Tal y como insistían Postovski y Filimónov, era imposible pensar en hacer el traslado del Estado Mayor del Ejército el 12 de agosto. El día entero se invirtió en preparativos y, lo que era más importante, en comprobar y concertar con el Estado Mayor del Frente las nuevas comunicaciones telegráficas con este: Belostok-Varsovia-Mlawa y luego, utilizando las líneas alemanas, hasta Neidenburg. Pero viendo que el Estado Mayor del Segundo quedaba al otro extremo seguro del cable, siempre al alcance de las directrices y siempre dispuesto a enviar sus informes, el del Noroeste no podía dejar que se le adelantase. Por esta razón se fijó la mañana del 13 de agosto para el traslado.
También para Samsónov fue el 12 un día ajetreado. La víspera se encontraban a seis jornadas, ahora estaban a siete. De nuevo pidieron a Zhilinski, con abundantes y largas razones, un día de descanso, y de nuevo se les fue negado: ¡el enemigo se iba a escapar, se escabulliría, Rennenkampf le pisaba los pasos! Llegaron noticias del reconocimiento efectuado por las divisiones de caballería del flanco izquierdo: habían descubierto grandes concentraciones de alemanes. Esto venía a confirmar una vez más el criterio de Samsónov de que el enemigo se concentraba a la izquierda, aunque no le resultaba agradable ver que tenía razón. Las dudas le atormentaban. ¿Qué hacer? El más elemental sentido común se lo indicaba: hacer girar todos los Cuerpos hacia la izquierda, no obligarles a seguir adelante. Pero aún le quemaba a Samsónov el reproche de cobarde que se le había hecho la víspera, los dimes y diretes con Zhilinski le habían agotado, la guerra en las alturas era más fatigosa que el seguir adelante; estimaba además el compromiso que en cuanto a la dirección parecía haberse alcanzado la víspera; el telegrama de Zhilinski felicitándole por la victoria de Orlau le había apaciguado un tanto; y algo cierto debía saber el Estado Mayor del Frente cuando aseguraba que un reconocimiento de la caballería podía fácilmente poner en guardia al enemigo. Una división del XIII Cuerpo marchaba la víspera a la izquierda de Martas, junto a Orlau, allí hubiera podido quedarse, pero ya se había incorporado a su Cuerpo, y de nuevo seguía hacia el norte, con lo que psicológicamente resultaba casi inconcebible hacerla torcer nuevamente a la izquierda. Además, todo este giro de los Cuerpos resultaba muy complicado, hacía falta detener la ofensiva y, acaso, realizar una conversión de los servicios de retaguardia.
Mientras tanto, con gran disgusto de Samsónov, llegó a Ostroleka el general inglés Alfred Nox. No se sabía el motivo de su presencia, probablemente para hacer saber los buenos sentimientos de los británicos, que dentro de seis meses desembarcarían en el continente. Samsónov, a quien no agradaban las artificiales sonrisas europeas, veía, tanto más, esta visita como un estorbo que le apartaba de sus asuntos. No acertaba a ordenar en su cabeza, que le zumbaba inquieta, los acontecimientos que le afectaban directamente, sus ideas y consideraciones y, para colmo, tenía que preocuparse de abordar una recepción diplomática.
El 12 por la noche, alegando lo avanzado de la hora, Samsónov eludió la entrevista con Nox, pero tuvo que invitarle al almuerzo del 13. Mas antes de la hora del almuerzo llegó un alarmante informe de Artamónov, anunciando que contra él se concentraban importantes fuerzas. Y acto seguido, con el estómago vacío, reunió a varios oficiales de su Estado Mayor ante el mapa, a punto estuvo de tomar la decisión, ¡hacer girar todos los Cuerpos hacia la izquierda! Pero los oficiales le disuadieron: le recordaron que a Soldau se estaban acercando las unidades, desembarcadas del ferrocarril, que iban al alcance del XXIII Cuerpo, por lo que todas ellas se podían poner de momento a las órdenes de Artamónov. Era una solución. Y los Cuerpos del centro proseguirían la ofensiva.
