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Nada más despertarse, antes de pensar en lo joven que era, en el hermoso día de verano, en lo feliz que podía ser la vida, le invadió un frío sordo: ¡la disputa! La víspera había vuelto a reñir con su marido.

Abrió los ojos: él no estaba en el dormitorio. Se encontraba sola.

Abrió las ventanas que daban al parque, ¡qué mañana!, ¡qué fresco era el aire a la sombra! Los plateados abetos del Himalaya apenas si podían soportar el peso de sus ramas junto a los ventanales del segundo piso.

¡Qué felicidad!… Todo este parque había crecido en la desnuda estepa porque así lo había querido ella. Y cualquier objeto del mundo, cualquier vestido de Petersburgo o de París podía solicitarlo con la seguridad de que se lo traerían.

La última agarrada entre ellos había durado tres días, tres días de silencio, de no ser advertida, cada uno por su parte. Entonces llegó la fiesta de la Transfiguración e Irina fue con su suegra a la iglesia de la ciudad. El canto litúrgico que se remontaba, el bondadoso sermón del sacerdote y luego, alrededor del patio del templo, la alegre bendición de manzanas de todos los colores reunidas en pequeños montones y de la miel en cubitos, el brillar de vestiduras, estandartes y relucientes incensarios bajo los ardientes rayos del sol, todo esto conmovió tanto a Irina, y los agravios del marido le parecieron tan pequeños e insignificantes ante el mundo de Dios, ante los designios de Dios, eso sin contar con la guerra, que decidió no sólo pedir perdón esta vez, aunque no era culpable de nada, sino en adelante no permitir ni una sola riña grande, y en cuanto se iniciase la menor disputa ser la primera en excusarse, pues sólo en esto residía el espíritu cristiano. De vuelta de la misa de la Transfiguración, Irina pidió perdón a su marido; Romasha se alegró mucho, es lo que esperaba. Al momento perdonó a su mujer y hasta él mismo, generosamente, pidió también perdón.

Pero la armonía duró solamente del miércoles al domingo. De nuevo disputaron, y con palabras tan duras que era imposible reanudar la conversación.

En el pasillo, la doncella pidió en voz baja órdenes a Irina Stepánovna. De momento no había ninguna. Pasó al baño, de mármol rojo y blanco.

Luego hizo sus oraciones ante la Virgen. Pero no se sintió purificada.

Y ante el espejo de tres lunas, mientras se arreglaba, no le produjo ningún alivio el contemplar su cutis de un color rosa natural, sus redondeados hombros y el pelo que le caía hasta las caderas (cuatro cubos de agua de lluvia gastaba en lavarlo).

Pasó a la parte del sol, al ancho balcón, y entornó los ojos al paso del tren; probablemente se trataba del correo de Bakú. El aspecto del tren a doscientas brazas de la casa de los Tomchak no podía ser más animado. Nunca se cansaban los ojos de ver cómo llegaban y se alejaban, de calcular si se realizaría algo contando los vagones: pares o impares.

Para muchos de los que iban en este tren, sus destinos se fundían: la guerra, a la guerra, para la guerra.

Esta era la causa de la disputa de la víspera: Irina había dicho muy expresivamente que Rusia atravesaba ahora un momento difícil y que sus hijos debían… Pero no se refería a su marido, no pensaba que resultaría así. Hablaba, en general, del peligro teutónico… Y Romasha se dio por aludido, se ofendió y replicó que era una patriota cerrada de mollera, una monárquica atrasada, que era tan ignorante como el déspota de su padre, que era incapaz de comprender lo mucho que en nuestro salvaje país escaseaban los hombres de mente lúcida y emprendedores como su marido. La última mujer de la calle no se atrevería a empujar a su marido a la guerra, mientras que ella…

Las discusiones que surgían entre ellos parecían más bien cosas de hombres: ya al hablar del soberano, del que Román se burlaba siempre; ya por cuestiones de fe, que él había perdido por completo y únicamente lo ocultaba para guardar las apariencias.

