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A decir verdad, había aún otra causa de la sensación de ligereza que entonces experimentaba.

Se sentía ahora tan a gusto en primera línea porque se había separado de su mujer.

En un primer momento, ni siquiera había dado crédito a esta sensación: la separación nunca había sido antes motivo de alegría o alivio. Pero tres semanas atrás, en Moscú, cuando en el Estado Mayor de la circunscripción se recibió la orden de la movilización general y toda su cabeza y todo su pecho quedaron invadidos únicamente por el problema común al conjunto del país, Vorotíntsev advirtió cómo por entre los peñascos de la guerra se deslizaba cual una irisada lagartija este pensamiento: ahora, como es lógico, se vería apartado por largo tiempo de su mujer, descansaría de ella.

¿De su mujer, a la que amaba? ¡No lo habría creído! Ocho años atrás había llevado al altar a aquella etérea maravilla blanca con el único temor de que ella pudiera volverse atrás en el último minuto; ¡no lo habría creído!

Se conocieron a raíz de su regreso de la guerra contra el Japón, cuando se hallaba poseído del particular entusiasmo posbélico de vivir: ¡Me he salvado! ¡Ahora viviré largamente! ¡Ahora quiero ser feliz! ¡Ha llegado el momento de casarse! Y desde el primer paso que dio hacia ella y le besó la mano, desde la primera palabra que le oyó decir, lo decidió: ¡es ella, es ella! —cuando todavía sin tener conciencia la miraba, la comparaba con cuantas la rodeaban—, es la única, la mejor de la tierra; ha sido creada para mí. Ella no lo comprendió así de buenas a primeras, su declaración la recibió con cierto coqueteo, sin decidirse a darle el sí, ¡pero él lo comprendió al instante!

Sus primeros años de matrimonio coincidieron con el período de intenso trabajo de la Academia, que le ocupaba todo el tiempo, de una extraordinaria tensión mental, a que obligaba la absurda cantidad de asignaturas en cada curso: todas las militares, algunas de matemáticas, dos idiomas, dos derechos, tres historias, hasta eslavo antiguo y geología, y luego tres tesis escritas. Eran también los mejores años de la propia Academia, cuando fueron retirados los trastos viejos (no todos y no por mucho tiempo…), cuando la leyenda de la innata invencibilidad de los rusos era sustituida por un paciente trabajo.

¡Aunque la Academia le absorbía hasta tal punto, qué felices transcurrían sus tranquilas tardes en las dos pequeñas habitaciones del canal de Catalina! Con la paga de ochenta rublos, a veces no les llegaba el dinero para ir al teatro o a un concierto, y el tiempo casi nunca alcanzaba, así que se quedaban en casa, ¡tanto más dulce resultaba! Fueron los felicísimos años de la compenetración, de la comprensión: uno empezaba una frase y otro la terminaba, o la empezaban los dos al mismo tiempo. Una felicidad constante y diaria, sin explosiones ni conmociones, el corazón lo había encontrado ya todo, él sentado a la mesa escritorio y ella en la habitación vecina, tocando el piano o recostada en el diván, un reposo asentado sobre firmes bases que del mundo de las inquietudes excluían las inquietudes del corazón. No tuvieron suerte con el niño, no hubo después un segundo, pero ni siquiera esto hacía surgir nube alguna. Completamente convencidos, Gueorgui y Alina se decían que su amor había venido del cielo y era eterno.

Un amor como ese podía depender muy poco del género de vida, de lo que ocupaba las horas de servicio o de si vivían en Petersburgo o en una apartada guarnición. Pero cuando el grupo de Golovín fue disuelto y vinieron los traslados a alejadas guarniciones, luego, en Moscú, en el nuevo modo de la vida moscovita, Vorotíntsev comenzó a advertir poco a poco que se habían equivocado, que habían perdido algo.

¿Qué había ocurrido? ¿Por qué la piel parecía más dura y no sentía ya cada movimiento del último cabello? ¿Por qué no coincidían ya los comienzos de las frases ni la continuación de las ya empezadas? ¿Por qué no le producían ya temblor y se le hacían simplemente indiferentes las suaves, etéreas y perfumadas prendas de su ropa? No le causaban sensación alguna. ¿Por qué en el beso los labios dejaban de ser lo más necesario y tierno y resultaba más cómodo besar en la mejilla?

