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Proporcionaron a Vorotíntsev un buen potro bayo y, para acompañarle, un cabo, que montaba una yegua. Al salir de una ciudad siempre hay que hacer muchas preguntas, pero el cabo conocía el camino. En la templada y tranquila noche le molestaban el capote y el portaplanos, por lo que Vorotíntsev los puso sobre la silla, para sentirse más ligero.

No esperaba grandes cosas en el Estado Mayor del Segundo Ejército, pero, sin embargo, no creía que fuesen tan mal. Era como una ley aprendida de memoria, pero Vorotíntsev siempre tropezaba con ella: al ir a un Estado Mayor, y tanto más cuanto más alto era, siempre debía encontrar gentes ambiciosas, que no pensaban más que en ascensos, hombres osificados, aficionados a vivir una vida tranquila, a comer y a beber hasta hartarse. Estos hombres comprendían el ejército como una escalera cómoda, reluciente y alfombrada, en cuyos peldaños entregaban estrellas y estrellitas. Ni siquiera llegaban a pensar en serio que esta escalera significa más obligaciones que una recompensa, que en el mundo existen conocimientos militares y que estos cambian cada diez años, por lo que hay que estudiar, renovarse constantemente, no quedarse atrás. Si el propio ministro de la Guerra se vanagloria de que en los treinta y cinco años transcurridos desde su salida de la Academia no ha leído ni un solo libro de temas militares, ¿qué va a hacer el resto? Una vez conseguidos los entorchados de general, ¿qué más se puede alcanzar? Porque la escalera está construida de tal modo que por ella suben no los hombres enérgicos, sino los que carecen de voluntad; no los inteligentes, sino los que cumplen puntualmente las órdenes. Si en tus acciones te has atenido estrictamente a los reglamentos, a las directrices, a las órdenes, y a pesar de eso sufres un revés, conoces la derrota, has retrocedido, te han aplastado, has salido corriendo, ¡nadie te acusará! Y no tienes que buscarte quebraderos de cabeza tratando de encontrar la causa de la derrota. Pero ay de ti si no te has atenido a las órdenes, si has obrado con arreglo a tu propia inteligencia, en un valeroso impulso: entonces, probablemente, no te perdonarán ni siquiera el éxito, y si fracasas no te dejarán hueso sano.

Lo que mataba al ejército ruso era el escalafón, el cómputo por nadie discutido y que todo lo regía de los años de servicio y los ascensos por antigüedad. Si no habías incurrido en culpa alguna, si los jefes no se habían enfadado nunca contigo, el mismo correr del tiempo te traía en el plazo previsto el siguiente grado, tan deseado, y con él, el correspondiente destino. Y puesto que todo esto se aceptaba como algo tan natural y lógico como el movimiento de los astros en el cielo, el coronel y el general trataban de saber del coronel y el general no a qué combates había asistido, sino el año, mes y día de su último ascenso y, por consiguiente, en qué fase se encontraba para pasar al siguiente destino.

Así había llegado Yanushkévich a jefe del Estado Mayor General, y Postovski a jefe de Estado Mayor de un Ejército. ¿Quién iba a abarcar, en estas condiciones, los rápidos cambios de la guerra que acababa de iniciarse, los sensibles nexos que los unían?

El Segundo Ejército había emprendido una maniobra digna de Suvórov: ¡una marcha rapidísima, cortar la Prusia Oriental, aturdir a Alemania con este comienzo de la guerra! Y la empezaba de cualquier manera. ¡El reconocimiento!… Esperaban los partes del Estado Mayor del Frente, los cuales se remitían a «palabras de la población civil». El propio Samsónov nunca se había distinguido a la hora de buscar información, su caballería no había sabido encontrar a la infantería japonesa a una distancia de veinte verstas; esto lo sabían los alemanes, escribían de ello, en Petrogrado había aparecido ya la traducción rusa. Sabían a quién tenían enfrente y no esperaban que les presionasen. La escuela de Kuropatkin, la «paciencia» revestida de una aureola, nos atenemos a las enseñanzas de Kutúzov… ¡Unos asnos!… Cercar al enemigo —¡y qué enemigo!— sin tener más noción de lo que el cerco significa que la que el oso tiene de cómo hay que doblar el arco empleado en el aparejo de un carro… Ese arco puede saltar y golpear en la frente.

