16

Vorotíntsev empleó un día completo y una noche para llegar a Soldau. Habría podido ir más de prisa, no tardó en hacer dar la vuelta al cabo, iba sin impedimenta, pero no quería agotar el potro, al no saber qué servicios le podía proporcionar en el futuro. Después de abrevar y dar un pienso a su montura, llegó a Soldau el trece por la mañana, antes de que apretase el calor.

Soldau, como todas las pequeñas ciudades alemanas, no ocupaba, a la manera rusa, grandes espacios de tierra fértil, no la afeaba el muerto círculo de basureros, descampados y barriadas extremas, sino que inmediatamente, por cualquier camino que se entrase, se levantaban, una tras otra, las casas de ladrillo y techumbre de tejas hasta de tres y cuatro pisos, la mitad de cuya altura correspondía al tejado. En esas ciudades las calles, ordenadas como pasillos, estaban todas pavimentadas con adoquines lisos e iguales o con losas, cada casa se distinguía por algo especial: ya las ventanas, ya las agujas que las remataban. En esas ciudades, un pequeño espacio bastaba para dar cabida a la alcaldía, la iglesia, unas placitas de juguete, un monumento —o más de uno—, tiendas de todas clases, cervecerías, Correos, el Banco, e incluso, tras la verja, un parque de juguete. Y también de súbito, quedaban interrumpidas las calles, cesaba la ciudad; bastaba dar un paso más allá del último edificio para pisar la carretera, con dos filas de árboles a los lados, y los campos, perfectamente delimitados.

Soldau no había sido abandonado por sus habitantes ni estaba repleto de unidades rusas. En algunos lugares, junto a las tiendas y depósitos habían montado un servicio de guardia, una medida acertada (al pasar pudo ver dos, saqueados). Vorotíntsev contemplaba la ciudad con un espíritu de explorador. No debía engañarle, aunque tuviera que andar más de lo debido no preguntó a nadie por el mando del Cuerpo. Junto a un pequeño palacete, si bien con verja, jardín pequeño, fuente y dos columnas a la entrada, vio un automóvil de marca rusa. No parecía que allí se encontrase el Estado Mayor; no había gente. Pero a juzgar por el automóvil, Vorotíntsev pensó si se encontraría allí la persona a quien debía ver en primer término.

Echó pie a tierra de un salto, todo el cansancio se le había concentrado en la espalda. Ató el caballo junto al automóvil y dejó el capote sobre la silla: nadie le prestó la menor atención. Y con paso torpe, con las piernas dormidas, dio un empujón al portillo de la verja. Cedió. Pasó al interior.

En el círculo del agua que había dejado la fuente quedaban aún restos del correr. Las flores, que nadie había tocado, se mantenían ordenadas en los pequeños macizos, ahora secos. Sólo cuando Vorotíntsev dejó atrás los arbustos que crecían junto a la fuente pudo ver, a un lado del portal, sentado en un banco cuyos brazos semejaban figuras de fieras, a un oficial corpulento y entrado en años, con negras cerdas de varios días y no muy peinado, que con cara de descontento fumaba un cigarrillo torpemente liado. De la cintura para abajo todo en él era de oficial, usaba unos calzones de cosaco, pero estaba en mangas de camisa y era imposible adivinar su grado, aunque la cara y la figura eran de un oficial de Estado Mayor. No se movió gran cosa al ver llegar al coronel.

Sin saludar conforme a las ordenanzas, pero acercando algo dos dedos a la visera, Vorotíntsev preguntó:

—Dígame, ¿se aloja aquí el coronel Krímov?

—Sí —asintió, siempre descontento, el oficial de la barba de varios días.

—¿Es usted?

—El mismo.

También sin observar las ordenanzas, el medio dormido Krímov empujaba a hacerlo, el recién llegado alargó sin más la mano derecha:

—Me llamo Vorotíntsev. Quería hablar con usted.

