No era la primera vez que Sania se veía envuelto en contradicciones, que sus ideas no coincidían con sus sentimientos. Antes que nada había que ponerse de acuerdo, y esto era lo más difícil.
Por sincero que fuese al sostener que el teatro y los bailes eran unas diversiones que despertaban los malos instintos, le atraía el teatro, y particularmente le atraían los bailes, siquiera fuese en calidad de mirón; con la misma honradez con que trataba de no comer carne aunque su cuerpo la pedía imperiosamente —sobre todo después de amontonar gavillas—, era contrario a todo género de guerras. Pero la carne la veía en todos los platos, la carne era una realidad diaria, y al negarse a comerla podía cada día y de mes en mes ejercitar su aguante, comprobar sus puntos de vista. Y la guerra no la ensalzaba nadie, nadie la prometía ni la ofrecía, nadie amenazaba con ella; y además parecía completamente inconcebible en un siglo de civilización desarrollada; no había tiempo de prepararse para ella, lo único que había era la noción asimilada de que la guerra es un pecado. Sin comprobación alguna resultaba fácil considerarlo así. Pero había estallado la primera y en la libre y tranquila estepa, bajo el cielo sin nubes, se lo había tragado. Sania, inerme, sentía que esta guerra no podría rechazarla, que no sólo debería ir a ella, sino que sería una infamia eludirla, y hasta debía darse prisa y presentarse como voluntario. En la stanitsa no ponían en tela de juicio la guerra ni pensaban en ella como un acontecimiento que estuviese en nuestras manos admitirlo o no admitirlo. La guerra y las llamadas a filas eran aceptadas como la voluntad de Dios, como se acepta la nevasca, la tempestad de polvo. Tampoco habrían podido comprender que alguien fuese a ella voluntariamente. Y durante el largo camino de aquel día, sacudido por la tartana y abrasado por el sol, Sania lo había decidido, aunque de una manera algo confusa, no definitivamente. Y al escuchar a Varia y hacerse cargo de los posibles argumentos de tipo intelectual, Sania no encontraba entre ellos nada decisivo: no tendían ningún puente sobre el oscuro abismo que se había abierto ante Rusia. Y al separarse de Varia estaba más convencido que antes de verla de que debía marchar como voluntario.
Aún tenía que ir a Rostov para aconsejarse con su amigo, con Konstantín.
Daba vueltas a todo esto ya en el correo de Bakú, tumbado en el banco lateral superior, en el que a duras penas si podía acomodarse así estirado, tocando las paredes con el cogote y las suelas de las botas. De Mineráinie habían salido ya anochecido, con las velas encendidas. Debido a la guerra el tren iba repleto: en tercera casi todos los bancos estaban ocupados, era raro el que permanecía vacío. La atmósfera del vagón estaba muy cargada, pero Sania ocupaba la parte derecha y podía abrir la ventanilla hacia abajo de tal modo que el viento le diese en la cara; y así lo hizo, procurando que no bajase del todo. En las frecuentes paradas la gente iba y venía por el vagón, se agarraban al raído tabardo de estudiante de Sania y conversaban con quienes habían quedado en el andén. Sania se despertaba y al instante le invadía la misma sensación de que había ocurrido una calamidad, que no le afectaba a él personalmente, pero que no por eso la sentía menos. Mirando la vela de estearina que tras el cristal de la abertura practicada en la separación daba luz a dos departamentos, por lo que de ella quedaba calculaba el tiempo transcurrido. Cuando el tren estaba en marcha, la llama temblaba y sobre los bancos danzaban espesas sombras.
O bien oía los nombres de las estaciones y se asomaba por la ventanilla entreabierta: conocía aquí cada estación y podía enumerarlas una tras otra desde Projládnaia hasta Rostov, y viceversa.
Le agradaban estas estaciones y toda la comarca le era muy querida; en Nagútskaia vivía una hermana casada, en Kursavka, otra. Pero durante los últimos años sus aficiones se habían escindido, desde que había conocido la Rusia auténtica, la Rusia originaria de los bosques, que sólo empieza a partir de Vorónezh.
De allí, de Vorónezh, procedían los Lazhenitsin. Y el año que pasó sin hacer nada entre el gimnasio y la universidad, Sania obtuvo de su padre permiso para ir a dar una vuelta por las tierras de sus antepasados (en realidad, lo que deseaba era ir a ver a León Tolstoi).
