. Pero en el VI Cuerpo Nechvolódov se llevó una gran sorpresa: un día antes del comienzo de la guerra, en Belostok, sin apartarle del mando de la brigada, lo nombraron también «jefe de la reserva» del Cuerpo. Este concepto de «jefe de la reserva» existía, en una acción de guerra y para una operación concreta se podía crear una reserva al objeto de acudir en ayuda de las demás unidades en un momento difícil, pero Nechvolódov no había visto nunca que se formase una reserva como algo permanente y, para colmo, el día en que se decretaba la movilización general. O Blagovéschenski no sabía qué hacer con tantos generales, o ya antes del comienzo de la guerra se preparaba para la retirada.

La composición misma de la reserva era bastante rara: a los dos regimientos de Nechvolódov —el de Schliesselburg y el del Ladoga— habían agregado simplemente diversas unidades especiales: un grupo de morteros, un batallón de pontoneros, una compañía de zapadores, una compañía de telegrafistas y siete sotnias[11] de cosacos del Don (entre ellas figuraba la sotnia encargada de la guardia en el Estado Mayor del Cuerpo, del que no se separaba ni un solo paso), y todo esto constituyó la reserva. Parecía como si todas estas unidades no fuesen en el Cuerpo una ramificación de las fuerzas, sino un impedimento que confundía a Blagovéschenski en la simple clasificación de la infantería: cuatro compañías forman un batallón; cuatro batallones forman un regimiento; ocho regimientos forman un Cuerpo. Además, el VI había tenido una suerte como muy pocos Cuerpos habían alcanzado: le habían asignado un grupo de artillería pesada dotado de obuses de seis pulgadas, calibre muy poco conocido en el ejército ruso. Blagovéschenski no sabía qué hacer con tan molesto regalo y también lo incluyó en la reserva. (Era un soldado que se daba cuenta de las cosas: la pérdida de un armamento poco común significaba mayores responsabilidades. También las ametralladoras, considerando su valor, procuraba no llevarlas a primera línea, sino que las solía mantener junto al Estado Mayor o con el tren de sanidad).

Pero ni siquiera esta reserva consiguió Nechvolódov verla reunida ni una sola vez (esto era imposible y no hacía falta para nada); hasta su regimiento de Schliesselburg se lo quitaron, siendo enviado adelante, de tal modo que su brigada había dejado de existir y él se dedicaba a organizar los servicios de retaguardia. El destacamento con que ahora, como un imbécil, trataba de alcanzar al grueso de las fuerzas, se componía de su regimiento del Ladoga (del que se habían llevado un batallón), los zapadores, los pontoneros y los telegrafistas, sin la caballería ni la artillería.

Por lo demás, se hacía cuentas Nechvolódov, las dos divisiones que marchaban por delante de él habían sufrido la misma suerte, cada una de ellas había dejado por el camino una cuarta parte de sus fuerzas: una estaba sin un regimiento completo y de la otra se habían llevado una docena de compañías.

Nechvolódov no tenía la imponente presencia obligatoria en los generales, el pecho abombado, la cara ancha, el digno aspecto. Era flaco, de largas piernas (incluso su potro, de gran alzada, llevaba muy bajos los estribos), siempre taciturno y serio. Ahora, sombrío, parecía más bien un oficial estancado en cargos inferiores y que no acababa de lograr un ascenso.

Todos estos días se hallaba sombrío a consecuencia del estúpido trabajo que se había visto obligado a realizar en los servicios de retaguardia y por el hecho de que le hubieran quitado el regimiento de Schliesselburg. Hoy lo estaba más todavía porque incluso el Estado Mayor del Cuerpo, siempre tan sensato, había quedado por delante de él; por la mañana se había trasladado a Bischofsburg y poco después por delante había empezado un intenso zumbido, indicio de un fuerte combate. Todavía más sombrío quedó estas dos últimas horas, cuando empezaron a venir a su encuentro, ya carros vacíos con los conductores muertos de miedo, ya coches de dos ruedas con heridos, ya una reata de caballos con las patas lesionadas y los cascos rotos por los golpes que se habían dado contra los carros. Luego los heridos eran más numerosos, ya a pie, de los regimientos de Olonets y de Belozersk, y algunos de las compañías que se habían llevado del de Ladoga; entre ellos había un suboficial reenganchado, hombre de edad, a quien Nechvolódov conocía. También vio a varios oficiales. Nechvolódov detenía a la gente, les hacía breves preguntas y por las noticias que le daban, fragmentarias y exaltadas, trataba de hacerse una idea del combate iniciado por la mañana y que todavía seguía.

