Era ya de noche y en el edificio de dos plantas que el mando del Segundo Ejército ocupaba en Ostroleka habían encendido las lámparas eléctricas. Ante el portón del patio y la puerta principal prestaban servicio unos bizarros centinelas y por la calle iban y venían dos patrullas, ya entrando en las sombras de los árboles, ya saliendo de ellas.
El Ejército desde allí dirigido llevaba ya una semana de ofensiva, pero en este lugar no se advertía un ir y venir inquieto, la llegada y salida de hombres a caballo, el traqueteo de coches, nadie daba órdenes en alta voz, todo quedaba tranquilo con la llegada de la noche y dormía como el resto de Ostroleka. Y las ventanas que debían aparecer iluminadas lo estaban, mientras que las que debían estar apagadas seguían a oscuras; también en esto había una sensación de tranquilidad. Ni siquiera habían tendido al Estado Mayor cables para los teléfonos de campaña, sino que se habían limitado a conectar con un poste de la red urbana.
No estaba prohibido a la población civil el paso por las cercanías del edificio y los jóvenes polacos, vestidos de negro, de blanco y de diversos colores, paseaban por las aceras. Muchos mozos habían sido ya movilizados; las señoritas paseaban ellas solas y, en ciertos casos, con oficiales rusos. Las primeras horas de la noche del domingo, después de un día caluroso, habían traído un poco de fresco; muchas ventanas estaban abiertas y desde lejos se oía el canto del gramófono.
Proyectando la peregrina luz de los blancos haces de los faros, dando estruendosos tumbos, salió de la próxima esquina un automóvil, que siguió a lo largo de la calle, levantando una nube de polvo y, saludado por el centinela, cruzó el portón. El automóvil era abierto y en él llegaba un alto general, de aspecto sombrío y escasa estatura.
Todo quedó de nuevo tranquilo. Apareció en la calle, de sotana, un cura polaco. Los señores lo saludaban al cruzarse con él con profundas inclinaciones y grandes sombrerazos, de una manera como nadie saluda en Rusia a un sacerdote ortodoxo.
Llegó un coche de punto que traía a dos oficiales. Estos pagaron, se apearon de un salto y entraron en el edificio.
El mayor de ellos, un coronel, pasado el primer vestíbulo acudió a buscar al oficial de servicio, y cuando lo tuvo ante él le presentó un documento. Se trataba de algo serio. El oficial de servicio, sujetándose el sable al costado, corrió al piso alto para informar al jefe del Estado Mayor.
Este, asombrado e inquieto, estuvo a punto de salir al encuentro del recién venido; lo pensó mejor, quiso recibirlo en su despacho, también cambió de opinión y acudió a la pieza que ocupaba el comandante en jefe, general Samsónov.
El general de caballería Samsónov, durante los largos años de servicio, ya como atamán del Ejército del Don, ya como gobernador general del Turquestán y como atamán de los cosacos de Semirechie, se había habituado a llevar los asuntos con calma y sensatez, y hacía comprender a sus subordinados que siguiendo al Creador cualquiera podía resolver perfectamente sus asuntos en seis días, dormir seis noches con toda tranquilidad y descansar buenamente el séptimo día. La agitación impediría hacer todo lo debido aunque se recurriese también al día séptimo.
Pero durante las tres últimas semanas la vida de aquel general de cincuenta y cinco años había sido un cúmulo de inusitado movimiento e inusitada inquietud. Era algo superior a sus fuerzas el atender a todo, ni en los días de labor ni en los domingos, y confundía incluso los días: la víspera sólo por la tarde había recordado que era domingo. Todas las noches, sin poder conciliar el sueño, esperaba las órdenes del Estado Mayor del Frente, que llegaban con retraso, y enviaba las suyas a horas intempestivas. Un constante zumbido en la cabeza no le dejaba concentrarse en los asuntos.
