11

Samsónov no esperaba nada bueno ni provechoso de este coronel del Cuartel General: otro inútil enviado para hacerle ver hacia dónde debía orientar la ofensiva. De antemano sabía que el recién llegado no iba a agradarle, porque el buen oficial presta servicio en una unidad, y no va metiendo las narices de un Estado Mayor a otro.

Pero cuando en el despacho del comandante en jefe, a donde todos se habían trasladado, el recién llegado entró después de pedir permiso sin la menor muestra de adulación ni de insolencia, cuando le vio dar varios pasos por el despejado centro de la pieza conforme mandan las ordenanzas, pero sin prestar atención y sin recrearse, Samsónov, contrariamente a la idea que se había hecho, llegó a la conclusión de que en este oficial de cerca de cuarenta años no había nada que le fuera desagradable. Y desde el otro lado de la ancha mesa, tras la que se había aposentado para dar mayor seriedad al acto, el comandante en jefe se puso en pie.

—¡Se presenta el coronel de Estado Mayor Vorotíntsev! Del Cuartel General del Alto Mando. Soy portador de una carta para su excelencia.

Sin movimientos espectaculares y sin dificultad alguna, Vorotíntsev sacó un sobre del portaplanos y lo ofreció a quien deseara hacerse cargo de él.

Postovski lo tomó con un gesto de recelo.

—¿De qué trata? —preguntó Samsónov.

Sin tanta tensión como al principio, mirando con creciente sencillez a los ojos del comandante en jefe con los suyos, también grandes y claros, Vorotíntsev dijo:

—Al Gran Duque le preocupa la escasez de noticias que tiene de los movimientos de su Ejército.

¿Para eso enviaba el Comandante Supremo un oficial al Estado Mayor del Ejército, prescindiendo del Estado Mayor del Frente? Esto podía resultar halagador a un novato. Samsónov replicó, moviendo apenas los pesados labios:

—Creí que era digno de más confianza por parte del Gran Duque.

—¡Se lo aseguro! —se apresuró a exclamar el coronel—. La confianza del Gran Duque no ha disminuido lo más mínimo. Pero el Cuartel General no puede estar tan poco, tan poco informado de la marcha de las operaciones. Al mismo tiempo que yo era enviado, salía otro oficial para entrevistarse con el general Rennenkampf. El Estado Mayor del Primer Ejército incluso de la batalla de Gumbinnen sólo informó cuando la victoria era indudable y todo había terminado.

La mirada del recién llegado era tan serena, tan franca, que parecía como si lo único que allí esperara fuera la confirmación de una victoria que se había mantenido medio oculta.

La victoria existía, Samsónov podía exhibirla. Pero esto sería una inmodestia, y no a causa de la victoria se había presentado el mensajero del Mando Supremo. Había acudido para corregir sobre la marcha, para instruir, para reprochar. En quince minutos era imposible hacerle ver toda la complejidad de circunstancias que se habían acumulado alrededor de cada Cuerpo, alrededor del Ejército todo, y en la cabeza de su comandante en jefe incluso era inútil iniciar la conversación. Era preferible ir a cenar como Filimónov proponía celosamente al coronel.

No obstante, Samsónov preguntó con voz fatigada y amable:

—¿Qué es lo que le interesa concretamente?

Pero el recién llegado poseía una mirada rápida y que abarcaba mucho. Ya había sabido hacerse cargo de la habitación, en la que todo estaba tan bien montado como si el Estado Mayor del Segundo Ejército tuviera la intención de quedarse en aquella casa durante toda la guerra; y también de los dos generales que debían personificar el cerebro del Ejército: el jefe del Estado Mayor y el general aposentador (seguía en pie la polvorienta tradición de llamar aposentador al jefe de la Sección de Operaciones, al hombre que era el auténtico cerebro; tan escasa era, por lo visto, la estimación en que se tenían sus funciones); de nuevo miró a Samsónov tanto como se podía mirar a un interlocutor; y ya volvía los ojos hacia la pared cubierta por entero por los planos de una versta, pegados uno a otro, de Prusia Oriental; era algo que le atraía. Los ojos del recién llegado coronel recorrían el mapa de un sitio a otro y no con la curiosidad de quien se siente extraño, sino con la grave preocupación que embargaba al propio Samsónov.

Y de pronto, por encima de toda la angustia e inquietud que le producía la sensación de que estaban dejando pasar por alto lo principal, el comandante en jefe tuvo la sensación de que el propio Dios le había enviado para hablar con él a un hombre como en su Estado Mayor no tenía. (Acaso entre los simples oficiales de la Sección de Operaciones lo hubiese, seguramente lo había, pero todo un comandante jefe consideraba humillante descender de sus alturas y pedirle consejo).

Y Samsónov dio un paso hacia el mapa.

Vorotíntsev dio otros dos, más cortos.

