14

Este verano Yaroslav Jaritónov terminaba los estudios en la escuela militar de Alejandro, pero las cosas tenían que seguir un orden: primero el campamento de verano, luego la entrega oficial de los despachos; a continuación, antes de incorporarse al regimiento, otro mes de permiso, a casa, a Rostov. Allí le esperaba un sinfín de alegrías, Yúrik que brinca, los cuidados de mamá, las habitaciones de la infancia, los amigos del gimnasio, pero, sobre todo, montar en un bote de vela ya aparejado y dispuesto, con Yúrik —va a cumplir los doce años— y otro amigo, y subir por el Don corriente arriba para ver cómo viven los cosacos; hace tiempo que lo tenían pensado, porque era una vergüenza: había nacido y crecido en la Tierra de las Tropas del Don y lo único que sabía de los cosacos era que dispersaban las manifestaciones a latigazos, tratándose como se trataba de un pueblo atrevido, dinámico y fuerte, uno de los brotes más sanos de la nación rusa.

Pero no se produjo esta entrada paulatina en el servicio militar, sino que de golpe y porrazo, como un torbellino de aire fresco y que infundía cierto miedo, llegó lo que en el ejército es lo principal, para lo que el ejército existe: ¡la guerra! Ya el 19 de julio pudo lucir las ansiadas hombreras con las estrellas, y no ya sin tiempo para despedirse de la familia, sino que ni siquiera pudo recoger las primeras fotografías que se había hecho con uniforme de oficial: todos salieron directamente para incorporarse a su destino. Yaroslav fue a parar al regimiento de Narva, del XIII Cuerpo de Ejército.

Lo alcanzó en Orel, parte embarcando en los trenes y parte que aún no se había concentrado. Aunque los cuatro regimientos de su división llevaban los primeros números de todo el ejército ruso, se encontraban casi en cuadro: precisamente ahora estaban llegando reclutas, tres reservistas por cada hombre en filas; el propio Yaroslav se hizo cargo de ellos, unos mujiks ignorantes y míseros con las últimas vituallas que traían de casa en unos hatillos blancos, como los que se hacen para llevar a bendecir los bollos de Pascua. Los condujo al baño y a vestir los uniformes gris verdosos, les entregó fusil y correaje y les hizo subir a los vagones de mercancías. Y no sólo faltaban soldados del servicio activo, sino que escaseaban también cabos y sargentos, e incluso oficiales, aunque parecía que Rusia, siempre enzarzada en conflictos armados, no podía por menos de estar preparada para la guerra. En cada compañía había tres o cuatro oficiales; a Jaritónov, recién salido de la escuela, le dieron sólo su sección, pero los oficiales con cierta experiencia tuvieron que hacerse cargo de dos secciones, poniendo una al mando de un alférez.