Y lo de Orlau, ¿qué victoria era esa? Habían perdido dos mil quinientos hombres, no habían perseguido al enemigo, habían comprobado que este no estaba donde lo buscaban y seguían avanzando en la dirección de antes, en una dirección falsa. ¡Victoria! ¿Qué otro mando, a excepción del ruso, puede mostrar tal entusiasmo por un pequeño éxito?

El cabo, sin equivocarse, le llevó exactamente al puente de piedra tendido sobre el Narew. (Si pudiera colocarse más cómodo en la silla… No resistiría cien verstas, iba a tener que dar la vuelta).

Por otra parte había un camino que también llevaba al puente; al parecer, se trataba de un rodeo, dejando a un lado Ostroleka, para que el traqueteo de los convoyes que iban desde la estación del ferrocarril a la carretera de Janow no molestase al Estado Mayor del Ejército. Todos los carros, tirados por dos caballos, eran exactamente iguales, todos iban muy cargados con sacos y cubiertos con lonas. Al parecer, el convoy acababa de ponerse en marcha, los conductores no se habían sentado en los carros, marchaban a su lado (en una ciudad donde había un Estado Mayor podían tropezar con cualquier oficial: ¿por qué fatigáis así a los caballos con una nueva carga?), a veces iban dos juntos, uno fumaba, otro lanzaba una imprecación, pero sin muestras de enfado, se les veía contentos. Les agradaba incluso ponerse en camino en una noche sin luna, pero tranquila, que a cualquier paisano habría puesto de mal humor. Con los caballos bien comidos, lo mismo que ellos, sin prever peligro para sus personas en los próximos días (estaban aún a dos jornadas de la frontera) y todos ellos fuertes —habrían podido servir perfectamente en infantería—, meneaban, sin necesidad, ampliamente los brazos y uno hasta se las ingeniaba para bailar en el empedrado, haciendo reír a sus compañeros.

—Se ve que no has bailado bastante con tu moza…

—Es una verdadera lástima, hermanos —se justificaba el bailarín sin que en la voz se percibiera la menor queja—. Me he perdido la mejor noche…

—Verás lo que puedes hacer, Onishka —le aconsejaba un tercer conductor—. Tu caballo tordo podrá llevar sólo la carga siguiendo a los míos; tú desengancha el bayo, pídele permiso al sargento, da la vuelta y acabas tus cosas… Nos alcanzarás antes de que se haga de día… Así tendrás un hijo más que cuide de ti cuando llegues a viejo…

Echaron a reír ruidosamente. Pero se callaron al ver un jinete montado en un potro de pura sangre que les adelantaba por el puente.

Las bromas de los soldados son lo que más tarda en cambiar en el ejército. Cambian más despacio que las armas, que los uniformes y los reglamentos. Esta broma la había oído Vorotíntsev en la guerra contra el Japón. Seguramente, bromas de este género se gastaron también en la guerra de Crimea y entre las milicias populares de Pozharski[9]. Divertían no por su contenido, sino por la animosa alegría con que eran gastadas.

Este alegre y despreocupado espíritu de los conductores vino muy a propósito para Vorotíntsev, sumido en sus sombríos pensamientos. Después de pasar el puente se detuvo y, sin necesidad alguna, llamó a un sargento que corría a lo largo del convoy lanzando grandes gritos a los conductores del carro de cabeza. El sargento, sin cesar de correr, volvió los ojos y a la escasa luz de las estrellas y de la cinta del río que separaba la tierra del cielo, vio que se trataba de un oficial de Estado Mayor; frenó de pronto su carrera y los últimos pasos por la revuelta tierra los hizo como si estuviera haciendo la instrucción, deteniéndose a la distancia reglamentaria como si para eso hubiera estado corriendo todo el camino.

—¿De quién es el convoy?

—¡Del XIII Cuerpo de Ejército, señoría!

