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Otros años, los Tomchak pagaban a la Dirección del Ferrocarril de Vladikavkaz seiscientos rublos para que cualquier tren rápido, si así lo deseaban, se detuviese en su pequeña estación, con lo que no tenían necesidad de recorrer otras veinte verstas hasta el próximo empalme.

Esta vez no lo habían hecho, pero los rápidos seguían haciendo parada, como siempre. De regreso de Ekaterinodar, Zajar Ferapóntovich tampoco quiso esperar el correo, tomó el primer rápido e inmediatamente hizo comparecer al conductor jefe, puso sobre la mesita dos billetes de diez rublos, para él y el maquinista, y le explicó dónde quería apearse. El conductor jefe no dejó ver la menor muestra de asombro, comprendía que un hombre de negocios tratase de ganar tiempo; prometió parar el tren y lo cumplió exactamente. La tarde estaba ya avanzada, pero seguía el fuerte calor cuando Tomchak, el único de todos los viajeros, se apeó en aquel lugar no protegido por ninguna sombra, mientras las cabezas se asomaban asombradas por las ventanillas. La rojiza grava lanzaba a la temblorosa calígine un dulzarrón olor a petróleo crudo.

A la sombra del almacén se encontraba el faetón de Tomchak, que había esperado el día entero. El cochero, al verle, corrió con unas piernas que se le habían quedado dormidas al encuentro del amo; se hizo cargo de su maletín y luego acudió a enganchar los caballos, molestos por las picaduras de los tábanos.

Hacía ya tiempo que Tomchak tenía no el primitivo automóvil de ballestas, ruedas con radios de varillas y ejes como los de una carreta vulgar y común, sino un «Mercedes»; mas para presumir, cuando a veces iba de visita, utilizaba casi exclusivamente coches de caballos; así se sentía más a sus anchas: a la iglesia y a la estación —donde podían verle— acudía en faetón, y para todo lo demás utilizaba el tílburi o el carruaje abierto con asientos laterales (la tartana de un eje no le agradaba).

El jefe de la estación salió a estrechar la mano de Tomchak, pero mientras cruzaba la vía se le hizo tarde: el faetón se había puesto ya en marcha. Tomchak, como siempre, mostraba prisa, tanto más que habiendo perdido tres días en el viaje, ardía en deseos de comprobar la marcha de los trabajos; estaban en el período culminante de las faenas del campo y le asaltaba el temor de que no todo marchase debidamente.

No muy lejos a la izquierda, a menos de una versta, vio la primera trilladora envuelta en una nube de paja y polvo: se habría acercado a ella tal como iba, en el faetón, pero no quiso que la gente se riera de él; después de todo debía cambiarse de ropa y pasar al tílburi.

Fiel a su costumbre, no pensaba ahora en el asunto que acababa de resolver, en lo ya hecho, sino en las cuestiones que no había comprobado y acaso se les hubiesen pasado por alto a los otros: en la trilla; en el fenol que se debía mandar a los caseríos de Lukiánovo, donde de un momento a otro iba a empezar el segundo esquileo de las ovejas; en si hacía falta tronzar los maizales y recoger las panochas en el nuevo almacén de un millón de puds con ventilación de celosía (todas las paredes, aunque permitieran la libre circulación del aire, no dejaban pasar en absoluto la lluvia; este procedimiento, tomado de los colonos alemanes, si se seguía al pie de la letra prometía grandes beneficios).

Tomchak había adoptado muchas innovaciones vistas a estos colonos y siempre había salido ganancioso. Estimaba mucho a los tudescos, y la guerra contra Alemania la consideraba una tremenda estupidez, lo mismo que su pelea a garrotazos en un vagón de primera del tren correo con Afanasi Karpenko, por la sola razón de que este había llamado tonta a su nuera, la hija mayor de Tomchak. Tonta o no, la habían hecho salir de la escuela de cuatro grados para casarla con un hombre muy rico, y resultaba vergonzoso que hombres sensatos se peleasen por tal motivo. Al contrario, toda Rusia debía aprender de Alemania a organizar sus empresas. Ahora, en unos años en que Rusia no conocía otros arados que los de reja de madera, no era el momento de hacer la guerra, bastaba con decir una misa de difuntos por el alma de aquel Archiduque y beber una copa a la salud de los tres emperadores.

Tanto más que no veía la razón para dejar marchar a esta guerra a su hijo, a sus buenos operarios y a los cosacos que le servían fielmente según contrato, guardando su hacienda y su caja desde que se produjo el caso de los bandoleros. Había conseguido evitar la movilización de cuantos quería y con esta noticia volvía a casa. Si ellos, con su hijo a la cabeza, hubieran salido a la estación a esperarle, el padre se habría sentido honrado y lo habrían celebrado todos juntos.