Tres semanas antes, por orden de Su Majestad, Samsónov había sido llamado de la lejana región asiática en la que tan cómodamente se encontraba para ser enviado a primera línea de la guerra europea que acababa de iniciarse. Hacía mucho, a raíz de la guerra con el Japón, estuvo en estas tierras como jefe de Estado Mayor de la circunscripción militar de Varsovia; y recordándolo así, le habían dado este nuevo destino. La confianza de Su Majestad significaba para él un honor y, como cualquiera otra misión, Samsónov habría querido cumplir del mejor modo posible. Pero había perdido el hábito por completo, llevaba siete años sin tener relación alguna con el trabajo operativo, nunca había mandado un Cuerpo en el combate, y ahora le habían dado de buenas a primeras un Ejército.
Hacía mucho que incluso había olvidado pensar qué era el teatro de operaciones de la Prusia Oriental, nadie durante estos años le había dado a conocer los planes de guerra en esta zona, cómo habían sido redactados y modificados. Ahora se le ordenaba cumplir ciegamente un plan que él no había trazado y ni siquiera conocía a fondo: dos ejércitos rusos, uno desde el Oeste, partiendo del Neman, y otro por el Sur, desde el Narew, debían emprender la ofensiva sobre Prusia con la intención de cercar y derrotar todas las tropas enemigas que allí se encontraban.
Necesitaba el nuevo comandante en jefe realizar un examen lento, ponerse al tanto de la situación, necesitaba ante todo permanecer solo, serenarse, valorar ese plan, estudiar los planos: no le daban tiempo para hacerlo. Necesitaba el nuevo comandante en jefe conocer su Estado Mayor, cómo eran sus consejeros y auxiliares, mas tampoco para esto le quedó tiempo, y el propio Estado Mayor había sido formado con deslealtad: antes de la llegada de Samsónov el Estado Mayor del Segundo Ejército y el del Frente Noroccidental quedaron constituidos partiendo del personal existente en el Estado Mayor de la circunscripción militar de Varsovia; y el jefe de este último, Oranovski, al pasar al Estado Mayor del Frente se había llevado a los mejores hombres, en perjuicio del Estado Mayor del Ejército, al que llegaron de distintos lugares oficiales que no se conocían ni estaban acostumbrados a trabajar juntos. Nunca habría escogido Samsónov a este tímido jefe de Estado Mayor ni a este bilioso general aposentador, pero habían llegado antes que él, ellos salieron a su encuentro. Necesitaba también el nuevo comandante en jefe pasar revista a los regimientos, conocer al menos a los oficiales superiores, ver a los soldados y hacer que le vieran, convencerse de que todo estaba dispuesto y sólo entonces iniciar el avance en un país extraño, y eso con precauciones, reservando las energías de las tropas para el combate y convirtiendo los reservistas en auténticos soldados. Pero si el comandante en jefe no estaba preparado, ¡qué decir de los Cuerpos de Ejército! Ninguno de ellos había recibido el personal necesario, no había llegado la caballería, la infantería había sido desembarcada de los trenes antes de tiempo, en direcciones que no eran las suyas, y el Ejército entero se hallaba concentrado en un territorio que superaba a Bélgica en superficie. Cuando Samsónov llegó, las intendencias apenas si estaban descargando; los depósitos del Ejército no disponían de existencias para siete días de operaciones, como estaba previsto, y, lo más importante, no había medios de transporte para asegurar el abastecimiento en toda la profundidad; sólo el flanco derecho podía contar con el ferrocarril, los Cuerpos restantes debían conformarse con los carros, y aun así no acababan de recibirlos; en vez de carros tirados por dos caballos les mandaban otros de uno solo, y por disposición de alguien situado en el Departamento de Comunicaciones Militares, los convoyes del XIII Cuerpo eran descargados en Belostok y, sin necesidad alguna, debían seguir adelante por sus propios medios a través de los arenales.
No habían previsto tiempo para nada, los plazos eran implacablemente cortos, no cesaban de llegar telegramas, el mundo entero debía ver el formidable avance de los regimientos rusos; y el dos de agosto se pusieron en marcha, el seis cruzaron la frontera: sin embargo, el enemigo no se dejó ver y continuaban un día tras otro avanzando en el vacío, dejando atrás con un espíritu despilfarrador los puentes en los pasos de los ríos y sus unidades combativas en las ciudades, por la razón de que no habían llegado las divisiones del segundo escalón en apoyo de las de primera línea.