¡Había tenido suerte! El barullo de los tres días de Orel mientras aquel rebaño de aldeanos vestía el uniforme (Yaroslav caminaba como si llevase dentro un resorte, con la espalda recta y pisando fuerte), y más aún, el propio viaje, cuando Yaroslav no quiso ir al vagón de los oficiales y se quedó con los suyos, con los propiamente suyos, con las cuarenta caras de gente del pueblo que le habían confiado en el vagón de mercancías, cuando resonó el sonido de la locomotora por encima de los treinta vagones, chirriaron los enganches, poniéndose en tensión, y todo el convoy se puso en marcha. Del amor al pueblo hablaban mucho, no cesaban de hablar en la familia de los Jaritónov; sólo se podía vivir para el pueblo, aunque en ningún sitio lo podía ver; incluso ni al mercado vecino podía uno acercarse sin pedir permiso, y luego debía lavarse las manos y cambiarse la camisa; era imposible acercarse al pueblo, no sabía cómo empezar a hablar ni de qué; se sentía cohibido. Y ahora, como la cosa más natural del mundo, Yaroslav, a sus diecinueve años, era casi el padre de estos barbudos mujiks, y ellos mismos lo buscaban para pedirle algo, solicitar e informar. Además de comportarse ejemplarmente en el servicio, debía mantenerse alerta, poner en tensión los ojos, los oídos y la memoria para saber recordar cómo se llamaba cada uno, de dónde procedía y a quién había dejado en casa. Viushkov, muy aficionado a hablar, siempre buscando nuevos oyentes, aprovechando que pasaban por los lugares en que había nacido, no cesaba en sus explicaciones: ahí está Novosil, cabeza de distrito, sobre una alta colina; aquí todo son barrancos, sigue el bosque de Krutoi Verj, ¡qué ruiseñores y qué pastos los suyos! Porque Yaroslav no había estado aún en ningún sitio, todo esto debía verlo con sus propios ojos. ¡Qué alegría, con qué deseo se entregaba! Unirse a ellos, unirse a ellos en un vagón de mercancías, escuchar cómo rasguea su balalaika (¡cuánta libertad y poesía, qué maravilloso instrumento!), permanecer de día con ellos apoyado en la larga barra ante el espacio que deja la puerta descorrida (abajo hay otros sentados, con las piernas que cuelgan fuera); de noche, en la oscuridad, no dormir escuchando sus cánticos y conversaciones, y mirar el fuego de los cigarrillos. Aunque en la guerra no podían esperar alegrías, la marcha era alegre. Y esto no lo sentía sólo Yaroslav: también los soldados demostraban claramente el júbilo que los embargaba, no cesaban de bromear, bailaban y luchaban unos con otros. Y en las estaciones grandes salía a su encuentro la gente con bandas de música, banderas, discursos y regalos. Poseído por este estado de espíritu escribió Yaroslav las primeras cartas: a su madre, a Yúrik y a Oxana la pechenega, su querida media hermana, auténtica hermana, porque Xenia, ya casada y con un hijo, se había convertido en una segunda madre, aunque un tanto extraña. Escribía que esto era lo que había buscado toda su vida, lo que deseaba: ser un hombre libre y hallarse junto a la gente del pueblo.

Pero más allá ya no resultó tan alegre, eran muchos los líos y confusiones. Inesperadamente les hicieron bajar de los vagones, aunque los trenes seguían adelante, y, como para burlarse de ellos, los llevaron a pie, casi junto a la vía, hasta Ostroleka; así caminaron durante varios días, cosa que resultó difícil para los reservistas, calzados con botas nuevas, con una ropa recién salida de los almacenes y con todo el equipo. ¿Por qué lo hacían así? Era imposible comprenderlo, no había a quién preguntar. Seguramente era debido al número de su Cuerpo, un número que trae la mala suerte. Pasó en automóvil un general y dijo: «Los alemanes necesitan el ferrocarril, pero las águilas rusas saben ir andando. ¿Es cierto, hermanos?». Y ellos asintieron a gritos: «¡Sí…!». (Yaroslav estuvo entre los que gritaban).

El subcapitán Grojolets, ayudante de su batallón, con los bigotes muy retorcidos hacia arriba, pequeño, pero tieso como una vela (Yaroslav trataba de imitarlo), reventando de risa, gritó a la columna: «¡En procesión de peregrinos! ¿Es que vais a Jerusalén?». Yaroslav se rio: ¡cómo había dado en el blanco! Sólo el ojo del militar puede advertir así las cosas. Los reservistas llevaban colgando el fusil como un pesado palo que no les sirviera para nada, las nuevas y pesadas botas les fatigaban y, sin que los oficiales lo advirtiesen, se las habían quitado, echándoselas por encima del hombro atadas con una cuerda, y caminaban descalzos. El batallón se extendía a lo largo de una versta, y no digamos nada del regimiento; los oficiales perdían a sus soldados, a quienes ni siquiera conocían de cara, y se llevaban a los de otros batallones. Entre la gente desparramada se abría paso difícilmente un convoy a quien se le había asignado el mismo camino, con los rebaños de vacas de intendencia que habían de proporcionar carne fresca a su división.

