5

En esta legendaria ciudad de Rostov acostumbraba Zajar Ferapóntovich a hacer negocios, pero de un género distinto. Por lo común acudía allí por asuntos relacionados con la maquinaria: todas las máquinas nuevas aparecían en Rostov y podía examinarlas y tocarlas, recibía excelentes explicaciones acerca de su funcionamiento. Adquiría allí, adelantándose a todos los economistas, hasta al mismo barón Gempel, sembradoras de disco Siemens, cultivadoras de patatas y arados nuevos, que eran arrastrados por dos tractores unidos a ellos con largas correas. A veces firmaba allí importantes contratos de venta de trigo y lana (vendía trigo a los mismos franceses). Naturalmente, también realizaba compras: pescado —¿dónde podía encontrar pescado mejor que el de Rostov?—, otros comestibles y diversos artículos. A veces iba con el simple objeto de adquirir unos guantes tal y como él los quería —por dentro de piel de ardilla y por fuera de gamuza, como estos no los había en la ciudad más próxima— y se dejaba convencer por aquellos diablos: se llevaba por añadidura un automóvil de siete mil quinientos rublos. En otros tiempos se había enfadado con su hijo cuando este compró un «Thomas», seguro como estaba de que cuando empezase a recorrer los campos vendría una tormenta y las mieses se encamarían. Pero ahora él mismo buscó chófer, el hijo de un viticultor había aprendido a conducir en el ejército, y lo tomó a su servicio.

Zajar Ferapóntovich realizaba sin inconveniente alguno todas estas operaciones de compra y venta, le agradaba la habilidad con que aquella gente se desenvolvía en los negocios, pero nunca había visto allí ni un solo gimnasio, no sabía dónde estaban, ni los advertía siquiera. Y cuando Román e Ira le hablaron de la conveniencia de sacar a Xenia del pensionado de Piatigorsk y llevarla a un gimnasio de Rostov, marchó con su hija a la ciudad con cierto reparo, porque no tenía la menor noción de una mercancía como el gimnasio y de seguro le engañarían, le harían aceptar lo peor.

Pero esta vez tenía que ver a un judío inteligentísimo, un hombre respetable, Iliá Isákovich Arjangorodski. Este Arjangorodski era el más entendido en cuestiones de molinos, hasta de los más nuevos, de los movidos por electricidad, de los que se quisiera, tan entendido que sin los servicios de su oficina no era montado ningún molino entre Tsaritsin y Bakú, y cuando un hombre tan importante como Paramónov ideó construir en Rostov uno de cinco pisos, Arjangorodski se encargó de la obra. Pues bien, Tomchak pensó que Arjangorodski no le engañaría si le preguntaba qué gimnasio era el mejor para llevar a él a su hija. Arjangorodski se mostró amable, le dijo que aunque estaba el gimnasio oficial de Catalina y también algún otro, lo mejor de todo, según su consejo, era llevarla al privado de la Jaritónova, donde su hija, Sonia, estudiaba ya en el cuarto curso. Compararon las edades: la una y la otra tenían trece años, las pondrían juntas, magnífico.

También la amiga fue desde el primer momento del agrado de Zajar Ferapóntovich. Y si el gimnasio era privado, y no oficial, tanto mejor: sólo marchan bien los asuntos al frente de los cuales se encuentra el dueño, y allí donde se meten el gobierno y los funcionarios públicos, no esperes nada bueno.

Cuando Zajar Ferapóntovich iba a Rostov se ponía un traje de lana o de seda cruda, según la estación, y un sombrero de ala redonda, o llevaba un paraguas para presumir, aunque no tardaba en olvidarlo y caminaba moviendo mucho los brazos, como por sus campos de la estepa, después de apearse de un salto del tílburi con chubasquero y botas embadurnadas de sebo. O bien, cuando, poco antes, la nuera le indujo a encargar un centenar de tarjetas de visita como si fuera algo muy necesario. No fueron más que unos kopeks gastados en vano: entre los comerciantes y hombres de negocios a quien Tomchak visitaba, en los bancos y en la Bolsa, nadie se daba aquellas tonterías, y el centenar de tarjetas, íntegro, seguía en su bolsillo como una baraja sin estrenar. Y sólo cuando al salir de la catedral vieja Tomchak se dirigió al gimnasio de la Jaritónova recurrió a ellas: hizo que el portero llevase al segundo piso la primera tarjeta.