Pero el hijo no estaba allí; era algo que el diablo le mandó, y no hijo suyo, ¿de qué simiente había crecido? Y con el resquemor que esto le produjo, Zajar Ferapóntovich trató de pensar, en cuanto hubo bajado del tren, en los asuntos pendientes, en lo que tenía que hacer, olvidando cuanto quedaba a sus espaldas.

No obstante, junto a las blancas columnas de piedra de la entrada, había varios hombres sentados en cuclillas que esperaban al amo: dos cosacos, el mecánico del motor diesel, un jardinero y el chófer de Román, el hermano del criado. Tomchak hizo parar el faetón y cuando se le acercaron les dijo cariñosamente, como si estuviese en deuda con ellos tanto como ellos con él:

—Todo ha salido bien, muchachos. Decídselo a los otros. Trabajad como hasta ahora y ponedle una vela a Dios.

Y entre el rumor de las voces de agradecimiento, siguió adelante. Los caballos hicieron resonar animosos los cascos por las losas de la avenida y luego del patio principal, pero desde el piso alto la única que se asomó fue la madre. Él no se dejó ver en absoluto.

El cochero, describiendo un amplio círculo, se acercó al portal. Tomchak se apeó y penetró rápidamente en la casa.

Ahora ya no sentía deseos de encontrarse con su hijo.

Ni una sola de las tablas de la joven y fuerte escalera crujió bajo sus pies; él, con sus cincuenta y seis años, la subió también como un joven.

En la antesala superior, alargando los brazos en un gesto de esperanza y debilidad, le esperaba su mujer, redonda como un tonel.

—¿Qué hay, padre? —preguntó con una voz que apenas si se le oía.

No quiso contestar: allí, bajo el techo del hogar doméstico, sentía particularmente la humillación. Y rozando apenas la frente de su mujer con los labios, pasó en silencio al dormitorio. Ella siguió tras él.

En cuanto Evdokia abandonó los trabajos del campo, se apoderó de su cuerpo la gota y una docena más de enfermedades, más y más conforme trataba de curarlas. (No hace falta escuchar a ningún doctor, decía Tomchak. Él no dejaba que se le acercasen: sabía mejor que los doctores cómo debía tratarse en cada ocasión). Primero compraron barriles de barro de Crimea, y una hermana de la caridad acudió a la economía para hacerle tomar baños; luego estimaron que debía ir a Eisk, a Goriachevodsk, a Essentukí, pero allí todas las mujeres lucían vestidos de encaje en sus coches, mientras que las enfermedades iban en aumento.

Ahora, sin embargo, Evdokia le siguió rápidamente al dormitorio; mientras el marido se santiguaba ante los iconos, se puso delante de él, cerrándole el paso. Le sujetaba de las solapas casi sin preguntar y miraba su cara bigotuda, de nariz grande y espesas cejas, como la del profeta Elías: ¿le pego o no le pego?

Tomchak no tenía deseos de hablar. Cuando acudía después de terminadas con éxito las gestiones, él seguía tumbado en el divancito y no se levantaba siquiera. Lo mejor habría sido irse a la estepa sin decir nada a nadie. Pero vio los sufrimientos de la vieja, tuvo lástima de ella y gruñó:

—He estado con el jefe militar, queda libre para toda la guerra.

Evdokia pareció que perdía fuerzas y le invadía una sensación de calor; se volvió hacia el icono principal, santiguándose:

—¡Gracias, gracias! La Virgen ha oído mis oraciones.

—Ella no tiene nada que ver en esto —arrugó Zajar el ceño, tirando el sombrero y despojándose del guardapolvo—. La Virgen no ha intervenido para nada. Soy yo quien lo ha arreglado, untando a quien convenía.

Y entró en su dormitorio. Pero se volvió atento al ver que ella ya se quedaba atrás y sus ojos, bajo las enormes cejas, arrojaron una mirada de fuego:

—¿Qué vas a hacer? ¡No vayas! ¡Que venga antes a pedirme perdón! —La mano, roja por los vientos, surcada de oscuras y abultadas venas, se cerró en un puño. Lo agitó—. Cuando venga, yo mismo se lo diré.

—No quería decir nada a Romasha —mintió, feliz, Evdokia—. ¿Quieres comer algo?

—Nada. Tomaré una copa de bálsamo. Me voy a ir a la estepa.

Y se quitó el terno de gala, quedando en paños menores.

