¡No, en ningún sitio se está tan bien como en casa! ¡La cama es tan agradable, la habitación es tan azul! Ahora está aún oscura y los pequeños rayos del sol tratan de penetrar por las celosías. ¡Y esta posibilidad de dejarse ganar por la pereza un día, una semana, un mes entero!
Después del largo y tranquilo sueño, volviendo a una vida larga y buena, entre dulces bostezos, estirándose y volviéndose a estirar, Xenia apretaba los puños sobre su cabeza. Esta vida, cierto, era censurable, una se sumerge en ella, habrá cosas de las que luego no podrá presumir con las amigas, mucho de esto es malo y absurdo, pero, a pesar de todo, ¡qué bien! Hay algo bueno que sólo aquí, sólo una y los de su familia comprenden, las amigas no podrían entenderlo. Las alegrías de Moscú, cierto, son incomparables: los bailes, los teatros, las discusiones, las conferencias públicas, las clases. Todo gira vertiginosamente, mientras que aquí una puede quedarse en la cama cuanto quiera. Después de todo, la vida de gran señora es muy agradable.
Se oyó una tosecilla, llamaron a la puerta.
—¿No duermes, Xenia?
—Todavía no sé si seguiré durmiendo. ¿Qué pasa?
—Necesito sacar unos papeles de la caja, es un minuto. Pero si quieres dormir… puedo volver luego…
Era agradable seguir un rato en la cama después de despertarse… Pero cuando a una la esperan todo se envenena.
—¡Está bien! —gritó Xenia, y saltó de la cama sin ayuda de las manos, con un impulso de sus fuertes piernas. Enredándose en el largo camisón y descalza, se acercó por la alfombra hasta la puerta y descorrió el pestillo.
—¡Espera, no entres!
Y se zambulló de nuevo en la cama haciendo resonar los muelles. Se tapó con la sábana:
—¡Pasa!
El hermano abrió y entró dejando atrás la débil luz de la antesala:
—Buenos días. ¿No te he despertado? Me es muy necesario, perdóname. Vengo de la luz y no veo nada. ¿Me permites que abra una ventana?
Cruzó el dormitorio con precaución, pero, no obstante, tropezó con la mesita del tocador, haciendo resonar los frascos, y abrió la ventana. Todo el jubiloso día irrumpió en la habitación; al instante desapareció en Xenia la sensación de que no había dormido bastante: ¡sí que había dormido! Se volvió de costado, con la mano bajo la mejilla, y miró a su hermano.
Román giró la vista alrededor como si en aquella pequeña habitación, además de su hermana, esperase encontrar a un enemigo. La mirada de sus pupilas azules era cortante. Los bigotes eran como dos palos tiesos y aguzados, no querían crecer ensortijados.
Pero no había ningún enemigo. Y mostrando en la mano las llaves de la caja fuerte empotrada en la pared, Román se acercó a abrirla.
—Es cosa de un momento, ahora mismo me voy. Podré volver a cerrar la ventana.
Cuando la casa se construyó, unos años antes, esta habitación debía ser el despacho de Román, por eso colocaron allí la caja de acero. Luego decidieron que el hijo y el padre podían tener un mismo despacho en el primer piso y reservar esta habitación para Xenia; pero la caja la dejaron y Román guardaba en ella sus papeles y su dinero. Además la hermana sólo estaba en casa durante las vacaciones.
Román era un hombre de buena planta, magro, ágil, vestía un ceñido traje de tipo deportivo inglés, aunque era más bien bajo. La gorra, de un marrón claro, hacía juego con el traje y las polainas.
—¿Piensas salir con el automóvil? —adivinó Xenia—. ¿No nos darás un paseo hoy a Oria y a mí? Podíamos ir a la ciudad. O al Kubán, a ver a Gempel.
Con el morrito redondo, vergonzosamente sano, de un inconveniente moreno, en la almohada, Xenia calculaba las posibilidades y lo que debería sacrificar: ¿a qué debía renunciar para la excursión en automóvil? ¿Sería preferible dejarlo para mañana? A un extremo de la hacienda del barón Von Gempel, excelente rival de todos los propietarios de la comarca, había un robledal centenario, verdadero milagro en plena estepa. Y el automóvil de Román no era cualquier cosa, sino un blanco Rolls Royce de los que en Rusia, según decían, sólo había nueve ejemplares y todos sabían quiénes eran sus dueños; Gempel, precisamente, no figuraba entre ellos. Román, a quien había enseñado a manejarlo un inglés, conducía él mismo, y hasta conocía muy bien el motor, podía hacer las reparaciones, aunque no le gustaba mancharse en el foso del garaje y tenía chófer.