Como siempre que se trata de reconstruir algo que acaba de suceder interrogando a los participantes procedentes de distintos lugares y que todavía no han hablado entre sí, aquello ofrecía toda clase de contradicciones. Unos decían que habían pernoctado junto a los alemanes, aunque sin saberlo, y que los alemanes tampoco se habían dado cuenta. Otros, que avanzaban por la mañana, sin sospechar nada, en columna de marcha y habían chocado, habían caído bajo un mortífero fuego sin la menor preparación y sin atrincherarse (y además, de flanco, ¡los alemanes disparaban de flanco, no por delante!). Los terceros, que se habían desplegado previamente para el combate e incluso habían abierto zanjas hasta la cintura. Entre los oficiales, unos consideraban que habían chocado con una columna de flanco de los alemanes que retrocedían desde el este, que el susto del enemigo había sido mayor que el nuestro, pero que luego ellos habían abierto un intenso fuego artillero. Nosotros los esperábamos por el este, hacia el este se había dado orden de desplegar las patrullas de reconocimiento. No, rectificaban otros: íbamos hacia el norte. El regimiento de Olonets incluso había sido desplegado hacia el oeste. Pero en cuanto los alemanes empezaron a hacer fuego con una nutrida artillería («cincuenta piezas», «¡no, cien!», «¡doscientas!»), fuego de shrapnel sobre nuestras columnas que marchaban en orden cerrado, los nuestros empezaron a caer por docenas, así que salieron corriendo y todo quedó confundido; las bajas se contaban por miles, de un batallón apenas si habían quedado doce hombres; no, se mantuvieron firmes; no, nuestra compañía del regimiento de Belozersk fue al ataque; ¿qué ataque podía producirse cuando nos hicieron retroceder hasta el lago? No había adonde ir, tiraban las armas, hasta los fusiles, y se lanzaban al agua.

Era indudable, sin embargo, que las pérdidas habían sido grandes, que varios batallones habían sido destrozados por completo (y cada batallón se componía en números redondos de mil hombres). Era indudable que en estas dos semanas se habían acostumbrado a no encontrar a nadie, a no ver ni oír al enemigo y a avanzar por tierra extranjera despreocupadamente, en ocasiones hasta sin servicio de seguridad. Y así habían salido la víspera de Bischofsburg, avanzando más de cinco verstas y cruzando un ferrocarril importantísimo para los alemanes, que parecía constituir el eje horizontal de Prusia Oriental; habían marchado sin precaución alguna, como si se encontrasen en Rusia, en la provincia de Smolensk, mezclando las unidades de combate y los trenes regimentales; lo que menos esperaban en este país era encontrar tropa alguna que no perteneciese a los rusos. Y cuando el combate empezó súbitamente, carecían de un plan preconcebido y de órdenes. Esto lo siente al instante la masa de los soldados, que se desintegra en unos segundos.

Nechvolódov no encontraba a ningún herido de su regimiento de Schliesselburg y no podía comprender dónde se hallaba este.

Lo malo era que a las espaldas de Nechvolódov los soldados de su destacamento se encontraban con esos mismos heridos y, sin interrumpir la marcha, podían enterarse de muchas cosas.

En el norte seguía el estruendo del combate.

En aquellas condiciones, aunque marchaba por detrás del Estado Mayor del Cuerpo, Nechvolódov debía montar su servicio de seguridad.

El calor no disminuía, pero el sol había avanzado sensiblemente hacia el oeste y abrasaba la oreja izquierda.

Ya se vislumbraba la ciudad —intacta, sin incendios, con sus agujas y torrecillas grisáceas y rojas— cuando a la izquierda, por un camino vecinal que se cruzaba con la carretera, Nechvolódov vio una nube de polvo y calculó que la columna la integraban más de un batallón de infantería y una batería. Se arrastraba lentamente y también sin medidas de seguridad.

A la izquierda no debía encontrarse el enemigo, pero tampoco debía haber nadie. Se meten donde no hace falta y luego se hacen cruces del descuido ajeno.

Sin embargo, con ayuda de los prismáticos Nechvolódov se convenció de que era una fuerza propia. Por delante de la otra columna marchaba también un oficial a caballo, con una franja en las hombreras y sin estrellas; la montura parecía inquieta, se revolvía, meneaba la cabeza enseñando los dientes, y el jinete le obligaba a obedecer. También vio Nechvolódov un perro negro y canelo, de grandes orejas que parecían alas, que corría por la cuneta. Por este perro, que siempre iba con su compañía, muchos se dieron cuenta de que se trataba de fuerzas de la división de Richter.