El ígneo bálsamo de Riga se había convertido en su bebida predilecta desde que poco antes, en Moscú, conociera su existencia. Tenía un brillante jarrito de loza en el comedor y otro en el dormitorio; cada vez, tomaba una pequeña copita de plata.

—¿Quieres por lo menos un plato de borsch? —le ofreció ella, rebosante de alegría—. ¿Lo caliento?

—¿Para qué calentarlo? No hace falta, tráelo frío. —Aún gritó cuando su mujer ya se iba—: Dile a un cosaco que avise a Semión, que enganche el tílburi.

El dormitorio de Zajar estaba a continuación del de ella y sin salida independiente. «Así no habrá corrientes de aire», decía. En la estepa, con cualquier tiempo, con la lluvia y el frío, iba y venía sin cuidarse, pero en casa temía las corrientes y le agradaba dormir muy abrigado. Aunque la vida en la casa estaba montada por todo lo alto, en su dormitorio, a la manera campesina, a la estufa había adosada una ancha plataforma cubierta de azulejos, sobre la que Zajar dormía en invierno. También tenía allí una caja fuerte grande, empotrada en la pared, con ingeniosos mecanismos y timbres que sonaban al abrirla, pero no se entretenía mucho con ella: de paso buscaba los documentos necesarios y de paso los sacaba; había varios libros de contabilidad, pero Tomchak no recibía allí a los empleados y él no se preocupaba mucho de los números que figuraban en los libros; el dinero no lo guardaba, siempre procuraba invertirlo en tierras, en ganado o en diversas dependencias; y los Tomchak, como todos los que hacían un cobro, como todos los obreros (era muy fácil perder una de aquellas pequeñas monedas), trataban de que no se les pagase en oro; en el banco tenían que entregar al cajero una cierta cantidad para que este no les cargase con oro y les diese billetes.

Tampoco en la oficina se entretenía Tomchak mucho con los números o el dinero, únicamente se le veía allí el tiempo preciso para tomar una decisión. Sus negocios estaban para él en la estepa, en las máquinas, en los rebaños de ovejas y en las dependencias: allí era donde debía vigilar, donde tenía que dirigir. Todo el éxito del negocio dependía de la manera en que las extensiones de la estepa se veían cortadas por las franjas de las acacias, formando rectángulos protegidos de los vientos; de cómo en la rotación de siete hojas se alternaban el trigo, el maíz, el girasol, la alfalfa, la esparceta, proporcionando cada año más abundantes cosechas; de cómo mejoraba la raza de las vacas, adoptando las alemanas que proporcionaban tres cubos de leche; de cómo sacrificaban de una vez cuarenta cerdos y los curaban con humo (el jamón y el embutido de los colonos alemanes no tenían nada que envidiar a los de Aidenbach, de Rostov); y, sobre todo, de cómo esquilaban y empacaban las montañas de lana de oveja.

Siempre estaba Tomchak presente cuando era enviada al tren o en largos convoyes de carros una importante partida de trigo, lana o carne de su finca. Para él no había fiesta mejor: contemplar todos aquellos ingentes volúmenes y pesos que entregaba a la gente. A veces le gustaba presumir: «Yo doy de comer a Rusia», y también le agradaba oírselo a otros.

Mientras su mujer iba en busca del borsch, Zajar Ferapóntovich se puso un traje de hilo y unas botas altas de doble suela blanda («para que los pies descansen»). Le habría gustado comer ahora un buen trozo de rosado tocino o un abundante plato de gachas de pastor, pero debía respetar la vigilia de la Asunción. Por el contrario, con un cuchillo de cocina, se cortó una buena rebanada de la enorme hogaza de pan de trigo e inclinó los bigotes sobre la gran escudilla de borsch espeso y frío, preparado con aceite, y no con grasa animal.

La mujer, de pie ante él, con las manos cruzadas sobre el abultado vientre, miraba cómo comía.

Tenía prisa por terminar y salir al campo, pero llamaron a la puerta y entró la nuera.

—¿Qué, ya le habéis ido con el cuento a Román? —se puso en guardia Zajar Ferapóntovich, apartándose de la escudilla y gruñendo como un perro.

—No, no —le tranquilizó la mujer como si hubiese incurrido en culpa—. Pero a Ira se le puede decir, ¿verdad?

Irina entró con un aire inocente, erguida como siempre, con su alto cuello y el suntuoso peinado de costumbre. Durante todo el día sólo por el criado había sabido que su marido no había muerto allí en el dormitorio: después de comer se había puesto a leer los periódicos. Miró cómo el suegro metía los bigotes en el borsch, pero no dio las gracias; miró en silencio, aunque su gesto era de aprobación, de amistad.