Parecía la solución, y bastante sencilla. De momento. Redactaron la orden. Pasaron al comedor. Samsónov se ciñó un sable con empuñadura de oro. Debía marchar cuanto antes, mas le aguardaba el almuerzo de gala con vino, apretones de mano, saludos, traducción de un idioma a otro, y todo se alargaba, se hacía tarde. Nox, un inglés de pura raza, como producto escogido de diez generaciones, nada viejo y por la manera de comportarse joven incluso, bebía de buen grado y, en general, no se mostraba rígido, mantenía una actitud amistosa. El uniforme de los militares ingleses predispone ya a comportarse así: el cuello de la guerrera es bajo, sin oprimirles, y las hombreras, pequeñas, casi no se advierten. Además Nox vestía con particular despreocupación, llevaba los bolsillos atiborrados de papeles y la condecoración, una cruz muy apreciada, bailaba cuanto quería.
Samsónov esperaba que después del almuerzo pudiera verse libre del visitante, que Nox volvería inmediatamente al Estado Mayor de Zhilinski, al Cuartel General del Gran Duque, a Petersburgo, a cualquier sitio, que cada uno seguiría su camino. ¡Pero no! Nox acudió con él a tomar asiento en el automóvil, con el impermeable arrollado y colgando de una correilla; el resto de sus cosas, según explicó el intérprete, las llevaría el asistente con la impedimenta del Estado Mayor.
Después de cambiar una mirada con los suyos, Samsónov dispuso que Filimónov no montase en el automóvil, en vez de él irían el británico y el intérprete. Postovski mandó a Neidenburg, al subcapitán Diusimetier, un telegrama, que debía dar la vuelta a todo el Reino de Polonia, ordenándole que tuviera dispuesta una comida especial con buena vajilla.
Emprendieron la marcha, dejando que el resto del Estado Mayor les siguiera en furgones, charabanes y a caballo. El automóvil descubierto del comandante en jefe, con su abombado capot y su alto volante, llevaba una escolta de ocho cosacos. No podía decirse que fuesen escogidos: las mejores sotnias de las divisiones no eran destinadas a estos menesteres. El chofer no iba a gran velocidad para que las ocho picas cosacas, al trote, no quedasen atrás.
Lo que ahora necesitaba Samsónov era guardar silencio. Contemplar en silencio estas verstas que sus Cuerpos habían recorrido y que él no había visto jamás: medio centenar de verstas hasta Chorzele, otras quince hasta Janow y diez más a lo largo de la frontera alemana, cruzarla y recorrer otra docena de verstas de tierra extranjera que sus Cuerpos habían conquistado sin una gota de sangre, sin un disparo.
El día era caluroso, sofocante, como todos los anteriores, pero el viento le azotaba la cara y podía entregarse bien a sus pensamientos; acaso ahora, durante el trayecto, podía hacerse la tan esperada claridad en la cabeza del comandante en jefe. Él mismo no acababa de comprender en qué residía la confusión, las órdenes habían sido enviadas y se estaban cumpliendo, pero la confusión existía; era una neblina, como algo que no coincidía y que le hacía ver imágenes dobles. Samsónov lo sentía sin cesar y esto le producía un verdadero tormento.
Sobre las rodillas llevaba un gran portaplanos con el mapa a escala cuatrocientos veinte, que procuraba sujetar, pero que el viento agitaba, de todo el teatro de operaciones. A veces se podía creer que el mapa quería asomarse por un lado del automóvil y contemplar el camino.
Pero ahora tenía a sus espaldas, en el asiento trasero, al machacón británico, que quería comprenderlo todo y miraba por encima del hombro de Samsónov, señalando con el dedo el mapa y pidiendo explicaciones de todo.
Al repiqueteo del motor se unía este zumbido de abejorro y Samsónov, desesperado, tenía que detenerse en pleno camino, dar explicaciones, sin poder concentrarse en sus pensamientos.
A Nox le interesaba particularmente el VI Cuerpo, del flanco derecho, porque era el que más había penetrado en territorio alemán y hasta el Báltico no le quedaba mucho más de lo que había recorrido.
Sí, el VI Cuerpo debió ocupar ayer Bischofsburg, y hoy, evidentemente, estaba ya más al norte.
Así estaba señalado en el plano y así debía considerarlo en su conversación con el británico, porque era imposible confesar a un aliado europeo que los rusos señalaban en el mapa lo que en realidad no sabían; que los radiogramas no llegaban siempre a su destino y que no existía otro medio de comunicación que los hombres a caballo, y eso por un país extraño, sin protección alguna. El Cuerpo de Blagovéschenski se había desviado tanto a la derecha que ya no era flanco, no cubría nada, se había convertido en un Cuerpo autónomo y solitario, víctima de las discusiones.