En su pecho lucía la cruz de San Jorge para oficiales y el emblema de la Academia de Estado Mayor; nada más, así se acostumbraba a hacer en campaña. ¿Vorotíntsev, Vorotíntsev?… Samsónov trató de recordar este apellido, en Rusia no era tan numeroso el Cuerpo de Estado Mayor, pero conocía mal a las promociones jóvenes.

Pesadamente, con un vientre que empezaba a redondearse, Samsónov se acercó más al mapa. En el espacio vacío de la estancia pudo apreciarse que su figura no se perdería ni ante una división.

Vorotíntsev, robusto, pero erguido y con paso ligero, le siguió.

Quedaron ambos ante el mapa, muy por delante de Postovski y Filimónov, de espaldas a ellos. A la altura de sus vientres, en Ostroleka, estaba clavada la banderita grande y ociosa, que ni una sola vez había sido tocada, del Estado Mayor del Segundo Ejército. Por encima de los hombros, al nivel de los ojos, había cinco banderitas tricolores de Cuerpos de Ejército: los cuatro propios y otro, el de la izquierda, de la reserva del Alto Mando. Y aún más arriba —había que levantar el brazo para moverlo— se retorcía, sostenido por los alfileres, el cordón de seda roja que debía señalar la situación del frente en aquellos momentos.

Más arriba no había banderitas negras de los alemanes. Allí reinaba el silencio. Entre las verdes superficies de los bosques aparecían las manchas azules de muchos lagos, el mapa daba la sensación de una gran abundancia de agua. Pero el enemigo no se hallaba presente.

Samsónov apoyó la mano en la pared. Le agradaban los mapas grandes. Decía que en los mapas en que dibujar las flechas resulta más difícil, se recuerda más a menudo lo difícil que al soldado le es recorrer estas flechas.

Tenía prisa en llegar a lo principal: comprobar si en el recién llegado encontraría oposición o simpatía en cuanto a sus divergencias con Zhilinski. Sólo en esta discrepancia, que lo absorbía todo, podía el comandante en jefe saber si hablaba con un amigo como los ojos anunciaban.

Y empezó, esperanzado, a explicar al coronel, calibrándolo una vez más con los ojos, por qué se debía mantener la ofensiva hacia el noroeste y cómo Zhilinski lo desviaba hacia el nordeste, con lo que resultaba un avance hacia el norte y un abanico. Lo explicó detenidamente, como si informase al propio Gran Duque, a quien, por lo demás, Vorotíntsev daría cuenta de todo mañana o pasado mañana.

Samsónov hablaba con frase lenta y pasaba a una nueva idea después de haber expuesto circunstanciadamente la anterior. Como a todos los generales, no le agradaba verse interrumpido.

No le interrumpía. No se advertía la menor objeción en su cara limpia y vertical, enmarcada en una recortada barba color castaño. Unicamente, sus ojos rápidos y claros no miraban con toda atención a Samsónov ni a lo que el dedo de este indicaba: los tenía fijos en el mapa.

A sus espaldas, en respetuosa actitud, se encontraba Postovski, sin intervenir para nada. Filimónov, más alejado, hacia rechinar con desagrado el sillón.

Dijo Samsónov que conforme el parte de información del Frente Noroccidental el enemigo, según palabras de la población civil, huía efectivamente ante el Primer Ejército…

—¿Y qué dice la información del Ejército? —preguntó Vorotíntsev sin el menor deseo de interrumpirle, clavando los ojos en el espacio mudo del mapa.

—¿Nosotros?… —contestó con desgana Samsónov—. Nuestro XIII Cuerpo, el de Kliúev, no tiene hasta la fecha ni siquiera un regimiento de cosacos. Y las divisiones de caballería, conforme a la misión que les ha sido asignada, se encuentran en los flancos. Así que no hay quien pueda realizar el servicio de reconocimiento.

… y para tener la seguridad de que encerramos al enemigo no podemos hacer que nuestros Cuerpos centrales, el XIII y el XV, se desvíen más a la derecha, deben seguir hacia el norte, hacia Allenstein. Aquello ya no está tan lejos del Báltico, la distancia que hemos recorrido es mayor.

En voz baja, como si quisiera mantenerlo en secreto de Postovski, Vorotíntsev preguntó:

—¿Y cuánto se ha recorrido desde el lugar del despliegue?

—Verá… unos ciento cincuenta, otros ciento ochenta…

—¿Sin contar el ir y venir de un sitio a otro?

—El ir y venir se ha producido porque el Estado Mayor del Frente no me ha dejado tranquilo.

—Y aquí, hasta la frontera alemana —Vorotíntsev señaló la parte de abajo del mapa—, ¿todo lo recorrieron a pata?