—¿Cuánto tiempo hace que salisteis de la estación?

—Cinco días, señoría.

—¿Qué lleváis?

—Galleta, alforfón y mantequilla, señoría.

—¿Y pan?

—No, señoría.

¡Ya en estas torpes «señorías» invertían los soldados un tiempo intolerable en una guerra del siglo XX! Pero Vorotíntsev no era quién para apear el tratamiento. Puso el caballo en marcha, seguido del cabo. El sargento dio todavía la vuelta con arreglo a las ordenanzas y sólo después reemprendió el trote, levantando aún más la voz contra los conductores del carro de cabeza.

¡La estación de Ostroleka se encontraba a una versta y ellos llevaban ya cinco días de marcha! ¡Cinco jornadas a la espalda y otras seis por delante! Y en seis jornadas el transporte del Cuerpo no podía dar una vuelta completa. Ni el del Ejército. Por muchas flechas indicadoras del movimiento de las divisiones que se dibujasen en los mapas de los Estados Mayores, era con estas ruedas de carro con lo que se decidía, sin ruido, la suerte de la batalla.

Sin embargo, estos alegres y fuertes soldados, declarados inútiles parciales; este bravo sargento; los vigorosos caballos; la lona preparada en previsión de lluvia, y el bien herrado potro que enseñaba los dientes bajo su silla cuando la yegua del cabo se retrasaba: todo esto hacía que Vorotíntsev se sintiese más alegre que a la salida del Estado Mayor. Rusia era fuerte, inagotable incluso con cabezas estúpidas. Y la fuerza de este sentimiento redoblaba sus propias energías.

El empedrado terminaba con el puente, pero el camino resultaba bueno para los cascos. Serpeaba bajo las estrellas, destacando claramente como una cinta que daba suaves vueltas, elevándose unas veces y bajando otras; serpeaba por el país tranquilo y dormido con las últimas luces que se iban apagando, con los misterios del oscuro follaje a los lados. No había nada que preguntar. Siguieron adelante a buena marcha, pero sin espolear mucho a sus monturas para no fatigarlas antes de que se hiciera de día.

En aquel animoso movimiento por una región oscura, tranquila y silenciosa encontró Vorotíntsev la magnífica sensación de ligereza que conoce cualquier hombre de armas (no, el soldado en muchas menos ocasiones; precisamente el oficial, quien vive sólo para la guerra), cuando los débiles hilos que le sujetaban al lugar de residencia habitual se han roto por completo, el cuerpo pide pelea, las manos quedan libres y sienten agradablemente el peso del arma, mientras la cabeza está ocupada por la misión concreta que se le ha encomendado. Vorotíntsev solía experimentar esta sensación, le agradaba y solamente entonces era cuando podía comprender por entero que estaba haciendo la guerra. Para estos momentos, precisamente, vivía; para ellos había sido creado.

Por eso no podía trasladarse en tren cruzando por Varsovia: debía tocar el suelo por el que los Cuerpos habían pasado, de lo contrario no comprendería nada. Porque el oficial valiente, decidido y reflexivo, no es todavía un auténtico oficial. Necesita sentir constantemente las fatigas y necesidades del soldado, que sus hombros sientan también el peso hasta que todos los soldados han acabado de librarse de las mochilas para pasar la noche; que ni la comida ni el agua le pasen por la garganta si una compañía siquiera ha quedado en la división sin agua y sin comida.

Vorotíntsev necesitaba tocarlo porque le seguía quemando con un fuego abrasador la guerra contra los japoneses, hacía ya diez años que le quemaba sin llegar a calmarse. La insensata sociedad rusa podía alegrarse de esa derrota, lo mismo que el niño que no razona y se alegra al verse enfermo porque así no le obligarán hoy a hacer o comer algo, sin comprender que esa enfermedad puede convertirle en un inútil para toda la vida. La sociedad podía alegrarse y cargar todas las culpas sobre el zar, sobre el zarismo, pero los patriotas sólo podían lamentarlo y entristecerse. Dos o tres derrotas seguidas como esa y el espinazo se quedaría torcido para siempre, llevando a la desaparición a una nación milenaria.