Pero no habría sido tan ofensivo si Román no llega a sacar a colación al difunto suegro. ¿Ignorante? Sí, empezó como bracero, era hijo de un soldado de los tiempos de Nicolás I. ¿Déspota? ¿A quién hacía la corte Román y trataba de agradar? ¡No a la hija! Así fue elegido entre todos los pretendientes: «Este no dejará que se le escape el dinero de la mano».

El padre tardaba mucho en tener hijos. Ya viejo, entregó al obispo de Stávropol cuarenta mil rublos para poder divorciarse y volverse a casar. De este amor nació Orina, ¡Oria!: sólo así la llamaba. Cuando Oria tenía diecisiete años, sintiendo que se acercaba la muerte, se apresuró a casarla, haciéndola salir del pensionado en que cursaba sus estudios. Ahora se veía: había sido temprano. Ahora lo sentía. Pudo dejarle que se hiciera mayor. Que se divirtiera un poco. Pudo autorizarle a que eligiera ella misma.

Pero así habían sucedido las cosas, y Oria no se atrevía no ya a hacer reproches al difunto padre, sino tampoco a pensar, ni a lamentar siquiera que no hubiera sido otra su suerte. El lamentar lo que no llegó a ocurrir es cosa de incrédulos. El espíritu creyente se afirma en lo que existe, en lo que crece, y ahí reside su fuerza.

Así habían sucedido las cosas y Oria aceptó dócilmente a un marido que ella no había elegido. Todo el dinero de la herencia se lo había dado a él sin quedarse con nada, sin hacerle firmar condición alguna. Toda su independencia de ahora, sus riquezas, el ocio, los viajes a las capitales y al extranjero, procedía del padre de Oria, no era de Román. ¿Es que sólo podía recordarlo con insultos?…

Se había hecho la hora de bajar para el desayuno. Al piso inferior conducía una escalera interior de madera. En el rellano alto había un cuadro con una vista de Tsárskoe Selo, en el inferior un retrato de Tolstoi. (Lo había pintado un italiano a quien hicieron venir de Rostov).

La pintura del comedor semejaba madera de nogal, de nogal era también el enorme aparador, y el cuero de las sillas era de un color de piel de rana. Los limoneros en grandes macetas de madera, tapaban las ventanas que daban al parque. En el centro, la mesa, para veinticuatro personas, se hallaba plegada para doce. Sólo había dos cubiertos, uno frente a otro en un mismo extremo: la cuñada seguía durmiendo, Román no acudía nunca a la hora del desayuno y el suegro, apenas se hacía de día, salía a menudo en el cochecillo a recorrer sus dos mil desiatinas de estepa. En aquellos momentos estaba ausente, ya llevaba tres días en Ekaterinodar, donde se decidía la suerte de Romasha. Todos pensaban en este viaje, aunque nadie hablaba de él.

Después de darle los buenos días, Irina se inclinó y besó a su suegra en su, mejilla ancha y llena. La excesiva gordura y el constante reposo habían hecho así la cara de Evdokia Ilínichna después de cincuenta años. Las preocupaciones del día no parecían afectarle, no parecía que en el pasado hubiese conocido el dolor: en aquella cara todo era ancho, lleno y pacífico. No obstante, en su vida hubo una semana en que la escarlatina se le llevó de una vez a seis hijos: sólo le quedaron Xenia, la menor, a quien pudieron salvar como de una casa en llamas, Román y la hermana mayor, que ya estaban crecidos. A veces, cuando se enfadaba con la suegra, Irina recordaba esta semana.

Se santiguó, vuelta hacia el icono de la Cena (considerando el tema, lo habían puesto en el comedor), y se sentó. Estaban en la vigilia de la Ascensión, en la mesa no había ni carne ni leche, y el café sin nata lo sirvió una muchacha. El criado tampoco se hallaba presente en este desayuno.