En la cama, observaba con asombro, las funciones se cumplían como un trabajo mecánico, sin la viveza de antes, sin la frescura de otros tiempos. ¿Es que ya no necesitaba nada? ¿Era ya viejo antes de llegar a los cuarenta? Unos mismos actos, realizados con un espíritu práctico, para mantener la limpieza. Y demasiado pronto, incluso sin hacer una pausa para guardar las apariencias, ella le pedía que le librase cuanto antes de su peso o, en tono indiferente, hablaba de un asunto a fin de no olvidarlo más tarde. O bien se compraba un camisón feo, de grueso fustán. «No me agrada». «No importa, me abriga mucho».

Por lo demás, en cada árbol, a todo cuanto crece le ocurre lo mismo: se hace leñoso, más duro. Inevitablemente, cualquier amor se hace leñoso, cualquier matrimonio experimenta la sensación de cansancio. Evidentemente, es algo necesario: la viveza y la necesidad del amor deben debilitarse con los años. Por eso se dice: come cuando tienes hambre y ama cuando eres joven. (Pero cuando es joven, al hombre de talento no le queda tiempo para amar, tiene que dedicarse a lo suyo, Gueorgui lo vio ya al sentir su primer amor en los años del gimnasio). A los cuarenta años nos quedan otras muchas sensaciones: la mañana con los campos cubiertos de rocío la percibimos con la misma pasión que en la juventud, y lo mismo que a los veinte años salta uno al caballo, y con la emoción de la coincidencia o con indignación escribe uno sus acotaciones al margen de las obras de Schlieffen.

Alina sigue queriendo que le cuente todo: de distintos oficiales, de lo que ha leído, de lo que piensa; para eso se acomoda en el diván, para que él se siente a su lado y le hable. Pero va creciendo el número de apellidos, de nuevas ideas y de libros; es un enorme grumo que gira como la Tierra, y el cráneo de Vorotíntsev apenas si puede contenerlo todo, mientras que Alina no lo guarda en su memoria, olvida los apellidos y lo que ya le contó; pregunta una segunda y una tercera vez seguidas y esto resulta aburrido, es una pérdida de tiempo, una pérdida de ritmo; además que, se advierte, ya ha dejado de interesarle. Y él elude estas conversaciones. Ella se enfurruña.

Un descontento trae consigo otro, un tercero. Ella encuentra en él nuevos rasgos desagradables: falta de atención hacia la gente, accesos de mal humor, sólo se ocupa de su persona y sus asuntos; y todo esto lo repite con insistencia, con el sentimiento de que le asiste por completo la razón y hasta con dureza. ¿Será verdad que le han aparecido estos rasgos? Gueorgui promete vigilarse. Pero cada llamada de atención deja un sedimento, una pesada sensación.

Y ahora, al apartarse de su mujer, todo se había hecho al momento más ágil, más sencillo, sin tantas preocupaciones. ¡Si siguiera así! No experimentaba el deseo de recibir cartas, de revivir los pormenores de la vida doméstica de Moscú. No había descubierto nada malo en Alina, no, no se había desilusionado, pero deseaba esta lejanía, deseaba vivir separado de ella.

En general, cualquier mujer hace valer demasiados derechos sobre «su» marido, y no pierde la ocasión de ampliarlos en cuanto puede. Una vez esto significa para uno un placer, otra vez puede soportarse, pero acaba por hacerse pesado.

En general, todo este amor, todas sus emociones y vivencias, todos los minúsculos dramas personales alrededor de él constituyen algo que las mujeres exageran mucho, que los poetas paladean demasiado. Un sentimiento digno del pecho varonil sólo puede ser un sentimiento cívico, o patriótico, o que afecta a la humanidad entera.

O acaso, simplemente, llevaba mucho tiempo sin moverse. La vida familiar no se ha hecho para el guerrero. Debía recibir una oleada de aire fresco.

Seguía avanzando por el camino envuelto en las sombras de la noche. Las fuertes y ágiles patas de su potro medían y tanteaban estas infinitas verstas que separaban el Estado Mayor del Ejército y los Cuerpos, estas seis terribles jornadas.

¡No, así no se hace la guerra! La hicieron en otros tiempos, pero ya no les dejarían hacerla así…

Y el enemigo seguía sin aparecer, ¡como si se hubiese hundido en el suelo!

¡Sí! —le asaltó de pronto—. ¿Y estos telegramas sin cifrar? ¿Era esto posible? Habría sido mejor no disponer de este recurso en absoluto, todo antes de que cayera en manos tan negligentes.

Muy por delante de los jinetes con sus galopadas, en la profunda oscuridad de un país extraño, desprendiendo invisibles chispas, se iba perdiendo la fuerza del Segundo Ejército ruso.