No había combates, pero con el desorden reinante en la retaguardia la velocidad misma del avance resultaba funesta. Era una necesidad imperiosa detenerse un par de días siquiera, acercar las intendencias, dar un descanso a las unidades, mirar alrededor simplemente y sentirse más seguro sobre el terreno. Y el Estado Mayor del Ejército informaba a diario al del Frente: ocho, nueve días de avance; cuatro, cinco días adentrándose en Prusia, encuentran el país devastado, se han llevado todos los víveres, han quemado los almiares de heno; cada vez se hace más difícil el transporte de forraje y de pan, ni siquiera hay medios para realizarlo; dos tercios de las reservas de galleta han sido ya consumidos; las columnas de hombres agotados avanzan sin encontrar a nadie con un intenso calor, por caminos de arena.
Todo esto lo leía el comandante en jefe del Frente, Zhilinski, cien verstas más atrás, sin comprender nada, sin tomar medida alguna. Se limitaba a repetir como un loro: «¡Hay que atacar con energía! ¡Sólo en la velocidad de los pies está nuestra victoria! ¡El enemigo se les escapa!».
Había límites que el general Samsónov no se atrevía a traspasar ni siquiera en sus pensamientos. No se atrevía a juzgar a la familia imperial, y, por consiguiente, al Comandante en Jefe Supremo. Tampoco sabía interpretar por su propia cuenta los supremos intereses de Rusia. En directriz del Alto Mando se explicaba que como la guerra se nos había declarado primeramente a nosotros Francia, en concepto de aliada, nos había apoyado al instante, y era necesario que, cumpliendo nuestros deberes de aliado, avanzásemos con la mayor rapidez posible en Prusia Oriental. Las directrices hablaban, no obstante, de una ofensiva «tranquila y planificada»; pero en el Estado Mayor del Frente las verstas calculadas por Samsónov eran tomadas con desconfianza, cuando no con risas, y sus quejas eran atribuidas a la debilidad. Los telegramas de reproche y las llamadas al orden de Zhilinski espoleaban un día tras otro a Samsónov, y él era incapaz de detenerse y de juzgar los hechos. ¿Por qué se llama voluntad el empeño del jefe superior en no admitir la situación real? ¿Por qué se llama falta de voluntad el informe del inferior explicando cuál es realmente la situación?
El mando del Frente no tenía más misión que la de coordinar las acciones del Segundo Ejército y el Primero. Esto era una miseria para un Estado Mayor tan numeroso y lo condenaba irremisiblemente a inmiscuirse en las disposiciones de los jefes de los Ejércitos. La propia coordinación no fue desde los primeros días más que un obstáculo. Ni a través del Estado Mayor del Frente, ni sobre el terreno, ni mediante las patrullas de reconocimiento montadas sentía el Segundo Ejército en tierras de Prusia Oriental a su vecino de la derecha. Y ni siquiera durante los tres últimos días, cuando los partes del Frente y toda la prensa rusa exaltaban la victoria del Primer Ejército en Gumbinnen, los Cuerpos de Samsónov, que avanzaban desde el sur, no llegaron a ver tras los bosques y los lagos a los Cuerpos de Rennenkampf, que se movían por el este, ni a la numerosa caballería de este último ni a los alemanes, que retrocedían hacia el oeste. Rusia entera mostraba su júbilo por la victoria de Rennenkampf, y su vecino en la Prusia Oriental fue el único que no había ganado nada con esta victoria.
Todo esto habría podido ser de otro modo con una distribución distinta de los hombres. Pero lo mismo Rennenkampf que Zhilinski eran personas altivas, que no querían escuchar a nadie ni ponerse de acuerdo con nadie. Con Rennenkampf, Samsónov no había vuelto a cruzar la palabra desde la guerra con el Japón, después del altercado que se produjo entre ellos cuando la caballería de aquel no acudió a apoyar a los cosacos de Samsónov. Este último había visto a Zhilinski muy poco en los años anteriores, y sólo ahora, al pasar por Belostok, se había presentado a él. Mas incluso después de esta corta conversación, desde los primeros minutos comprendió que nunca se podría entender bien con este general. Zhilinski no sabía hablar humanamente con un compañero de armas. No era un compañero, lo único que sabía era arrear sin miramiento alguno. Dejaba ver que todo lo sabía mejor que nadie y no estaba dispuesto a aconsejarse con sus subordinados. En el silencio del despacho hablaba con una dureza innecesaria, incluso cortaba a su interlocutor, y probablemente se consideraba humillado, viéndose colocado en un puesto inferior al que, según él, le correspondía.