El abuelo Efim, en tiempos, solía contar que el zar Pedro la había tomado con su bisabuelo Filipp: se enfadó mucho al ver que se había atrevido a instalarse allí sin permiso, lo expulsó de sus tierras y quemó la casa. Y al abuelo del padre lo deportaron de la provincia de Vorónezh, enviándolo a esta comarca, por haber participado en un motín; eran varios los mujiks que se habían sumado a la revuelta, pero no les pusieron grilletes, no los enviaron al ejército ni a una fortaleza, sino que los dejaron en la estepa bravía del otro lado del Kuma, y así vivieron sin molestarse unos a otros, sin quejarse de la falta de tierra, sin repartirse la estepa; en unos sitios araban y sembraban, en otros cuidaban los rebaños y esquilaban las ovejas. Acabaron por echar raíces.
Fuera del vagón, por la abertura de la ventanilla, todo era negro. Pero cuando el cielo empezó a aclararse, a iluminarse, hasta ser más fuerte que la vela, y el conductor acudió a apagarla. Un resplandor rosáceo se extendía ampliamente por el cielo, apoderándose de las pequeñas nubes; en su base se fue haciendo de un rojo purpúreo hasta que el sol escarlata, irresistible, acabó por salir. Y así, a la vista de todo el mundo, vertió todo su generoso y rojo poderío por la ancha estepa sin escatimar sus dones, sin olvidar el más pequeño lugarejo hasta los más extremos límites de occidente.
En aquella otra Rusia abundan los lugares de una belleza moderada, divididos y separados por los bosques y las elevaciones, pero estas salidas del sol, cálidas y que se extienden al universo entero, no las conocen.
También en una excelente mañana, muy temprano, cuando el sol acababa de salir, antes de dar las seis, y también en los primeros días de agosto, cuatro años antes, Sania se había apeado en la estación de Kozlova Zaseka para ir a visitar a Tolstoi. La hierba era más jugosa y fresca que la del Kubán en pleno verano. Después de informarse en la estación, Sania descendió a un pequeño barranco, subió a una loma y entró en un bosque amplio, de árboles de ancho tronco, muy arreglado, como si fuese un parque; en el sur no habría podido imaginar otro semejante y nunca había visto nada así en las ilustraciones. Con su rocío lechoso y luego irisado, este bosque invitaba a no pasar de largo, a vagar por él, a quedarse sentado, a tumbarse, a seguir allí sin abandonarlo nunca. Tanto más que el espíritu del profeta se hallaba presente: porque Tolstoi, que también iba a pie o en coche a la estación, no podía por menos de frecuentar aquellos lugares; el bosque era ya el comienzo de su finca.
Pero no, el bosque subía hacia la carretera de Orel y allí terminaba. Sania comprendió su error: sólo después de atravesar la carretera llegó al parque de Yásnaia Poliana. Y lo fue bordeando. El parque quedaba separado del camino por una zafia y unos espesos arbustos. Más allá, tras una vuelta, se vieron las blancas columnas de piedra de la entrada.
Sania se intimidó. No tuvo el valor necesario para cruzar la puerta principal, seguir por la avenida y contestar a las preguntas de quienes le saliesen al paso. Además, lo más probable era que no le permitieran acercarse hasta el Grande. Le resultó más fácil saltar la zanja, deslizarse entre los arbustos y, sencillamente, sin dirigirse a un punto fijo, caminar por el parque donde era indudable que solía estar Tolstoi, sentarse en cualquier sitio y esperarle.
Había allí una pequeña avenida, muy sinuosa, un estanque, otro, unos puentes tendidos sobre el agua estancada, cubierta de lentejas acuáticas, y un cenador. No se veían ni gente ni casas. Entre los brillos del sol matutino, vagando entre los árboles de pequeñas hojas atravesados por los rayos de luz, vagando, sentándose y mirando, Sania pareció que se había saturado. Hubiera podido ya volver al sur y considerar que había estado con Tolstoi.
Pero subió por una avenida de abedules larga, recta y estrecha como un pasillo. Tras los abedules vinieron los arces, luego los tilos. Apareció no un claro, sino un lugar del parque en que los árboles eran más escasos, rodeados por un rectángulo de tilos y dividido a lo largo, a lo ancho y diagonalmente por senderos. Alguien cruzó por estas avenidas, su paso era bastante firme. Sania se ocultó tras un grueso tilo y se asomó. ¡Vio al Anciano de Blanca Barba, al Anciano de Blanca Barba! Vestía una larga blusa con cinturón. Era más bajo de lo que él esperaba, pero tan parecido a sus fotografías que se resistía a creerlo.