Esta vulgar expresión, «a pata», no se habría atrevido a emplearla hablando con un general de cuatro estrellas, pero sus ojos se fijaron en Samsónov no con una mirada de burla ni de atrevimiento, sino como quien se dirige a un compañero de armas. Y Samsónov tuvo que aceptarlo:

—A pie, sí. Ni siquiera hay ferrocarriles…

—Diez días —calculó Vorotíntsev—. ¿Y cuántas jornadas de descanso?

Las breves preguntas se sucedían unas a otras. Tanto mejor, lo comprendía todo.

—¡Ni una sola! Zhilinski no lo permite. Es lo que yo pido. Lo principal… Piotr Ivánich, traiga nuestros informes.

Postovski hizo una inclinación y se alejó con pasitos cortos y rápidos. Y como pensando que Postovski no iba a encontrar él solo los papeles, Filimónov se puso en pie y lo siguió con pasos firmes y descontentos.

—¡Que nos dejen descansar es lo que más necesito ahora! —explicó el comandante en jefe. (Era una suerte que en el Cuartel General comprendiesen, porque de ordinario se limitaban a azuzar). Aunque, por otra parte… tampoco debemos permitir que el enemigo se escape. Si nos detenemos, le dejaremos el camino libre. Nuestras águilas…

¿Conocía el coronel el plan de la campaña?

Lo conocía, lo conocía… (Vorotíntsev asintió, pero sin la menor muestra de júbilo). Rebasar a los alemanes por los dos flancos, no dejar que retrocedan ni al Vístula ni a Koenigsberg. Ambos conocían el proyecto, pero ahora las cuestiones se planteaban en un plano nuevo, no comprobado.

—Yo —sonrió irónicamente Samsónov— había concebido mi plan, pero es tarde.

—¿De qué se trata? —se puso en guardia el coronel.

Agradaba, agradaba al general; y en estos casos Samsónov al instante se sentía sincero.

—Verá, si es que le interesa.

Faltaba mapa. El general pasó a la izquierda, puso sus dos manazas en la parte baja de la pared y las movió hacia arriba por la pintada superficie.

—Deberíamos lanzar nuestros dos Ejércitos al mismo tiempo por una y otra orilla del Vístula. Entonces quedaría asegurado el contacto. Y la densa red de ferrocarriles prusianos no le serviría al enemigo para nada. Tendría que darse prisa y evacuar Prusia.

La mirada del coronel se animó, contempló con gran interés al general. Parecía que estaba apreciando el plan de Samsónov.

—¡Está bien! ¡Es atrevido! —Pero puso en tensión sus pensamientos—. Sin embargo, no lo autorizarían nunca: Vilna y Riga se quedan sin protección.

—No, no lo autorizarían —suspiró Samsónov.

—Además —ahora el coronel no podía detenerse—, ¿para qué meternos nosotros mismos dentro del saco polaco? ¿Y si allí se nos vienen encima? ¿Con la retaguardia abierta? ¡Habría que actuar con una gran decisión!

—No he llegado a presentarlo —dijo Samsónov como comprendiendo que se trataba de algo imposible—. Me limité a hablar de la dirección. Envié mi escrito al Comandante Supremo, el 29 de julio. No me han contestado. ¿Podría usted enterarse de por qué no lo hicieron?

—¡Lo haré! Téngalo por seguro.

La conversación se hacía cada vez más fácil. ¡Sí!, pero el recién llegado no sabía aún lo más importante: ¡el enemigo, después de todo, había sido descubierto! La víspera. ¿Dónde? ¡A la izquierda! Aquí, en Orlau, unas dos divisiones. Nuestro Martos (Samsónov apretó en el mapa la banderita del XV Cuerpo, que ya estaba bien clavada) no se desconcertó, del orden de marcha en que iban desplegó sus tropas y presentó combate. Un combate reñido, todo el campo de batalla quedó cubierto de cadáveres, nosotros tuvimos dos mil quinientos muertos. ¡Pero ha sido una victoria! Esta mañana los alemanes se han retirado.

—Le felicito —dijo el coronel, aunque puso una gota de cáustico—: ¿Los persiguen?

—¿Cómo? —suspiró Samsónov—. Apenas si la gente puede arrastrar los pies.

Era la ocasión de contar la historia de la bandera del regimiento de Chernigov, con dos corbatas de San Jorge: de la campaña de 1812 y de Sebastopol. Alexéiev, el jefe del regimiento, con la enseña desplegada… Ahora ha sido fijada a una pica de cosaco.

Samsónov parecía tener ante sus ojos la escena y se emocionó al relatarla: se daba cuenta de la sencilla honradez de esta escaramuza. Pero Vorotíntsev no dio muestras de asombro, hasta asintió varias veces como si lo supiera todo y ahora se limitase a expresar su acuerdo con las palabras de Samsónov.

—Ya —dijo, volviéndose hacia el mapa—. ¿Quiere decirse que han encontrado al enemigo? ¿Quiere decirse que no huye?