Ahora, sin embargo, apretó entre los dedos la curva y ancha visera de la gorra.
—No, me he acercado simplemente al garaje. Habrá paseo, pero no hoy. Que primero se resuelva…
—¡Ah, tienes razón!… Perdóname, Romáshechka…
¿Cómo podía olvidarlo todo? Constantemente se le iban las cosas de la cabeza, de la mañana a la noche, hasta que había guerra, que había guerra en el mundo. Y tanto más que el padre había ido a hacer gestiones en favor de Romasha, a ver qué se hacía de él. ¡Sí, y con el automóvil pasaba lo mismo! Era una estupidez: ¡podían obligarles a entregar el Rolls Royce! Era comprensible, claro, el hermano no estaba para diversiones, era incluso una superstición el negarse.
Aunque, hablando francamente, Xenia no comprendía cómo a un hombre no le daba vergüenza rehuir el ejército. Se comprendería si fuese el único sostén de la familia, pero Román no estaba en este caso. No es que tuviera que ponerse obligatoriamente al alcance de las balas, pero, en general, incorporarse a filas lo exigía un elemental espíritu de decencia.
Sin embargo, debía comprenderlo él mismo, de ningún modo se atrevería Xenia a decírselo a su hermano pese a la amistad y confianza que reinaba entre ambos desde que ella había dejado de ser una niña.
—¿Dónde está Oria?
—No lo sé.
Román había abierto ya la primera puerta y la segunda de la caja y permanecía inclinado, acercando a la abertura la cabeza y los hombros.
—¿No has estado en el desayuno? ¿No han suprimido la vigilia?
Y rompió a reír. Román volvió ligeramente la cabeza en señal de que comprendía, mostrando una guía del bigote y parte de los labios distendidos en una sonrisa. Su nariz era como la del padre, carnosa y caída.
¡No era fácil convencer a nadie de que las suprimieran! Lo más estúpido de todo cuanto había en la casa de los Tomchak eran las vigilias. ¡Y qué abundantes! La de cuaresma sí podía comprenderse, traían al sacerdote y durante toda la semana no cesaban en la finca los servicios religiosos, los ayunos y las comuniones; toda la servidumbre, todo el personal debía purificarse antes del comienzo de la siembra. Durante la cuaresma Xenia estaba siempre fuera y Román se iba a las capitales, sólo regresaba para la Pascua. Mas apenas pasaba la Trinidad, empezaba el ayuno, completamente absurdo, de San Pedro. Y en cuanto pasaba este, llegaba el de la Ascensión. Antes de llegar a las fiestas de la Natividad había que pasar por otro ayuno. ¡Y todos los miércoles y viernes de la semana eran de vigilia! Se comprendía que el pobre ayunase. Pero con tanto dinero, con tantas cosas sabrosas como ellos podían elegir, lo mejor del mundo, ¿por qué estropearse media vida con las vigilias? El más completo de los absurdos.
La hermana y el hermano se sentían unidos por la circunstancia de ser en la familia los únicos que poseían ideas avanzadas, un espíritu crítico. Los demás eran unos salvajes, unos pechenegos[5].
En la cama como estaba, con las piernas recogidas y un puño bajo la mejilla, Xenia reflexionaba en voz alta:
—No sé… Mi última posibilidad sería dejar los estudios ahora, en agosto, sólo perdería un año. Y marchar a una escuela de baile.
Un sentimiento de intimidad con la caja, además de la concentración que necesitaba, exigía quedarse a solas, de tal modo que su hermana no viese lo que había dentro y lo que él hacía, aunque Xenia no podía ni quería comprender nada. Y haciendo crujir los papeles, Román permanecía inclinado, procurando que su hermana no advirtiese lo que había dentro.
—Si me apoyases —suspiraba Xenia—, daría el salto.
Román siguió en lo suyo, callado.
—Estoy convencida de que papá tardaría tres años en enterarse. Yo iría a Moscú, como si se tratase de seguir los estudios… Y luego, él gritaría, se enfadaría, pero acabaría por perdonarme.
Román seguía buscando con la cabeza casi metida en la caja.
—Y aunque no me perdonase, ¿qué le íbamos a hacer?… —Xenia movía los labios así y así, apreciando las perspectivas—. ¿Y arruinar la propia vida, es mejor acaso? ¿Qué me importa la agronomía?… ¡No seguir la vocación es un crimen!…
Román se irguió. Sin cesar de ocultar la caja abierta con el cuerpo, volvió la cabeza:
—No te perdonaría nunca. Y lo que dices es una estupidez. Lo mejor para ti, lo único razonable es terminar los estudios de agronomía. No puedes imaginarte lo que aquí se te estimaría.
