En Neidenburg, una pequeña villa que quitaba muy poco espacio a los campos y acumulaba mucha piedra en sus construcciones, había una plaza, más bien una plazuela. De ella salían tres calles y había varias esquinas. En una de ellas, una casa de dos plantas con los cristales de los escaparates del piso bajo y de las ventanas del primero rotos, el humo salía de su interior; aún más espeso era en el patio.
Media sección de soldados, sin esforzarse gran cosa, apagaba el incendio. De detrás de la esquina traían cubos de agua hasta el portón (allí se oía el crujido de las tablas levantadas y el ruido de hachas), mientras que otros se los iban pasando de mano en mano por una pasarela tendida hasta el antepecho del primer piso.
Trabajaban al sol, los soldados se habían despojado de las guerreras, a menudo se quitaban las gorras y se limpiaban la frente.
No se daban gran prisa porque el calor era mucho y, en realidad, no había fuego, aunque el humo seguía saliendo. No había gritos de ánimo ni el rumor de voces excitadas; muchos hablaban de sus cosas, contaban algo sin interrumpir lo que hacían, a veces divertido, que les hacía reír.
Al frente de ellos estaba un sargento. El teniente, con el emblema universitario, de rostro enérgico, un poco echado hacia atrás, y de movimientos desganados, no manifestaba el menor interés por el trabajo. Después de mirar un rato, buscó una buena sombra en el portal de piedra de enfrente, donde cubriendo una columna habían sujetado una sábana con la cruz roja; ante la casa había un cochecillo de dos ruedas, un botiquín, sin cochero; el caballo se estremecía de cuando en cuando.
Del interior salió, restregándose la embotada cabeza y respirando profundamente, un médico de cejas y bigote negros, con bata.
Bostezaba a cada inspiración, echando el cuerpo hacia atrás y adelante. Vio una tabla en el pulido escalón de piedra y se sentó a instante, alargando las piernas y apoyándose por detrás en las manos; se había extendido tanto que parecía que quisiera tumbarse.
Aquel día no se oía fragor de disparos; el cañoneo se había ido más lejos y el único ruido era el que los soldados producían; toda la guerra estaba en el lienzo de la cruz roja y en los altos edificios alemanes, tan diferentes a los nuestros y que habían perdido a sus habitantes.
El teniente no tenía otro sitio para sentarse que los mismos escalones, pero algo más abajo. Los enérgicos rasgos de su cara eran incluso más acusados de lo que correspondía a su edad, el uniforme le venía ancho y la expresión con que miraba a sus soldados, sin intervenir para nada, era de aburrimiento.
Los soldados llevaban cubos de agua.
Seguía saliendo humo, pero no hacía viento y se marchaba a lo alto, no llegaba hasta él.
El médico terminó de bostezar, se quedó mirando cómo apagaban el fuego y se volvió hacia su vecino.
—No se siente en la piedra, teniente. Aquí hay una tabla.
—Está caliente.
—Nada de eso, se le pueden enfriar los nervios.
—¡Bah, los nervios! Ni siquiera sabe uno lo que va a ser de su cabeza.
—Sin embargo, debe pensar en los nervios, procure no caer enfermo. Venga, venga.
El teniente se levantó sin ganas y se trasladó al escalón del médico. Este era un hombre bien plantado y de piel tersa, de esponjosos bigotes y suaves patillas en arco, que se extendían como una sombra negra por la cara. Parecía fatigado.
—¿Qué le pasa?
—He estado operando… Ayer. Por la noche. Y por la mañana.
—¿Tantos heridos?
—¿Qué pensaba usted? Además de los nuestros, alemanes. Heridos de todas clases… Uno de metralla en el vientre que dejaba al descubierto el estómago, los intestinos y el epiplón. El paciente conserva el conocimiento, vivirá unas horas, pide que le demos friegas en el vientre… Una herida de cráneo con entrada y salida, parte del cerebro estaba fuera… Por el carácter de las heridas, el combate no fue sencillo.
—¿Es que por el carácter de las heridas se puede juzgar la clase del combate?
—Claro que sí. Cuando hay muchos heridos de tórax y de vientre eso significa que el combate ha sido serio.
—¿Pero ahora se han acabado?
—¿Y cuántos ha habido?
—Váyase, pues, a dormir.
—En cuanto me tranquilice. Es la tensión del trabajo —bostezó el médico—. Debo relajarme.
—¿Produce efecto?