Si se les hubiese instruido, si hubiesen tenido ocasión de recordar, si hubiesen hecho ejercicios de tiro, estos reservistas habrían podido convertirse en excelentes soldados. Yaroslav lo veía por sus propios hombres, siquiera fuese por Iván Feofánovich Kramchatkin, que llevaban quince años sin salir de su aldea, ya de pelo cano y, como decían de él, viejo, pero que asombraba a Yaroslav por lo bien que marcaba el paso, como si acabase de llegar de la plaza de armas, como si en toda su vida no hubiese visto otra cosa; se ponía firme ante él, rígido y se llevaba la mano a la visera: «¡Se presenta el soldado Kramchatkin en cumplimiento de sus órdenes, señoría!», y las puntas de sus bigotes miraban al cielo, y sus ojos eran dos platillos; pero no sabía disparar en absoluto (lo ocultaba, se había sabido casualmente).

La gran guerra, la primera guerra del subteniente Jaritónov, empezaba a cada paso de tal modo que en la escuela militar estos fallos le habrían podido costar un arresto en la prevención: todo, como en son de burla, era contrario a las ordenanzas. Era como si en la escuela, con el perfecto orden cerrado de los jóvenes, los movimientos rápidos y al unísono de los fusiles, los precisos informes, las roncas voces de mando y las gallardas canciones se les quisiera mostrar a propio intento lo que en el ejército no hay nunca, no lo habrá ni puede haberlo. Desaparecía todo cuanto habían enseñado a los futuros oficiales: ningún servicio de reconocimiento, nada de las unidades vecinas, las contraórdenes se sucedían sin cesar a las órdenes, columnas de brigadas completas eran detenidas por jinetes, que llegaban al galope, y debían dar la vuelta.

Llevaban más de una semana sin tener un día de descanso; los batallones eran puestos en pie casi al amanecer y se hallaban dispuestos a emprender la marcha en poco tiempo, pero se sentaban y esperaban al molesto sol de la mañana hasta que de la división y de la brigada llegaba la orden de la marcha que debían efectuar aquel día; el mando no conseguía hacerlo, a veces, hasta las doce (aunque la orden que el enlace traía era de empezar la marcha lo más tarde, a las ocho de la mañana); por el contrario luego se hacía marchar a los batallones sin descanso, para recuperar el tiempo perdido. Más tarde, de pronto, se le hacía sentar: para poner orden en los convoyes que habían formado un tapón en el camino, les retenían las cocinas, para dar paso a una vanguardia que se había retrasado. De nuevo les hacían seguir la marcha. Caminaban hasta la puesta del sol, hasta el anochecer e incluso hasta medianoche. Entonces tenían que pasar lista y repartir el rancho y nada de esto resultaba tan sencillo: ya en la oscuridad no encontraban a sus aposentadores, enviados por delante y no sabían dónde situarse; ya discutían entre sí los jefes superiores acerca de dónde podía pernoctar cada unidad y mientras tanto las unidades permanecían esperando y encendían hogueras para preparar el té sin preocuparse lo más mínimo de que denunciaban su presencia al enemigo. Allí mismo, en la oscuridad, iban y venían las cocinas alumbrándose con teas de petróleo que dejaban escapar abundantes chispas. A veces, las cocinas se perdían y a medianoche tenían que acostarse con el estómago vacío (los oficiales, lo mismo que los soldados, se helaban en el suelo sin más abrigo que sus capotes), mientras que al amanecer los despertaban para repartir el rancho de la víspera. Y las noches eran cortas, era muy poco el tiempo que quedaba para dormir.

Los soldados preguntaban: «¿Cuándo tendremos pan, señoría? Llevamos alimentándonos con galleta más de una semana, se nos revuelven las tripas», y no había palabras sensatas para explicarles por qué en Belostok, donde todo estaba lleno de pan, su división no podía recibirlo, la intendencia no era la suya; cómo al comienzo mismo de la guerra, antes de llegar a la frontera alemana, en un lugar donde no había caído ni un solo proyectil, donde no había silbado ni una sola bala, llevaban ocho y diez días sin recibir más que galleta mohosa y que olía a ratones, preparada hacía muchos años, y que la sal llegaba con irregularidad, no para cada rancho.