Afortunadamente, sin embargo, habían conseguido la autorización del Estado Mayor del Frente y aquella mañana se les había permitido desplazar el VI Cuerpo a la izquierda, hacia los del centro. Sí, ahora ya estaba desplazándose —por aquí, junto al lago Dadey— hacia Allenstein.
Y más allá, ¿Rennenkampf? ¿Mantiene la ofensiva? Sí, esos informes tenemos.
Y esto qué es, ¿una división de caballería? Sí, para cubrir el flanco.
Allí, en aquellas lejanías, se encontraba también la división de caballería
de Tolpigo, que tan necesaria le era en aquellos momentos. También ella se había perdido para el comandante en jefe.
¿Qué decir al molesto huésped? ¿Qué ninguna de las unidades tenían la plantilla completa y que el XXIII Cuerpo ni siquiera había acabado de concentrarse? ¿Qué sólo sobre el papel mandaba un Ejército y que en realidad sólo disponía de los dos Cuerpos y medio del centro, hacia los cuales se dirigía? Pero ni siquiera la posición de estos últimos la conocía con exactitud.
Precisamente de los Cuerpos del centro preguntaba el cargante de Nox: ¿dónde se encuentran?
Con su grueso dedo, señalaba Samsónov: el XIII, aquí… Aproximadamente aquí… Se encuentra al norte, aproximadamente entre estos lagos…
¿Quiere decirse que al norte?… Sí, irá hacia el norte…
Irá a Allenstein. Hoy debe tomarlo. (Debía haberlo hecho la víspera, pero no llegó).
¿Y el XV?… El XV debe encontrarse a la misma altura, también avanza hacia el norte. Ayer debió tomar Hohenstein. (¿Lo había tomado?…). Hoy ya está mucho más allá.
¿Y el XXIII?
¿Sabía el propio comandante en jefe con seguridad cuándo lo reunirían y lo llevarían a primera línea?… La división de Minguin, agotada después de las marchas forzadas para alcanzar a Martos, había entrado inmediatamente en combate.
El XXIII… Sí, debía encontrarse en las proximidades…
Hoy tiene que cortar esta carretera que va de Hohenstein hacia el noroeste.
Pero ¿qué contestar a Nox si este preguntaba algo de los alemanes: dónde están sus Cuerpos, cuántos son, hacia dónde se dirigen?… Una extensión vacía y despoblada de lagos, bosques, de pequeñas ciudades, carreteras y ferrocarriles: eso eran los alemanes, esto era lo que, al parecer, se sabía de ellos, una presa indefensa y atrayente.
¡De eso se trataba, eso era! Había enviado a todos los Cuerpos concretas órdenes de operaciones señalando a dónde ir, qué debían tomar, y esto se hacía de conformidad con los deseos del mando superior, pero había un detalle: estas órdenes no se hallaban unidas en un plan claro y concreto. ¿Qué hacer precisamente? Profundizar… cortar caminos… no permitir… Pero ¿Cuál era el plan de operaciones?
Apenas si Samsónov empezaba a preguntárselo, Nox le interrumpía de nuevo: ¿Y el I Cuerpo? ¿Y estas dos divisiones de caballería?
¡Maldito seas!… Todas ellas… aseguran la operación por el flanco izquierdo… Crean un sólido escalón.
Retiró Samsónov de sus rodillas el portaplanos y lo puso en el suelo, junto a la portezuela, sólo para terminar la conversación con el inglés, tan difícil con el ruido del motor. Estas explicaciones y el calor siempre en aumento le restaban energías y ya no tenía deseo de pensar ni de mirar a los lados, sino de descabezar un sueño en el blando asiento.
La velocidad del automóvil se sujetaba a la marcha de los caballos de los cosacos. En pleno camino, estos cambiaron una vez de montura. Al adelantar a los convoyes, a un hospital móvil, a un taller de guarnicionería, se detenían y el comandante en jefe escuchaba el parte. En Chorzele y en Janow inspeccionaron a las comandancias, comprobando qué unidades habían sido dejadas allí y con qué objeto. En una ocasión se apearon y estuvieron sentados a la sombra, junto a un pequeño río. El sol había llegado al cénit cuando, alertados y solemnes, con la escolta de cosacos a los flancos, bajaron por el lado polaco al viejo puente de madera y, por el lado prusiano, subieron a una nueva tierra.