Krímov se incorporó ligeramente, sin lo que ya habría resultado una total incorrección, incluso menos de lo que su corpulencia autorizaba, tendió una mano dura y redonda, la retiró después del apretón y con un gesto le invitó a sentarse en el banco. Siguió fumando sin la menor muestra de curiosidad ante lo que pudiera seguir, aunque los coroneles del Estado Mayor General no eran tan frecuentes en las calles de Soldau.

Sólo en el tiempo preciso para sentarse y limpiarse la frente comprendió Vorotíntsev la manera como debía conversar con Krímov: pocas palabras, poca atención al trato oficial. Comprendió también que no agradaba a Krímov, pero las cosas se enmendarían al instante:

—Vengo de parte de Alexandr Vasílievich. Me ha hablado de usted…

—Lo había adivinado.

Vorotíntsev se extrañó:

—¿Cómo…?

Krímov indicó con un leve movimiento de cabeza hacia el otro lado de la fuente:

—Conozco el potro. Me llevó la otra semana… ¿Cómo lo ha traído?

Ahora le tocó reírse a Vorotíntsev:

—¡No lo he traído! Ha sido él el que me ha traído a mí.

Krímov le miró incrédulo:

—¿Ha venido montado desde Ostroleka?

Vorotíntsev asintió con un gesto, como si esto no tuviese nada de particular. (Sin embargo, le dolía la rabadilla y le costaba trabajo doblar la espalda).

Krímov se ablandó, pero sus ojos eran todavía pequeños:

—No está mal. ¿Por qué no vino en tren?

—¿En tren? ¿Es modo de hacer la guerra? —repuso alegremente Vorotíntsev, pero por el levísimo movimiento de la pesada cabeza comprendió que la pregunta no se refería al jinete, sino al caballo—. No, no está cansado. Acabo de darle un pienso.

—Tiene razón —asintió Krímov con un cabeceo más enérgico—. El tren no se ha hecho para la guerra. Pero es cómodo. —Sacó del bolsillo una pitillera de hule—. De hoja, del Ussuri. Buen tabaco.

—Lo he dejado.

—Ha hecho mal —desaprobó Krímov enarcando las cejas—. Sin tabaco tampoco se puede hacer la guerra. ¿Pero no ayer?

—Hace dos años.

—De Ostroleka —le corrigió Krímov.

—Ah… anteayer por la tarde.

Krímov parpadeó, asintiendo.

—¿Y Alexandr Vasílievich? ¿Recibe mis informes?

—No me ha dicho nada de eso.

—Le he enviado tres. Voy a remitir el cuarto. ¿Y usted?

—Yo… —a pesar de todo, Vorotíntsev no acababa de adaptarse a la manera de hablar de este soldadote con la cara hinchada por el sueño—. Yo… —adivinó— soy del Cuartel General.

La peor recomendación: eso significaba comprobar, buscar papeles, ¿para qué se había presentado aquel afortunado faisán?

Krímov volvió a encapotarse:

—Conforme, tiene que lavarse y desayunar. También yo me acabo de levantar, volví de noche. Me he despertado y estaba pensando…

—¿De dónde?

—Ah… De la de caballería, de Stempel.

—Dígame, ¿estas dos divisiones de caballería se encuentran allí o no? —volvió a preguntar de buen grado Vorotíntsev—. ¿Qué se sabe de cierto? ¿Qué hacen?

—¿Qué hacen? Consumir heno. Liubomírov tuvo ayer un reñido combate. Atacó una ciudad. No pudo tomarla.

Pasaron al interior. En pocas casas de Petersburgo podrían encontrarse unos muebles tan barnizados, unos bronces, unos mármoles como los de aquí, en una villa de mala muerte como Soldau. Algo revuelto, sin embargo: por el suelo había tirados, sin que nadie se preocupase de recogerlos, encajes, cintas, alfileres con cabeza de coral, peines.