Existía además la circunstancia de que aquella primavera habían sido propuestos ambos para el cargo de gobernador general de Varsovia y comandante de las tropas de su circunscripción. La candidatura de Samsónov había sido aprobada ya por el soberano cuando intervino Sujomlínov objetando que Samsónov no conocía el francés, lengua que en Varsovia era necesaria (no muy bien, pero lo hablaba). Y el soberano aceptó la candidatura de Zhilinski, quien por aquel entonces había salido del Estado Mayor General y a quien era necesario buscarle un empleo. Si Samsónov hubiese vuelto aquella primavera a la circunscripción de Varsovia, habría podido hacerse cargo de la situación y ponerse al corriente con tiempo de los planes militares. El francés decidió la suerte del Frente Noroccidental.
Los malos espíritus se apoyan siempre unos a otros, en ello reside principalmente su fuerza. De Sujomlínov, Samsónov sabía a ciencia cierta que mantenía relaciones con la firma austríaca Alzuller, de la Morskaia —¡eso el ministro de la Guerra!—, que había cosas sucias en sus asuntos monetarios y, por consiguiente, en sus relaciones y compromisos, que su mujer, de la que estaba divorciado, viajaba por todo el mundo y no cesaba de pedir dinero. Sujomlínov apoyaba a Zhilinski, Zhilinski favorecía a Rennenkampf, Rennenkampf era cuñado del jefe de la oficina de campaña de su majestad y tenía junto a sí, como general ayudante, a un príncipe muy linajudo próximo a la pareja reinante. También Zhilinski tenía quien lo protegiese en las alturas: se movía cerca de la casa de María Fiódorovna, y esto le proporcionaba independencia hasta con relación al Mando Supremo. Pero aquí Samsónov llegaba ya a un límite: no podía juzgar hasta qué punto era admisible que la emperatriz viuda influyese en los destinos del ejército.
No envidiaba, además, a nadie sus éxitos y avances, no buscaba estrechas relaciones en la corte, y de general ayudante tenía no a un influyente personaje, sino a un hombre combativo. Sin embargo, una sensación de dolor se había apoderado de su alma: si llegaba una hora grave para Rusia, todos estos brillantes pillos serían barridos por el viento, jamás se volvería a oír nada de ellos.
Que se encumbraran cuanto quisieran, pero que no le molestasen en su labor. Ya tenía Samsónov bastantes preocupaciones: hacerse cargo, poner en pie y conducir el Segundo Ejército. Pero le crispaban, lo estropeaban todo. Ni siquiera la composición del Ejército era la misma cada dos días: habían puesto a sus órdenes el I Cuerpo, pero sin autorizarle a disponer de él; habían puesto a sus órdenes el Cuerpo de la Guardia, y a los tres días lo retiraron de su mando (y lo hicieron bajo cuerda, durante veinticuatro horas siguió considerando Samsónov que este Cuerpo proseguía la ofensiva tal y como él le había ordenado); habían puesto bajo su mando el XXII Cuerpo, y a continuación una de sus divisiones, la de Sirelius, se la retiraron como reserva del Frente; otra, la de Minguin, la mandaron a Novogueórguievsk, la artillería del Cuerpo pasó a Grodno y la caballería al Frente suroccidental. Luego se dieron cuenta y devolvieron a Samsónov la división de Minguin, que tuvo que alcanzar a los Cuerpos restantes a un paso más rápido que el que estos marchaban. Y la víspera, del Estado Mayor del Frente había llegado un telegrama que fue como una quemadura: ¡el Cuerpo del flanco derecho era entregado a Rennenkampf! Este reunía ahora siete Cuerpos, mientras que Samsónov quedaba con tres y medio.
Todo esto se podría soportar tranquilamente si fuese sensato. Pero es que no lo era. Por muy tarde que hubiese llegado, por poco tiempo de que hubiese dispuesto para pensar y conocer lo que durante años se había dicho sobre la Prusia Oriental, al mirar este muñón apuntado contra Rusia, al momento comprendió que hacía falta apretar por la axila, y no morder el codo, por lo que el Ejército más fuerte debía ser el del sur, el del Narew, el suyo, y no el del este, el de Rennenkampf.