Hasta Ostroleka tuvieron un mismo camino para todos y los desplazamientos resultaban fáciles. Pero después de Ostroleka, donde no les permitieron descansar ni un solo día, se separaron por columnas de división; y pasada la frontera alemana, en columnas de brigada; entonces fue cuando al mando le era ya particularmente difícil hacer llegar a tiempo las órdenes, y a veces las confundía y hacía que cada regimiento marchase diez verstas más de lo debido. Y todo esto se perdía, nadie sabía nada de ello en las alturas a excepción de los pilotos alemanes, que ya desde Polonia venían sobrevolando las columnas rusas (los nuestros no volaban; decían que los reservaban para una ocasión importante). Después de la frontera alemana a unos les tocaron caminos firmes de grava, carreteras; pero también allí la masa de botas y cascos hacían levantar espesas nubes de polvo, que crujía entre los dientes; además, esas carreteras terminaban o torcían en un sentido que no era el necesario, o no existían en absoluto, y entonces había necesidad de seguir adelante y arrastrar los carros y los cañones por un suelo polvoriento, por entre arenales, y todo esto con un calor que no remitía nunca —únicamente cuando por la noche caía un aguacero—, por una comarca en la que no siempre encontraban pozos y durante muchas horas tenían que marchar sin agua. O por el contrario, se confundían y se hundían en los pantanosos remansos de los revueltos riachuelos como si hubiesen elegido a propósito ellos mismos los más difíciles itinerarios. Lo mismo los caballos que los soldados y los oficiales, lo único que deseaban y en lo único que pensaban era en descansar. Hacía tiempo que las banderas habían sido plegadas, convertidas en inútiles varas de carro; los tambores habían sido recogidos en los vehículos, no se oía la orden de iniciar un cántico, las compañías perdían a los rezagados y únicamente una idea les hacía marchar: que acaso al día siguiente dijeran, ¡descanso!

Los pies les ardían.

Mas, al parecer, había un propósito demasiado importante para no darles un día de descanso. ¡No! Siempre con la misma premura, los hacían avanzar, ¡adelante! Iban ya por Alemania, sin encontrar ni un solo alemán vivo.

El subcapitán Grojolets, de hombros estrechos, con figura de chiquillo pero algo calvo, bromeaba entre los oficiales reunidos a fumar un pitillo:

—No hay guerra, se trata de unas maniobras. Un ordenanza del Estado Mayor del Ejército lleva ya cuatro días buscándonos para que hagamos alto y no puede encontrarnos. Nos hemos metido por error en territorio extranjero y ahora tendrán que enviar una nota de disculpa a Vasil Fiódorich.

Vasil Fiódorich era el remoquete con que todos llamaban, como un insulto, a Guillermo. Esto les producía un cierto alivio.

Desde «Horzelei», como todos decían en el regimiento, desde Chorzele, al cruzar la frontera, desde las primeras brazas del país enemigo esperaban el combate, fuego de cañón o de fusilería. Pero ni aquel día, ni el siguiente, ni unas semanas más tarde oyeron un solo disparo, no vieron ni un soldado alemán, ni un solo paisano, ningún ser vivo. En algunos lugares el campo estaba cruzado por alambradas abandonadas ahora; en las afueras de algunas aldeas habían empezado a cavar trincheras, que ahora eran rellenadas para dar paso a la sección de ametralladoras y demás unidades montadas, mientras que en la aldea las calles estaban cerradas con barricadas de carros y muebles. Lo habían abandonado todo. («¡Mal les van las cosas a los alemanes!», comentó alegre, por primera vez, el subteniente Kozeko, siempre abatido y que no cesaba de quejarse de todo). En la siguiente encontraron una bicicleta y todo el batallón se acercó a mirarla; muchos soldados no habían visto en su vida nada semejante. Un cabo mostró la manera de montar en ella, y el gentío alborotó, animándole a seguir.

Para los soldados rusos, con las cabezas abrasadas por el sol, muertos de sueño, abotargados, lo más extraño de todo era que en Alemania no había un ser viviente.