—No es que produzca efecto, pero necesito relajarme. No reacciono a la muerte y a las heridas, de otro modo no podría trabajar. Él mantiene los ojos muy abiertos, lo único que pregunta es si vivirá, mientras que tú le tomas fríamente el pulso, te haces el plan de la operación… Si hubiese buen transporte, algunos heridos torácicos podrían salvarse: hay que operar en la retaguardia. Pero ¿de qué transporte disponemos? De tres unidades en total. Los alemanes se llevan sus carros y caballos. Además, ¿a dónde conducirlos? ¿Más allá del Narew? Cien verstas, diez por carretera y noventa por caminos rusos; un verdadero asesinato. Los alemanes los evacúan en automóvil, en una hora los tienen en el mejor quirófano.
El teniente, más serio, miró al médico.
—¿Y si cambia la situación? ¿Y si tenemos que retroceder? —se lamentó este último—. No tenemos en absoluto con qué proceder a la evacuación. El lazareto, con todos los heridos y el personal, caería en manos de los alemanes… Y si avanzamos, debemos preocuparnos de enterrar los cadáveres. Están por todo el campo, con el calor que hace se descomponen.
—Cuanto peor vayan las cosas, tanto mejor —dijo en tono severo el teniente.
—¿Cómo? —preguntó el médico, que no había entendido.
Brillaron los ojos del teniente, hasta entonces de una perezosa indiferencia.
—Los casos particulares de lo que llaman misericordia no hacen más que velar y dilatar la solución total del problema. En esta guerra y, en general, en todo cuanto afecta a Rusia, cuanto peor vayan las cosas, tanto mejor.
Los cepillos de las cejas del médico se enarcaron perplejos:
—¿Cómo es eso?… ¿Que los heridos queden abandonados, consumidos por la fiebre, el delirio y las infecciones?… Que nuestros soldados sufran y mueran, ¿también esto es mejor?
La cara inteligente y enérgica del teniente se hacía cada vez más seria, su interés iba en aumento:
—Hace falta tener un punto de vista general si no quiere equivocarse de medio a medio. ¡Pues no son pocos los que en Rusia sufrieron y sufren! Que a los sufrimientos de los obreros y de los campesinos se unan los de los heridos. La escandalosa situación en que los heridos se encuentran, también está bien. El fin se aproxima, mas ¡cuanto peor vayan las cosas, tanto mejor!
El teniente mantenía la cabeza algo echada hacia atrás, y esto producía la impresión de que se dirigía no a un solo interlocutor, sino que recorría con la vista a varios: «¿quién quiere preguntar?».
Al médico se le había pasado el sueño y miraba con los ojos muy abiertos al teniente, tan seguro de lo que decía.
—¿Entonces no hay que operar? ¿Ni hacer ninguna cura? ¿Cuantos más mueran más cerca está la emancipación? El abanderado del regimiento Chernígov… Lesiones en los grandes vasos. Estuvo medio día en la zona de nadie hasta que fue evacuado. Pulso filiforme. ¿Para qué ocuparnos de él, no es así? ¿He entendido bien su idea general?
Los ojos del teniente brillaron con un fuego pardo:
—¿Y para qué fueron como unos borregos tras nuestro coronel, un oscurantista? ¡La bandera desplegada! Ahora se le cae la baba a todo el regimiento. ¡Juegan con nosotros como si fuésemos soldados de plomo!
Pero el cirujano se encontraba en un callejón sin salida:
—Perdóneme, usted no es militar profesional, ¿verdad? ¿Qué es usted?
El teniente encogió sus estrechos hombros:
—¿Qué importancia tiene eso? Soy un ciudadano.
—No, lo que yo le pregunto es por sus estudios.
—Soy licenciado en derecho, si tanto le importa saberlo.
—¡Ah, licenciado en derecho! —exclamó el médico, meneando la cabeza como si pensara que podía haberlo adivinado—. Licenciado en derecho…
—¿Qué es lo que no le agrada? —se puso en guardia el teniente.
—Eso precisamente. Que es licenciado en derecho. En nuestro país hay más gente de leyes, perdóneme, que perros callejeros.
—¡Si el país está dominado completamente por la arbitrariedad, aún son muy pocos!
—Los hay en los tribunales, los hay en la Duma —prosiguió el médico, que no había oído. Los hay en los partidos, en la prensa, en los mítines, escriben folletos…— añadió, abriendo sus grandes manos. —¿Y podría decirme qué clase de estudios son los que cursan?
—Superiores. La Universidad de Petersburgo —explicó con fría amabilidad el teniente.