Sin embargo, del Estado Mayor del Frente no cesaban de llegar voces contradictorias: ¿cómo entender la misión del Segundo Ejército y en qué dirección debía desplegar la ofensiva? Si no se habían entendido, sentados uno frente a otro, ¿qué se podía esperar del telégrafo? Lo mismo que ocurre con el diablo, a quien no se le puede alcanzar de un garrotazo, era imposible comprender el plan de Zhilinski: que los alemanes se acercarían a Rennenkampf, al este, a los lagos Masurianos, y esperarían a que Samsónov los atacase por la espalda. Por eso, la mejor orientación para este último era hacia el noreste, en diagonal. Y todo el Segundo Ejército, por orden de Zhilinski, desembarcó y se concentró más a la derecha de lo necesario, y sólo después, gradualmente, se desplazó a la izquierda, extendiéndose más de la cuenta. Con sólo mirar al mapa se podía comprender que el Ejército debía ser desplegado mucho más a la izquierda, junto al ferrocarril Novogueórguievsk-Mlawa, el único en toda la zona de la ofensiva, mientras que los alemanes contaban con una decena de vías. ¿Cómo era posible dejar a un flanco el único ferrocarril de que se disponía y hacer marchar todo el Ejército por una región de arenas y pantanos en la que no había camino alguno?
Era ya tarde para presentar un plan distinto y otra disposición de las fuerzas. Samsónov envió una contrapropuesta: sí, debía atacar oblicuamente, pero no en la dirección que Zhilinski y Oranovski habían trazado, no hacia el nordeste, sino hacia el noroeste: no para darse un abrazo con su amigo Rennenkampf, sino para mantener a los alemanes en una bolsa sin permitir que se retirasen al otro lado del Vístula.
En esto no se podía ceder de ningún modo: para ello hacía falta considerarse un estúpido, una marioneta. Zhilinski enviaba diariamente sus directrices: ¡oblicuamente a la derecha! Samsónov pedía a diario: ¡oblicuamente a la izquierda! Y sin abandonar el borde de la derecha, empezó poco a poco, por su propia cuenta, a desplazarse hacia la izquierda: en las órdenes a los Cuerpos y Divisiones se les mandaba ocupar, a cada uno de ellos, dos o tres aldeas más al oeste. Y cuando después de cruzar la frontera alemana y ni en el primero, ni en el segundo, ni en el tercer día encontraron el menor rastro de tropas enemigas, sin haber oído ni hecho ni un solo disparo, Zhilinski siguió insistiendo en su absurdo punto de vista: que los alemanes se mantenían inmóviles contra Rennenkampf y esperaban el golpe por la espalda, que se habían concentrado en aquel fatal rincón de los lagos Masurianos, en el estrecho paso que quedaba entre las tropas de Rennenkampf y de Samsónov, y esperaban tranquilamente a que los metieran en un saco. Samsónov, por su parte, se convenció definitivamente de que Zhilinski lo mandaba al vacío, que los alemanes se evadían de nuestras tenazas, se replegaban hacia el oeste y que la última esperanza consistía en abrir más esas tenazas.
Y así, hacía todo cuanto estaba a su alcance, desviaba la parte izquierda de la tenaza hacia la izquierda, mientras que Zhilinski, sin aprobar estas disposiciones, insistía en reforzar la parte derecha; esta discusión les absorbía por completo y, mientras tanto, los Cuerpos seguían caminando, con la sola diferencia de que el tira y afloja y los zig-zags de la discusión entre los generales hacían más largo su camino, siendo sus pies los paganos de los errores cometidos al marcarles el rumbo. Samsónov sentía como si fuesen suyas estas verstas recorridas por los soldados, que les llenaban los pies de ampollas y rozaduras y les dejaban destrozado el calzado. Y sin embargo, a pesar de su resistencia, no podía por menos de cumplir las estúpidas órdenes del Estado Mayor del Frente.
Otra consecuencia de esta discusión era que el frente se había extendido como un abanico, los tres cuerpos y medio habían dejado muchos hombres en las setenta verstas recorridas, y esto no cesaba de reprochárselo Zhilinski a Samsónov; los reproches le herían particularmente porque eran justos.
