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Habían salido de la stanitsa[1] muy temprano, una transparente mañana en que, con el primer sol, toda la Sierra, de un blanco brillante y con sus azules hondonadas, parecía al alcance de la mano; se veía cada uno de sus cortes, tan cerca, que la persona no acostumbrada hubiera creído que en dos horas podía llegar a ella.

Se levantaba, tan grande, entre el mundo de las pequeñas cosas humanas, no creada por nadie en el mundo de las cosas de los hombres. Y aunque todos cuantos vivieron a lo largo de milenios hubieran traído aquí el tremendo revoltijo de sus obras y hubiesen amontonado con sus manos cuanto hicieron y hasta cuanto imaginaron hacer, es lo mismo, no habrían logrado construir una Sierra tan grande, superior a cuanto puede concebirse.

El camino les llevaba todo el tiempo de stanitsa en stanitsa de tal modo que la Sierra estaba siempre ante ellos, se les acercaba, la veían: los espacios nevados, los salientes desnudos de las rocas y las sombras de los desfiladeros, que se adivinaban. Pero de media en media hora empezaba a difuminarse por abajo, se separaba de la tierra, ya no se asentaba sobre ella, sino que pendía, ocupando un tercio del firmamento, y un velo la envolvía; desaparecían en ella cicatrices y costillas, los indicios montañosos, y semejaban una aglomeración de nubes blancas, pegadas unas con otras. Luego eran nubes desgarradas, que ya no se podían diferenciar de las verdaderas nubes. Más tarde fueron barridas, la Sierra no era ni mucho menos tan baja, sino algo parecido a una celestial visión, y por delante, como por todos los lados, quedaba un cielo grisáceo y blanquecino, que hacía mayor el bochorno. Así, sin cambiar de dirección, recorrieron más de cincuenta verstas, hasta el mediodía y después del mediodía, sin que las gigantescas montañas se acercasen; sólo se aproximaban las redondeadas elevaciones inmediatas: el Camello; el Toro; la calva Serpiente; el rizado Monte de Hierro.

Cuando salieron, en el camino no se levantaba polvo, el rocío cubría aún la fresca estepa. Siguieron adelante cuando la estepa remontaba en vuelo, trinaba; luego, cuando silbaba, crujía y rumoreaba; a Mineráinie Vodi llegaron, dejando tras sí una perezosa nube de polvo, en plena hora de la siesta, y el único sonido preciso que se oía era el monótono chocar de las maderas de la tartana; con la capa de polvo, se apagaba casi el repiqueteo de los cascos de los caballos. Los finos olores de las hierbas, que les habían acompañado durante estas horas, quedaban atrás y ahora sólo había el penetrante olor del sol mezclado con el polvo; así olían su tartana, la capa de heno sobre la que iban sentados y ellos mismos; pero habitantes de la estepa como eran desde su primera infancia, este olor les resultaba agradable, y el bochorno no les fatigaba.

El padre no había consentido en darles el tílburi de ballestas, las sacudidas y los golpes eran muy violentos y la mayor parte del camino la hicieron al paso. Avanzaron por entre trigales y rebaños, dejaron atrás los calveros salitrosos, cruzaron las lomas, atravesaron las barrancas de suave pendiente, con agua en las cercanías, y los ríos secos, ninguno de los cuales merecía el nombre de tal; no tropezaron con ninguna stanitsa grande, las personas a quienes adelantaban eran contadas a causa de la festividad del día, pero Isaaki, siempre sufrido, dispuesto a aguantarlo todo, en particular en aquellos momentos, por su estado de ánimo y por los pensamientos que le dominaban, hubiera podido seguir así no estas ocho horas, sino dieciséis: con el agujereado sombrero de paja hundido hasta sus orejas de caballo y sujetando unas riendas que para nada eran necesarias.

Evstrashka, el hermano menor, hijo de su madrastra, habría podido continuar el camino hasta que se hiciese de noche: primero durmió sobre el heno, de espaldas a Isaaki, luego empezó a dar vueltas, se puso de pie, mirando la hierba, se apeó de un salto y empezó a correr adelante y atrás atraído por un sinnúmero de asuntos. Y no cesaba de contar cosas o de hacer preguntas: «¿Por qué cuando uno cierra los ojos parece como si marchara hacia atrás?».