Evdokia Ilínichna, hija de un simple herrero de la stanitsa (ahora mismo, con otra ropa, sería una aldeana), no había podido acostumbrarse, después de muchos años, a sentarse a la mesa como una señora envuelta en su chal de encaje y a que le sirviesen cuanto necesitaba. Le causaba alegría advertir que faltaba algo y traerlo ella misma; y en ocasiones, sin dejar que la gente de la cocina metiera la nariz, preparar en una enorme olla grandes cantidades de borsch ucraniano. Los hijos, avergonzándose ante la servidumbre, le pedían que se quedase quieta y cuando llegaba una visita le hacían recoger la labor de punto que siempre tenía entre manos y el ovillo de lana caído a sus pies.

La suegra acudía al lavadero para comprobar cuánto jabón y carbón vegetal se había gastado, ordenaba que no aceptasen para lavar la fina ropa interior de la nuera («¿Por qué ha de ponerse cosas de tanto precio? ¿Quién la va a ver?»); ella, el viejo y todos cuantos en la casa se hallaban bajo sus órdenes, usaban una ropa tosca, cosida por las monjas. Con este mismo marido había vivido en otros tiempos en una choza de barro al lado de una docena de ovejas, y hasta la vejez había sido Evdokia Ilínichna incapaz de creer en la solidez de la riqueza que el marido había alcanzado. No podía vigilar con exactitud dónde se producían las pérdidas, pero las advertía en cualquier sitio; eran muchísimas las personas que se llevaban a título de préstamo, tomaban o robaban algo de sus riquezas; en la casa había diez sirvientes y otros tantos en las dependencias; eso sin contar los cosacos. ¿Y cuántos eran los empleados y obreros, oficinistas, encargados, vigilantes, guardas de almacén, caballerizos, boyeros, maquinistas, jardineros? ¿Quién podía vigilarlos? ¿Forzosamente debían producirse las pérdidas? Pero Evdokia Ilínichna, conformándose después de todo con las desapariciones que se producían en la abundante hacienda de la economía como si fuese algo semejante al tiempo que Dios enviaba, en la medida de sus fuerzas comprobaba los hilos y los retales que le quedaban a la costurera. Zajar Ferapóntovich podía regalar sin pensarlo mucho su traje viejo al primer vagabundo que pasase por delante de su puerta: Evdokia Elíchnina, al enterarse, mandaba a un criado a quitarle el traje al vagabundo. Por el contrario, a través de su hermana Arjelaia, monja, no cesaban de llegar a su casa religiosas, religiosos y peregrinos, y para ellos no se escatimaba nada, y en los días de vigilia la servidumbre tenía un doble trabajo: debía hacer por separado comida especial para aquella banda vestida de negro. Y grandes carretas tiradas por bueyes llevaban al monasterio de Teberdinsk artículos de la hacienda de Zajar Ferapóntovich. Pero aquí Irina logró un éxito: convenció a su suegro de que las monjas eran astutas y falsas; no querían trabajar y a Dios le agradaría más ver que estos productos se dedicaran durante el verano a alimentar a los obreros con carne cuatro veces al día. Así lo hicieron.

Con la simpleza de siempre, la suegra le preguntó ahora:

—¿También esta noche habéis dormido separados Romasha y tú?

Irina bajó la cabeza que siempre mantenía derecha. Se ruborizó no por la grosera sencillez de la pregunta, sino pensando en los ocho años de desesperanza que le venían agobiando: la suegra podía ser grosera, el marido tenía derecho a irritarse.

La cabeza de la suegra, dentro de su simpleza, sobre los hombros y el pecho, ambos caídos, expresaba, en la medida en que se lo permitía su constante placidez, visible asombro:

—¿Que la mujer duerma separada del marido? Nunca he oído cosa igual… Si él te hubiese echado, no te diría nada.

No era sólo a su hijo, siempre daba la razón a cualquier hombre frente a cualquier mujer.