—Es lo que yo afirmo —zumbó la voz de Samsónov—, si el enemigo ha sido descubierto a la izquierda, si se repliega hacia la izquierda, y esto lo puede ver claramente un niño, ¿por qué ordenar al Cuerpo de Blagovéschenski que mañana tome Bischofsburg? ¡Mire dónde está! Sólo para tranquilizar a Zhilinski hemos desviado el Cuerpo y lo hacemos avanzar hacia la derecha, queda sin el menor contacto con el resto de las fuerzas… ¿Qué va a salir de todo esto?… Allí, con misión protectora; aquí, con misión protectora. ¿Quién va a mantener la ofensiva?

—¡Lo han encontrado a la izquierda, ataquen, pues, hacia la izquierda! Si allí hay una simple fuerza de cobertura, ¿por qué no tantear?

—¿Pero con qué mantener la ofensiva? ¿Con dos Cuerpos y medio?

—¿Medio?

—Claro: tengo a Kliúev y a Martos; el XXIII se encuentra disperso y Kondrátovich va de un sitio a otro reuniendo sus unidades.

Mientras tanto, Vorotíntsev se había puesto en cuclillas sobre sus jóvenes piernas y abría las dos patas del compás para ajustarlas a la escala del mapa; se incorporó y empezó a medir de la altura del vientre a la de los ojos, desde Ostroleka hasta los Cuerpos. Lo hacía como para sí mismo, mientras hablaban de otros asuntos, no para mostrar nada ni para dar una lección, pero Samsónov se quedó cortado y con los ojos empezó a contar a la vez que el coronel.

Y se ruborizó.

Seis veces avanzaron las patas del compás desde Ostroleka hasta el XIII Cuerpo. Una lección…

¡No, no era una lección! Vorotíntsev miró al comandante en jefe no con aire de triunfo ni de superioridad, sino con amargura: no le reprochaba, quería comprender por qué. ¿Por qué no se había acercado a los Cuerpos?

—Aquí… estamos bien comunicados con Belostok —dijo Samsónov—… Porque la discusión no cesa. Hay que aclarar las cosas… —añadió—… Desde aquí resulta más fácil empujar adelante las intendencias, los convoyes de abastecimiento…

Pero sus mejillas y su frente enrojecieron aún más, lo sentía. Lo que Zhilinski le había echado a la cara sin razón, en un gesto infame —que era «cobarde»—, el coronel del Alto Mando tenía pleno derecho a pensarlo ahora.

¿Cómo había ocurrido? Ni siquiera alcanzaba a comprenderlo. ¿Cómo no había hecho él mismo antes, con sus propios dedos, una operación tan sencilla como la de medir estas seis jornadas? ¡Porque se veía al instante!… ¡Dios era testigo, no tenía culpa alguna! Si no avanzó tras los Cuerpos no era por cobardía. Pero lo habían mareado, los acontecimientos se sucedían sin tiempo para digerirlos, todo aquel absurdo le mantenía sujeto día y noche con sus garras…

Y los Cuerpos marchaban, marchaban.

Y seguían adelante.

Sin admitir la respuesta, la mirada de Vorotíntsev seguía clavada como una brasa en el comandante en jefe. La parte inferior de la cara de Samsónov, se dio cuenta ahora Vorotíntsev, los bigotes y la barba, era igual que la del soberano; también como el soberano permanecían sus labios entreabiertos, al parecer tranquilos, pero no seguros ni mucho menos. Más arriba todo era más voluminoso: la nariz, los ojos y, en particular, la frente. Y el cabello entrecano. Y como si todo esto se hubiese petrificado en un eterno reposo. Pero bajo la inquieta inmovilidad ardía levemente.

Y se le escapó, recordando:

—Pero si yo mismo hablo en contra mía… Hay una orden del Frente: el puesto de mando del Ejército debe ser cambiado lo menos posible y sólo previa autorización. A ver si se pone de acuerdo con ellos.

—¿Cómo mantiene el contacto con los Cuerpos?

El coronel hizo cuanto pudo para que la pregunta no sonase como la de un inspector, sino como la de un amigo. Pero Samsónov arrugó el ceño.

—Mal. Los enlaces a caballo, aunque vayan al galope, apenas si llegan en veinticuatro horas. La arena es profunda, el automóvil se atasca y no puede seguir.

Este coronel, naturalmente, se consideraba el más listo aquí y en el Cuartel General. De seguro que pensaba: ¡si me diesen a mí el mando! Nunca podría creer ni imaginarse que podían ponerle a uno en una situación en la que ni siquiera llegaba a darse cuenta de estas seis jornadas.

—¿Y los pilotos?

—Unas veces falta gasolina y otras los aparatos están estropeados.

—¿No tiene línea telegráfica con nadie?