Por la velocidad con que se movían, los jinetes debían coincidir en el cruce. Al advertir al general y a la columna que le seguía, el otro oficial dio vuelta al caballo —que se revolvió más de lo necesario y fue detenido por un tirón de la brida—, y gritó sonoramente a los suyos:

—¡Eh, los de Suzdal! ¡Un alto de diez minutos para fumar un cigarrillo!

Su voz era alegre, no denotaba el menor cansancio, aunque sus soldados parecían muy fatigados: apenas si se apartaron del camino y ni siquiera se quitaron las mochilas; después de colocar los fusiles en pequeñas pirámides, se tumbaron en la primera hierba cubierta de polvo, aunque a cien pasos tenían la sombra del bosque y una hierba limpia.

El oficial se acercó sobre su inquieto caballo tordo y se presentó, llevándose la mano a la visera con un enérgico movimiento:

—¡El capitán Ráitsev-Yártsev, excelencia! ¡Ayudante de batallón del 62 de Suzdal!

Entre sus descarados labios se veía un diente de oro.

El caballo miró inquieto de reojo y sacudió la cabeza.

Nechvolódov volvió hacia él la mirada:

—¿No es nuestro?

—Lo encontré hace dos horas, excelencia, todavía se extraña.

—Pero usted es de caballería.

—Lo era, excelencia, pero Dios me hizo de a pie a causa de mis pecados.

El capitán poseía el familiar espíritu animoso, el fuego que es gala del auténtico oficial de carrera: ¡nacimos para la guerra y sólo en ella vivimos! También en Nechvolódov ardió este fuego en otro tiempo, pero con los años se había apagado.

—¿Dónde lo encontró?

—Ahí, en una finca abandonada, ¡magníficas caballerizas! ¡Le aconsejo verlas! Cerca de ese lago… ¿Cómo se llama?

La mano de Nechvolódov buscaba ya por sí sola en el costado y abría la cartera.

—¡Oh, es un plano excelente! Aquí, el lago Dadey… para darse un buen baño —añadió en un susurro.

Nechvolódov entreabrió los labios en una sonrisa.

—¿Y cómo es que se encuentran aquí? ¿Para qué?

—¡Para nuestra división un rodeo de siete verstas no es nada! Nos dábamos un paseo, lo hemos pensado mejor y hemos dado la vuelta.

Le agradaba aquel tipo tan divertido. Pero su caballo no cesaba de hacer corcovetas y era imposible mirar juntos el plano. Además, el sol abrasaba.

—Vamos a la sombra —propuso Nechvolódov.

El capitán del diente de oro asintió de buen grado.

Dieron a guardar las monturas.

—Misha —llamó Nechvolódov a su ayudante, el teniente Roshkó, un joven carirredondo, de mejillas sonrosadas (parecía vérsele la sangre bajo la piel)—, mientras la columna sigue avanzando, tú adelántate rápido y mira si hay algún camino para no pasar por Bischofsburg. De lo contrario, elige unas calles que resulten apartadas del Estado Mayor del Cuerpo.

El carirredondo y listo Roshkó lo comprendió todo, la grupa de su montura se alejó al galope.

Al fresco de los árboles, Nechvolódov y Ráitsev-Yártsev se sentaron a la turca. El general sacó el plano y lo extendió sobre el suelo. Con los dedos recogidos, mostrando en el anular una sortija de oro, Ráitsev-Yártsev, con la afilada uña del meñique a modo de puntero, fue señalando e informando de la situación a grandes rasgos.