Sus ojos inteligentes y agudos miraban bajo las espesas cejas negras, bajo la gorra inglesa. Xenia meneó la cabeza e hizo una mueca, Román no pareció advertirlo. Cuando estaba convencido de algo su tono era tan firme y hablaba con tan sombría severidad, que le temían hasta los hombres de negocios, no ya Xenia.
—Te dedicarás a la agricultura. En todo caso tienes segura una cuarta parte de la herencia. Y si llego a reñir definitivamente con nuestro padre, más. ¿Es que quieres dejarlo todo? Es absurdo. No eres una chiquilla de las que van por ahí pidiendo limosna.
Pero las chiquillas, los niños, dejan que se les dirija. Era diecisiete años más joven, el hermano le hablaba casi como un padre a su hija y Xenia escuchaba, aunque no llegara a convencerse.
De nuevo se volvió hacia su caja. Si hubiese sido un hombre interesado, le habría llevado la corriente en sus deseos de ir a una escuela de baile: bastaba con no mostrarse contrario y alabar un par de números en los que se ejercitaba. Si Xenia se casaba y daba al abuelo un nieto, el viejo, furioso con el hijo, podía dejarle todo a ese nieto. Bien miradas las cosas, a Román le convenía que Xenia se dedicara al ballet y riñese con el padre. Pero él no sería capaz de recurrir a un procedimiento tan deshonesto, que iba contra el estilo de gentleman inglés que había elegido. Lo que le decía era sensato.
Después de tomar los papeles que necesitaba y de cerrar las dos puertas de acero con doble vuelta de llave cada una de ellas, Román miró una vez más a su hermana, amansada, y dijo severamente:
—¿Y te casarás con un economista?
—¿Qué? ¡Por nada del mundo! ¡Ojalá reventéis todos! —gritó Xenia como si le hubieran pinchado. Se arrancó la cinta con que se sujetaba los cabellos al acostarse, sus alegres ojos brillaron como los de una ardilla. Y rompió en una risa sonora, levantando las manos hacia el techo, aunque haciéndolo como si se tratara de un paso de baile. Le daba miedo y, al mismo tiempo le producía risa. Entre los economistas se consideraba hermosa la mujer que necesitaba dos sillas para sentarse—. ¡Vete, me voy a levantar!
Apenas había cerrado él la puerta cuando se levantó de un salto y abrió la segunda ventana (¡qué día!, ¡qué sol!, ¡qué vida!). ¡Y en el suelo otro salto! Y a continuación, al tocador, de madera curvada gris (haciendo juego con los muebles del dormitorio, que le habían regalado al terminar los estudios del gimnasio). Pero el espejo giratorio, por mucho que lo inclinase, no llegaba a reflejar toda su figura.
Y sólo en el conjunto de la figura, sólo en las fuertes y ágiles piernas, pero no gruesas, de pies pequeños, muy pequeños, estaba la belleza de Xenia.
¡Un salto! ¡Otro! ¡Otro!
Y de nuevo junto al espejo. Una cara redonda, colorada y muy morena, demasiado simple, una cara de ucraniana, de muchacha de la estepa, de «pechenega», como le decía Yárik en los años del gimnasio, cosa que le ofendía mucho. Aunque el pelo no era oscuro, resultaba interesante. Y aunque con los años la expresión se había afinado, y mucho, se había hecho más inteligente y pensativa, seguía aquel aspecto anormalmente sano, sin palidez alguna; debía conseguir que su cutis se hiciera pálido… ¡Aquella cara redonda y estúpida de aldeana, de mujer de la estepa! Los dientes eran iguales, blancos, fuertes, con lo que hacían resaltar aún más esta cara. ¿Se podía expresar con ese rostro la cultura que una poseía? ¿Decía este rostro su fino sentimiento de la belleza? ¿Podía adivinarse por él a qué espectáculos asistía, cuántas fotografías y cuántas estatuillas tenía aquí y en la habitación de Moscú? ¡Leónidas Andréiev!, ¡la Guéltser! ¡Isadora! Y ella misma, Xenia, ya con un chaquetón húngaro, botas altas y espuelas, ya con un etéreo velo, con un medalloncito, descalza, toda remontando el vuelo, recogiéndose el vestido con los dedos. ¡La primera bailarina del gimnasio de Jaritónov! ¿Y acaso la primera entre las gimnasistas de Rostov? ¿Cómo resistirlo?… ¿Cómo vivir de otro modo? ¿Qué hay en la vida además del baile? ¡Además del baile! ¡Qué brazos que parecen volar, no muy largos! ¡Qué hombros, ya completamente formados! En el baile, el cuello habla por sí mismo y por separado, ¡es muy importante!
