A Oria le agradaba en la vida lo enigmático. Le gustaba creer que fuerzas del más allá se movían misteriosamente junto a nosotros. Por eso se vio el cometa Halley el año en que fue construida esta casa y plantaron el parque… Aunque los Evangelios no decían nada que se refiriese directamente a ello, Oria creía en la transmigración de las almas… ¿Acaso algunos conceptos orientales no aumentaban la belleza de la verdad cristiana? El alma lo acepta todo sin encontrar contradicción alguna, todo, como distintas hipóstasis de la belleza. Le agradaba pensar en lo que fue antes y en lo que será después. Si llegaría a tocar las estrellas antes de reencarnarse.
Todo cuanto aquí no se nos ha dicho
lo conoceremos en la otra vida…
En esto le agradaba pensar, caminando bajo las estrellas. Y más aún en la amarilla puesta del sol, en la última avenida occidental del parque, donde empezaban ya los viñedos y, a través de ellos, en las agradables tardes veraniegas el resplandor de oro, sin obstáculo alguno, hacía salir su silueta, durante los paseos, de este parque, de esta casa, de este marido, de este mundo, toda envuelta por el sol, sin nadie que la inquietase, caminando como un ser que no pertenecía a la Tierra.
Así era esta vez la puesta de sol. Sentía el deseo de ir allí, de caminar y dar libertad a su alma como si no tuviese cuerpo ni nada de lo que a su cuerpo afligía.
Pero si inmediatamente no hubiese acudido a dar la noticia a Romasha, la suegra le habría impulsado a hacerlo.
Por lo demás, portadora como era de esta noticia no era una humillación entrar la primera. Con tal noticia se podía entrar hasta sin pedir permiso.
Irina no se anunció con ningún ruido de pasos, con ninguna tos, con ninguna llamada. Se acercó silenciosa a la puerta y la abrió suavemente.
En el mismo dintel la bañó una luz amarillo-rosácea: todavía llegaba allí el resplandor del sol poniente, que atravesaba las copas de los árboles, cruzaba la terraza y se filtraba por la pared acristalada que separaba la terraza y el dormitorio; dentro, era mantenida por el rosa pálido del empapelado, por el tono rosa-dorado de las cubiertas y por los reflejos de las patas de bronce de las dos amplias camas de arce.
La luz permitía leer todavía. Y él estaba arrellanado en el bajo y hondo sillón, de espaldas a la entrada. En sus manos tenía un periódico desplegado. Oyó la puerta, no pudo por menos de adivinar de quién se trataba. Pero no se volvió.
Debía dar a entender hasta el fin que estaba disgustado con todos y que se mantenía firme.
Así quedó sin moverse, pero lo único que Irina veía por encima del respaldo era la incipiente calva de su negra cabeza.
Y estas profundas entradas a los treinta y seis años, este conocido e indefenso cogote, suavizaron de pronto a Irina. Desapareció la cosa viscosa que no le dejaba seguir adelante.
Se acercó con pasos tranquilos hacia aquella cabeza en la que se mezclaban sentimientos de ofensa, de duda y de deseos de resplandecer, que permanecía aún vuelta. Todavía no se había afeitado aquel día.
Y con voz serena, anunció:
—Todo ha salido bien, Romasha. Papá ha llegado a un acuerdo. Han prometido que no te tocarán para nada.
Se acercó hasta el mismo sillón de tal modo que él no tuvo tiempo de levantarse; se apoderó, sin embargo, de las manos de ella y, sin cesar de besanas, empezó a hablar atropelladamente. No de la disputa ni de si el culpable había sido él o ella. Como si no hubiesen estado reñidos.
Del padre tampoco, como si no existiera. Román no habló de él, no preguntó, no expresó la menor muestra de agradecimiento.
Irina no se decidió a darle a conocer los denuestos y amenazas del padre.
El vestido de Irina era de manga corta y Román besaba los hoyuelos de los codos y más arriba, la piel suave y rosada, tersa y fina. Las mangas eran estrechas y no subían más. Le hizo dar la vuelta, la sentó en sus rodillas y acercó la cabeza a su pecho.
De nuevo contempló ella desde arriba su calva entre los cortos y duros mechones de pelo. La besó suavemente.
Él hablaba sin cesar, animado y alegre. Irina en un principio no comprendió a qué se refería. Le prometía que después del viaje a América, a donde él hacía mucho que deseaba ir, pues lo consideraba el mejor país del mundo, práctico y sensato, e incluso antes que a América, en cuanto la guerra acabase, harían el recorrido que ella tanto ansiaba (mucho antes solicitado, rechazado y que aún vivía oculto): a Jerusalén, a Palestina, y luego a la India. ¡Cuántas cosas encontrarían allí divertidas, otras que nunca habían comido! A lo mejor no les gustaban y tenían que escupirlas.