Cruzaron por las aldeas de ladrillo, cada casa pudo convertirse en un fortín, pero habían sido abandonadas sin disparar un tiro. Poco después entraban en la excelente carretera de Willenberg a Neidenburg, que no había sufrido el menor desperfecto. La carretera rozaba el borde meridional del extenso bosque de Grünfliess, luego les llevó por un terreno despejado, hundiéndose entre una loma y otra, al parecer poco elevadas, pero que permitían divisar un amplio horizonte.
Este viaje resultaba particularmente agradable para Nox porque era el primer inglés que en esta guerra había pisado tierra enemiga. Ya pensaba en las cartas que aquella misma tarde iba a escribir a Inglaterra, obligatoriamente desde una ciudad alemana; por ahora trataba de reunir el mayor número posible de impresiones, pues un buen estilo requiere no incurrir en repeticiones de una carta a otra.
Envuelta en un pesado olor a incendio surgió ante ellos Neidenburg. Ya de lejos divisaron en la torre verde la grande y blanca esfera del reloj con sus saetas caladas; luego aparecieron las casas de color rosa, grises y azulencas, todas construidas piedra sobre piedra. Antes de la llegada de la guerra todo aquí era confortable y ordenado; ahora, aunque no se veían incendios, sus huellas eran abundantes: los huecos vacíos y renegridos de las ventanas, algunas techumbres que se habían venido abajo, paredes que fueron lamidas por las llamas, vidrios en la calzada, humillo azul y apestoso que salía en algunos lugares y el calor que desprendían las piedras, las tejas y el hierro, no enfriados todavía, que venía a unirse al bochorno del día.
A la entrada de la ciudad el comandante en jefe fue recibido por un oficial aposentador, que corrió calle adelante, mostrando el camino. A la vuelta* de una esquina, en la plaza de la alcaldía, surgió la casa elegida, intacta lo mismo que los edificios que la rodeaban. Un teniente coronel bajó a la carrera los empinados peldaños del portal y, cuadrándose ante el automóvil dio cuenta con sonora voz de hallarse dispuestos el local, la línea telegráfica, la comida y todo lo necesario para pernoctar, así como de que la ciudad estaba ardiendo desde el mismo día en que fue tomada, aunque ahora, gracias a los esfuerzos de las unidades designadas para ello, los incendios habían sido sofocados.
A continuación se presentó el comandante, designado tres días atrás por Martos. Lo mismo hizo el burgomaestre (había población civil, pero no se veía a nadie).
En un primer momento, al entrar en la ciudad, no advirtieron un rumor sordo debilitado con el calor, como de muchos pies que caminasen ruidosamente. El primero en darse cuenta fue Postovski, prestó atención varias veces y meneó la cabeza: «Muy cerca». Muy cerca del lugar en que iba a encontrarse el Estado Mayor del Ejército. El comandante aseguró que era lejos.
Y de nuevo, era a la izquierda. Se trataba de un combate serio. ¿Quién podía ser? Aprovechando un momento en que el inglés se había vuelto de espaldas, Samsónov y Postovski, tratando de orientarse, miraron el plano. Resultaba a la izquierda de Martos. Probablemente era Minguin, la desdichada mitad del Cuerpo que no acababa de reunirse. ¡Y debía seguir adelante!
Subieron los escalones de la casa, buscando el fresco. El edificio, por fuera de modestas proporciones, tenía en la segunda planta una sala con escudos de escayola en las paredes y tres ventanas semiovales unidas entre sí, tan espaciosa que parecía imposible que pudiera caber en la casa. Estaba ya puesta la mesa, con viejos cubiertos de plata y copas con escudos grabados en oro; no restaba, pues, nada más que sentarse y, después de santiguarse, ponerse a comer. (El comandante en jefe se persignó, aunque de manera que no obligaba a nadie a seguir su ejemplo).
Entre la iglesia y la alcaldía, por la parte baja, corría un humo gris-azulado, y así durante toda la comida.
Los sordos y lejanos mazos seguían machacando.