—No —se lamentó Samsónov—. El cable se rompe. Y escasea por añadidura. Para serle franco, le diré que Neidenburg fue tomado el nueve y yo me enteré el diez. El combate de Orlau empezó el diez y yo lo supe el once. No tenemos noticias de nuestras propias fuerzas, y tanto menos de los alemanes.

Postovski, solo, sin Filimónov, entró con dos carpetas de informes.

Cada día llegaban los partes escritos de la víspera explicando lo que los Cuerpos habían hecho la antevíspera, y cada día escribían órdenes para el día siguiente que los Cuerpos podían cumplir, como muy pronto, al cabo de dos días.

—¡Aquí tiene! —dijo Samsónov, y empezó a buscar él mismo en los papeles—. Hablaba usted de un día de descanso…

—¿Y la radio? —insistió, no obstante, Vorotíntsev.

—Hemos empezado a mandar telegramas por radio —manifestó satisfecho Postovski—. Cierto que no empezamos hasta ayer, pero ya transmitimos.

Al menos había algo.

—Por ejemplo, del XIII Cuerpo ha llegado por radio un telegrama —trató de hacer méritos Postovski—. La vanguardia se encuentra ya más allá del lago Omulef y el enemigo sigue sin aparecer.

Y ellos tenían el cordón de la línea del frente al sur de Omulef. No se habían dado cuenta.

—¡Aquí está! —encontró Samsónov—. Hace tres días quise dar una jornada de descanso a todos los Cuerpos. He aquí el telegrama de Zhilinski: «El Alto Mando —fíjese, no él, sino el ¡Alto Mando!— exige que la ofensiva de los Cuerpos del Segundo Ejército se mantenga con energía y sin interrupción. Así lo requiere no sólo la situación del Frente Noroccidental, sino la situación general…».

Con el dedo puesto en el lugar donde se había detenido, se quedó mirando a Vorotíntsev.

¿Se puede mandar así, amigo? ¿Habrías propuesto tú algo mejor? ¿No sabes qué decir?

En efecto, no sabía qué decir. Vorotíntsev se mordía los labios. Trasladó la vista a las botas. Luego volvió a elevarla hacia el mapa. Hay expresiones y palabras que, donde quiera que encuentren a uno, se deben soportar como un aguacero. La situación general. Esto no es cosa tuya, ni mía, ni de Zhilinski, ni siquiera del Comandante Supremo. Esto es cosa que corresponde al soberano. Lo que a nosotros nos incumbe es cumplir las órdenes.

—«… Su orden de operaciones del nueve de agosto —acabó de leer Samsónov— la considero muy indecisa y exijo…».

Vorotíntsev levantó la cabeza, en silencio, hacia arriba, hacia el norte, hacia el mudo espacio de Prusia, una región que no tenía nada de pequeña.

Y Samsónov, después de entregar las carpetas, hizo lo mismo. Esto era algo que no le cansaba.

Las piernas de Postovski, en cambio, no estaban acostumbradas. Se hizo atrás con las carpetas en la mano y se acomodó algo más lejos en un sillón.

No sabían aún que Vorotíntsev les había gastado una jugarreta: a la espera de ser recibido, no se había quedado en la salita, sino que al momento se había metido en la Sección de Operaciones, haciendo llamar a un capitán conocido con el que estuvo hablando en voz baja tras una columna durante diez minutos: los jóvenes oficiales de Estado Mayor de las últimas promociones se conocían todos y se comportaban como miembros de una orden secreta. Casi todo lo que a Vorotíntsev contestaban en el despacho del comandante en jefe se lo había dicho ya el capitán, y lo único que le alegraba, lo que le había agradado en Samsónov era que este no mentía, no trataba de presentar las cosas mejor de lo que eran.

Después de la amistosa conversación con el capitán y del tiempo pasado allí ante el mapa del comandante en jefe, Vorotíntsev se había hecho cargo de la situación, de esta operación, como si no acabase de llegar, sino que llevase allí ya tres semanas; ni siquiera eso, como si durante toda su vida, durante toda su carrera militar, no hubiese hecho otra cosa que prepararse para esta operación únicamente.