Su división, tres regimientos sin contar el que había quedado atrás, ocupaba la víspera un frente aquí, vuelto hacia el este; se decía que el enemigo estaba metido en una cuña y que trataría de evadirse. Sin embargo, no hubo ni un solo disparo. Luego se les ordenó acercarse hacia Bischofsburg. Esta mañana habían empezado el movimiento. Poco antes del mediodía el jefe del Cuerpo había ordenado dar la vuelta, bordear el lago Dadey por el sur y seguir hasta Allenstein, unas cuarenta verstas más allá. Así, sin tiempo para comer, habían seguido sin encontrar a nadie, sin hacer un disparo, agobiados por el calor; pero a las diez verstas, cuando ya habían bordeado el lago, llegó al galope un ordenanza del Estado Mayor del Cuerpo con una nueva orden de Blagovéschenski: regresar inmediatamente a Bischofsburg e incluso colocarse al este de la ciudad. El regimiento de Suzdal, el último en la columna divisionaria, fue el primero en dar la vuelta e iniciar el regreso. Pero entre tanto había acudido otro oficial con una tercera orden: sólo el regimiento de Suzdal, con dos baterías, debía acudir y quedar junto a Bischofsburg a la disposición del jefe del Cuerpo. El resto de la división debía torcer hacia el norte, por la otra orilla del lago Dadey, y atacar para, después del lago, unirse con la división de Komarov. Todavía tuvieron suerte y el regimiento de Suzdal se encontraba en la cola, porque si la orden de quedarse hubiera sido para el de Uglich, este habría tenido que cruzar por delante de dos regimientos, y el de Suzdal, hacer lo mismo en sentido contrario.

Ráitsev-Yártsev relataba todo esto con alegría, como si esta confusión fuese de su agrado, pero ante la lúgubre mirada de Nechvolódov dejó de lucir el diente de oro, limitándose a repiquetear con su larga uña en la cimpa del cinturón.

¡Qué valiente era el jefe de su Cuerpo! ¡Más audaz que Napoleón! No estaba hecho para presidir comités de beneficencia en la retaguardia, se paseaba sin miedo por este país como si fuese el suyo, iba y venía sencillamente con sus regimientos. Le habían destrozado una cuarta parte del Cuerpo por delante, ¡pues él enviaba medio Cuerpo a la izquierda! ¡No temía nada, claro! Porque ya antes de empezar la guerra había formado las reservas. Ahora, Nechvolódov le sacaría del apuro.

El destacamento de Nechvolódov pasaba ya junto a ellos hacia Bischofsburg. El batallón de Ráitsev-Yártsev seguía tumbado en la hierba, los cañones permanecían en el camino, el resto de las fuerzas del regimiento de Suzdal no habían aparecido aún.

Hacía falta avanzar con rapidez, buscar a sus hombres del Schliesselburg, buscar al jefe de la división, pero no resultaba tan fácil plegar el plano cuando sobre él le han dicho a uno algo nuevo y el dibujo ya conocido, decenas de veces examinado, da un giro, pone de manifiesto y amenaza con nuevas y nuevas complicaciones.

A todos cuantos podían los apartaban de sus unidades, a todos cuantos podían los ponían a las órdenes de otro mando, el regimiento de Suzdal, por ejemplo, era puesto a disposición del propio jefe del Cuerpo. La subordinación y las funciones de los mandos de unidad se complicaban en una confusión de la que no había salida. Y Richter, aunque consiguiera abrirse paso junto al lago Dadey, ¿con quién iba a unirse allí si los nuestros habían sido enviados a otra parte? ¿Dónde se encontraba a la derecha la división de caballería de Tolpigo? Su regimiento de ulanos había quedado a disposición del Cuerpo, y a la propia división no cesaban de cambiarle la dirección y las misiones. ¿Dónde se encontraban los alemanes a la derecha? Se habían ido de allí hacía mucho, naturalmente. ¿Dónde se encontraba Rennenkampf por la derecha? ¿Para qué darse prisa? Se relamía pensando en la victoria y seguir adelante significaba un riesgo. Una tierra desierta, ni un ruido, ni un disparo. ¿Y dónde se hallaba a la izquierda el XIII Cuerpo?

Silencio. El aire vacío.

—Bueno, gracias, capitán.

Nechvolódov estrechó con su dura mano la de Ráitsev-Yártsev, montó a caballo y al trote, seguido de su ordenanza, se dirigió hacia Bischofsburg, adelantándose a su destacamento.

Aquí, al parecer, los alemanes se habían preparado para la defensa: en las últimas doscientas brazas antes de llegar a la ciudad habían cortado los matorrales a ambos lados del camino para despejar el campo y dejarlo todo batido; y en el primer edificio —un gran almacén de ladrillo— habían practicado una docena de aspilleras.

Pero nada de esto había sido necesario.

De la ciudad salía a su encuentro una larga columna de heridos que marchaban a pie. Nechvolódov ya no preguntó, se limitó a gritar:

—¡Muchachos! ¿Va ahí alguien del Schliesselburg?

No había nadie.

Ante el almacén le esperaba el carirredondo y tranquilo Roshkó. Le informó de que no había caminos laterales pero que había encontrado las calles precisas y había dejado señales en ellas.