Evstrat acababa de pasar al segundo grado del gimnasio de Piatigorsk, pero antes, lo mismo que había sucedido con Isaaki, el padre únicamente había consentido en dejarle estudiar en el gimnasio elemental más próximo: los hermanos y hermanas mayores no conocían ni habían visto nada más que la tierra, los animales de labor y las ovejas, y vivían perfectamente. Isaaki empezó los estudios un año más tarde de lo que debiera, y después del gimnasio el padre lo retuvo otro año antes de dejarse convencer de que ahora necesitaba ir a la Universidad. Pero lo mismo que los bueyes, que arrastran la carga no a tirones violentos, sino con un empuje constante, así Isaaki se salía con la suya con el padre, con su paciente insistencia, nunca de golpe.

Isaaki amaba su stanitsa y la alquería familiar, situada a diez verstas, y el trabajo del campo, y ahora, durante las vacaciones, no había rehuido las faenas de la siega o de la trilla. Al pensar en el porvenir, aspiraba a unir su vida prístina y lo que había aprendido con el estudio. Pero cada año resultaba lo contrario: los estudios le apartaban irremisiblemente del pasado, de la gente de la stanitsa y de la familia.

En toda la stanitsa sólo había dos estudiantes. Su manera de hablar y su aspecto eran motivo de asombro y risa entre sus paisanos. Y apenas llegaban, se apresuraban a cambiar de ropa y ponerse la vieja. Por lo demás, algo había que agradaba a Isaaki: la gente de la stanitsa lo diferenciaba del otro estudiante y le llamaba —con un dejo de burla— POPULISTA. Alguien tuvo esta ocurrencia y luego todos dieron en llamarle así, «populista». Hacía mucho que en Rusia se habían extinguido los populistas, pero Isaaki, aunque jamás se atreviese a decirlo en voz alta, se sentía precisamente populista como persona que adquiría sus conocimientos para el pueblo e iba al pueblo con el libro, la palabra y el amor.

Sin embargo, incluso dentro de su propia familia este retorno era casi imposible. Las ideas que Isaaki había adquirido exigían, según la doctrina del conde Tolstoi, verdad y conciencia, y sus relaciones con la familia le llevaban, al contrario, a la mentira. Porque le era imposible decirle al padre que la misa era un espectáculo indigno de quien cree en Dios, y con ciertos sacerdotes hasta una odiosa blasfemia, y que él, Isaaki, iba a la iglesia sólo para no dejar a su padre en vergüenza ante toda la stanitsa, aunque hubiera preferido mil veces no ir. O bien, cuando se hizo vegetariano. Isaaki no pudo explicar de ningún modo al padre, a su familia y a sus paisanos, que lo hacía por razones de conciencia: decirles que no se debe matar a ningún animal vivo, y por eso no se debe comer carne; se habrían burlado de él en casa y en la stanitsa. Por eso Isaaki mentía, decía que el no comer carne era un descubrimiento que acababa de hacer cierto alemán, que eso aseguraba una larga vida y que él quería probar. La mentira le fatigaba, le atormentaba, aunque sin ella habría sido todavía peor.

¡Pero qué hablar del padre! Por culpa de la ávida y avispada madrastra, con los años, el padre se había convertido en un extraño, lo mismo que la casa; los hermanos y hermanas mayores habían separado sus haciendas; la casa era la casa de la madrastra y de sus nuevos hijos. Esto hacía más fácil la decisión que Isaaki acababa de tomar. Pero no podía sincerarse, la mentira le envolvía y tuvo que fingir también, decir que necesitaba volver a la Universidad para hacer unas prácticas antes de que comenzara el curso, y debió inventar estas PRÁCTICAS y hacerlo comprender así a su crédulo padre.

La única repercusión que las tres semanas de guerra habían tenido hasta entonces en la stanitsa eran las dos declaraciones del zar, una a Alemania y otra a Austria, que fueron leídas en el templo y quedaron expuestas en la plaza de la iglesia, la marcha de dos grupos de reservistas y el envío de caballos a la cabeza del distrito, porque su stanitsa no era de cosacos del Terek, sino del katsapi[2]. En todo lo demás era como si no hubiese guerra: al lugar no llegaban los periódicos y era pronto para recibir cartas del Ejército de Operaciones; ni siquiera pensaba nadie en tales «cartas». Hasta entonces el «recibir cartas» se consideraba algo deshonesto y repugnante, e Isaaki procuraba que nadie le escribiese. De la familia de los Lazhenitsin no se habían llevado a nadie: el hermano mayor era un hombre de edad, su hijo se hallaba ya prestando servicio, al hermano mediano le faltaban varios dedos, Isaaki era estudiante y los hijos de la madrastra todavía eran pequeños.

Tampoco el recorrido de aquel día por la ancha estepa les había traído el menor indicio de guerra.