Todo cuanto durante esta hora, siquiera una sola vez había sido pronunciado y denominado, Vorotíntsev, con un lápiz imaginario, lo había llevado ya mediante rectángulos triángulos, arcos y flechas, a este mapa casi vacío y abarcaba fácilmente todas las señales. Ni las culpas, ni los méritos de estos generales tenían ya para él significación alguna; retrocedía a un segundo plano incluso lo importante, el cansancio general, la falta de ranchos calientes, el calor, el caminar sin un solo día de descanso, la falta de caballería, las malas comunicaciones, la atrasada posición del Estado Mayor. Todo retrocedía ante lo principal: ante la necesidad de ver a los invisibles alemanes, de adivinar su plan, de sentir en las propias costillas el pinchazo de ser bayoneta mucho antes de que asomase la cara, de escuchar su primer disparo de cañón antes de que a lo alto, en el aire, zumbase el proyectil. Lo mismo que una mujer hermosa advierte en su cuerpo, hasta vuelta de espaldas, sin volver la vista atrás, las miradas de los hombres, así, en su cuerpo, sentía Vorotíntsev estas ávidas oleadas del enemigo que fluían sobre el Segundo Ejército desde la parte muda del mapa. Todo él se encontraba ya dentro de la carne del Segundo Ejército, su silla abandonada del Cuartel General no significaba nada, el papel suscrito por el Gran Duque era un cero a la izquierda, no le daba derecho alguno a cambiar allí de lugar ni a un soldado siquiera de lo que se trataba era de intuir, de tomar una decisión y, con el tacto suficiente, presentarla al comandante en jefe como si la decisión fuera de él, de Samsónov.

Sobre toda la Prusia Oriental pendía un fatal reloj, su péndulo de diez verstas iba y venía del lado alemán a ruso y viceversa, hasta el punto de que podía oírse su tic-tac.

Y de pronto, levantando la mano como en el viejo saludo a la romana, abarcando la parte izquierda del mapa, Vorotíntsev la pasó lentamente por el arco exterior, haciéndola girar y llevándola hasta Soldau y Neidenburg. Y sin apartar la mano del mapa, como un puñal clavado en Soldau, volvió la cabeza hacia el comandante en jefe:

—¿No espera así, excelencia?

El general, de cabeza grande y ancha frente, seguía atento, vio el amplio gesto, el ancho puñal de la mano. Sus ojos parpadearon:

—¡Si al menos tuviera mi Primer Cuerpo! El de Artamónov está en Soldau, ¡si en vez de mantenerlo como reserva del Alto Mando lo pusieran a mi disposición! ¡No quieren dármelo!

—¿Que no se lo dan? Ahora es… suyo.

—¡No, no me lo dan! ¡Lo pido y me lo niegan! No me autorizan a hacerlo avanzar más allá de Soldau.

—¡No es así! —exclamó Vorotíntsev, golpeándose el pecho con la mano que antes había convertido en puñal—. ¡Se lo aseguro! Estaba presente cuando el Gran Duque firmó la orden por la que se le autorizaba a usted a incorporar el primer Cuerpo a los combates dentro del sector del Segundo Ejército.

—¿Incorporar…?

—… a los combates.

—¿Más allá de Soldau?

—Si es «dentro del sector del Segundo Ejército», puede desplazarlo a la izquierda si así lo quiere. Así lo comprendo yo.

—¿No me lo quitarán? ¿No harán como con los otros, como con el de la Guardia? Primero no podía desplazarlo «más allá de Varsovia» y luego me lo quitaron.

—Es todo lo contrario; ¡incorporar a los combates!

Samsónov se ensanchó, se agitó, parecía que los hombros le hubiesen crecido:

—¿Cuándo ha sido firmado eso?

—¿Cuándo?… Espere… An-te-a-yer. El ocho por la tarde.

—¿Hace ya tres días? —rugió Samsónov—. ¡Piotr Ivánich!

Postovski se puso en pie.

—¿Lo has oído? ¿Hay algo en este sentido que se refiera al Primer Cuerpo?

—No, Alexandr Vasílievich. Lo han denegado.

—¿Entonces es que el Frente Noroccidental se resiste a comunicármelo? —atronó Samsónov. Y añadió, rebasando ya los límites de lo oficialmente permitido por el cargo—: Dígame, coronel, ¿por qué nos han impuesto este Frente Noroccidental? ¿Para dos Ejércitos?

Vorotíntsev arqueó las cejas y contestó sin esfuerzo:

—¿Y para qué hay un Cuerpo cada dos divisiones? Y en la división, ¿para qué hay dos brigadas? ¿No hay en cada división un excesivo número de generales?

Cierto, la cosa había ido muy lejos. Eran muchos los jefes y los Estados Mayores.

Sí, el propio Dios había enviado a este coronel. No sólo lo comprendía todo, no sólo se desenvolvía bien y con rapidez en cuanto al despliegue de las unidades, sino que se había sacado del bolsillo y le regalaba un Cuerpo de Ejército.

Samsónov dio un paso hacia él con toda su humanidad:

—Permítame, querido… —puso ambas manos de oso en los hombros del coronel y, entre su abundante pelambrera, le dio un beso.

Así permanecieron uno frente a otro, Samsónov más alto y sin retirar todavía las manos.

—Unicamente, debo comprobar…

—¡Compruébelo! Remítase a mis palabras. A la disposición del ocho de agosto.

Con gran suavidad, Vorotíntsev se escapó de la presión de las manos de oso y de nuevo volvió al mapa.

—Sin embargo, ¿cómo entender lo de «incorporar a los combates?» —preguntó Postovski, hecho un ovillo—. Hay que pedir aclaraciones.