Krímov ocupaba toda la casa con un cosaco que apareció de un salto en la puerta de la cocina al oír la sonora llamada: «¡Evstafi!».

Llegaron, sin embargo, hasta la cocina. Evstafi era alto, nada joven, pero muy ágil; mostraba gran interés por el sinfín de barriletes y cajas de porcelana, hojalata y madera, con sus incomprensibles rótulos, que contenían diversos artículos de cocina. Se disponía a preparar el desayuno, oliendo y probando el contenido de todos los recipientes uno tras otro y haciendo girar la cabeza.

Ordenó Krímov que sirviese desayuno para dos e indicó a Vorotíntsev el cuarto de baño, de mármol y con espejo. ¡Había agua corriente! Seguían colgadas algunas prendas de mujer y de hombre, su aspecto era tan pacífico como cuando dos días atrás lo habían abandonado.

—Me voy a afeitar —decidió Vorotíntsev.

Lo natural habría sido cerrar la puerta del cuarto de baño, pero él no lo hizo. Se desabrochó el cinturón con el arma, se quitó con ágiles movimientos la guerrera y quedó como el anfitrión, en mangas de camisa.

Y entonces Krímov, en vez de retirarse, entró, se sentó en el borde del baño y lio un nuevo cigarrillo (lo hizo con un solo y rápido movimiento).

Evstafi trajo agua caliente. Vorotíntsev, mientras manejaba la maquinilla de afeitar, explicó a Krímov, aunque este no había preguntado nada, la misión que se le había encomendado y el modo como había acudido a I Cuerpo. Sin embargo, ahora veía que acaso no tuviera allí nada que hacer.

No había pensado tal y como decía, pero, con amargura, se inclinaba a creerlo. Todavía en el banco con los brazos de cabeza de fiera no pensaba así, pero empezaba a comprenderlo ahora, mientras se afeitaba. Cuando en el Estado Mayor del Ejército le advirtieron de que en el flanco derecho estaba ya Krímov, vaciló, tuvo que hacer caso y no acudir aquí, al flanco derecho, al Cuerpo Blagovéschenski. Pero surgió en Vorotíntsev este desgraciado rasgo de tomar decisiones demasiado rápidas, en caliente, de las que luego no sabía retroceder a tiempo. Antes de llegar a Ostroleka se había hecho el firme propósito de ir al I Cuerpo, pues allí veía la clave de toda operación.

Y ahora ya no le servían ni el caballo ni el tren, necesitaría alas para trasladarse en una hora al Cuerpo de Blagovéschenski.

De Krímov tenía una opinión cada vez mejor, incluso por el hecho de que no se daba prisa en vestirse y ostentar sus insignias, sino que, en mangas de camisa, permanecía sentado en el borde del baño y lanzando espesas bocanadas de humo. Cuanto se pudiera hacer aquí, junto al I Cuerpo, lo haría él, sin necesidad de Vorotíntsev.

Krímov escuchó y escuchó a su visitante. De nuevo adoptó un tono sencillo:

—Claro que no tiene nada que hacer —dijo—. Ya a mí me pasa lo mismo. Este santurrón no quiere saber nada ni siquiera del jefe del Ejército. Sabe que el alto Mando se resiste a poner en juego su Cuerpo y confía en que nos lo quitarán lo mismo que hicieron con el Cuerpo de la Guardia. Al venir aquí, pasando por Vilna, se detuvo en la catedral y dijo: «¡No temáis nada! ¡Voy a combatir!». Seguirá así como en un escaparate hasta que la guerra termine y llegue la hora del reparto de premios.

Krímov permanecía con el cuerpo inclinado y colgando las piernas; bajo él, el baño parecía un bote sin remos y sin pértiga.