Alemania era tan inusitada, un país tan diferente, que Yaroslav no podía imaginársela juzgando por lo visto en revistas ilustradas. No sólo los extraños tejados, de pronunciada pendiente, que ocupaban la mitad de la altura de la casa y que al instante repelían, sino que las propias casas de las aldeas eran de dos pisos y de ladrillo. ¡Los graneros de piedra! ¡Los pozos con el brocal de cemento! ¡El alumbrado eléctrico (en el mismo Rostov sólo lo había en unas pocas calles)! ¡La electricidad en las dependencias! ¡Los teléfonos! ¡A pesar del calor sofocante, ni olía a estiércol ni había moscas! En ningún sitio había nada abandonado, vertido o tirado, ¡no era para recibir a los rusos por lo que los campesinos prusianos habían dejado todo en tal orden! Los barbudos de su compañía lo comentaban con grandes muestras de asombro: ¿cómo se las arreglaban los alemanes para hacer las cosas, que en ningún sitio se veían huellas del trabajo y todo estaba ya dispuesto y hecho? ¿Cómo podían moverse en un ambiente tan limpio, cuando ni siquiera había un sitio para dejar el caftán? ¿Y cómo con estas riquezas podía Guillermo desear nuestra porquería rusa?… Habían dejado atrás Polonia, un país que les resultaba familiar, abandonado, pero a partir de la frontera alemana todo era distinto: las sementeras, los caminos, las construcciones. Como si perteneciese a otro mundo.

Este confort, tan poco ruso, infundía ya un respetuoso miedo. Y el hecho de que hubiese sido abandonado, tirado amenazadoramente como un muerto botín, producía pavor.

Como si nuestras tropas, unos traviesos chiquillos, se hubiesen metido en una casa ajena y esperasen el castigo que no podía por menos de venir.

Pero allí donde podían hacer su agosto, los soldados, al seguir de largo, no tenían tiempo de buscar por las casas. Tampoco llevaban un saco donde guardar el botín. Y el que va a la muerte no está para esas cosas.

Los primeros habitantes que no se habían ido no eran alemanes, sino polacos afincados en Prusia, que mal que bien se dejaban entender. Pero no despertaban confianza, sino sospecha, y la sección de Kozeko recibió la orden de realizar un detenido registro en el caserío. (Al dirigirse a esta operación, Kozeko dijo a Jaritónov: «Alguien quiere mi muerte. Puede haber en el sótano aguardando una sección de prusianos»). No hallaron resistencia, buscaron detenidamente y encontraron: en la casa, algo que se parecía a una trompa, en el henil, otra bicicleta, y en el baño dos cartuchos de fusil ruso y un par de botas altas con espuelas. Mal se ponía el asunto para los polacos: como para fusilarlos. Los enviaron al mando del regimiento con una pareja de escolta: uno representaba alrededor de cincuenta años y los otros dos eran unos mozalbetes de dieciséis o diecisiete. Al pasar por delante del batallón, suplicaban a cada oficial y a cada sargento: «¡Déjenos vivir!… ¡Déjenos vivir!». Pero el cabo de la sección de Kozeko que los conducía se limitaba a gritar alegremente: «¡Arrea, arrea, Moscú no cree en lágrimas!». Los soldados se acercaban a mirar: «¿Qué pasa? Esos son los que disparan desde su escondrijo. Van en bicicleta por los senderos del bosque y comunican cuanto saben de nuestros movimientos».

Ya no transcurrían los días sin un solo disparo. Ora volaba sobre sus cabezas un aeroplano alemán y todas las compañías se ponían a disparar contra él, pero sin hacer blanco. Ora veían cómo de la carretera escapaban hacia el bosque tres paisanos; abrieron fuego contra ellos e hirieron a uno. Ora llegaba al galope un cosaco anunciando que a cuatro verstas de allí habían disparado contra él, desde el bosque, una patrulla montada de reconocimiento, e inmediatamente enviaron a media compañía en una operación de limpieza. Los soldados maldecían al cosaco en cuestión y a su suerte, recorrieron el terreno, pero no encontraron a nadie.