Lo más tranquilo para Samsónov habría sido ejecutar la orden tal y como había sido recibida. Pero ¿no era una orden completamente absurda? ¿No iba a causar su cumplimiento un daño seguro a la patria?
Para acabar de algún modo con la incomprensión en que se debatían a través del telégrafo, Samsónov, poniendo en ello sus últimas esperanzas, había enviado la víspera al Cuartel General de Zhilinski a su general aposentador, Filimónov, para dar explicaciones verbales y pedir permiso para seguir, aunque fuese sin desviarse a un lado y a otro, directamente hacia el norte, al mar Báltico. Debía insistir en la necesidad de conceder una jornada de descanso a las tropas. Y a cambio del Cuerpo que le habían quitado a la derecha, pedir que se le incorporase el I de reserva del Alto Mando, situado en el flanco izquierdo y del que hasta ahora no podía disponer.
Pero mientras el general aposentador iba y venía, los telégrafos siguieron repiqueteando y transmitieron dos directrices de Zhilinski: la de la víspera y la que había recibido aquel día. En la de la víspera se insistía en lo de siempre: no tocar el I Cuerpo y con los tres y medio restantes, asegurando los flancos (a ver, prueba a hacerlo, hijo de perra), mantener la ofensiva con energía, de tal modo que antes del doce de agosto hubiese ocupado a la derecha… Esto era ya, sencillamente, darse de bruces con Rennenkampf si era cierto que este perseguía a los alemanes; significaba, simplemente, apoderarse de una ciudad que Rennenkampf habría ya tomado. El último bruto habría comprendido que se trataba de un capricho de la gente del Estado Mayor, que eso significaba empujar a los alemanes, y no rebasarlos. Zhilinski reprochaba a Samsónov su actitud; ante él, decía, había únicamente unos débiles destacamentos de contención, mientras que el grueso de las fuerzas enemigas se retiraba y no caería en el cerco.
En esto era en lo único que tenía razón: por delante de Samsónov no había alemanes (no los había habido hasta la víspera). Ahora bien, ¿dónde se encontraban? Esa era la pregunta más importante. Sin tantear el terreno, sin mirar alrededor, sin enviar patrullas de caballería, sin haber tomado ni un solo prisionero, ¿cómo adivinar dónde estaban los alemanes? El Estado Mayor del Ejército, al menos, admitía honradamente no saberlo; el Estado Mayor del Frente aseguraba que lo sabía.
Con su informe personal, Filimónov no había puesto nada en claro, porque una hora antes de su regreso llegaba otra directriz del Estado Mayor del Frente, del once de agosto: «Antes le he llamado la atención y ahora desapruebo totalmente el alargamiento del frente y la dispersión de los Cuerpos, contrariamente a las instrucciones que se le habían dado».
Estas directrices telegráficas las redactaba, naturalmente, Oranovski, un hombre de ojos grandes y tranquilos, de buena planta, fatuo, siempre pulcro y con los bigotes retorcidos, peor que un escorpión. Él las redactaba y Zhilinski las firmaba; así habían hecho siempre, muy unidos, desde los tiempos del Estado Mayor de la circunscripción de Varsovia.
«¡Desapruebo totalmente!». Desaprobaban totalmente los esfuerzos de Samsónov para alcanzar aunque sólo fuese con el flanco izquierdo a los alemanes y frenar su retirada. Insistían en que Samsónov dejase escapar libremente a todos los alemanes…
Ahora, el mayor general Filimónov había vuelto en el automóvil del comandante en jefe y sin perder un minuto, sin lavarse siquiera (deteniéndose sólo para comprobar si, efectivamente, habría empanada para la cena), sin preocuparse del jefe del Estado Mayor (a quien no consideraba un verdadero militar), llamó a la puerta de la habitación de Samsónov. Al entrar, después de recibido el permiso, y aunque el jefe estaba tumbado en un diván y descalzo, se puso firme y se llevó la mano a la visera, si bien no tal y como mandan las ordenanzas, cosa que, por lo demás, Samsónov le permitía cuando estaban solos. Se limitó a decir:
—Ya estoy de vuelta, Alexandr Vasílievich.