¡No necesito lavarme! ¡No necesito comer! ¡No necesito beber! ¡Dejadme bailar! ¡Dejadme bailar!
A través de la puerta, ¡al balcón! Y del balcón ¡a la sala! Da lástima tirar estos viejos y estúpidos muebles tapizados de terciopelo. En este espejo una se ve toda. Tarareando la música, ¡un salto! ¡Otro! ¡Qué bien le sale! ¡Es como un pájaro! Los pies son asombrosamente pequeños, caben en la palma de la mano de un hombre. ¡Y qué impulso! ¡Qué impulso! Es la escuela de las que bailan descalzas: siempre se apoyan en las plantas de los pies, no andan de puntillas. Esto no es ni siquiera baile, ¡es lo mismo que se ve en los grabados! Le sale casi lo mismo que a Isadora, ¡no tiene nada que envidiarle! ¡Todo le aguarda por delante, todo!
… Una doncella entró con una aspiradora eléctrica a hacer la limpieza de la sala. Otra trajo a la señorita una toalla calentada al sol: después del baño resultaba muy agradable friccionarse con ella.
Ocupada en esto y lo otro, mientras desayunaba, la estepa se fue encendiendo, hacía ya calor y ningún sombrero de alas anchas podía defenderla; lo mejor era quedarse en la hamaca, en medio del jardín y vestida de blanco. Así era más soportable.
El cielo blanquecino, extenuado por el intenso calor, penetraba como un taladro y hasta a la sombra se sentía la intensidad del bochorno. Ya atenuado, llegaba el traqueteo del locomóvil de la trilladora, el zumbido de las máquinas que funcionaban en la era y el confuso rumor de los insectos y las moscas. No soplaba ni el más débil viento.
Luego se oyeron pasos en la gravilla. Xenia se volvió para mirar: Irina se acercaba tiesa como de costumbre, siempre moderada en sus movimientos. Extendió las manos hacia ella para abrazarla, aquella mañana no se habían visto. Irina se inclinó para besarla. El libro de Xenia se cerró, deslizándose, y quedó detenido en un rombo de la hamaca. Irina no dejó pasar la ocasión, meneó la cabeza en un gesto de reproche:
—¿También es francés?
El libro era inglés, pero no se trataba de eso… Con la mata de pelo extendida en la tensa red de la hamaca, arrugó la nariz, interrogativa:
—Dime, Órenka, ¿es que debo leer las Vidas de los Santos de Serafim Sarovski?
Oria se colocó junto al tronco del castaño, sin tocarlo; no parecía mostrar deseos de relajarse, de dar descanso ni a la pierna derecha ni a la izquierda. Miraba más bien con un gesto burlón y bondadoso.
—No, pero en tus lecturas no veo que haya nada ruso.
—¿A quién voy a leer? —replicó Xenia con un leve acento de pasajero despecho—. Los Turguénev los he leído y releído cien veces, me cansan. Dostoievski se me cae de las manos. Pero no leemos a Hamsun, a Przybyszewski, a Lagerlof, ¡esto no te preocupa!
Cuando Irina entró en esta familia Xenia era una tímida muchacha de once años; la había dirigido hasta los trece, hasta su ingreso en el gimnasio de Rostov. Aquella Xenia estaba educada en el temor de Dios y su mayor placer era imitar a la cuñada en las vigilias, en los rezos, en la fidelidad a las viejas tradiciones rusas.
Con la frente ensombrecida, Irina meneaba la cabeza:
—Te apartas…
—¿De qué, del viejo espíritu ucraniano? —replicó Xenia, mirándola con sus vivos ojos castaños—. Querría apartarme de veras, pero ¿cómo hacerlo? ¿Apartarme de esos pretendientes económicos? Huelen que apestan, cuando una habla con ellos es que se troncha de risa. Evstignei Mordorenko… —Sólo de pensarlo le sofocó ya un golpe de risa—. Cómo lloraba porque querían llevarlo a París…
También rio Oria. En su cara, tan severa, la punta de la nariz estaba como aplastada, manifestando cierta tendencia al humor, y sus labios siempre temblaban un poco cuando ella oía algo divertido. Una pequeña sonrisa suya significaba tanto como una risotada de Xenia.