Kozeko infundía ánimos a la gente: «Ahora el principal peligro para nosotros es una bala que venga cuando menos se la espera». Forzosamente tenían que conversar los dos oficiales: ya en Belostok los había unido el hecho de ser destinados a secciones vecinas de una misma compañía. Con los demás oficiales Kozeko se mostraba taciturno, temía al jefe del batallón, no le gustaba el de la compañía y a Grojolets trataba de evitarlo, ya que era muy aficionado a las burlas. Toda la actividad de sus observaciones y su sed de dejar constancia de lo visto las volcaba Kozeko en su diario (al carecer de papel, utilizaba la libreta de campaña de oficial), cualquier minuto libre lo empleaba para añadir unos cuantos renglones; a veces se pasaba escribiendo horas enteras. «¡Esto es extraordinario! —se asombraba Grojolets—. Nadie escribe la historia del regimiento. Cuando la guerra termine le haremos entregar su diario y lo encuadernaremos en oro». «¡Nadie tiene derecho a hacerlo! —se inquietaba Kozeko—. Esto es un asunto que afecta a mi conciencia. Y es de mi propiedad». «No, subteniente, es propiedad del regimiento —replicaba Grojolets, poniendo los ojos en blanco—. ¡Las hojas de la libreta de campaña pertenecen al regimiento!».

Kozeko era de más edad que Yaroslav, al comienzo de la guerra ya llevaba dos años de oficial, pero Yaroslav no podía aceptar su influencia.

—A mi modo de ver, en la guerra no se puede vivir así ni un solo día. ¡Debemos buscar la victoria, y no maldecir la guerra! Además, ¿cómo una nación grande puede permanecer al margen de las guerras grandes?

—Ya… —comentó Kozeko alargando la sílaba como si le doliesen las muelas, y miró alrededor para comprobar si alguien podía oírles—. ¿Cómo permanecer al margen? ¡Cada uno se las ingenia como puede! Miloshévich, por ejemplo, se buscó no sé qué comisión de servicio; y Nikodímov tiene la tarea de comprar ganado. Los inteligentes no pararán mucho en el batallón, no se preocupe.

—Entonces —se agitó Yaroslav— no comprendo cómo con esa manera de pensar se hicieron oficiales.

Kozeko, arrugando la cara con la expresión de quien se siente desgraciado, suspiró sobre el diario:

—Es un misterio… Cuando tenga usted su amada y su propio nido… Podrá no ser nada patriótico, pero yo sin mi mujer no puedo vivir. Por eso deseo la paz.

Este Kozeko era un verdadero pelma: que no podía lavarse en ningún sitio, que con las manos sucias no se puede comer, que si pudiera desnudarse a la hora de dormir. Ya de por sí, cada día se hacía en el batallón más sombrío y desesperado el ambiente, a consecuencia de esta ofensiva que no tropezaba con el menor obstáculo. Yaroslav se había imaginado siempre que las tropas marchaban a la ofensiva alegres: ¡avanzamos, tomamos prisioneros, ocupamos terreno, quiere decirse que somos los más fuertes! Los ejércitos se crean para la ofensiva, para la ofensiva educan a los oficiales. Pero abrumaba esta ofensiva de dos semanas sin un solo combate, sin un solo alemán, sin un solo herido, acompañada de noche, ya a la derecha, ya a la izquierda, por las manchas turbias y rojizas de desconocidos incendios. ¿Qué era de la ligereza y la alegría que no él únicamente, sino todos ellos, todos los soldados experimentaban al dirigirse al frente entre el balanceo de los vagones de mercancías, azotados por el suave viento veraniego que les salía al encuentro? Kramchatkin conservaba aún el aspecto de soldado ejemplar, no inclinaba la espalda y seguía mirando con los ojos de antes a su subteniente; pero Viushkov volvía la cara y ya no había quien le sacase los divertidos relatos de otros días. En el batallón no había nadie que sintiese deseos de cantar, y los barbudos evitaban hasta hablar en alta voz, limitándose a decirse lo más necesario, como temerosos de provocar una vez más la cólera de Dios con sus vacías charlas.

El mismo espacio parecía hacerse más reducido, se comprimía, empezaban los bosques. En un principio enviaron secciones y medias compañías a reconocer la comarca; luego el regimiento entero se perdió, absorbido por la espesura. Era un bosque que nada tenía de común con los nuestros: no había en él ramas secas ni podridas, ni árboles derribados: lo único que quedaba era barrerlo, pero las ramas caídas estaban todas amontonadas y los caminos eran como pasillos muy cuidados y limpios. Cortaban el bosque en distintas direcciones y en los lugares por donde no habían pasado aún, no encontraban el menor bache.