—Así nunca conseguiremos…

El enorme reloj de caja dio las horas e hizo sonar las notas del «Gloria a Nuestro Señor». (Lo habían comprado en una almoneda donde por vía judicial se vendían los bienes de una arruinada familia de rancio linaje).

—Hay que dominar el orgullo, Irusha…

¡Ay, lo dominaba, lo dominaba, ahí estaba lo malo, que cedía siempre! ¿Y qué noción tenía la suegra de lo que es orgullo? El suegro podía en un momento de enfado escupirle a la cara en presencia de toda la familia, y no de cualquier manera, sino que le lanzaba un gran escupitajo, y Evdokia Ilínichna, sin un movimiento brusco, sin un grito, se limpiaba tranquilamente con la servilleta. Era Irina la que se ponía en pie de un salto: «¡Vámonos, Romasha! ¡Viviremos en otra parte!», y el suegro, que había tirado el tenedor al suelo, se levantaba de su asiento y salía del comedor. Cierto, cuando la mujer es mansa los maridos se enfrían al instante y parece como si no hubiera habido la menor disputa: «¡La vieja es mía!», y, Zajar Ferapóntovich no tardaba en aplacarse y en hacerle una caricia. Pero ¿no era excesivo el precio?

La propia Irina suplicaba en sus oraciones humildad y mansedumbre, pero cuando su suegra le pedía mansedumbre, la respuesta brotaba del negro fondo de su alma:

—¿Por qué lo mimaron tanto? ¿Por qué ha hecho un dios de su hijo? No puedo vivir con él.

—¿Y qué tiene de malo?

Su asombro era tan ingenuo; sus ojos miraban tan límpidos, que Irina no tenía valor para recordarle aunque sólo fuera aquella escena ante el gabinete, en presencia de todos los empleados, que se produjo por lo que debían sembrar en un campo: «¡Eres un hijo de perra!», gritó Zajar Ferapóntovich, dando patadas en el suelo y con los ojos inyectados de sangre. «¡El hijo de perra eres tú!», le replicó Román Zajárovich. El padre dejó caer, con todas sus fuerzas, el pesado bastón de nogal sobre el hijo, y el hijo, con la misma furia del hombre primitivo, sacó del bolsillo trasero del pantalón el revólver. Irina se agarró a su marido: «¡Mamá! ¡Cierre la puerta!». Sólo así pudieron separarlos. Román, enfadado, se fue de casa. Los padres, inquietos, empezaron acto seguido a mandarle un telegrama tras otro: ¡vuelve, hijo, ven!

También ahora el padre y el hijo estaban reñidos. Entre ellos esto era más frecuente que los momentos de buena armonía.

Terminó el desayuno. Irina se levantó y con su vestido de hilo, con la manera de andar suave y agradable, aprendida en el pensionado, cruzó el comedor por la gruesa y dorada alfombra que no quitaban ni siquiera durante el verano, junto al aparador con la cristalería, se dirigió a la escalera de antes, pero ahora para bajar los últimos peldaños, junto a otro Tolstoi, que ahora estaba arando, y salió por la puerta principal de la casa.

Todos estos retratos de Tolstoi eran cosa de Román. Había explicado al viejo Tomchak que así solían hacer las personas cultas, que se trataba de un gran hombre de Rusia y que era conde. En cuanto a él, tenía en gran estima a Tolstoi por el hecho de que este rechazaba la confesión y la comunión, cosas que Román aborrecía.

Con las dependencias y los huertos, la casa y la finca ocupaba cincuenta desiatinas, había a donde ir: al lavadero, montado como los de los colonos alemanes; a los sótanos, a revisar con el ama de llaves las existencias; a los barracones en que vivían las mujeres de los braceros; o al invernadero.

Mas dondequiera que fuese, debía decidirlo: ¿hacer las paces o no? ¿Humillarse o no?…

Irina cruzó el parque haciendo un esfuerzo para no volverse, para no levantar la cabeza hacia el balcón del dormitorio, desde donde él estaba seguramente mirando. En prueba de que se sentía ofendido era capaz de quedarse allí el día entero y varios días seguidos, como en una cárcel, sin salir ni al patio ni a las restantes habitaciones de la casa.