Aglaída Fedoséievna era una señora grave, reflexiva, aunque usaba lentes —habría sido preferible que usase gafas—, que se le caían constantemente de la nariz. A una mujer tan seria se le podía confiar muy bien la hija en aquella lejana ciudadano se estropearía aunque pasase medio año sin verla.

Pero a Zajar Ferapóntovich no se le ocurrió siquiera pensar que él mismo podía desagradar a la directora. A todos los Tomchak por vía paterna les distinguía la circunstancia de que la tozudez, el carácter sombrío y las palabras gruesas las guardaban para su casa, mientras que cuando recibían a alguien o iban de visita eran alegres y mantenían como ningún otro la conversación. No había ambiente ni había mujer a quien Zajar Ferapóntovich no resultase agradable cuando él lo quería.

Y efectivamente, aquel ucraniano que parecía salido de un cuadro, de facciones duras, espesas cejas, nariz grande y ancha, con un traje de ciudad que parecía un disfraz de carnaval y con la cadena del reloj en el lugar más visible, encantó y dejó estupefacta a Aglaída Fedoséievna por su carácter abierto, su humor y su dignidad patriarcal, y más que nada por el viento de la estepa que entraba con él y que hacía revolverse los papeles en la mesa y dar la vuelta a la hoja del calendario. En el medio en que ella se movía sabían y comprendían muchas cosas, suspiraban y soñaban mucho, mas no había la energía y la pasión que mueve a la acción inmediata, poniéndose en pie de un salto. Tomchak no sabía hablar a una decorosa media voz, en el despacho de la directora lo hacía casi a gritos, como si junto a él chirriasen las carretas y azuzase a los bueyes, o tratase de reunir a las ovejas. Sus risotadas eran también sonoras, pero a Aglaída Fedoséievna, celosa guardadora de la media voz y de los buenos modos, todo esto no le desagradaba, sino que le atraía por su vigor.

Incluso su claro fingimiento de que había recorrido cuatro gimnasios y ninguno le había agradado, y este sí ya en la escalera, con sólo ver al portero, hasta esta ingenua picardía la enterneció. Y aunque la Jaritónova tenía el cuarto curso completo y se había hecho el propósito de no admitir a nadie más, y con mayor motivo a una chiquilla salvaje y con escasos conocimientos, claro, en diez minutos se mostró conforme en admitirla, y no sólo no advirtió, con el grave tono con que sabía hacerlo, que le esperaban otros asuntos, sino que, ganada por la sencillez del alegre ucraniano, pasó a preguntarle cosas de él y mandó que trajeran café.

Sin mostrarse tacaño en pormenores y bromas, convencido de que era lo único que esperaban de él, Zajar Tomchak contó cómo en la infancia había sido simple pastor en Táurida, cuidando ovejas y terneros; ellos, la gente de Táurida, acudían al Cáucaso para contratarse como braceros y ganaban entonces mucho menos de lo que ahora se pagaba al último trabajador forastero, sin hablar de los que encontraban trabajo fijo; sólo al cabo de diez años le había dado el amo diez ovejas, una ternera y varios cerdos, y así es como dio comienzo a sus presentes riquezas, conseguidas con grandes esfuerzos. La directora le preguntó por sus estudios: un año y medio de escuela parroquial, justamente lo que necesitaba para leer la Biblia y las Vidas de los Santos, en ruso y en eslavo antiguo; escribía muy mal, pero para los números siempre había mostrado grandes facultades, y en ninguna compra le engañarían. Preguntó por la familia y él habló de la prueba que Dios le había enviado: en una semana había perdido seis hijos, la mitad de su descendencia. Aparecieron las lágrimas, que él se limpió con el pañuelo. A continuación habló de la economía: cómo habían cocido ellos mismos en hornos un millón de ladrillos, y aún les quedaron para vender los sobrantes; cómo proyectó él mismo la casa con el arquitecto, las ventanas con celosías por dentro y maderas exteriores, de tal modo que ni los mayores calores se sentían; tendieron cuatro líneas de conducción de agua, tenían su propia central eléctrica, movida por motor diesel, y ahora estaban arreglando el parque, en el que colocaban farolas. Sencillamente, invitaba a la directora a pasar con sus hijos el próximo verano en la finca, donde podrían beber leche de yegua.

