A Román no le fatigaba lo más mínimo pasar a solas aunque fuera una semana: lo único que le importaba era que le sirviesen todo a tiempo, porque más interesante y agradable que su propia persona no conocía a nadie.
Al criado, anciano y con patillas, le encargó con todo detalle comida para él solo, que le servirían allí, en la terraza, mientras el sol no se asomaba. Preguntó con particular atención y seleccionó los entremeses de pescado. (De una pescadería de Rostov mandaban a los Tomchak con un conductor del tren de viajeros ya un barrilete, ya un bulto; un cosaco salía a la estación y recompensaba al conductor el servicio). Tenía su sentido el comer platos agradables y sin escuchar reproches, solo, mientras el viejo no regresaba. Podía volver antes de hacerse de noche, puesto que pasaban dos trenes, uno a continuación de otro. Le habría agradado al viejo que el hijo saliese a esperarle a la estación, pero estaban reñidos y Román no podía mostrarse adulador.
El criado compartía también las emociones del día. Su hermano, el chofer de Román Zajárovich, debía ser llamado a filas, pero, con un poco de suerte, lo mismo que otros trabajadores imprescindibles, podía quedar libre.
Román era el único sostén de su familia, era hijo único y de ningún modo le afectaba la movilización. Pero habían corrido rumores de que estas excepciones iban a ser suprimidas en los casos en que no se tratase de un auténtico sostén; en el último manifiesto, relacionado con las milicias, tres días antes, se hablaba confusamente de las quintas anteriores, y el padre se había apresurado a hacer una visita al jefe militar para prevenir cualquier eventualidad.
Allí, en la terraza acristalada del segundo piso, junto al dormitorio estaba también la tumbona que tanto le agradaba, que formaba parte de los muebles de su mujer: con la cabecera suavemente encorvada hacia arriba, de tal modo que más que yacer parecía estar sentado. Sin incorporarse y sin necesidad de almohadas, podía fumar, leer el periódico o, como ahora, mirar el mapa de las operaciones militares que tenía colgado en la pared.
De una librería de Petersburgo, conforme a la petición hecha por telégrafo, habían enviado a Román una colección de banderitas de los países beligerantes para marcar con ellas las líneas de los frentes. Ya había empezado a señalarlas, pero de pronto surgieron estos rumores de que las excepciones iban a ser suprimidas y todo el humo del encanto y el interés desapareció del mapa; le oprimía el alma mirar las curvas líneas de las fronteras, los circulitos de las ciudades, los nombres extranjeros.
Román encendió con su mechero de oro un cigarrillo de un tamaño especial. En el primer año de matrimonio, durante el viaje que hicieron a Francia, Irina le había regalado una pitillera de oro alargada que por su forma no servía para los cigarrillos que se fumaban en Rusia. Como caballero que era, Román no podía despreciar aquel valioso obsequio, el primero que su mujer le hacía, y por eso renunció a los cigarrillos que se podían adquirir en las tiendas y encargó a la fábrica de Asmólov, de Rostov, cien mil fundas del mismo tamaño que la pitillera, e hizo venir de la ciudad a una cigarrera que se encargó de llenarlas.
Pero el fumar no le proporcionaba aquel día satisfacción alguna.