Pero precisamente este espíritu rutinario y el pesimismo de sus palabras devolvieron la seguridad a Vorotíntsev:

—Verá, vamos a ganarnos a Artamónov metiéndole el resuello en el cuerpo. Traigo para él una orden por escrito de Samsónov. Si da un respingo, nos pondremos por teléfono en comunicación con el Cuartel General. De la manera más segura, no por conducto regular; allí hay alguien que comprende y hará cuanto pueda. Hay que prescindir de Yanushkévich y de Danílov, abordar al Gran Duque en un momento oportuno… Tampoco en el Cuartel General hay unidad ni ven las cosas claras. Parece ser que con fecha del 8 pusieron el I Cuerpo a las órdenes de Samsónov, pero la orden no ha llegado. Alguien se ha interpuesto. Un absurdo: en el punto más importante de la primera línea hay un Cuerpo que no se halla subordinado a nadie. Pero, por lo demás, veo que Artamónov se mueve. ¿No ha tomado Soldau y ha proseguido el avance?

—¿Qué ha avanzado? También yo me afeitaré, es lo mismo… ¿Qué ha avanzado? ¡Es un miserable embustero! —gruñó enfadado Krímov, incorporándose hasta la altura del espejo y volviendo la cara, mientras que Vorotíntsev se sentaba en una sillita baja—. Escribió al Estado Mayor del Ejército que en Soldau había una división alemana. Esto lo supo sin el menor servicio de exploración, sin haber capturado un solo prisionero, únicamente, según él, por la conversación escuchada a través de una línea telefónica enemiga —añadió Krímov, sacudiendo el suavizador de la navaja—. Mentía para no atacar la ciudad. Y resultó que en Soldau había dos regimientos de la Landwehr que se retiraron sin que nadie los molestase. Lo quisiera o no, tuvo que ocupar la ciudad. ¡Y ha vuelto a mentir! —se acaloró de nuevo, ya con la cara envuelta en espuma de jabón—. Ahora informa que los alemanes han abandonado Neidenburg porque él, Artamónov, había tomado Soldau.

—¿Y Usdau?

—Usdau lo tomó una división de caballería, no él. El pobre no tuvo más remedio que seguir adelante.

—Hola… Yo no he visto nunca a Artamónov.

—¿Quién lo ha visto? No lo ha visto ni siquiera Alexandr Vasílievich. Llegó a general y ganó un sable de oro por sus empresas contra los descamisados chinos. Lo mismo que Kondrátovich…

—A propósito de Kondrátovich, ¿no se ha tropezado con él?

—¡Dónde lo voy a encontrar! Anda por la retaguardia, reuniendo el Cuerpo, y está tan contento. Todos saben que es un cobarde.

—¿A quién ha visto estos días?

—A Martos.

—Es un buen general.

—¡No sé qué tiene de bueno! Lo llevan de cabeza y él lleva de cabeza a la gente de su Estado Mayor. No hacen nada a derechas.

—Y Blagovéschenski, ¿qué opina de él?

—Un leño metido dentro de un saco. Pero un saco roto, en el que nada hay seguro. Y Kliúev es un trasto, no un militar.

—¿Y el jefe del Estado Mayor?

—Un imbécil completo, no hay para qué hablar con él.

Vorotíntsev no pudo contener la risa.

Pasaron a desayunar. Evstafi había puesto también una botella de vodka. Krímov, con mano firme, llenó dos copas sin preguntar siquiera.

Pero Vorotíntsev rehusó la suya, a riesgo de estropear la sincera conversación: no sabía beber antes de hablar de los asuntos, esto era en él un rasgo nada común en los rusos. Sólo bebía cuando todo había quedado resuelto convenientemente, a satisfacción suya.

Krímov apretó la copa en su puño:

—El oficial debe mostrarse atrevido ante el enemigo, ante los jefes y ante el vodka. Sin estas tres cualidades no es oficial.