Después de cruzar el puente sobre el Kuma y de atravesar la doble vía del ferrocarril, con la grava que despedía fuego, marchando ya por la calle cubierta de hierba de la stanitsa Kúmnskaia —ahora Mineráinie Vodi—, en ningún sitio advirtieron tampoco signos de guerra. ¡Se resistía tanto la vida al menor cambio! En todos los sitios en que le era posible, fluía y se deslizaba lo mismo que antes.

Junto a un pozo, a la sombra de un copudo olmo, se detuvieron: Evstrashka debía desenganchar los caballos, esperar a que se les secase el sudor y abrevarlos; luego tenía que acudir a la estación. Isaaki se lavó, con el torso desnudo, y Evstrashka le echó en la espalda dos cubos de helada agua con un jarro de oscura hojalata. Después de esto se friccionó concienzudamente, se puso una blanca camisa limpia, con cinturón, dejó las cosas en la tartana y sin ningún impedimento, tratando de eludir el polvo, se dirigió a la estación.

La plaza de la estación de Mineráinie Vodi era la de una stanitsa cualquiera, pueblerina: las gallinas picoteaban alrededor y al largo edificio de la estación se acercaban los charabanes y carros, levantando una gran polvareda.

El andén, en cambio, cubierto todo él con un toldo que se extendía sobre finas columnas pintadas, ventilado y fresco, atraía aquel día, como siempre, con sus balnearios. Las parras trepaban por las columnas del toldo, todo era como siempre, todo respiraba la alegría del veraneo, y nadie parecía tener allí la menor noticia de la guerra. Las señoras con sus sombreros claros y los hombres con trajes de seda cruda, seguían a los maleteros hacia el andén de los trenes de Kislovodsk. Vendían helados, agua mineral, globos de colores y también periódicos. Sania compró unos cuantos, a los que echó un vistazo sin detenerse y, luego ya, sentado en un banco del andén de veraneantes. En su cara, siempre suavemente pensativa, de una expresión bondadosa, apareció un gesto de impaciente ansiedad. Él, siempre tan mesurado, no acababa de leer las noticias, saltaba de una columna a otra, abría un segundo periódico, un tercero. ¡Bien, bien! ¡Los nuestros han obtenido una gran victoria en Gumbinnen! El enemigo se verá obligado a evacuar toda Prusia… También en Austria marchan bien los asuntos… ¡Una victoria de los serbios…!

Se encontraba así, sentado en el banco, poniéndose al tanto de las noticias y sin acordarse siquiera de ir a sacar el billete, cuando alguien le llamó con muestras de gran animación y le puso la mano en el hombro: ¡Era Varia! La vieja amiga de los años de Piatigorsk, antes con el pelo muy liso en su pequeña cabeza de huérfana y ahora con un espléndido peinado y agitada:

—¡Sania! ¿Es usted? ¡Qué coincidencia! No sé por qué, pero viniendo de Petersburgo, durante todo el camino no he cesado de pensar que le encontraría precisamente a usted. Comprendía que era imposible. Quise enviarle un telegrama a la stanitsa, pero como sé que no le agrada…

Mantenía la cabeza quieta para no mostrar de perfil la abultada y curva nariz aquilina y el mentón más bien hombruno. No era honrado fijarse en esto cuando la otra le miraba con ojos resplandecientes.

Sania se alegró al verla, pero con una alegría distraída. Se sentaron uno junto a otro.

—¿Recuerda, Sania, cómo nos encontrábamos en Piatigorsk sin habernos puesto de acuerdo?,… ¿Se va o está esperando a alguien?

El aspecto de él no era de muy joven; no era un chiquillo, pero con la blanca camisa recién puesta se parecía más que nunca a un hombre de la estepa, bronceado, con el ondulado cabello color trigo aplastado, como abrasado por el sol. Una sonrisa amistosa entre el triángulo del recortado bigote rubio y el pelo que le crecía desordenadamente en el mentón sin llegar a ser barba todavía:

—No, me voy… —en sus ojos nunca brillaba una alegría completa, sencilla y estúpida; siempre denotaban un trabajo interno—… a Moscú. —Miró a un lado y hacia abajo. Como si se sintiese culpable. O como si temiese apenarla—. Primero me acercaré a Rostov, allí tengo un amigo, usted lo conoce, es Kotia, Konstantín.

—Pero aún tiene por delante tres semanas… ¿O es que piensa…? —se inquietó Varia—, ¿…estando como está en el cuarto curso? ¡Por nada del mundo! ¿Para qué va? ¿Para qué?

Él sonrió turbado.