Se sentó tras la mesita de juego, extendió los papeles que había sacado de la caja y trató de dedicarse a sus cuentas. Román no había terminado más que la escuela primaria: treinta años atrás apenas si empezaban a asentarse sólidamente en las estepas del Kuma y a nadie se le ocurrió siquiera que convendría mandar al hijo al gimnasio. Luego pasó a una escuela de comercio, que no llegó a terminar. Sin embargo, para los números tenía gran facilidad. Mostraba también capacidad especial para dirigir los asuntos de la finca, pero le molestaba convertirse en un simple auxiliar de un padre tan tozudo, que no toleraba que nadie le llevase la contraria y que también entendía como muy pocos en cuestiones de negocios. ¡Román esperaba su hora! Mientras tanto, el dinero de la mujer le permitía mantenerse al margen de los asuntos del padre. Todos los años pasaba dos meses en Moscú y Petersburgo y otros dos en el extranjero. En Moscú se paseaba en coches de lujo, se alojaba en los mejores hoteles haciendo la competencia a los extranjeros, y en el Gran Teatro, cuando todos habían ocupado ya sus asientos, pasaba de esmoquin hasta la primera fila del patio de butacas… En estos viajes Román se preocupaba particularmente de su persona. Se vestía de tal modo que incluso los conocidos le tomaban en la galería de Narzán, por inglés. Y en Europa le gustaba asombrar a la gente con la decisión y particularidad propia de los rusos. En el Louvre, en la purpurina sala redonda donde se encuentra la Venus de Milo, pero en la que no hay una sola silla, para que nadie pueda sentarse, alargaba imperioso al empleado un billete de diez francos: «¡La chaise!». Se sentaba y, mientras Ira daba una vuelta, sacaba un cigarrillo y jugaba con el encendedor. Y al pasar a la sala siguiente, señalaba: «Ahora ahí la chaise, ¡ahí!».
¡También Irina era admirable! Cuando se engalanaba y caminaba sin inclinarse, como la estatua de una diosa, apenas si se movían levemente las plumas de ave del paraíso de su sombrero. Con ella podía presentarse sin desdoro incluso en Palacio. A él le convendría ser un poco más alto. Y que no se le cayese así el pelo, porque tendría necesidad de cortárselo al rape.
No, no estaba para cuentas. Le preocupaba pensar en las noticias que su padre traería. Román se puso a pasear por la terraza. Y a pensar mientras fumaba.
Cuando más a gusto se encontraba era cuando se entregaba así a sus pensamientos. Desplegaba sus facultades hasta de hombre de Estado, que mantenía en secreto de todos. En una cosa superaba de seguro a muchos diputados de la Duma: en la ruda franqueza con la gente. Por muchos economistas salvajes y licenciosos que hubiera en la comarca, todos respetaban a Román Zajárovich, puede que no le tuviesen afecto, pero le temían. No adulaba lo más mínimo a nadie, la amabilidad no le llevaba a ceder lo más mínimo, no sonreía movido por un sentimiento de hospitalidad, sino que siempre hablaba con orgullosa gravedad, sin apartar de su interlocutor una mirada que lo traspasaba de parte a parte. En general, no conversaba ni un minuto con nadie que no le pareciese interesante o le fuese necesario: aunque se tratase de un huésped, Román Zajárovich se levantaba abiertamente y se retiraba a sus habitaciones. Hombres así, inflexibles, es lo que hacía falta en la dirección del país, sobre todo en las máximas alturas.
Román iba y venía con paso cada vez más firme y decidido. En un extremo de la terraza había una fotografía de Máximo Gorki. Miró con simpatía el provocativo rostro, de nariz aplastada, del famoso escritor. Román elogiaba en todas partes y en voz alta sus libros y obras teatrales. En él encontraba un rasgo suyo: no adular a quien se le mostraba propicio. Le admiraba el atrevimiento con que Gorki cubría de bilis a los magnates de la industria y del comercio, que aplaudían con entusiasmo todo lo franco, lo agudo, lo fragante que en él encontraban.
Al otro lado del parque se extendían dos mil desiatinas de tierra negra del Kubán, si es que llegaba a heredarlas. ¡Qué buena y hermosa era la vida, Dios mío! Y esa vida tan estable, acomodada y prometedora, esa cabeza tan lúcida podía la citación del jefe militar hundirla en una sucia trinchera bajo el poder de un sargento… ¡Qué absurdo!