Su aspecto era sombrío y un tanto fatigado. Permaneció de pie, esperando. Acabó por sentarse. Sufría a consecuencia de su baja estatura, que le mermaba posibilidades en su carrera. En cuanto podía, siempre se sentaba y se llevaba la mano a los cordones de las charreteras. La sombría energía que rebosaba en su rostro, se veía incrementada aún por la circunstancia de que se cortaba el pelo al rape, como un simple soldado.
El comandante en jefe se había tumbado un rato porque no podía más. Se había tumbado porque por mucho que permaneciese de pie, por muchas patadas que diese en el suelo, sus tropas no sentirían ningún alivio ni avanzarían con más rapidez. Estaba tumbado sobre la espalda, sin guerrera, con las manos bajo la cabeza y los pies sobre el brazo del diván. Su cara ancha y de frente alta, acostumbrada a la gravedad propia de un general, medio oculta por la barba y los bigotes, todavía no encanecidos, no se alteraba nunca, jamás expresaba irritación o descontento. Ahora, sus ojos grandes y tranquilos se volvieron hacia Filimónov y siguió tumbado. Como si no esperase gran cosa de lo que pudiera traerle.
¡Y lo esperaba con impaciencia! Pero la voz de Filimónov, no muy rica por su entonación, y estas palabras, «ya estoy de vuelta, Alexandr Vasílievich», pronunciadas con dejadez, le habían explicado todo.
Y con un zumbido en la cabeza que nadie más que él podía oír, siguió tumbado, mirando las molduras del alto techo. También su ancha frente permaneció lisa, sin una sola arruga, sus párpados no se cerraron ni sus ojos se movieron, no temblaron sus mejillas, sus gruesos y tranquilos labios permanecieron cubiertos por la barba y los bigotes, tranquilos como siempre; pero en su fuero interno sintió que algo se derrumbaba, tuvo una sensación que a nadie podría confesar y que aterraba al comandante en jefe. Ni una sola idea había tenido tiempo de ser meditada debidamente, tal y como en una cabeza sana deben madurar los pensamientos firmes; ni una sola decisión, lista para ser llevada a la cinta del telégrafo, había sido tomada definitivamente. Y por primera vez en treinta y ocho años de servicio, desde los tiempos en que mandaba su medio escuadrón de húsares en la campaña contra Turquía, Samsónov sintió que no influía sobre los acontecimientos, que se limitaba a ser un representante suyo, que los acontecimientos se desenvolvían de por sí.
Todo esto fue, precisamente, lo que Filimónov vio en el comandante en jefe. Si el jefe fuese él, habría hablado con Zhilinski de otro modo, y a los jefes de Cuerpo les habría exigido más. Pero no se le habían dado esas facultades. Oprimido por el alto cuello de la guerrera, tamborileando sobre los cordones de general y con una firmeza de lobo, contemplaba al abatido comandante en jefe.
Pero Filimónov no sabía lo que había sucedido en su ausencia. El enemigo en retirada había sido, por fin, alcanzado o, en todo caso, habían tropezado con él. Habían tropezado ya la víspera, la noticia había llegado aquel día, y lo mejor de todo era que había chocado precisamente el flanco izquierdo del Cuerpo izquierdo del grupo central, el XV, habían mantenido un combate y habían girado hacia la izquierda. ¡Un combate afortunado! ¡Habían empujado más allá a los alemanes!
Unas horas antes la victoria había sido confirmada definitivamente por el informe del general Martos, con lo que por primera vez se venía a dar la razón a Samsónov, que en el silencioso vacío había sabido adivinar las intenciones de los alemanes. Una hora antes, en respuesta a la ofensiva directriz de Zhilinski, Samsónov le había mandado, cubriéndole de oprobio, el parte anunciando la victoria. En este parte incluía palabra por palabra el informe de Martos referente al glorioso episodio del regimiento de Chernígov: el coronel Alexéiev, con la bandera desplegada, había conducido a un ataque de bayoneta a la media compañía que integraba la guardia de la enseña regimental. Fue muerto. Alrededor de la bandera se produjo un combate cuerpo a cuerpo, pero las manos de los alemanes no llegaron a tocarla. Fue herido el abanderado, la bandera pasó a manos de un teniente, que también cayó herido. Por la noche, los hombres del regimiento de Chernígov se abrieron paso hasta la zona de nadie, llevando consigo la enseña, la cruz de San Jorge y al abanderado herido. Ahora, la bandera había sido fijada a una pica de los cosacos.