Dos ya se habían producido —la de Crimea y la del Japón—, con el intermedio, no tan glorioso ni tan grande, de la campaña contra los turcos. Por eso la guerra que acababa de iniciarse podía ser o el comienzo del gran renacer ruso o el fin de Rusia, cualquiera que fuese. Por eso los errores de la guerra contra los japoneses escocían ahora particularmente a los militares auténticos, que hacían esfuerzos, temblando de que pudieran repetirse.

Necesitaba tocar lo que ocurría en Prusia Oriental un día tras otro y una hora tras otra; lo necesitaba particularmente Vorotíntsev porque era uno de los pocos oficiales de Estado Mayor que habían tenido acceso a los planes generales de la guerra y a la redacción de proyectos concretos en los que luego, durante varios años, habían puesto sus firmas y autorizaciones generales y Grandes Duques: tres años más tarde las «Consideraciones» habían sido reproducidas en contados ejemplares numerados, guardadas en cajas fuertes y que se daban a leer a quienes correspondía.

Precisamente después de la guerra contra el Japón, cuando en el ejército, escocido por la derrota, se producía el «renacimiento militar» (en el Estado Mayor General el general Palitsin, en el Consejo de Defensa, Nikolai Nikoláievich), en la Academia de Estado Mayor se creó un reducido grupo de militares conscientes de lo que el siglo XX significaba en el aspecto castrense, en el que ni los estandartes de Pedro I ni la gloria de Suvórov podían robustecer a Rusia, depurarla, ayudarle, cosa que sólo podía hacerse con unos recursos técnicos modernos, con una organización moderna y una inteligencia rápida y en ebullición.

Sólo esta estrecha hermandad de oficiales del Cuerpo de Estado Mayor y, acaso, un puñado de ingenieros sabían que el mundo entero, y con él Rusia, sin darse cuenta, sin advertirlo, se había deslizado hasta la Edad Contemporánea, cómo habían cambiado la atmósfera del planeta, el oxígeno que la integraba, la velocidad de combustión y todos los resortes de relojería. Rusia entera, desde la familia imperial hasta los revolucionarios, pensaba ingenuamente que respiraba el oxígeno de antes y vivía en la misma tierra de antes, y sólo un puñado de ingenieros y militares se había dado cuenta de que el Zodíaco ya no era el mismo.

Mientras en el país se construían barricadas, eran convocadas y disueltas las Dumas, se promulgaban leyes de excepción y se buscaban místicas salidas en el más allá, este grupo de capitanes y coroneles, llamados en broma jóvenes turcos (y con un débil y lejano matiz, acaso se les pudiera denominar decembristas…)[10], había tomado conciencia de sí, leía a los generales alemanes y reunía fuerzas, sin ser perseguido por nadie, pero sin que nadie lo considerase necesario, después de que en el año ocho fuera reemplazado Palitsin y apartado el Gran Duque. Apenas constituido, el grupo se desintegró, pues sus elementos no podían permanecer eternamente en la Academia, y no se había creado un Estado Mayor único para ellos; tuvieron que pasar a ocupar los destinos que les habían asignado a cada uno en diferentes guarniciones, y acaso no volverían a verse, aunque en cualquier sitio se sentían como parte de un todo, como una célula del cerebro militar ruso. Se mantenía aún el núcleo de los «jóvenes turcos», el grupo del profesor Golovín, pero el año anterior se había apoderado de la Academia el astuto Yanushkévich, y los últimos oficiales que permanecían juntos fueron también dispersados. Ninguno de ellos adquirió un poder real, ni a uno solo se le dio siquiera el mando de una división (Golovín —estratega a escala europea— fue nombrado jefe de un regimiento de dragones), pues había muchos que hacían cola en el escalafón, con arreglo a la antigüedad de los mediocres y a las protecciones de la Corte. Pero entre sí y ante sí, eran ahora responsables del futuro del ejército ruso y, dispersos sobre todo en las secciones de operaciones de los Estados Mayores, con la exactitud de sus estudios y el vigor de convicción de sus propuestas, esperaban dar la vuelta a todo el ejército en el sentido necesario.