—¡No lo hagan! Den la interpretación que les convenga: ¡redacten una orden de operaciones completa y se acabó! No escriban desplazarse al norte de Soldau, escriban encontrarse al norte de Soldau. Así quedará arreglado el asunto.

—¿Pero por qué puede retenerlo tres días ese mal bicho? —preguntó colérico el comandante en jefe.

—¿Por qué? Una unidad autónoma más, sin ella disminuye la importancia del mando del Frente. —Esto lo decía como un comentario superficial, pero como siempre, su pensamiento iba ya por delante—. Verá, no trate de aclarar nada, escriba la orden a Artamónov y yo mismo se la llevaré.

¡Nuevo motivo de asombro!

—¿Cómo se la va a llevar? ¿Es que no va a volver al Cuartel General?

—Viene conmigo un teniente. Lo mandaré con mi informe al Cuartel General y yo…

También había previsto Vorotíntsev esta eventualidad. Y nadie comprendía, empezando por el Jefe Supremo, que todo este viaje era algo que el propio Vorotíntsev había discurrido, moviéndose hasta lograr que lo mandaran. Porque resultaba espantoso limitarse a las funciones de escribiente primero del más alto Estado Mayor sin hacer nada más que manejar planos e informes que llegaban con un retraso de cuarenta y ocho horas y mirar por la ventana cómo Mengden, de la caballería de la Guardia, el más activo de los seis ociosos ayudantes del Jefe Supremo, silbaba hasta hacer que las palomas volvieran a su palomar, situado bajo las ventanillas del tren del Gran Duque; los demás ayudantes no hacían ni eso. Era desesperante presenciar como simple escribiente del Cuartel General cómo en Prusia empezaba la más peligrosa de las maniobras: dos Ejércitos que se iban acercando uno a otro con los flancos al descubierto. Además, era demasiado poco lo que Vorotíntsev había puesto en claro en el Estado Mayor del Segundo Ejército para volver, con sólo estos informes, al Cuartel General. Los más sensibles pinchazos de alarma venían del extremo flanco izquierdo: era allí a donde debía ir.

—… Considéreme, excelencia, como uno de tantos oficiales de su Estado Mayor, como si hubiese sido agregado a la Sección de Operaciones.

Samsónov lo miró con aprobación y con cariño.

Y Vorotíntsev, respetuosamente:

—Si necesito ir al primer Cuerpo es porque es allí donde se puede empezar a poner en claro algo.

¡Allí! ¡Precisamente allí!, comprendía también ahora Samsónov.

—Tiene razón, querido, vaya. Ayúdeme a reunir el primer Cuerpo.

—¿Tiene allí a alguien de su Estado Mayor para mantener el enlace?

—El coronel Krímov, es mi general ayudante.

—¡Ah! ¿Está allí Krímov? —se enfrió Vorotíntsev—. Creo que estuvo con usted en el Turquestán, ¿no es así?

—Nada más que medio año. Pero le tomé cariño. Es bueno como consejero y como soldado.

(Krímov era el único en todo el Estado Mayor que era suyo, ocupaba un lugar en su corazón).

Vorotíntsev vaciló.

—Está bien. ¡Escriban la orden! Aunque no se trata sólo de escribirla… ¿Me podrán dar un aeroplano?

—Los están reparando —se excusó Postovski.

—De los dos automóviles, precisamente uno lo tiene Krímov —añadió Samsónov desconsolado.

—Y en línea recta, en línea recta… —midió Vorotíntsev— son noventa verstas. A campo traviesa. Por los caminos hay ciento veinte.

—Es preferible que vaya en tren pasando por Varsovia —le aconsejó sensatamente Postovski—. Hasta Mlawa hay un ferrocarril de vía simple, en la mañana del miércoles puede llegar perfectamente descansado.

—No —replicó Vorotíntsev después de pensarlo—, no. Prefiero que me den un buen caballo, dos caballos y un soldado, prefiero hacerlo así.

—¿Qué sentido tiene? —se asombró Postovski—. El resultado será el mismo y usted no podrá dormir nada.

—No —denegó Vorotíntsev con un enérgico movimiento de cabeza—. Del tren saldría sin haber ordenado las ideas; así podré verlo todo por mí mismo.

Empezaron a disponer las cosas. Escribieron la orden a Artamónov. (¿Qué escribir? Ni siquiera podían discurrirlo: ¿cómo se podía incorporar a los combates sin haber recibido el mando completo del Cuerpo?). Vorotíntsev, a su vez, escribió al Cuartel General y dio explicaciones a su teniente. A los planos del coronel se unieron otros dos pliegos. Esto se hizo ya en presencia de Filimónov, en la Sección de Operaciones. Vorotíntsev le pidió la clave de los telegramas enviados por radio al primer Cuerpo. Filimónov arrugó el ceño: ¿qué clave? No los ciframos. Vorotíntsev acudió a Postovski. El jefe del Estado Mayor estaba ya harto de él, no les dejaba ni cenar:

—¿Qué importa que no los cifremos? Con este código se podría romper una pierna el mismo diablo. ¿Es que el personal que maneja los aparatos ha hecho grandes estudios? Lo confundirían todo, lo equivocarían, el desorden sería todavía mayor.