El abundante vino predisponía a muchos brindis, y anticipándose a todos, Nox se puso en pie el primero. No se le había escapado por completo la preocupación del comandante en jefe durante estas horas de viaje y la mansa tristeza que se desprendía de sus anchos ojos en vez de la atrevida fiereza del vencedor. Y el general aliado se consideró en el agradable deber de infundir ánimo a los generales rusos y de explicarles sus propios éxitos.
—¡Son páginas de gloria del ejército ruso! —dijo—. Las generaciones venideras recordarán el nombre de Samsónov junto al de… Suvórov… Vuestros Cuerpos avanzan maravillosamente y despiertan la admiración de toda la Europa civilizada. Estáis prestando un elevado servicio a la causa común de la Tríplice Entente… En el momento fatal en el que la inerme Bélgica ha sido destrozada por el leopardo… cuando, para emplear el lenguaje del soldado, la amenaza se cierne sobre París, vuestra valerosa ofensiva hará temblar al enemigo.
Así empezó la cosa, era imposible resguardarse de los brindis, que caían uno tras otro como proyectiles: ¡Por su majestad el emperador! ¡Por su majestad el rey de Inglaterra! ¡Por la Tríplice Entente!
A no ser por el huésped extranjero, Samsónov no se habría entretenido mucho con esta comida. Hubiera querido recorrer a pie, pisar esta pequeña ciudad, reflexionar. Debía organizar debidamente el lugar de su nueva residencia y revisar con un espíritu nuevo la situación de sus tropas: a qué distancia se encontraba cada uno de él; qué caminos les unían; con quién tenía enlace telegráfico y por dónde pasaban los cables. Debía explicarse a sí mismo este fuerte combate del noroeste, enviar a alguien allí, pedir información. La inquieta búsqueda, la necesidad de pensar y decidir las cosas hasta el fin le roía, exigía un espíritu sereno, y ninguno de esos vinos le pasaba la garganta, todos carecían de gusto.
Estaba, sin embargo, el ritual de la hospitalidad y de la cortesía debida a un aliado. Y el vino, aunque no le sabía a nada, calentaba su cuerpo, se le subía a la cabeza y producía su acción tranquilizadora.
¿Por qué, después de todo, debía haber algo malo allí donde este general, que no tenía nada de estúpido, sólo veía cosas buenas?
Y levantando su corpachón, el comandante en jefe pronunció un corto brindis.
—¡Por el soldado ruso! Por el sagrado soldado ruso, para quien la paciencia y los sufrimientos son costumbre. Como suele decirse, al soldado ruso no basta con matarlo, ¡también hay que tumbarlo!
Postovski, que inmediatamente después de la llegada se había apresurado a dar cuenta de la misma al Estado Mayor del Frente, y luego había comprobado si los platos servidos no estaban envenenados haciéndolos probar a los propios camareros del hotel, completamente tranquilo a este respecto y de excelente humor, turbado únicamente por aquel cañoneo demasiado cercano, examinaba con espíritu cicatero cada botella antes de servirse (habían pegado nuevas etiquetas, las había traducido el subcapitán Diusimetier) y, aunque hombre de ordinario modesto y de pocas palabras, se pavoneaba con las alabanzas del huésped. ¡Sí, los alemanes huían evidentemente! Sí, la victoria era clara. Y si el Primer Ejército avanzase con la misma velocidad que el Segundo…
Se dejaron oír varias voces, también había allí dos coroneles del Estado Mayor que acababan de llegar y, sin recurrir a los planos, se puso en claro de pronto la diversidad de opiniones: todos creían que el Segundo Ejército debía envolver y cortar a los alemanes, pero ellos, que dirigían la operación, no tenían la misma idea del ala que realizaría esta maniobra: ¿la derecha o la izquierda? Parecía imposible envolver la Prusia Oriental si no se hacía avanzar el ala izquierda, pero resultaba evidente que esta permanecía quieta y la que avanzaba era la derecha. Sin embargo, aceptando lo más importante de lo que Postovski había dicho y desarrollándolo, el general Nox, sin mostrarse remiso (todo denotaba en él al hombre deportista), proclamó en el brindis siguiente: ¡La derrota del ejército prusiano será el fin de Alemania! Porque todas sus fuerzas estaban retenidas en el Oeste. En el Este iba a quedar desguarnecida. Y acto seguido, después de Prusia, atravesando el Vístula, los ejércitos rusos se abrirían el camino directo, el más corto y en el que no encontrarían obstáculo alguno, hasta llegar a Berlín.