Tolstoi caminaba con un palo en la mano y miraba al suelo. Se detuvo, apoyándose en el palo, y quedó casi un minuto mirando sin moverse a un mismo sitio, también al suelo. De nuevo echó a andar. Su cabeza, ya entraba en la espesa sombra de la mañana, ya aparecía a la luz del sol, y entonces, cubierta por la gorra de tela, parecía envuelta en un halo. Así recorrió los cuatro lados del rectángulo, repitió la vuelta y en uno de los ángulos pasó muy cerca de donde Sania se encontraba.
La embriaguez le dominaba. Habría podido seguir así una hora, con el pecho apretado al tilo, abrazando con los dedos su rugosa corteza y sacando la cabeza por detrás del tronco. No quería estorbar las meditaciones matinales del Profeta. Pero se asustó: Tolstoi podía abandonar el lugar, no volver hacia donde él estaba e irse a la casa; o alguien podía aparecer y hablarle.
Y en un rasgo de audacia, con el corazón que le latía violentamente, dio un paso hacia el sendero, pero de lejos, para que Tolstoi no se asustase ante su repentina aparición; se quitó la gorra de gimnasista (la usó durante todo el año, hasta que el padre le autorizó a seguir los estudios en la universidad) y se quedó quieto, erguido y mudo.
Tolstoi lo vio. Mientras se acercaba, no apartó los ojos de la gorra, que Sania sujetaba en la mano, y de la camisa abrochada a un lado. Se detuvo. Su rostro denotaba las preocupaciones que le embargaban, las arrugas cruzaban su frente. Pero fue el primero en saludar al mudo adorador:
—Buenos días, gimnasista.
¿Quién había venido a quién? ¿Quién buscaba a quién?
Como si hubiese oído al propio Jehová, con la garganta seca, Sania contestó débilmente:
—Buenos días, Liev Nikoláievich.
Y no supo cómo seguir. El mismo Tolstoi debía apartarse de sus meditaciones y concentrarse en la nueva situación. Había previsto, claro es, estas visitas, a estos gimnasistas; de antemano sabía lo que podían preguntarle y lo que debía contestar; todo esto podían leerlo en sus libros, pero por razones ignoradas querían no leerlo, sino oírlo de sus labios.
—¿De dónde es usted, gimnasista? —preguntó amablemente el gran anciano, sin seguir adelante.
—De la provincia de Stávropol —ya con voz más alta, pero ronca, contestó Sania. Y serenándose, después de carraspear, se apresuró a añadir—: Liev Nikoláievich, sé que interrumpo sus pensamientos y su paseo, perdóneme. Pero he venido de tan lejos con el único propósito de escuchar unas palabras suyas. Dígame si lo entiendo bien, si entiendo cuál es el fin de la vida del hombre en la tierra.
Pero no dijo cómo él lo entendía, sino que quedó esperando. Los labios de Tolstoi, en modo alguno perdidos entre la barba, se movieron sin esfuerzo para pronunciar por milésima vez:
—Servir al bien. Y sólo así crear el Reino de Dios en la tierra.
—¡Lo comprendo! —se emocionó Sania—. Pero dígame, ¿cómo servirlo? ¿Con amor? ¿Obligatoriamente con amor?
—Claro. Sólo con el amor.
—¿Sólo? —Esto era lo que había atraído a Sania. Ahora no se sentía tan cohibido y habló más tranquilo, más de acuerdo con su poco exaltada naturaleza. Parecía hacer una pregunta, pero la pregunta implicaba ya en cierto modo su propia respuesta y, como es propio de la juventud, quería explicar hasta a su gran interlocutor su opinión, que no era completamente vacía—. Liev Nikoláievich, ¿está usted seguro de que no exagera la fuerza del amor que fue dada al hombre? ¿O, en todo caso, del amor que queda en el hombre de nuestros días? ¿Y si el amor no es tan fuerte, no es tan obligatorio para todos y no prevalece? Porque entonces toda su doctrina resultaría… estéril. O muy, muy prematura. ¿No sería preciso prever un escalón intermedio, menos exigente, y en un principio despertar, apoyándose en él, a los hombres hasta conseguir la benignidad universal? Y luego ya, apoyarse en el amor… —Y antes de que Tolstoi contestara, en el último instante, añadió—: Porque según he podido observar, en nuestro Sur no existe la benevolencia universal de unos para otros, ¡no la hay, Liev Nikoláievich!