Zajar Ferapóntovich podía gritar y lanzar rayos y truenos contra cualquiera de la casa, pero contra ella nunca; desde el primer día había sido así, lo había impuesto y lo advertía. Cierto que nunca le llevaba la contraria, en casa ni siquiera se ponía vestidos caros ni brillantes, porque esto a él no le agradaba. Había acertado con el tono preciso y sabía convencerle cuando ninguno otro era capaz de lograrlo: para que hiciese las paces con la mujer o los hijos o para soltar a los canarios prisioneros en las jaulas (habían visto que alguien tenía canarios enjaulados y lo imitaban). El suegro suspiraba: «Eres una criatura de Dios, Irusha», y daba su brazo a torcer. Cuando en política ocurría algo, nunca hacía caso del hijo ni de sus periódicos, sino que escuchaba los comentarios de la nuera, conforme al criterio de Tiempos Nuevos.

—Acércate —le dijo; se limpió con una servilleta grande de tela gruesa la boca y los bigotes y besó la frente que se inclinaba ante él. No la invitó, sin embargo, a sentarse y no añadió otras palabras cariñosas. Siguió comiendo ruidosamente, partió un trozo de pan de la segunda rebanada y, entre sorbetones, dejó escapar, enfadado—: Es una lástima que no lo movilicen… Le convendría ir a la guerra… Ese hijo del demonio no ha visto en su vida nada malo…

Siguieron los sorbetones.

Irina objetó sin gran insistencia:

—¿Cómo puede decir eso, papá?

Había terminado de comer, pero, sin darse cuenta, seguía tragando, furioso:

—Díselo: que cuente con lo suyo, pero de mí que no espere nada. Prefiero dejárselo todo a un sobrino. O a lo mejor… —Había empezado no muy seguro, pero su cara se endureció y la decisión llegó entre dos intentos de tragar algo—… a lo mejor hago que Xenia deje los estudios ahora mismo y la caso.

—¡Papá, papá! —exclamó Irina, arqueando las cejas—. ¡No sabe lo que dice! ¿Para qué la llevó a estudiar, para que lo dejase sin haber terminado la carrera? ¿Dónde está la razón?

A veces, al oír hablar de los fracasos de otros economistas, Zajar Ferapóntovich decía: «Me hago cruces, tampoco yo me había dado cuenta. Hace falta tener un agrónomo. ¿Pero dónde encontrar una persona que conozca bien su profesión y sepa trabajar, un hombre de confianza y no un pillo?». En un momento así, Irina y Román le convencieron de que hiciese estudiar agronomía a Xenia: ¡entonces tendría su propio agrónomo! ¿Había algo mejor?… Y ahora Tomchak replicó clavando en su nuera los ojos de hombre de la estepa, que miraban bajo sus pobladas cejas:

—La razón es que dentro de un año tendré un nieto y dentro de quince un heredero.

Terminó de masticar, se limpió los labios. La servilleta cubrió la parte inferior de la cara, mientras que la superior denotaba un dolor repentino.

No sólo a ellas, a las mujeres, sino en general, era incapaz de expresar con palabras la confusión que de pronto le había asaltado. No era el dinero, no era la finca lo que se perdería: Román no era un veleta, pero se venía abajo lo que constituía el eje principal de su obra, el alma de la misma. Para heredar y llevar fielmente adelante esa obra un alma debía ser la continuación de otra. ¿Acaso había hecho y organizado todo para aquel hijo de quien se sentía extraño?

Irina habló como mujer:

—¿Cómo puede casarla sin pedirle siquiera su parecer? ¿Con quién?

Tomchak se puso de pie. Junto a la esbelta Irina hacía un particular contraste su figura de zaporogo:[8]

—¿Y allí con quién se casaría? ¿Con un estudiante? ¿Para que luego lo mandasen a presidio? Fui un estúpido al permitir que estudiara. Sabe lenguas extranjeras, pero ha dejado de creer en Dios. Si se tratase de un hijo, no me importaría que estudiase hasta los cuarenta años, cuanto le viniese en gana. ¡Ay, vieja! —carraspeó, tomando entre las suyas la mano ligera de su mujer, parecida a un retorcido palo pulido después de un largo uso—. ¿Por qué no me diste otro hijo…?

—Dios no lo quiso, padre —suspiró ella, con un aspecto bonachón y tranquilo en su fofa cara.

—No conozco la voluntad de Dios… pero la mía es esa.

Y con pasos fuertes y enérgicos salió del dormitorio. Se oyó cómo bajaba las escaleras.