—¡Qué diablos de estudios superiores! Basta con aprenderse de memoria una docena de libros y aprobar los exámenes, y se acabaron los estudios… Conocí a unos estudiantes de derecho: los cuatro años estuvieron haciendo el vago, preocupándose de hojas de propaganda, de conferencias, de soliviantar a la gente…
—¡Es una bajeza para un intelectual hablar de ese modo! —le paró los pies el teniente, arrugando el ceño—. Piense qué medicina…
Era cierto. El médico se daba cuenta de que se había pasado de la raya, pero le fastidiaba lo que el teniente decía.
—Lo que yo quiero decir —rectificó— es que si usted hubiese estudiado medicina o ingeniería, sabría lo que cuesta cada examen. Y con conocimientos positivos tampoco uno puede quedarse cruzado de brazos, hay que trabajar. Rusia necesita gente activa, que trabaje.
—¡Cómo no le da vergüenza! —replicó el teniente, mirándole con el cálido reproche de antes—. ¿Perfeccionar aún más esta infamia? ¡Hay que destruirla sin compasión! ¡Abrir el camino a la luz!
¿Perfeccionarla? El médico no parecía haber dicho esto, había dicho curar.
—¿Acaso no estudió usted en la Academia de Medicina? —se apresuró a preguntar el teniente, con fuego en los ojos.
—Sí.
—¿Qué año se licenció?
—El nueve.
—Ya —comprendió sin esfuerzo el teniente, y las aletas de su larga y recta nariz temblaron—. Quiere decirse que con motivo de la crisis producida en la Academia el año cinco, usted fue expulsado, se rindió y presentó una solicitud pidiendo la readmisión, haciendo manifestaciones de su fidelidad al régimen, ¿no es así?
El médico arrugó el ceño, encapotado; tiró hacia abajo de las guías de su bigote, que volvieron a enderezarse:
—Todo lo soluciona usted de un hachazo: fidelidad al régimen… ¿Y si alguien quiere ser médico militar y en todo el país no hay más que una Academia? Además, ningún gobierno, por muy democrático que sea, puede permitir que en su Academia Militar se celebren mítines contra la guerra. A mi modo de ver eso es justo.
—¿Y el uniforme obligatorio? ¿Y los estudiantes que deben saludar como simples soldados?
—¿En una Academia Militar? No veo nada malo.
—¡La soldadesca! —exclamó el teniente—. Vamos cediendo en todo y luego nos maravillamos de que…
—¡Luego curamos a los heridos! —replicó el médico, ya irritado—. ¡No me toque a los heridos! ¡Soldadesca!… Mañana mismo pueden traerle a usted con el hombro destrozado.
El teniente dejó ver una sonrisa irónica. No era rencoroso, sino un joven sincero, con las firmes convicciones de los mejores estudiantes rusos:
—¿Quién está contra los sentimientos humanitarios? ¡Cúrelos cuanto guste! Esto se puede considerar como una ayuda recíproca. Pero no hay que buscar justificaciones teóricas a esta sucia guerra.
—Yo, en absoluto… ¿Es que yo…? —El médico parecía turbado.
—¡«Guerra de liberación»!… Hacía falta despertar el interés de cualquier modo. ¡En ayuda de los hermanos serbios!, ¡se compadecieron de los serbios! Pero en todas las regiones periféricas mantenemos sometida a la gente y eso no despierta nuestra lástima.
—Sin embargo, Alemania… —se desconcertó el médico ante la seguridad de la juventud, como es costumbre en Rusia desconcertarse.
—Si quiere que le diga la verdad, es una verdadera pena que Napoleón no nos zurrase el año 1812. Aunque por poco tiempo, habríamos sido libres.
Insistía e insistía el hombre de leyes disfrazado con un repugnante uniforme militar; sus ideas eran firmes, no era tan fácil rebatirlas. Y tratando de buscar la conciliación, preguntó el médico con simpatía:
—¿Cómo le han movilizado? ¿No pudo evitarlo, no le concedieron un aplazamiento?
—Había aprobado los exámenes de teniente de reserva. Derecha…, izquierda…, sobre el hombro…, media vuelta, ¡a la carrera! Todo vino de pronto…
—¿Nos presentamos? Me llamo Fedonin —y el médico alargó una mano grande, blanda y fuerte.
Y recibió en ella cuatro dedos flacos y huesudos del hombre de leyes:
—Mucho gusto. Lenártovich.
—¿Lenártovich? Lenártovich… Ese apellido me suena. ¿He podido oír hablar de él?
—Depende del medio en que se haya desenvuelto —contestó fríamente Lenártovich—. Un tío mío fue ejecutado después de un proceso que hizo cierto ruido.