Las propias preocupaciones no habían abandonado la frente senil, surcada de arrugas, y el gimnasista le hacía una pregunta que venía a aumentarlas. Pero el anciano le miró con firmeza, con unos ojos que brillaban bajo las espesas cejas, y contestó sin vacilar lo que durante toda la vida había comprobado y expuesto:
—¡Sólo con el amor! Nada más. Nadie discurrirá nada mejor.
Y pareció que no quisiera seguir hablando. Como si se hubiese ofendido de que su verdad fuera puesta en duda. Quería seguir adelante por su rectángulo y pensar en lo suyo.
Doliéndose de haber disgustado al hombre que adoraba, haciendo ya la pregunta que más le interesaba, en tono suave, pero deseando quedarse con una migaja de su tiempo, Sania habló de nuevo con prisa:
—Por lo que a mí se refiere, así lo quiero, con el amor. Así lo haré. Así procuro vivir, para el bien. Pero hay otra cosa, Liev Nikoláievich. Me agrada mucho escribir versos y los escribo. Dígame, ¿puedo hacerlo? ¿No se contradice decisivamente?
Se suavizó, pero no se hizo más alegre la mirada del anciano:
—¿Qué placer puede encontrar en hacer que las palabras se alineen como soldados y se llamen unas a otras según los sonidos? Es como si se hiciera sonar un sonajero. Esto no es natural. ¡Las palabras están llamadas a expresar ideas! ¿Ha encontrado muchas ideas en los versos? Lea veinte composiciones poéticas y luego trate de recordar de qué hablan. Lo confundirá todo. Son como una anécdota: la oigo hoy y mañana la he olvidado. —La frente de Tolstoi se arrugó todavía más. Miró por encima del gimnasista—. Ahora escriben muchos versos. Pero en ellos no hay bien alguno.
Y disgustado, dio varios golpes con el palo en el suelo.
Lo de los versos Sania lo esperaba, de otro modo habría sido incomprensible. Pero en secreto siguió fiel a su inclinación de escribir renglones rimados. Y en los álbumes de las señoritas, en tono de broma, los escribía a veces. Sin embargo, después de haberse impuesto estas restricciones en lo de los versos, no advirtió que saliese ganando y no descubrió el camino más corto: ¿cómo, no obstante, servir al Reino de Dios en la tierra?
Con los versos tropezaba con la misma contradicción que en lo que a las mujeres se refiere. Porque las mujeres también le atraían y no en el buen sentido, en un sentido inteligente, que le llevase a la mejor de las conductas. A Varia, por ejemplo, pudo traerle la luz, sin esfuerzo pudo mantenerla en un camino de luz, pero la escribía en raras ocasiones y esta vez, en Mineráinie Vodi, no había tratado de prolongar la entrevista, y todo por no quererse entregar al bajo sentimiento de abrazarla y besarla. Por el contrario, a la Lena de Járkov, de pelo negro, con su guitarra y sus canciones gitanas, que no se preocupaba mucho de ciertas reglas, la recordaba con una dulce opresión y no sabía si sería capaz de resistirse a hacerle una visita ahora, en el camino de Moscú.
Así, sus mejores ideas y su mejor fe no se asentaban en absoluto sobre una base de granito.