Después de enviar este informe, Samsónov, sintiéndose débil, se había quitado las botas y se había tumbado en el diván. En realidad, todo seguía tal y como antes, pero, sin embargo, el alemán había aparecido, ¡y por la izquierda! ¡Y el Estado Mayor del Frente se había cubierto de oprobio!
Por eso, con la frente tranquila, con los tranquilos ojos vueltos hacia el techo, Samsónov seguía tumbado y no quería saber los pormenores que le traían del Estado Mayor del Frente, sino que refería sin prisa lo suyo.
¡Sin embargo, debía saber lo que le traían! Y sin la menor compasión por su jefe, sin suavizar las expresiones, Filimónov le echó encima como si fuese una paletada de brasas: «¡No tendrá descanso alguno! Su Ejército avanza más despacio de lo que yo esperaba. Ver al enemigo donde no se encuentra es una cobardía y no permitiré que el general Samsónov se muestre como un cobarde».
La cara tranquila y de ancha frente de Samsónov se tiñó de sangre desde los bigotes hasta las grises sienes, hasta sus oscuros y peinados cabellos. Puso los pies en el suelo. Miró a su general aposentador como si le hubieran herido. Filimónov dedicó una sarta de blasfemias al cadáver viviente como los oficiales llamaban a Zhilinski; Samsónov no le acompañó en los insultos, le costaba trabajo respirar, en los momentos de gran agitación sufría ataques de asma.
Había sido herido por el hecho de que las órdenes del Frente se cumplían no con agrado, sino como una obligación, y por absurda que fuese la siguiente orden, y todas las demás, debía de cumplirlas irrevocablemente, porque él, jefe del Ejército, estaba trabado como si fuese un caballo.
Había sido herido porque en otros tiempos esto era motivo para un duelo, pero esto, ¡ay!, pertenecía al pasado y ahora no se permitía ni quejarse por el conducto regular ni justificarse. Soldado de caballería como era desde su juventud, como lo fue bajo los sables turcos y las balas japonesas, sólo con una nueva y redoblada audacia en el campo de batalla podía contestar a quien así le había ofendido. Resultaba vergonzoso doblar el espinazo ante él, pero no podía por menos de doblarlo.
Samsónov, congestionado y herido, apenas si podía respirar, no acertaba a meter los pies en las botas.
En aquel momento entró el jefe del Estado Mayor, Postovski. Era un mayor general como tantos otros, indeciso, pero cumplidor, que jamás había estado en ninguna guerra. A pesar de su graduación (con antigüedad de ocho años en ella) y de su elevado puesto, ante el comandante en jefe se mostraba tímido como un oficial en los comienzos de su carrera. Había servido muchos años en los Estados Mayores, siempre en Estados Mayores, y por lo común en funciones de ayudante. Lo que más estimaba Postovski era el cumplimiento al pie de la letra de los reglamentos y la puntual entrada y salida de directrices, órdenes e informes. En el servicio de las armas sólo conocía dos auténticas calamidades: la escasez de papel impreso y el no presentarse conforme es debido ante un influyente personaje.
Ahora, inclinándose, se acercó y, mirando de reojo la sudorosa frente del jefe y sus pies descalzos, informó respetuosamente:
—Alexandr Vasílievich, ha llegado un coronel del Cuartel General con un documento del Gran Duque.
Samsónov recobró el sentido de las cosas, comprendió lo que le decían. ¡Vaya! ¡Una nueva calamidad! ¿Ya habían tenido tiempo de acudir a quejarse al Gran Duque?
—¿Qué dice?
—Lo tiene él, no lo he leído. No sabía en qué categoría incluirlo.
—Debió hacerse cargo del documento y leerlo.
El jefe miró sombrío a Filimónov.
Sí, Filimónov veía que la empanada iba a esperar un buen rato, debió pararse a comer antes de entrar en la habitación del comandante en jefe.
Este se volvió hacia las botas y la guerrera.