Aunque cada oficial debía tener en el portaplanos un mapa de la comarca, en toda la compañía no había ni uno solo; Grojolets poseía uno para todo el batallón, y eso copiado de un ejemplar alemán, con los nombres medio borrados y sin grandes detalles. Yaroslav, como ningún otro jefe de sección, daba vueltas alrededor de Grojolets, aprovechando cualquier momento oportuno para echar un vistazo al mapa. Porque los alemanes habían quemado todas las señales e indicaciones y de boca en boca de los oficiales los nombres de las aldeas eran transmitidos sin gran precisión: aquí está Saddek, aquí Kaltenborn, pernoctaremos en Omulefoffen. Y todo este bosque de pinos de siete y diez brazas se llama de Grünfliess.

Hacia el mediodía del 10 de agosto se oyó por todo el bosque, a la izquierda, por el oeste, el retumbar del cañoneo a cosa de quince verstas: un auténtico cañoneo, ¡el primer combate! Pero sin prestar atención, los regimientos del XIII Cuerpo siguieron adelante hacia el norte, hacia donde todo estaba tranquilo, sin tropezarse con nadie. Y pernoctaron en Omulefoffen.

A la mañana siguiente, puestos en pie cuando la neblina no se había disipado siquiera y sin recibir, por primera vez, ni una sola galleta, se entretuvieron largo rato, como siempre, en formar y alinearse en columna de regimiento y hasta de brigada, con la artillería y los carros en sus puestos. Una vez formados debían salir de Omulefoffen siempre hacia el norte; debían costear las anchas alas del lago Omulef.

Cuando ya se hallaban preparados y habían rezado la oración de costumbre antes de ponerse en marcha y todo estaba listo para seguir el avance, ya el calor de la mañana empezaba a hacerse sentir. En aquellos momentos se acercó al galope un ordenanza del Estado Mayor de la división y entregó un sobre al jefe de la brigada. Este llamó al instante a los jefes de regimiento y en las estrecheces del camino los regimientos de Narva y Koporsk empezaron a dar la vuelta y a ocupar sus nuevos sitios: no poniéndose en marcha de buenas a primeras, no limitándose a dar una media vuelta, sino conservando obligatoriamente la formación de columna de brigada, pero con la cabeza hacia el oeste, hacia el otro lado. El sol de agosto abrasaba ya, habían olvidado el desayuno del amanecer, no reforzado con galleta, cuando los regimientos iniciaron el avance en la nueva dirección; a las dos verstas se encontraron con la cola del regimiento de Sofía, que marchaba en el mismo sentido. Poco después vieron de lejos, en un cortafuegos, montado a caballo, al bravo coronel Pervushin, comandante del regimiento del Neva, a quien todos conocían. Se había reunido, pues, la división entera. Se alargó la columna por el interminable camino principal del bosque, entre altos pinos semejantes a mástiles; pasaron por Kaltenborn, de donde habían llegado la víspera, luego torcieron hacia el oeste, hacia Grünfliess. Por delante seguía el cañoneo, pero no tan fuerte como el día anterior, sea porque con el calor se oyese peor, sea porque hubiese decrecido. Ir hacia el cañoneo infunde ánimo, cobraron nuevas energías: es preferible algo seguro por delante a este vacío. (Kozeko: «Dios quiera que todo haya terminado cuando lleguemos»).

Había un cruce de caminos forestales con gran cantidad de arena y en cuesta, donde tenían que dar la vuelta, y los tiros de la artillería, también agotados, faltos de un pienso, no podían sacar las piezas; las ruedas se hundían y los servidores también andaban escasos de fuerza: en ayuda del sargento, un mozo alegre y de cabeza redonda, llamó Yaroslav a su gente y todos juntos sacaron del atolladero dos piezas; para las demás, el sargento tuvo que reenganchar los caballos, poner ocho en vez de seis, lo que significó un nuevo retraso para toda la columna.