Este alcornoque de Mordorenko tenía sus caballos de carreras, debía presentarse en Moscú, pero había incurrido en el enojo de su padre y este, para castigarlo, le ordenó que en vez de acudir a las carreras de Moscú se fuese a París. Evstignei, un hombretón fuerte como un toro, que en su economía no dejaba tranquila a ninguna moza, ni siquiera a las institutrices, se pasó llorando dos días, limpiándose las lágrimas y pidiendo que no le hiciesen ir a París.
—¿O cómo en los bailes de estas tierras mantean a las mujeres? —se estremeció de risa Xenia.
Lo mismo que a los homenajeados, los ebrios economistas agarraban en sus salvajes y ruidosas reuniones a las mujeres jóvenes, a sus mismas esposas y novias, una docena de manos las lanzaban a lo alto procurando que el vestido dejase las piernas al aire y tratando de cogerlas por los muslos. (Román, que adoptaba una altiva actitud entre los economistas, se llevaba de estos bailes a Irina, por lo que todos se consideraban muy ofendidos).
—¡Es el destino! La tarjeta de visita, Xenia Zajárovna Tomchak, huele a tartana o a piel de oveja. Como para no ser recibida en una casa decente.
—Pero si no fuese por esas ovejas, Sénechka, no habrías visto ni el gimnasio ni los cursos superiores…
—¡Habría sido preferible! No sabría lo que había perdido. Me habría casado con uno de esos pechenegos propietarios de diez molinos, me habría fotografiado como una estatua de piedra, detrás de la silla del marido…
—Sin embargo —articuló Irina con suave insistencia—, los fundamentos populares…
—¿Qué fundamentos populares hay aquí? ¿Pechenegos?
—Todo cuanto aquí tenemos —siguió testaruda Irina, con la frente arrugada, poniendo en tensión su alto cuello surcado por venillas azules— se halla mucho más cerca de los fundamentos populares que tus cultos Jaritónov, que se muestran indiferentes hacia el destino de Rusia.
Xenia se acaloró, se removió en la hamaca, apoyándose en los tensos rombos:
—¡Dios mío! ¿De dónde sacas esos juicios tan categóricos e inamovibles? Nunca has visto a ningún Jaritónov, ¿por qué eres tan intolerante con ellos? Todos son honrados, todos son trabajadores, ¿por qué no te agradan?
Con los bruscos movimientos de Xenia, el libro se cayó al suelo.
Irina se arrepintió del giro que había dado a la conversación, no era lo que ella quería. No debió hablar abiertamente de los Jaritónov. Después de todo no eran ellos solos, toda la Rusia instruida era así.
—Lo único que quería decir —añadió en el tono más suave posible— es que nos reímos muy fácilmente, todo lo encontramos ridículo. Si en el cielo aparece un cometa con dos colas, lo tomamos a risa. Si en viernes se produce un eclipse de sol, lo tomamos a risa.
Xenia no tenía el menor deseo de discutir, su enfado se disipó lo mismo que había venido. Se quedó mirando, con los ojos entornados, el techo de hojas y de sol. Dijo:
—Bueno, la verdad… Existe la astronomía…
—La astronomía puede afirmar lo que quiera —insistió Oria tranquilamente—. Pero cuando el príncipe Igor se puso en campaña, se produjo un eclipse de sol. En la batalla de Kulikuvo[6] hubo un eclipse de sol. En plena Guerra del Norte, lo mismo. En cuanto Rusia se ve ante una prueba militar, hay un eclipse de sol.
Le agradaban los enigmas de la vida.
Xenia se inclinó para coger el libro del suelo, estuvo a punto de caerse ella misma, se le deshizo el moño y del libro salió un sobre abierto.
—¡No te lo había dicho! He recibido carta de Yárik Jaritónov. Figúrate lo que son las cosas: ¡les hicieron terminar los estudios el segundo día de la guerra! La carta viene ya del Ejército de Operaciones. Mientras llegó, ya estaba él combatiendo en algún sitio. ¡Y es alegre! ¡Está contento!
«Tiene mis años, preparábamos juntos las lecciones, es como un hermano querido», pensó Xenia con cariño y orgullo.
—¿De dónde es el matasellos?
—De Ostroleka. Hay que pedirle a Romasha que mire en el mapa…
Las rectas cejas de Irina se fruncieron en un gesto turbado y de aprobación:
—De una familia como la suya y es un patriota, oficial. En ello veo yo un signo.
… ¿Y su marido? ¿Y su marido, qué?…