—¡Ah, es verdad, es verdad! —asintió el médico, con un aspecto tanto más culpable, tanto más respetuoso cuanto únicamente guardaba un confuso recuerdo: un afortunado disparo, una bomba que no llegó a hacer explosión, un motín en la Marina de Guerra—. Sí, sí, es cierto, es cierto… Su apellido tiene algo de alemán, ¿verdad?
—Un antepasado mío, a propósito, también médico militar, sirvió con Pedro I. Luego se rusificaron.
—¿Quién tiene en Petersburgo?
—La madre. Y una hermana. Estudiante. Precisamente he recibido hoy carta de ella. ¿Lo creerá? Está escrita el cuarto día de la guerra, el 23 de julio, ¿y a cuántos estamos hoy? ¡A doce de agosto! ¿Cómo funciona Correos? ¿Es que ha venido en una carreta de bueyes? ¿O es que han implantado la censura? —Cada vez se acaloraba más—. Lo mismo ocurre con los periódicos: ¡han llegado los del primero de agosto! ¿Y esto se llama Correos? ¿Se puede vivir así? ¿Qué pasa en Rusia? ¿Qué pasa en Alemania? ¿Y en Europa? ¡No sabemos nada! Lo único que vemos es que Neidenburg ha sido tomado, por así decirlo, sin combate y, sin embargo, nosotros lo bombardeamos, lo incendiamos y ahora debemos apagar el fuego. Los Ivanes rusos tienen que llevar cubos de agua…
—Los autores de los incendios fueron los alemanes…
—De las tiendas grandes sí, los alemanes, pero las afueras las incendiaron los cosacos. Está bien. En el frente austriaco no saben nada de nosotros.
Y nosotros no sabemos nada de lo que pasa allí. ¿Es manera de hacer la guerra? ¡Rumores, rumores! Pasa un jinete, murmura algo y esas son todas nuestras noticias. ¿Quién respeta al Ejército de Operaciones? ¡Nos desprecian! ¡Y usted habla de Rusia, de Alemania! Los soldados rompen las puertas de las casas abandonadas y se llevan lo que pueden; esto es una vergüenza para un ejército que se distingue por el amor de Cristo, hay que castigarlo, a la prevención con ellos. Pero el teniente coronel Adamántov se quedó con unas jarras de plata y eso no es nada, eso se le permite. ¡Así es su Rusia!
Si no fuese por esta sucia guerra, no habría aparecido aquella muchacha vestida de un blanco tan impecable, con la cofia ceñida a la frente, hasta las mismas cejas, tan severa y limpia. Desconocida, sin que nadie la llamase, sin que se supiese los estudios que había cursado, su estado civil y el color de su cabello, una hermana de la caridad apareció en el umbral.
—¿Pasa algo, Tania?
—Valerián Akímich, el de la mandíbula, parece inquieto. ¿No quiere acercarse un momento?
Como si no hubiese habido discusión alguna, como si nadie hubiese permanecido sentado en los escalones. El médico suspiró y entró en la casa, llevándose como correspondía en derecho a la hermana de la caridad, blanca como un cisne, que únicamente había dejado resbalar sobre Lenártovich su mirada apagada y triste.
Claro, también estas batas y estas cofias eran un juguete para gente acomodada, opio para la masa de los soldados.
Un teniente coronel irrumpió de pronto en la plaza en un inquieto caballo. También como le correspondía en derecho, gritó con voz de trueno:
—¿Quién manda aquí?
Los soldados se movieron más rápidos con los cubos. Lenártovich, con una moderada rapidez, procurando no perder la dignidad, bajó los escalones, cruzó la plaza y sin esforzarse gran cosa, pero cuadrándose, se llevó la mano a la visera, aunque de cualquier modo:
—¡El teniente Lenártovich, del 29 regimiento de Chernígov!
—¿Es a usted a quien dejaron para apagar los incendios?
—Sí. Es decir, efectivamente.
—¿Qué es esto, teniente, un mercado de Pascua? El Estado Mayor del Ejército está de camino y se va a instalar dos casas más allá, y usted lleva tres días sin acabar con los incendios. Es para morirse de risa, traer el agua en cubos desde tan lejos. ¿No podía buscar una bomba?
—En el batallón, señor teniente coronel, no hay bombas…
—Debió utilizar los sesos, ¡esto no es la universidad! ¿Por qué deja que se fatigue así la gente? Sígame y le indicaré dónde hay una bomba. Y también la manga. ¡Debió buscar por los cobertizos!
Y como jinete en su espléndido caballo, el teniente coronel se alejó como un triunfador.
Lenártovich le siguió como si fuese un prisionero.