Siguieron marchando y, por delante de ellos, el cañoneo cesó por completo, tal y como Kozeko deseaba. Después de recorrer desde la mañana unas quince verstas, cuando el sol empezaba a bajar, la columna entera se detuvo en el mismo camino y, sin salir del bosque, la gente se tumbó en la sombra.

Jinetes de rostro preocupado galoparon toda una hora adelante y atrás, adelante y atrás. No llegaba nada de lo que ocurría no sólo a los soldados, sino tampoco a los oficiales inferiores. Luego, el jefe del regimiento reunió a los oficiales superiores y empezó de nuevo el chirriar, el ajetreo, la confusión, los latigazos a los caballos de tiro: toda la columna divisionaria daba la vuelta atrás, al lugar de donde habían salido.

Los estómagos protestaban, las suelas de las botas ardían, el sol empezaba a ocultarse tras las copas del bosque y era un buen momento para acampar y hacer la comida. Pero no, de nuevo tenían que pasar por el cruce de antes y por todo aquel bosque; la división debía hacer las mismas verstas, sólo que en sentido contrario.

Se ensombrecieron los disfrazados peregrinos y empezaron a gruñir: los alemanes mandan en todos los sitios, nos llevan a la perdición, nos agotan tanto que ni siquiera tendrán necesidad de entrar en combate para acabar con nosotros.

No se detuvieron cuando se puso la amarilla yema de huevo del sol, que anunciaba un día igualmente claro, polvo y calor. Tampoco se detuvieron al anochecer, sino que recorrieron concienzudamente hacia atrás todas las verstas, y cuando ya brillaban las estrellas llegaron a la aldea de Omulefoffen, y en el mismo lugar que la víspera encendieron las cocinas, aunque las gachas sólo estuvieron preparadas después de medianoche, y se acostaron a dormir ya casi cuando los gallos cantaban.

Se levantaron como si fuesen de plomo y tragaron a desgana las gachas del desayuno para no volver a ver la comida en todo el día. Les entregaron, cierto, la galleta de dos días. Recogieron sus cosas y formaron a la salida de Omulefoffen, hacia el norte, lo mismo que la víspera. Los soldados gruñían y anunciaban que de nuevo les harían dar la vuelta. Yaroslav, que casi no había dormido, tratando de infundirse ánimos y de infundirlos a los demás, bromeaba: «¡No, hoy no!».

Pero tal como habían anunciado los agoreros, la columna permanecía quieta, no dormía, no descansaba y no se ponía en marcha. Cuando el sol empezó a picar, los invisibles alemanes de los Estados Mayores (otra explicación no encontraba Yaroslav) mandaron: toda la columna debía volver a dar la vuelta y formarse en un tercer camino que salía de la aldea, entre el anterior y el que ahora ocupaban.

El cambio de la formación les llevó otra hora completa. Emprendieron la marcha. El día era también muy caluroso. De la misma manera que la víspera, los pies y las ruedas se hundían en la arena. El camino era cada vez peor, los pequeños puentes habían sido volados y toda la fuerza de los rusos se perdía en dar rodeos y sacar adelante carros y cañones, para volver de nuevo al camino. Otra novedad: los alemanes habían cegado los pozos con tierra, basura y tablas; el único sitio de donde podían sacar agua era del lago grande, y a él no había manera de acercarse.

Aquel día ya no llegaba de ningún sitio el tronar de los cañones. No se veía ni un solo alemán, ni militares ni paisanos, ni viejos ni mujeres. Y todo nuestro ejército había desaparecido de los contornos, no quedaba nadie más que su división, obligada a marchar por el perdido y desierto camino. Tampoco había cosacos, ni siquiera para acercarse a ver lo que había por delante.

Y el último soldado, el más analfabeto, comprendía que los jefes empezaban a perder la cabeza.

Era el decimocuarto día de constante marcha, el 12 de agosto.

* * *

Cuando caminas de día y te arrastras de noche

en el pecho llevas la cruz y el incienso.

Y en el pecho ocultas la ardiente herida:

no escaparas al destino ineludible.