—Verá… no podía seguir allí… en el pueblo…

Era cierto, se encontraban en otras ocasiones sin haberse puesto previamente de acuerdo. Con oculta esperanza, ella, una alumna de la escuela municipal, salía por la tarde al bulevar principal de Piatigorsk y veía venir a su encuentro a aquel gimnasista conocido, que le llevaba tres años.

Al verse juntos, se entregaban a largas conversaciones. Los temas de que hablaban eran serios, muy importantes para Varia: no recordaba que nunca ninguna persona adulta le hubiese atraído tanto. Incluso cuando oscurecía y los preceptores y preceptoras no podían verlos, cuando Sania hubiera podido perfectamente tomarla del brazo, no lo hacía. Y Varia lo respetaba particularmente por esta seriedad suya. (Aunque habría preferido respetarle menos y que la llevase del brazo).

Más tarde empezaron a acudir de tiempo en tiempo a los bailes de gimnasistas y a otras fiestas, pero también allí se limitaban preferentemente a hablar, y no bailaban nunca. Sania decía que los abrazos del vals dan lugar a deseos no preparados aún por el auténtico desarrollo de los sentimientos, y el conde Tolstoi veía en esto algo malo. Sometiéndose a sus suaves y circunstanciadas explicaciones, Varia se decía a sí misma que no sentía deseos de bailar.

Luego, durante varios años, mantuvieron correspondencia; las cartas de él eran muy sensatas. Aunque en los cursos superiores se había ensanchado mucho el horizonte de Varia y ahora conocía a un gran número de personas inteligentes, recordaba a menudo a Sania y sentía deseos de verlo. Pero abrumada por las lecciones, durante el verano no salía de Petersburgo. Y Sania no estaba allí nunca.

Y tres semanas antes, cuando cerca de su casa de Vasílievski Varia leyó el manifiesto del zar fijado en la pared, cuando luego cruzó el Neva en tranvía y allí, en la plaza de San Isaac, vio cómo los patriotas asaltaban la embajada de Alemania y toda la gente se agitaba contenta alrededor como si no hubiese llegado la guerra, sino una felicidad largamente esperada, en aquel confuso instante, junto a las columnas de un pardo oscuro de la catedral de San Isaac, Varia sintió el deseo de ver entonces mismo a Sania. Por lo demás, al pasar junto a la catedral siempre se acordaba de él: Sania, a quien no le agradaba su nombre, decía en broma que Pedro el Grande era tocayo suyo: también había nacido el día de San Isaac, y de ahí que hubiese construido la catedral, aunque al emperador le habían puesto un nombre que sonaba muy bien, y al chiquillo de la estepa, no.

Cuando menos lo pensaba, llamaron a Varia desde Piatigorsk: estaba gravemente enfermo su tutor, mejor dicho, la persona que había corrido con los gastos de los estudios de ella y de otras muchas huérfanas; debía visitarlo, aunque él no recordaba a todas las muchachas a quien había favorecido y la llegada de una desconocida estudiante con sus frías demostraciones de agradecimiento no podía animarle gran cosa. Y así, al cruzar de parte a parte todo el ancho imperio, cuatro fatigosos días de tren, Varia, sin que ella misma pudiera explicárselo, no cesaba de repetir: «¡Que me encuentre con Sania! ¡Que me encuentre con Sania!», como en otros tiempos cuando con el pelo liso recorría de punta a punta el bulevar de Piatigorsk.

Sintió una sensación de miedo y soledad. Tampoco antes se podía decir que su vida fuese rebosante, pero percibía la plenitud de un gran lago. Ahora, en cambio, parecía haberse abierto un agujero en el fondo y por allí, en rumoroso remolino, el agua de ese lago se iba para siempre.

Y mientras el agua no se agotase, debía darse prisa, darse prisa.

Además de esto, tenía que comprender cómo todo había dado la vuelta, hacia dónde se deslizaba. Un mes, tres semanas antes parecía que ningún ciudadano ruso consciente pusiese en duda que el jefe de Rusia era un sujeto despreciable indigno hasta de que lo mencionaran en serio, no se concebía que sus palabras pudiesen ser repetidas sin un acento de burla. Y de pronto, en dos días había cambiado todo. Personas al parecer cultas y que no tenían nada de tontas, sin que nadie les obligase, se reunían muy serias junto a las carteleras de anuncios desde donde les miraba el monarca, en una actitud que no tenía nada de ridícula, acompañado de la larga relación de sus títulos, y lectores voluntarios leían con clara voz:

«Se pone en pie ante el enemigo Rusia, llamada a la batalla, se pone en pie para la gran empresa guerrera con el hierro en la mano y la cruz en el corazón… El Señor ve que no levantamos las armas movidos por un belicoso propósito o por el deseo de alcanzar la gloria perecedera de este mundo, sino que luchamos por una causa justa, en defensa de la dignidad y la seguridad de nuestro imperio, colocado bajo el amparo de Dios…».