Precisamente ellos, sin destino y sin derechos, recogieron el guante del emperador Guillermo. Precisamente ellos —no los barones del Báltico no los allegados de la emperatriz, no los generales con iconostasios de condecoraciones desde el cuello hasta el ombligo— ellos y sólo ellos, conocían al enemigo. ¡Y lo admiraban! Sabían que el ejército alemán era en aquellos momentos el más fuerte del mundo, un ejército poseído de un gran sentimiento patriótico, un ejército con un excelente aparato de dirección; un ejército que había unido lo que no podía unirse: la rígida disciplina prusiana y la móvil autonomía europea. Oficiales idénticos al puñado de nuestros oficiales de Estado Mayor eran en él muy abundantes, tenían fuerza, gozaban de poder y hasta ostentaban el mando de Ejércitos. Y los jefes de Alto Estado Mayor no cambiaban allí, como en nuestro país, que en nueve años habían sido sustituidos seis veces, sino que a lo largo de medio siglo sólo había habido cuatro, y ni siquiera cambiaban, sino que heredaban el cargo: a Moltke el viejo le había sucedido Moltke el joven. Y el «Reglamento de dirección de las tropas en campaña» no era aprobado allí dos días antes de la movilización general, como había ocurrido en nuestro país, que lo fue el 16 de julio. Y un programa de armamento proyectado para siete años no se adopta tres semanas antes del comienzo de la guerra.

Cierto, habría sido preferible mantenerse en «eterna alianza» con Alemania como pedía y ansiaba Dostoievski. Habría sido preferible desarrollar y robustecer nuestro pueblo como Alemania el suyo. Pero se debía hacer la guerra y el orgullo de nuestros oficiales de Estado Mayor residía en hacerla dignamente.

Dignamente significaba: no sólo comprender y ejecutar de la mejor manera las breves misiones de este día y de esta noche, sino comprender y comprobar sus propios orígenes, sus bases: ¿era necesario atacar aquí? Y más aún, ¿era necesario atacar, en términos generales?

Era la doctrina del Alto Estado Mayor alemán: ¡atacar a toda costa! Alemania tenía razones para elegirla. Podían adelantársele los franceses. También podían adelantársele los nuestros: ¡Sólo adelante! ¡Siempre adelante! ¡Qué hermoso! Hasta el vacuo de Sujomlínov lo comprendía. Pero en la ciencia militar hay un principio que debe ser tenido en cuenta por encima de todo: que la misión se ajuste a los recursos.

El tratado con los franceses nos dejaba en libertad para elegir las direcciones operativas. Durante años enteros se estuvieron confrontando las dos que naturalmente se ofrecían: contra Austria y contra Alemania. La frontera con Austria no ofrecía grandes obstáculos, mientras que los lagos de Prusia se prestaban a la defensa y significaban una barrera para la ofensiva. Atacar a Alemania requería muchas fuerzas y las esperanzas de esta ofensiva eran escasas. Atacar a Austria prometía grandes éxitos, la derrota de todo su ejército, de todo el Estado, dejando atrás media Europa, al mismo tiempo que la fácil defensa contra Alemania se encomendaba a unas pocas fuerzas, contando también con la falta de caminos de la región fronteriza y con la vía ancha de nuestros ferrocarriles. Así quedó decidido. Así se preparó Palitsin, así se concibió la cadena de fortalezas de Kovno-Grodno-Osovets-Novogueórguievsk.

(Y el caballo de Vorotíntsev, hundiéndose cada vez más en el arenoso camino, confirmaba: por eso no se construyó aquí ni un solo ferrocarril, ni una sola carretera).

Pero llegó Sujomlínov al Estado Mayor General y con la ligereza de la ignorancia (¡tan parecida a la energía!), concilio la disputa de las direcciones: ¡mantendremos la ofensiva en los dos puntos simultáneamente! De las dos variantes eligió la peor, se decidió por ambas. Y Zhilinski, que lo había reemplazado, prometió a los franceses dos años antes, por encima de los compromisos del tratado, en su nombre, como si llevase la voz de Rusia: mantendremos sin falta la ofensiva contra Alemania, ya sobre Prusia, ya sobre Berlín. Y así, nuestra gallardía y nuestro honor nos llevaban ahora a no engañar a los aliados.