—¿Y cómo veremos aquello? —preguntó Irina—. ¿Cómo París?
(A la torre Eiffel se subía con un ascensor rápido. «¿Qué es lo que podemos ver desde allí arriba que no hayamos visto?», él sufría vértigos. «¡Entonces subiré yo sola!». Si iba «sola», él la seguía. En el Louvre: «Ira, ¿vas a seguir contemplando mucho rato esos cráneos? Sólo de verlos me ha entrado apetito». ¿La tumba de Napoleón? «¿Qué nos importa a nosotros Napoleón? Los rusos le dimos una buena paliza. Tenemos a Suvórov, ¡él sí que fue un genio!»).
—No, no, lo veremos todo detenidamente —prometió él, pero ya la había hecho levantar de sus rodillas, ya ablandaba su alargado cigarrillo y se iba a fumar a la terraza, llevando consigo el arrugado Diario de la Bolsa—. Irochka, di que nos sirvan aquí la cena, algo ligero, un pollo, por ejemplo. No saldremos a ningún sitio, nos acostaremos pronto.
A la terraza todavía llegaba la luz, pero en el dormitorio a cada minuto se hacía más oscuro, todos los colores se apagaban y esfumaban. Irina, sin embargo, no encendió la lámpara eléctrica.
Pasó al fondo de la habitación, donde no había ventanas. Con desgana y como si se tratase de algo de mucho peso, de hierro, levantó un ángulo de la cubierta extendida sobre una de las camas, que ahora, en la penumbra, había perdido su color. Y se quedó así, sujetando el ángulo de la colcha como si esto fuese algo superior a sus fuerzas.
¿Tras qué velo, tras qué cendal podía ocultarse de la experiencia cotidiana de la gente, de muchas personas y de toda su vida —ya bien intencionada, ya devoradora, como a la vejez le había ocurrido a su padre—, para no temer ni la condena del mundo ni el juicio de Dios y acudir desvergonzadamente a sobornar al arzobispo para que le permitiera volverse a casar conforme el corazón se lo pedía?
La piedad que había sentido por su marido se evaporó con la misma rapidez con que llegara. Sintió lástima de la noche anterior y hasta del fatigoso día que acababa de pasar sola, aunque también libre. Si retiraba la colcha quedaría al descubierto el oscuro y seco pozo en el fondo del cual debería pasar una noche sin sueño, agotada y sin fuerzas para gritar, sin una cuerda que le permitiera salir. Y jamás aparecería su héroe.
Porque desde los nueve años tenía un héroe secreto: Nataniel Bumpo, el «Ojo de halcón» de Fenimore Cooper, el intrépido y noble guerrero. ¡Sólo un héroe así debía hacer feliz a Oria! Pero jamás encontró ninguno como él ni que se le pareciera. Eso sí, obedeciendo a un impulso interno, se había aficionado al tiro y siempre llevaba en el bolso o guardaba en un cajón del tocador una pequeña pistola; y sobre el tapiz del dormitorio, colgando de la correa, tenía un fusil inglés de señora para perdigones y balas pequeñas que atravesaban tablas de dos pulgadas. Cuando a la finca llegaban de visita oficiales de la guarnición vecina, en el patio del ganado colocaban un lienzo sujeto a dos postes y Oria disparaba con ellos sin admitir ventaja alguna. Si en alguna ocasión encontraba a su héroe podría ser digna de él…
… Mientras tanto Román, que llevaba varias horas con los periódicos en la mano sin enterarse de lo que leía, sólo ahora advirtió el vivo interés y el sentido que lo leído encerraba. Era como si los periódicos se hubiesen transfigurado, como si las letras tuviesen cuerpo y empezasen a latir. La terraza no estaba aún oscura y se acercó al mapa, se quedó mirando sus banderitas y la línea de la frontera.
Desde que la frontera fue establecida, aquel muñón prusiano, que parecía pedir la amputación, no había sido sometido a prueba: Rusia no había combatido con Alemania desde entonces… Hacía más de ciento cincuenta años… ni siquiera Alemania existía entonces… Y ahora se presentaba la primera prueba de las fronteras y las disposiciones.
Existía el viejo dicho de los tiempos de Federico: los rusos siempre les sacudieron a los prusianos.
¡Atacamos nosotros, atacan los nuestros! En los partes del Estado Mayor del Alto Mando no se mencionaban los números de los Ejércitos, Cuerpos y Divisiones, era imposible comprender exactamente dónde debían ser colocadas las banderitas. Las propias banderitas no se sabía lo qué significaban, su número lo había imaginado el propio Román, como mejor le pareció. De él dependía tomar o no tomar diez o veinte verstas más de Prusia.
Con cuidado, para no romper el mapa, volvió a clavar todas las banderitas a dos jornadas más adelante de la posición anterior.
¡Los Cuerpos de Ejército avanzaban!