Durante todo el largo camino observó Varia escenas que siempre acompañan a la guerra: trenes militares, despedidas. Estas despedidas a la manera rusa eran particularmente animadas en las estaciones pequeñas: al son de la balalaika no cesaban de danzar los reservistas en los desgastados andenes de tablas levantando nubes de polvo, gritaban a voz en cuello, con todos los indicios de estar borrachos, mientras que los familiares les hacían la señal de la cruz y lloraban. Cuando un tren de mercancías repleto de reservistas se cruzaba con otro que transportaba la misma carga, de ambos convoyes surgía un «¡hurra!» insensato, desesperado y absurdo, que se iba extendiendo a lo largo de los vagones.

Y nadie hacía la menor demostración contra el zar.

Tampoco Sania le contestaba ahora a la pregunta de adonde se había deslizado todo esto… También él se había visto arrastrado por el remolino a aquel agujero del fondo… Su constante mentor de otros tiempos, ¿se le había oscurecido la razón? La claridad y firmeza que él le infundiera antaño le movían a ella ahora a sacarlo del remolino, a hacer cuanto pudieran sus delgadas y débiles manos. No se había preparado, pero las palabras le acudían por sí mismas a la lengua… Los decenios de publicaciones cívicas, los ideales del intelectual, el amor de los estudiantes al pueblo, ¿podían, de la noche a la mañana, olvidar todo esto, pisotearlo en el fango? ¿Podían olvidarlo…, olvidar a Lavrov, a Mijailovski…?[3] ¿No decía él esto mismo en otras ocasiones…?

Cualquiera que los viese hubiera podido pensar que era ella la que mostraba una actitud belicosa y él trataba de apartarla suavemente de la guerra. Varia se había acalorado y mostraba la dureza natural de su expresión, de su sonrisa, que nunca se borraba por completo de su rostro y que la afeaba. Se incorporó y, en el calor de la discusión, se le cayó el sombrero, muy barato y sencillo, no elegido pensando en que pudiera favorecerla, sino únicamente para protegerse del sol.

Sania dejó a un lado los periódicos. Sin saber qué objetar, se justificaba tímidamente:

—No se trata de la guerra con el Japón… Nos han atacado. ¿Qué les habíamos hecho?

¡Bonita respuesta! ¡Caer así hasta el más oscuro sentimiento patriótico! ¡Traicionar todos los principios! Conforme, no era revolucionario, pero pacifista lo fue siempre.

Los periódicos estaban tirados en las rodillas de Sania. Con los brazos cruzados, sin tratar de defenderse, miraba suavemente, incluso asentía. De él emanaba una sensación de tristeza.

Su silencio la asustó, adivinó de qué se trataba:

—¿Pero es que quiere ir como voluntario?

Sania asintió. Dejó ver una sonrisa vergonzosa:

—Me da lástima… de Rusia…

¡El agua, revuelta y rumorosa, se escapaba del lago!

—¿De Rusia? —replicó Varia, horrorizada—. ¿La Rusia de quién? ¿Del imbécil del emperador? ¿De los tenderos ultrarreaccionarios? ¿La Rusia de los popes de Sotana larga?

Sania no contestó, no tenía nada que contestar. Pero escuchaba. Pero bajo el látigo de los reproches no se irritaba lo más mínimo: en cada interlocutor se comprobaba a sí mismo, siempre ocurría así.

—¿Es que con su carácter puede ir a la guerra? —seguía Varia, recurriendo a todos los argumentos que se le ocurrían.

Por primera vez se sentía más inteligente que él, más madura, de un espíritu más crítico, aunque al advertirlo, el frío de la pérdida le oprimía.

—¿Y Tolstoi? —encontró otra razón, la última—. ¿Qué habría dicho Tolstoi de esto? ¿Se ha parado a pensarlo? ¿Dónde están sus principios? ¿Dónde la fidelidad a sus ideas?

En la bronceada cara de Sania, bajo las cejas y el bigote color de trigo, unos azules ojos se mostraban claros, tristes, inseguros de su propia razón.

No supo qué decir. Se limitó a encogerse levemente de hombros, apenas se le pudo oír:

—Siento lástima por Rusia…