Y después de haber puesto en claro las razones originarias, haz la guerra dignamente

Pero el o lo uno o lo otro es algo que fatiga a la mente del ruso; ¿qué es eso de contra Prusia o contra Berlín? ¡Era más sencillo lanzarse contra lo uno y contra lo otro! Y en aquellos mismos días en que el Primero y el Segundo Ejércitos empezaban a entrar en Prusia y toda la batalla estaba aún por delante, en los escritorios del Cuartel General formaban ya el Noveno Ejército, que debía avanzar sobre Berlín. Para esto (sin que el pobre Samsónov lo supiera) le habían retirado el Cuerpo de la Guardia y no le permitían llevar el de Artamónov más allá de Soldau.

Pero esto no era todo. El año anterior Zhilinski había prometido a Joffre, a expensas de Rusia, que acortaría generosamente el plazo: empezaremos, dijo, con nuestra completa falta de preparación, no a los sesenta días de decretarse la movilización, sino a los quince. Porque cuando los amigos se encuentran en un apuro, hay que meterse en el fango, y no se sabía cuándo los ingleses se iban a decidir a pasar el estrecho.

Pero si en la vida privada la amistad no debe llegar al extremo de hacer que uno se tienda en el suelo para que lo pisoteen —cosa que nunca se agradece—, tanto menos debe hacerse en la vida del Estado… ¿Recordaría Francia largo tiempo este sacrificio de los rusos?

Pero tú haz la guerra dignamente.

Ciento cincuenta verstas más allá, tras la oscuridad de la noche, tras un terreno que no había visto nunca más que en el mapa, tras el balanceo de la fuerte cabeza de su potro y tras la redondez de la tierra en un grado de latitud, Vorotíntsev suponía, sentía, se imaginaba y simplemente veía a docenas de oficiales de Estado Mayor como él, sólo que alemanes, que avanzaban a través de la noche por firmes carreteras, en rápidos automóviles, unidos por una densa red telegráfica, que junto con los planos tenían datos exactos de su información, de dónde estaban clavados los alfileres y dibujadas las flechas indicadoras de dónde veníamos y a dónde íbamos; estaban los sensatos y comprensivos generales, las decisiones adoptadas en cinco minutos y de conformidad con el sentido común. Detrás de él se encontraban Zhilinski con su colgante sotabarba y sus bigotes caídos; Postovski con sus ordenadas carpetas de papeles cuyos datos se referían a tres días antes; Filimónov con su estéril energía de lobo, que la reservaba para sí; Samsónov, lento y envuelto en dificultades. Por delante estaban los Cuerpos perdidos en los arenales y lagos; y en vísperas de este tremendo choque, Vorotíntsev sólo podía, con su memoria de fuego, echar una mirada al plano y espolear al potro, aunque no demasiado, para que no se le quedase en el camino.

¡Darse prisa! Claro que tuvieron que darse prisa en esta operación, y no empezar haciendo que las tropas avanzasen a pie desde Belostok. Tenían que darse prisa, pero no la prisa del clown en el circo, sin perder las botas y los pantalones, apretándose antes el cinturón y atándose los cordones. ¿Y cómo se pudo empezar con una diferencia de siete días, mandar a Rennenkampf cuando Samsónov todavía no estaba dispuesto? Todo el sentido del plan se venía abajo.