Bebió él solo. Se enfurruñó. Pero, no obstante, acabó de explicar todo lo referente a Artamónov. En efecto, en el I Cuerpo faltaban dos regimientos, pero a todos les faltaba algo, no había ninguna unidad completa. Artamónov, sin embargo, deducía de esto que no podía entrar en combate. Hablaba mucho de que «a la ofensiva contestaré con la ofensiva», pero lo más importante era que se trataba de un embustero. ¿Qué hacer con un tipo así? ¿Romperle la cara? ¿Provocarlo a duelo? Por eso Krímov había acudido a entrevistarse y ponerse de acuerdo con Martos: a ver de dónde se podía sacar una columna y atacar a Soldau por el este. Pero los propios alemanes habían evacuado la ciudad. Vorotíntsev se refirió de nuevo a la caballería: que no era utilizada debidamente, que se empleaba tan sólo para cubrir los flancos y para servicios de exploración, pero sin efectuar un amplio reconocimiento por todo el frente. Debía ser reunida toda ella en un flanco y descargar un latigazo. Cosa curiosa, todos los generales pertenecían a esta Arma: Zhilinski era de caballería, Oranovski era de caballería, Rennenkampf era de caballería, Samsónov era de caballería…

—¡No me toque a Samsónov! —ordenó Krímov—. ¡De la caballería no hay que hablar cuando no se la conoce!

Vació una segunda copa de un trago y explicó irritado que la caballería era buena y que mantenía serios combates, sus pérdidas eran grandes. ¡Cargas contra edificios de piedra y unidades de ciclistas! Pero no se coordinan bien sus acciones. Le cambian las zonas de acción, modifican las direcciones, tres veces al día tienen que atravesar un mismo río, le encomiendan misiones que no están a su alcance, descongestionar nudos ferroviarios en la retaguardia, luego resulta que no era necesario…

No, el ritual ruso no podía faltar: a partir de la tercera empezaron a beber juntos. Lo que les unía, haciendo que se comprendiesen, era que en esta campaña ninguno de los dos buscaba nada de índole personal.

De la caballería a la artillería, tampoco podían pasarlo por alto.

—En la guerra contra el Japón comprendimos que el futuro conflicto lo resolvería por completo el fuego, que hacía falta artillería pesada, se necesitaban muchos morteros, pero quienes lo hicieron así fueron los alemanes, no nosotros. Cada Cuerpo nuestro dispone de 108 piezas, y los de ellos de 160, y hay que ver de qué calidad. Porque en nuestro país siempre hubo para el ejército «una extremada escasez de recursos», no hay dinero para el ejército y en la Corte a nadie le importa. Quieren victorias y gloria, pero sin gastar.

—Ha sido la Duma la que ha hecho toda clase de porquerías —se enfadó Krímov, llenando de nuevo las copas—. La Duma…

—¡Todo lo contrario! —se acaloró Vorotíntsev, saliendo en defensa de la Duma—. La comisión de la Duma del Estado acusó al ministerio de la Guerra de que no exigía, de que reclamaba pocos recursos. La Duma llevaba ya varios años insistiendo en que hacía falta aumentar la artillería, en que no estábamos preparados, y el ministerio se pasó ocho años en la elaboración de un programa. Se aprobó en mayo y los alemanes han empezado ahora la guerra. Pero se consideraba que el espíritu de las tropas lo decide todo: así pensaban Suvórov, Dragomírov… y Tolstoi… ¿Para qué, pues, gastar dinero en armamento?… ¿Y qué tenemos en las fortalezas? ¡Poco menos que culebrinas! ¡Algunas piezas disparan con pólvora negra!

No había razón alguna para explicar todo esto a Krímov, ni hacía falta, pero había cuestiones en las que Vorotíntsev no podía poner punto y callarse. Además, una vez que había empezado lo del vodka… En lugar de acudir a entrevistarse con Artamónov…

Krímov arrugaba las cejas, pero amistosamente. Eso sí, no se acaloraba lo más mínimo: todas estas cuestiones las tenía sabidas y requetesabidas, asentía como si se tratase de una ley de la naturaleza.