Por lo demás, nunca había estado Sania seguro de sí, cada año se le escapaba algo bajo los pies. En repetidas ocasiones se desesperaba, pensando que no podría vencer la voluntad de su padre, y daba largas a su suerte de hombre ignorante de la estepa. Aquel año, después de la visita a Tolstoi, lo pasó entregado a las faenas del campo, leyendo muy poco y sólo lo que encontraba a mano, más que nada del propio Tolstoi. Por fin le permitieron ir a Járkov, pero allí no fue admitido de buenas a primeras: viendo su nombre, Isaaki, le negaron el ingreso creyendo que era judío, ya que el tanto por ciento de judíos que podían ser admitidos estaba cubierto. Tanto había sufrido hasta entonces en el umbral de la universidad, tanto lo había esperado, hasta perder la esperanza, que en cuanto tuvo en sus manos la fe de bautismo que le acreditaba como cristiano corrió a entregarla. Y sólo cuando ya había sido admitido sin que nadie le pusiera el menor obstáculo, advirtió el vinagre que había en su infantil alegría: porque todos sus éxitos se reducían a haber demostrado que no era de la nación a través de la cual vino Cristo a nosotros. Durante mucho tiempo le dejó esto una huella que no se podía borrar. Y al empezar las clases en la Facultad de Historia y Filología, Isaaki advirtió su atraso, su ignorancia de hombre de la estepa entre los estudiantes de la ciudad. Entonces comprendió que su gimnasio no era de los mejores. Y después de estudiar un año en Járkov, que esta universidad tampoco era de las mejores. Y tuvo el atrevimiento, después del primer curso, de trasladarse, de ir a la de Moscú (llevándose consigo a Kotia).
Durante mucho tiempo sintió aún su atraso, veía su poco desarrollo, que no llegaba a penetrar hasta el fondo de cada problema. Se confundía entre tanta abundancia de verdades, se asombraba de que cada una de ellas poseyese tal vigor de convicción. Mientras tuvo pocos libros entre las manos, Isaaki se sintió seguro y tranquilo, a partir del séptimo grado se consideraba tolstoyano. Pero le dieron a Lavrov y Mijailovski, ¡parecía que tenían razón, todo era verdad! Le dieron a Plejánov, también tenía razón, todo resultaba perfecto. Con Kropotkin ocurrió lo mismo, le llegaba al corazón. Y al abrir «Veji»[4] se estremeció: decía todo lo contrario de lo que antes había leído, pero era cierto, ¡asombrosamente cierto!
Los libros empezaron a producirle miedo, no la respetuosa alegría de antes: pensaba que nunca aprendería a enfrentarse al autor, que le ganaba y sometía el último libro que había leído, cualquiera que fuese. Y apenas si había empezado a atreverse a mostrarse disconforme con los libros, cuando empezó la guerra; ahora ya no podría aprender, ya no recuperaría el tiempo perdido.
El tren se acercaba a una estación grande, muy conocida. En el vagón, medio dormido, Sania saltó definitivamente de su banco y pudo asearse antes de que cerrasen el lavabo. Estuvieron parados veinte minutos, cambiaron la locomotora. El andén, limpio en aquella temprana hora, estaba tranquilo y desierto; tampoco había nada allí que hablase de la guerra. En la cantina desayunó Sania aprovechando lo que había traído de la stanitsa, en un saquito; lo único que pidió fue un té muy cargado, caliente y con mucho azúcar.
Reanudaron la marcha. Él se quedó en la plataforma. Ahora, por el lado del sol, llegaba el humo de la locomotora, pero Sania abrió la otra puerta y se asomó, sacando medio cuerpo fuera. Nunca le cansaba aquel remolino de enormes extensiones en flor de los ubérrimos campos. Cada vagón proyectaba una negra sombra alargada, que se estremecía por el suelo, hundiéndose en las barrancas, mientras que el resto de la estepa quedaba iluminado por la suave luz de las primeras horas de la mañana, una luz que ya no era rosa, pero que aún no era amarilla.
Y aunque las energías juveniles rebosaban alegremente en su cuerpo y prometían vida, vida, acaso no volviese a ver jamás esta estepa del Kubán y el sol matinal sobre aquel mar de trigo.
Dejaron atrás otra estación. Sania, después de pasarla, no entró tampoco en el coche, sino que permaneció junto a la ventanilla abierta con la cara vuelta hacia el viento. Miraba, miraba como si quisiera despedirse.
Apareció una hacienda o «economía», como las llamaban en el Cáucaso del Norte. Había muchos árboles, plantados en filas regulares, ya muy crecidos. Pasaban carretas cargadas. Parejas de bueyes tiraban de un locomóvil y de una trilladora. Giraban las viviendas y dependencias. En el claro de una alameda, que acompañaba al tren, apareció el piso superior de una casa de ladrillo con ventanas de celosía, y en el balcón de la esquina, de barrotes tallados, la precisa figurita de una mujer vestida de blanco, de un blanco despreocupado, que no tenía nada que ver con el trabajo.
Seguro que era joven. Seguro que era encantadora.
Todo quedó de nuevo oculto por los álamos. Jamás volvería a verla.