Las copas habían sido levantadas, nadie las había llevado a sus labios cuando en la sala entró un capitán de servicio y quedó esperando la oportunidad de dirigirse al comandante en jefe. Samsónov, con un movimiento de cabeza, le dio la venia y dejó la copa sobre la mesa.
—Excelencia, el general Artamónov le espera al aparato.
El comandante en jefe apartó con gran ruido la silla y, olvidando el excusarse, salió arrastrando pesadamente los pies.
El corazón se lo decía…
El jefe del Estado Mayor, con la cara alterada, se deslizó tras él por las tablas del parquet.
En la sala de aparatos reinaba el silencio, sólo se oía el monótono tecleo del teletipo. Samsónov iba recogiendo en sus manos blancas, grandes y suaves, la leve cinta de papel.
El general de infantería Artamónov saluda al general de caballería Samsónov.
Se le corresponde.
El general Artamónov se considera obligado a poner en conocimiento del general Samsónov que hoy, juntamente con el coronel del Estado Mayor General, Vorotíntsev, se han mantenido conversaciones telegráficas con el Cuartel General sobre el grado de subordinación del I Cuerpo de Ejército al Estado Mayor del Segundo Ejército. Este problema será estudiado en el Cuartel General. De momento se desconoce la decisión definitiva del Mando Supremo.
(¡De nuevo estudiar! Nuevas dilaciones).
El general Samsónov, sin embargo, espera que el general Artamónov cumplirá el ruego del mando del Segundo Ejército de situarse sólidamente con su Cuerpo al norte de Soldau para cubrir mejor…
Sí, el general Artamónov lo hizo ya antes de que se lo pidieran. Han sido ocupadas y se mantienen posiciones más allá de Usdau.
Usdau… (Comprobación en el mapa).
¿Ha habido resistencia por parte del enemigo?
No, ayer no la hubo. Sin embargo, con las importantes fuerzas de que se ha informado hoy por la mañana…
—… Han sido puestas a sus órdenes nuevas unidades…
—… Sí, sí, las he recibido… Con esas importantes fuerzas el Cuerpo ha sido atacado hoy, razón por la cual el general Artamónov consideraba necesario molestar al general Samsónov.
¿De qué importantes fuerzas enemigas se trata y cuál ha sido el resultado del combate?
Todos los ataques han sido rechazados, todas las unidades han mantenido sus puestos valientemente. Las fuerzas enemigas, a lo que puede juzgarse, son superiores a un Cuerpo de Ejército, posiblemente tres divisiones. Así lo confirma el reconocimiento aéreo.
Era ya mucha la cinta que había pasado de los dedos del comandante en jefe a los de Postovski y luego había caído al suelo, formando un montón de anillos.
Samsónov bajó la voluminosa cabeza, mirando al suelo.
En aquella Prusia, desierta, ¿de dónde había podido reunir el enemigo tantas fuerzas en aquel punto? ¿Significaba esto que se retiraba de toda la Prusia Oriental, salvándose de la bolsa que le preparaban, pero no al otro lado del Vístula, no que huía, sino que empezaba a presionar por la izquierda?
¿O se trataba de fuerzas de refresco que acababan de llegar de la propia Alemania?
¿Es que ahora, en este mismo minuto, todo el Cuerpo debía hacer una conversión a la izquierda?
En aquel momento debía decidir.
En aquel momento.
¿Y si Artamónov exageraba? Porque se asustaba fácilmente. Lo más probable era que exagerase.
¡Debería atacar! Sin ponerse previamente de acuerdo con el Cuartel General…
¡En todo caso estaba obligado a mantener las posiciones! Con el Cuerpo y medio de que disponía.
El aparato funcionaba a la perfección, Postovski sujetaba la cinta y la iba extendiendo para que no se enredase.
En todo caso, el general Samsónov pide insistentemente al jefe del I Cuerpo que mantenga con firmeza las actuales posiciones y no retroceda lo más mínimo, pues esto podría significar el fracaso de la operación de todo el Ejército.
El general Artamónov asegura al comandante en jefe del Ejército que su Cuerpo no vacilará y no retrocederá ni un solo paso.