Nechvolódov fue a buscar el Estado Mayor del Cuerpo por las estrechas y frescas callejas, entre las apretadas casas.

La primera impresión era que la ciudad había sido invadida por heridos rusos: tal era la abundancia de blancas vendas en las calles y en las ventanas. Pero también había civiles. Pasaron un paisano, no viejo, y luego otros dos, a quienes conducían con escolta. En una esquina varias alemanas rodeaban a un oficial de ulanos y todas le hablaban, a la vez, acaloradamente, señalando ya el sable, ya su propio pecho. Más allá, dos alemanas habían sacado unos cubos esmaltados y ofrecían agua a los soldados, que bromeaban con ellas.

Nechvolódov se dio cuenta de dónde se encontraba el Estado Mayor por el automóvil de Blagovéschenski y por los cosacos de la sotnia de la guardia. Roshkó y los demás quedaron fuera, mientras que él subió con fuertes pasos los escalones de granito del portal, cruzó el arco del vestíbulo y trató de encontrar al mando.

Todo estaba metido en cajones, como si el Estado Mayor estuviese de mudanza: como si acabasen de llegar o se preparasen para salir inmediatamente. No pudo ver ni a Blagovéschenski ni al jefe del Estado Mayor, pero sí al coronel Nippenstriom, de la sección de operaciones.

—¿Qué hace aquí? —se asustó Nippenstriom—. ¿No se ha reunido todavía con Komarov? ¡Hace mucho que le espera!

—No he podido ir más de prisa —contestó Nechvolódov, más lentamente incluso que de ordinario y hasta más frío de lo que tenía por costumbre—. Quería pedirle al comandante en jefe…

Nippenstriom agitó las manos:

—¡Si el jefe le llega a ver, le corta la cabeza! ¡Váyase cuanto antes!…

—Pero ¿a dónde? No conozco mi misión.

—¿Cómo? ¿No sabe nada? Se le ha ordenado que reúna su reserva y cubra el repliegue del Cuerpo. Serbinóvich le entregará todo…

—¿Pero dónde está mi reserva? ¿Dónde está mi artillería?

—Allí, allí, todo allí, le están esperando.

—Con mis zapadores, pontoneros, telegrafistas…

—¡Todos esos los dejará aquí!

—¿Dónde está mi regimiento de Schliesselburg?

—¡Eso lo tiene que saber Serbinóvich! ¡Vaya a ver a Serbinóvich! ¡También nosotros nos vamos! Nos habíamos adelantado excesivamente…

Nippenstriom tenía prisa: debía repetir por radio un telegrama al XIII Cuerpo anunciando que el VI había sido atacado por grandes fuerzas enemigas y no acudiría a Allenstein en socorro de aquel. Ya lo había enviado una vez, y el XIII había acusado la recepción, pero no decía nada más.

Este movimiento hacia Allenstein era imposible cumplirlo, mas para evitar disgustos y encontrarse con la prohibición de realizar su propósito, Blagovéschenski no quería decir nada de momento al Estado Mayor del Ejército, limitándose a comunicarlo al vecino.

Nechvolódov, largo, flaco e inmóvil, como la olvidada estatua de un caballero medieval, permanecía en la espesa sombra, entre dos ventanas góticas, tamborileando con los dedos sobre el muro de piedra.

La gente del Estado Mayor empaquetaba y arrastraba un cajón grande, que parecía un armario tumbado.

Nechvolódov no buscaba ya ni preguntaba a nadie. Salió al exterior. Montó a caballo. Se alejó un tanto, escuchando a Roshkó, quien le anunciaba que el destacamento seguía ya hacia el norte y que por ningún sitio había nadie del Schliesselburg.

Del Estado Mayor llegó un ruido. Nechvolódov volvió la vista. Estaban poniendo en marcha el automóvil. El general Blagovéschenski bajó con prisa los anchos peldaños de granito, sin reparar en Nechvolódov ni en nadie de cuantos había en la plaza. El jefe del Estado Mayor y otro, con unos rollos de mapas, corrían tras él.

Tomaron asiento, se cerraron las portezuelas. El automóvil empezó a dar la vuelta en la pequeña plaza para dar marcha atrás. Blagovéschenski se quitó la gorra y se santiguó con un amplio gesto.

Bien fuera por los saltos del vehículo o por el vientecillo, se alborotaron sus blancos cabellos lo mismo que cuando una mujer ve que no puede atender los pucheros que tiene puestos a la lumbre.

Nechvolódov, al trote, sacó a su séquito de la ciudad.