Caminó bajo los abetos del Himalaya. ¡Cuántas inquietudes pensando que no prenderían! Del jardín de un Gran Duque, en Crimea, los habían traído ya grandes, en cestos y con las raíces envueltas en tierra, y en cada uno venía indicado qué lado debían plantar mirando al este.

Luego venían las avenidas de lilas, la de castaños, la de nogales.

«Para ganar un kopek hace falta cabeza», solía decir Zajar Ferapóntovich. Pero no menos cabeza, además del buen gusto, hacía falta para gastar el dinero. Los Mordorenko no sabían ellos mismos el dinero que tenían, pero ¿cómo lo gastaban? Durante mucho tiempo vivieron como mendigos; Yákov Fomich, para presumir, se puso una dentadura completa de platino; sus hijos, unos potros salvajes, jugaban a cara o cruz con monedas de oro, y no de cobre. Cuando Tomchak y Chepurnij compraron en Petersburgo a dos condes hermanos seis mil desiatinas de tierra del Kubán, Zajar Tomchak se sintió espléndido: «¿Convidamos a los condes? Tal como ellos acostumbran»; pero no se le ocurrió en qué podía consistir el convite y en el restaurante de Palkin hizo que les trajeran los platos más caros y en abundancia.

El hijo y la nuera enseñaron a Zajar Ferapóntovich a organizar su vida. Por la parte del ferrocarril plantaron álamos, formando unas amplias avenidas por las que las troikas podían cruzarse perfectamente. Después de los días de sol el aroma de los álamos se extendía por los alrededores y el silvestre propietario de la estepa confesaba: «Huele muy bien, Irusha». El patio frente a la entrada principal lo plantaron de plátanos. A Irusha se le ocurrió construir un estanque en las proximidades de la casa; el suelo era de cemento, con tubería para renovar el agua, y en él acostumbraban a bañarse. La tierra sacada para su construcción la transportaron a un lado formando con ella un montículo en el que levantaron un cenador. Así se formó el parque, algo que no poseían las viejas fincas: independencia del paisaje, aislamiento de los alrededores, contraste con las tierras del contorno. Alrededor podía extenderse la estepa, el bosque o los pantanos; allí reinaban unas leyes distintas, el parque era otro país. Tras el parque plantaron un huerto, trajeron un par de centenares de árboles frutales que prendieron todos. A continuación seguía el viñedo. Irina hizo que alrededor del cenador sembrasen césped moro, ante la casa unos macizos de césped común y rosas, y en el patio principal, césped inglés de vivo color esmeralda, que mantenían muy cuidado con ayuda de pequeñas segadoras.

Pero la atención principal de Irina se centraba en los dos invernaderos: uno bajo, para las flores primaverales que ya adornaban la mesa en Pascua; y otro alto, donde pasaban los meses de frío, en grandes macetones, los oleandros, las yucas y las araucarias, y cientos de tiestos con pequeñas flores de los que únicamente sabían los nombres ella misma y el jardinero dedicado especialmente al cuidado de los invernaderos. Casi todos los días hacía falta pasar revista a estos delicados habitantes, ayudar a algunos de ellos, durante el verano sacarlos y volverlos a entrar y en los meses más fríos llevar al jardín de invierno a los que florecían demasiado y devolver al invernadero a los que se mostraban marchitos.

Entre la variedad de aromas, colores y perfiles, entre la delicadeza de las flores, Irina se sentía más segura, más defendida de los agravios del marido.

Le había asaltado el fantástico pensamiento de que Román, al despertarse, acudiría en su busca. En un tiempo ordinario esto habría sido imposible, pero había empezado la guerra y no estaba excluido que tuvieran que separarse; ¿acudiría? Lo deseaba así no para salirse con la suya, sino, más que nada, para bien del corazón de su esposo.