A su vez, la directora explicó que había enviudado poco antes; su marido era inspector de gimnasios oficiales; tenía tres hijos: la hija acababa de terminar el gimnasio e iba a ir a Moscú a continuar los estudios; el mayor de los hijos, Yaroslav, de trece años, se le escapaba de las manos: quería dejar el gimnasio, el muy estúpido, para ingresar en una escuela militar.

Le dijo que la matrícula ascendía a doscientos rublos anuales, cinco veces más que en los gimnasios oficiales, porque… Tomchak se hizo casi el ofendido: «No sé cuánto hay que abonar. Usted no tiene bueyes, no cultiva girasol para sacar aceite, así que debe pagar con dinero todo lo que consumen los niños». Le preguntó la directora dónde viviría la muchacha; entonces Tomchak empezó a lamentarse: «¡No tengo dónde dejar a la pobre criatura! ¿A quién confiarla para que cuide de ella en una ciudad tan grande? ¿No podría vivir con usted?». (¡Desde el primer momento lo había pensado así! Sólo para eso se había mostrado tan agradable, se había quedado a tomar café y la había invitado a tomar leche de yegua, aunque otros asuntos le aguardaban con urgencia). «¿Qué le parece?». La Jaritónova esperaba cualquier cosa menos esto. «¿Es que tiene pocas habitaciones? Según me acaba de decir, su hija mayor va a ir a Moscú, en su lugar podía quedarse la mía. Si me manda sus tres hijos a mi casa, en un momento encontraría sitio para todos ellos».

Por absurdo y descarado que fuera, después de la conversación anterior, de su amistoso tono y de las risas, era ya imposible volver a la anterior frialdad con que Aglaída Fedoséievna sabía deshacerse de los importunos. Trató de hacer entrar en razón al ucraniano, le explicó por qué era imposible; esto no podía hacerse, una alumna no podía vivir en la casa de la directora; ella misma había llevado su hija al gimnasio oficial de Catalina para que nadie sospechase lo más mínimo de que era mejor tratada que el resto: el ucraniano no quería saber nada, soltaba sus dichos y trataba de conmoverla: «¿Qué voy a hacer entonces? No voy a dejarla con gente extraña. En casa lo único que podría hacer es cuidar las ovejas. Y la chica es muy lista». «¿Quién soy yo para usted? ¿No soy una extraña?». «¿Usted? ¡De ningún modo! ¡Usted es de los míos, por completo de los míos!», insistía el ucraniano con acento tan seguro y jovial que la directora era incapaz de comprender lo que podía tener de común con aquel salvaje.

Tomchak veía muy bien que había agradado a la directora, que también la hija le agradaría, pero que no debía insistir mucho de momento. Tomó la cosa a broma y se limitó a rogarle que accediera a tener en casa a la muchacha tres días, mientras ultimaba sus negocios en diferentes oficinas. También tenía que acercarse a Mariúpol. ¿Cómo iba a dejar a la hija sola en el hotel? A la vuelta le buscaría alojamiento.

La directora no se dio cuenta de cómo se dejaba persuadir. Tomchak le besó incluso la mano (no sabía hacerlo, pero había visto cómo otros lo hacían) y se fue como un torbellino. Antes de que le llevara a aquella asustadiza muchacha con su vestidillo a cuadros de andar por casa y el cinturón de tela roja, que en presencia de la majestuosa dama de los lentes no se atrevía ni a moverse ni a sentarse, por la otra puerta (la directora vivía en el gimnasio) trajeron de la tienda de Filíppov un barrilete de porcelana con caviar y varias cajas. No era posible escatimar en este asunto el dinero, aunque la directora fuese una mujer culta, aunque usase lentes. Tomchak no podía explicarse si el pagar por adelantado y a conciencia era soborno o compra, pero comprendía que el pagar generosamente en cualquier asunto creaba entre la gente una atmósfera de amistad.