No había aún ningún auténtico representante del Kubán en Rusia, nada hacía famoso al Kubán. Román se imaginaba las distintas maneras en que podría producirse su avance, a cual más interesante. ¡Sí, en realidad sería más audaz que los kadetes![7] Pero a la izquierda de los kadetes quiénes estaban, ¿los socialistas? Gorki, por ejemplo, era socialista.
Sí, se podría pensar también en el socialismo si esto no fuese unido al robo, al despojo de legítimos bienes. El único recuerdo personal que Román tenía del socialismo se remontaba al año 1906, una espina atravesada, una pérdida muy sensible que lamentaría la vida entera. ¡Y si fuese sólo la pérdida! Podía aceptarse lo mismo que los daños causados por la tormenta, por la sequía, por la fluctuación de precios. Perder no es humillante, ¿quién es el que no pierde algo? Pero entregar voluntariamente un dinero adquirido con gran esfuerzo a aquellos sinvergüenzas, a aquellos miserables que no tenían ni la inteligencia ni el espíritu laborioso para ganar la vigésima parte de esa suma… Todo su trabajo había consistido en escribir con letra afiligranada y enviar a todos los economistas unas cartas: «Estimado Zajar Ferapóntovich: Deberá entregar cuarenta (¡y a otros cincuenta!), mil rublos en concepto de ayuda al trabajo revolucionario; de lo contrario su muerte será inmediata. Los comunistas terroristas». Y a los primeros que se negaron, para confirmar la amenaza, en efecto, los mataron con sus familias.
¿Qué podían hacer? Después de la revolución a nadie se le había pasado el susto. Las autoridades no se sentían seguras. Y las personas cultas pensaban: ¿para la revolución? ¡Está obligado a hacerlo! Es un deber sagrado ante el pueblo desposeído. (Si se hubiese tratado de una revolución legítima, de derribar al odioso zar, se habría podido dar cuanto quisieran). Las economías se hallaban dispersas en la estepa sin protección alguna… (Entonces es cuando los Tomchak tomaron cuatro cosacos a sueldo). Tuvieron que ir en una tartana, modestamente vestidos, los tres: Román, el administrador y un empleado de la oficina. El padre no acudió, habría sido incapaz de entregar con sus propias manos el dinero, le habría estallado el corazón al entregar los primeros mil rublos.
Acudieron hasta un lugar situado más allá de la última plantación de acacias. Era otoño, se le quedaron grabados en la memoria las anchas hojas de los lirios caídas bajo las ruedas. En cambio, los otros llegaron de la ciudad en un faetón con neumáticos, vestidos no con sencillez, sino todo lo contrario, lujosamente, uno incluso de levita, solapas de raso y cuello de pajarita. Se mostraron muy corteses en la conversación y contaron pacientemente los billetes. Eran tres contra tres, hubieran podido perfectamente darles una paliza, matarlos de un tiro, habrían podido dejar a alguien oculto al acecho. En el bolsillo trasero del pantalón llevaba un revólver, mas les faltó decisión. Pero Rusia entera consideraba que semejantes acciones eran justas, todos estaban al lado de aquellos hombres temibles y gloriosos… No obstante, Román fue incapaz de entregar los cuarenta mil rublos completos, se resistió, regateó hasta conseguir una rebaja de dos mil quinientos. Y los otros todavía se burlaron de él: ¡qué tacaños son ustedes, los economistas! (El padre le alabó mucho lo de los dos mil quinientos rublos, lo recordó durante varios años). Se despidieron muy amables y se fueron. Nunca supo nadie ni llegó a comprobar si el dinero había servido para construir barricadas o comprar fusiles. O si, sencillamente, se trataba de tres pillastres que con el botín en el bolsillo se fueron a Bakú para gastárselo con prostitutas…
Faltaba aún mucho para la llegada de los trenes de la tarde. Y lo único que podía hacer era leer y volver a leer los periódicos.
* * *
LOS RICOS SON COMO LOS CABALLOS AZULES: SON MUY POCOS LOS QUE NO SE MALOGRAN.