… Ni siquiera quedaba tiempo para conversar con el cabo. Cruzaban pueblos y aldeas, a veces había a quién preguntar, a veces Vorotíntsev acercaba la luz de la linterna al plano y se daba cuenta él mismo del punto en que se encontraba. Durante dos horas sus pensamientos fueron tensos, luego se hicieron confusos: el Cuerpo de Blagovéschenski, que tanto se había desviado a la derecha, como si, en efecto, perteneciese a Rennenkampf; que a juzgar por los apellidos de los generales —Von Torklus, barón Fitingof, Richter, Stempel, Minguin, Sirelius, Ropp—, de ningún modo se podía considerar ruso el Segundo Ejército, y aún, aquella misma primavera había sido puesto bajo el mando de Raus von Traubenberg, para que también sonase a alemán; el general ruso Artamónov, hacia cuyo Cuerpo se dirigía y de quien al día siguiente podía depender todo el honor de Rusia. Artamónov era de la misma edad que Samsónov, y ya por esto le molestaría servir a las órdenes de este último. Artamónov había permanecido largo tiempo en Estados Mayores, «para misiones especiales» y «a disposición»; sin que se supiera la razón, había sido comandante de la fortaleza de Cronstadt, aunque pertenecía al ejército de tierra, incluso fue jefe de los trabajos de fortificación, y ahora se hallaba al mando de un Cuerpo de Ejército.

Los alemanes tomaban nota de todo esto, tomaban nota y se reían: el Estado Mayor General de estos rusos ni siquiera sabe lo qué significa la especialización militar. Para ellos, todo lo que no sea caballo o cañón es infantería…

Vorotíntsev pensó también en el coronel Krímov, otro oficial de Estado Mayor, que ya había acudido al I Cuerpo y acaso corrigiese ya los defectos, aunque acaso no los viera y contribuyese a agravar la situación. Personalmente no se conocían. Pero al salir del Cuartel General, Vorotíntsev había mirado en el escalafón de generales y coroneles el lugar que ocupaba cada uno de los que ahora iba a encontrar. Krímov tenía cinco años más que Vorotíntsev y le aventajaba otros tantos en el grado de coronel. Podía llegarse a la conclusión de que en su hoja de servicios había altibajos: había ascendido con esfuerzo a fines de siglo, durante año y medio pudo tener a su cargo una batería, y luego sus avances no fueron más brillantes. No obstante, pudo llegar a la Academia y terminar los estudios en vísperas de la guerra contra el Japón. Al parecer, allí se había portado con valentía, cada combate de los que participó había significado para él una condecoración. Luego pasó de nuevo cinco años dormido como oficinista y jefe de sección en el sector de movilización del Estado Mayor General. Había escrito algo sobre las tropas de reserva, todo esto era necesario para un gran ejército, pero seguía preguntándose: ¿resulta todo ello compatible en un mismo oficial?

El camino se extendía sin fin en la noche estrellada y fría. A veces corría entre dos filas de árboles, a veces por un terreno desnudo, pero siempre entre arenales. Quedaban atrás las negras y suaves sombras de las alquerías, los brocales de los pozos, los altos crucifijos que se levantaban a un lado del camino. El sueño de la Polonia septentrional era tranquilo y pacífico, no tenía nada que ver con la guerra. Cierto, en dos aldeas se habían detenido unos convoyes para pernoctar y los centinelas les dieron el alto. Pero nadie les adelantó, no se cruzaron con nadie. Los caballos se fatigaban, pero mayores muestras de cansancio se veían en el cabo. De madrugada, Vorotíntsev pensó en dar un pienso a las monturas, dormir un par de horas, hacer volver al cabo y seguir solo el camino.

Poco a poco sus pensamientos se fueron apagando, no le abrasaban, no danzaban tan rápidamente, no se empujaban unos a otros. Eran ya completamente distintos, y ahora resultaba agradable ponerlos en claro, meditar cada cuestión hasta el fin en el largo y tranquilizador movimiento de la noche.

A Vorotíntsev no le preocupaba en absoluto pasar esta noche en vela, el largo camino que le aguardaba al día siguiente y, acaso, la insensata semana que iba a venir a continuación, pues así prometía ser la batalla de Prusia, y es posible que con la muerte por añadidura. Tal era su suerte. Eran sus días supremos, los días para los que vive el oficial profesional. Pero no sentía pesadez alguna, se notaba ligero, con alas, y no podía ser de otro modo: tanto si durmiera como si no durmiese, si comiera como si no comiese.