Durante los tres días que Tomchak estuvo fuera la directora pudo ver que Xenia era limpia y obediente, se adaptaba bien a las costumbres del gimnasio y a las clases: un ojo experto no tarda en advertirlo. La habitación de la hija estaba vacía y no hacía falta trasladar de cuarto a los muchachos. Aglaída Fedoséievna pensó que incluso sería bueno que junto a sus dos hijos hubiera en casa una chica: esto influiría en ellos. El único inconveniente que veía era que rezaba demasiado, por la mañana y por la tarde se pasaba largo rato de rodillas. Pero tanto más atractivo era tomar a una muchacha de una familia ignorante y reeducarla conforme a un espíritu avanzado. Puso como condición que Xenia sólo iría a casa durante las vacaciones y que mientras estuviese con ella el padre no intervendría en nada. Zajar Ferapóntovich no deseaba nada mejor: una directora severa, ¿qué más podía querer para su hija?

Tomchak no se paró a pensar en la ruda prueba a que sometía a la chica: vivir en casa de la directora sin ganarse la fama de acusica entre las condiscípulas. Por lo demás, este peligro lo salvó la propia directora: estimaba mucho el espíritu liberal de su gimnasio y nunca se permitía ni permitía a las encargadas de clase el buscar información mediante secretos interrogatorios y denuncias de las alumnas. Jamás hizo una pregunta de este género a Xenia. Tanto ella como su difunto marido consideraban que la tarea principal en la educación de los jóvenes era hacer de ellos ciudadanos, es decir, personas enemigas de las autoridades.

La capacidad de Xenia y su constancia superaron cuanto Aglaída Fedoséievna esperaba de ella. No le llevaba más de un minuto el pasar de su habitación al gimnasio, cuando las demás invertían una hora, y esta hora la dedicaba también al estudio. El estudio mismo, en sí, le atraía más que las recompensas y los premios. Sus calificaciones eran excelentes en todas las asignaturas, pero donde destacó de manera particular fue en lenguas extranjeras, de las que no sabía ninguna a su llegada: en el gimnasio de la Jaritónova había dos obligatorias y Xenia, que terminó los estudios con medalla de oro, leía para entonces sin dificultad en tres. (Era tanto su cariño al gimnasio, se afanaba hasta tal punto para no perder un solo día de clase y era tan tímida, que en una ocasión rechazó la invitación de Irina de hacer con el matrimonio un largo viaje por el extranjero).

Cuantos más idiomas, más libros. Para niños y para adultos, llegaron a ocupar muchos armarios en la casa de los Jaritónov, y casi no había allí nada de lo que Xenia encontraba entre los libros de Oria, con la excepción, acaso, de Gógol y Dickens. Cuando se editó un tomo grueso y de un papel como el de la Biblia, resultó que no era la Biblia, sino Shakespeare con unas terribles ilustraciones.

Y cada semestre, cada mes de estos cuatro años de gimnasio, el mundo en que antes se había desenvuelto la vida de Xenia, tan equilibrado en otros tiempos, se iba convirtiendo en algo salvaje y oscuro. ¡Qué vergüenza significó para ella el descaro del padre, que había pedido a la directora tomarla como huésped! Al llegar a casa durante las vacaciones, Xenia se horrorizaba ante la total falta de educación de sus familiares. En una ocasión llevó con ella a Sonia Arjangoródskaia y con los ojos de esta vio aún mejor aquel primitivismo, sintiendo que le abrasaba el bochorno. Si no hubiese sido por aquellos cursos de agronomía, se habría ido a estudiar cualquier otra cosa que le permitiese desenvolverse en un ambiente culto.

Tampoco quedaba nada de los afanes religiosos de otros tiempos, de sus largas oraciones, de rodillas, matutinas y vespertinas: oraba de cualquier manera, iba a la iglesia con toda la familia cuando era imposible evitarlo y en el templo permanecía distraída, se santiguaba torpemente.

Y Tomchak reparó en que entonces no había caído en la cuenta de preguntarle una pequeñez a la directora: con todo su gimnasio, ¿creía en Dios?