—¡No! —se negó Vorotíntsev a comprender—. ¿También las órdenes y misiones a los Cuerpos vecinos las mandan con texto abierto?

—¡Los alemanes no conocen el tiempo exacto de nuestras transmisiones! —se enfadó Postovski. (¡Podía por lo menos no meter la nariz en estos detalles del Estado Mayor!)—. ¿Es que se pasan el día entero a ver lo que se pesca? No es obligatorio ni mucho menos que vayan a interceptar el mensaje… Dios ayuda a los audaces.

Se reunieron para cenar. Samsónov suspiraba, no estaba bien, claro, hacía falta elaborar un código e implantarlo, eso era misión directa del general aposentador. Mas para esto se necesitarían tres días. Además, sólo la víspera se había empezado a transmitir telegramas por radio, así que el daño no podía ser grande.

Vorotíntsev contemplaba a Filimónov, enérgico y hostil, al poco atrayente Postovski, a los tres, a quienes unía, sin embargo, un gran apetito. ¿Comprendía el comandante en jefe cómo le habían engañado con ese Estado Mayor? Un auténtico Estado Mayor está obligado a separar, de entre el cúmulo de hipótesis, aquella por la que se llega a una decisión justa. Envía oficiales a comprobar sobre el terreno todos los informes dudosos. Selecciona y destaca los datos, se preocupa de que los importantes no se pierdan en el mar de los secundarios. El Estado Mayor no reemplaza la voluntad del comandante en jefe, pero le ayuda a manifestarla. Y este Estado Mayor lo dificultaba.

Ofrecieron a Vorotíntsev que eligiera el mejor soldado, pero él tomó sólo uno para que le acompañara simplemente, debiendo regresar más tarde (comprendía que el mejor soldado no se debía buscar en el Estado Mayor del Ejército, prefería tomarlo en un regimiento). No pudo incorporarse a la ceremoniosa cena servida en excelente vajilla. Tomó un bocado a toda prisa, no bebió ni una sola copa y se conformó con un té muy fuerte. Permaneció tan sólo lo que mandaban las conveniencias, con el espíritu ausente, sin darse cuenta de la empanada.

—¡Debería quedarse hasta mañana por la mañana! —insistía cordialmente Samsónov—. ¿Qué es eso de seguir adelante sin haberse tomado un descanso? ¡Así no se puede hacer la guerra! Quédese, charlaremos un rato.

La verdad, le habría agradado mucho que Vorotíntsev se quedara; le parecía una ofensa las prisas de este. Se puso en pie para despedir al coronel y le prometió que al día siguiente, antes de la comida, se trasladarían a Neidenburg.

No estaba del todo claro en qué cuestiones se habían puesto de acuerdo y cuáles serían sus relaciones en adelante. Se había aludido a peligros y posibilidades, pero la superstición movía a no decirlo todo hasta el fin. De por sí se entendía.

Vueltos al comedor, Postovski y Filimónov objetaron a una al comandante en jefe que no se podía pensar siquiera en trasladar el Estado Mayor al día siguiente; esto significaría la interrupción de todo el trabajo, y allí, con las manos vacías, era poca la ayuda que podrían prestar a los Cuerpos.

El presuntuoso coronel del Cuartel General había aparecido por un momento, se había ido y ellos debían ahora ponerse en relación con el Estado Mayor del Frente, preguntar, recibir explicaciones y dárselas a su vez a los Cuerpos.

En aquellos momentos llegó una nueva orden de Zhilinski: modificando sus disposiciones anteriores, se permitía al jefe del Segundo Ejército tomar la dirección general del norte para sus Cuerpos, aunque para cubrir el flanco derecho debía dejar en la dirección anterior al VI Cuerpo de Blagovéschenski, y para asegurar el flanco derecho, no avanzar el I.

Aquella misma mañana, Zhilinski había prohibido ensanchar el frente. Ahora recomendaba hacerlo. En cualquier caso, tendría la razón…

No obstante, en lo de la dirección había cedido. Gracias a Dios. A ello había que atenerse.

Mientras ultimaban las órdenes a los Cuerpos se hizo ya de madrugada, el teléfono no funcionaba en unos sitios y en otros no existía siquiera. Para no retrasar la marcha de los Cuerpos, las órdenes fueron enviadas por radio, sin cifrar.

No debían los alemanes captarlas, no podían quedar a la espera toda la noche, sin pegar ojo.