Los lazos de amistad se seguían estrechando más y más entre Alexandr Mijáilich y Gueorgui Mijáilich, hasta empezaron a tutearse. (Vorotíntsev no se habría dado tanta prisa, pero resultaba imposible, esto formaba parte del ritual ruso). No fueron a ver a Artamónov y se quedaron más de la cuenta de sobremesa.

Hablaron de los actos de rapiña de los soldados en Alemania. Krímov puso entre los platos su nudoso puño: ¡Juicios sumarísimos y fusilamientos que sirvieran de ejemplo! Ya lo había pedido a Samsónov.

Era, pues, un auténtico militar, consecuente hasta el fin. Vorotíntsev apretó ambas manos contra la mesa y extendió los dedos cuanto podía:

—No. Yo no puedo hacer fusilar a nuestros soldados, como quieras. ¿Por qué, porque son pobres y los hemos traído tal como son a un país rico? ¿Porque nunca les hicimos ver nada mejor? ¿Porque están hambrientos y se pasan una semana sin que les demos de comer?

El puño de Krímov no se abrió, sino que se apretó aún más y dio un golpe sobre la mesa:

—¡Pero esto es una vergüenza para Rusia! ¡Por este camino es seguro que el ejército se va a desintegrar! Entonces no debimos venir aquí.

—Puede que tengas razón…

Claro que sí. Krímov aflojó la presión del puño.

—Acaso no debiéramos haber venido.

Entonces comprendió Krímov la desgracia y los límites de Vorotíntsev: lo había estropeado su espíritu de intelectual y, aunque capaz, para el ejército era hombre perdido.

—¡Decisión en el ejército! —explicó—. ¡Requisas bien organizadas! Una intendencia fuerte y ágil.

—… Ágil, ¿qué significa eso?

—… Que llegue hasta aquí, con los regimientos, que se haga cargo de todo el ganado y lo reparta entre los regimientos. Que se haga cargo de las trilladoras y de los molinos, que trille, muela el grano, haga el pan y lo reparta entre los regimientos.

—¡Pero esto es una fantasía, Alexandr Mijáilich! ¡Eso serían capaces de organizarlo los alemanes, pero no nosotros!

Dijo «no nosotros», más con secreto orgullo sabía que, en parte, también nosotros podíamos; se sabía en posesión del espíritu práctico de los alemanes y de la tranquila tenacidad de estos, cosas que siempre le daban superioridad sobre personas tan impulsivas y dadas al desaliento como Krímov.

Era hora de terminar el desayuno, de poner fin a aquella charla inútil, de ir a dar un empujón a Artamónov y conseguir su completa subordinación al Segundo Ejército. Vorotíntsev daba vueltas pensando en la manera como llamar al teléfono al coronel del Cuartel General que le era necesario. A Krímov le costaba trabajo ponerse en pie, como si con aquella conversación matinal hubiera hecho ya todo lo importante y ahora tuviese que descabezar un sueño. Pero iría, claro, iría ahora mismo y, si se acaloraba, podía darle un guantazo a Artamónov, no le costaría mucho.

—¿Irás luego a ver dónde se encuentra la división de Minguin, a comprobar si ha tomado contacto con Martos? —preguntó Vorotíntsev, como si no tratase de orientar sus pasos.

Krímov gruñó un «sí», pero evasivo. Parecía cansado del constante ir y venir de estos días, parecía que le resultaría más fácil quedarse donde estaba.

En este momento oyeron ambos los precisos estampidos del cañoneo. —Hola.

—Hola.

Y salieron al exterior.

Disparaban hacia el norte. A unas quince verstas. El aire, ya caliente, debilitaba el lejano cañoneo.

Artamónov por nada del mundo habría sido el primero en empezar.

¿Eran, pues, los alemanes?