10

JUICIO Y DESTIERRO

El más pequeño de mis compañeros se echó de pronto a sollozar y se sentó aterrado, con los ojos desorbitados. Y un charco de orines creció bajo su cuerpo tembloroso. La causa de aquel ataque de pánico era evidente. En la punta recién cortada de la lanza de bambú que aferraba con fuerza el puño derecho de un hombre alto y delgado, detrás del alcalde, había un pegote rojizo, y en la parte hueca se veían claramente restos de intestinos humanos. Aquello atrajo nuestros ojos como un imán. Resultaba difícil contener las náuseas. Varios de mis compañeros doblaron la espalda para vomitar, mientras que otros emitían sonidos borboteantes al tratar de reprimir las arcadas. Los campesinos los contemplaban en silencio.

—¿Están todos? —preguntó el alcalde, después de mirarnos inquisitivamente, dirigiéndose a los campesinos.

No contestó nadie. Sólo los ruidos que hacían mis compañeros al vomitar interrumpían el silencio. Un hedor dulzón y pesado empezó a llenar el aire.

—¿Cuántos se han escapado? —preguntó de nuevo el alcalde.

—Faltan dos de los que llegaron al pueblo —dijo un hombre cuya lanza tocaba una viga baja—. Uno es el que se murió el día en que pasó aquello, así que sólo hay un desaparecido.

Al decir «aquello» bajó la voz y recalcó las sílabas. Era señal de que los campesinos habían empezado a convencerse de que el «incidente» era un hecho remoto, una anécdota histórica, una leyenda nacida de algún desastre natural. Para nosotros el «incidente» era algo muy actual, y más aún en aquellos precisos instantes. Nos arrastraba contra nuestra voluntad y era evidente que nos causaría muchos problemas.

—Desenterramos los cadáveres y los quemamos —dijo otro—. Dos eran de niños, el del que murió cuando pasó aquello y el de la hija de la mujer que murió en el almacén. El otro debe de haber huido al monte.

—¡Escuchadme! —dijo el alcalde dirigiéndose a nosotros—. ¿Dónde se esconde el fugitivo? Si no lo decís, le soltaremos los perros de presa. Cuando lo encuentren, lo matarán a mordiscos. ¿Qué os parece?

Me mordí los labios y bajé los ojos. La ira volvió a invadirme y se mezcló con la pena que me embargaba, y ambas parecieron fortalecerse mutuamente. La mano musculosa de I me daba palmadas en el muslo. Eso me consoló, pero tenía los ojos llenos de lágrimas y no podía ver sus dedos.

—¡Tú! ¡Tú lo sabes! —le dijo el alcalde al más pequeño de mis compañeros, al que le temblaban los labios de miedo.

—¡No lo sé! —respondió con voz entrecortada—. ¡No está desde ayer por la tarde! ¡De verdad que no lo sé!

—¡Ratas de reformatorio! —gritó el alcalde, repentinamente furioso—. ¡No queréis confesar! ¿Os creéis que somos angelitos? ¡Podemos retorceros con una mano esos flacos gaznates, o mataros a palos!

No creíamos que aquellos crueles campesinos fueran precisamente angelitos. Sudábamos de miedo. Cada movimiento que hacía el hombre que tenía la lanza manchada de sangre e intestinos aceleraba los latidos de nuestros corazones.

—¡Os merecéis que os matemos a palos por lo que habéis hecho mientras estábamos ausentes! —dijo el alcalde en tono amenazador, y nos enseñó los dientes con un gesto lleno de crueldad—. ¡Habéis entrado en las casas y robado nuestra comida! ¡Habéis dormido en nuestros tatamis y los habéis dejado llenos de orines y mierda! ¡Nos habéis roto los muebles! ¡Y, para colmo, le prendisteis fuego al almacén!

El alcalde dio un paso al frente y golpeó a aquellos de mis asustados compañeros que tenía más cerca con el dorso de la mano, cuya piel callosa, cubierta de pelos duros como cerdas, quedó mojada de lágrimas de ira, miedo y humillación.

—¿Quién ha sido, eh? ¿Quién ha sido el cabrón que ha profanado el altar de mi casa, que se ha cagado en él? ¡Decídmelo, hijos de puta, escoria! ¿Quién ha sido?

Cada vez que los muslos macizos del alcalde se acercaban, me estremecía de miedo, pero aguanté las miradas de los campesinos situados detrás de él con la cabeza erguida. Los ojos llenos de rabia de aquellos hombres y sus labios tensos, abiertos y llenos de saliva, nos acusaban con dureza: ¿Quién ha sido el que me ha robado la comida? ¿Quién ha sido el que ha encendido fuego en mi hogar? ¿Quién ha sido el que ha escrito frases indecentes en las paredes de mi casa?

—¡Hemos discutido qué castigo debemos daros, parásitos! ¿Sabéis qué vamos a hacer con vosotros, hatajo de indeseables que nunca debió poner los pies en nuestro pueblo?

El alcalde cogió por el pescuezo a uno de mis compañeros y lo obligó a ponerse en pie. El pobre temblaba de miedo.

—¡Yo no he hecho nada! —dijo débilmente—. ¡Hagan el favor de perdonarme!

Fue derribado de un golpe, pero otro corderillo acosado fue levantado y se puso a proferir a su vez impotentes excusas.

—¡Perdónenme! ¡No sabíamos lo que nos hacíamos!

Uno tras otro, todos mis compañeros fueron obligados a levantarse, pidieron perdón y fueron derribados de un empellón. Pero ninguno se resistió. Sabíamos que nos habían derrotado y nos doblegábamos. El alcalde continuó gritando y dando golpes un buen rato.

Luego interrumpió de repente su demostración de violencia, dejó de mover los brazos y los apoyó en las caderas. Se nos quedó mirando, meneó la cabeza y salió abriéndose paso entre los campesinos. Esperamos, recelosos. Los campesinos también parecían esperar el regreso del alcalde con cierta tensión. Al cabo, varios de ellos salieron cuando alguien gritó una orden desde fuera, y entró un grupo de gente a la que no habíamos visto antes. Su presencia hizo que I se pusiera muy tenso. Las caras de los recién llegados eran más pálidas y de piel más suave que las de los campesinos. Nos dirigieron miradas vagas y llenas de impotencia; era evidente que se compadecían de nosotros.

—¿Son los coreanos? —le pregunté a I al oído, pero no contestó.

Vi que la sangre seca había formado un tapón en el interior de su oreja. Siguió un largo silencio, sólo interrumpido por el sonido de la saliva al ser tragada por nuestras gargantas y los movimientos pesados de los campesinos, que se transmitían como olas a los que estaban apretujados fuera del cobertizo e intentaban pacientemente ver qué ocurría dentro.

Exhaustos y soñolientos, permanecimos inmóviles bajo las atentas miradas de los campesinos. Esperamos.

Al cabo de un buen rato regresó el alcalde. Comprobamos que la ira febril había desaparecido de sus ojos y sus labios.

—¿Lo habéis pensado bien, desgraciados? —dijo el alcalde—. ¿Habéis pensado bien en lo que habéis hecho? —Después de mirar con gran atención nuestros rostros silenciosos, añadió astutamente en voz baja, casi susurrando—: Lo que habéis hecho ya no tiene remedio. Os lo perdonamos.

Un alivio que iba acompañado de una extraña sensación de recelo, un alivio que dejaba mal sabor de boca, empezó a invadir tímidamente nuestros corazones. Nos sentíamos aturdidos. Aquello era asombroso. Uno de mis compañeros prorrumpió en sollozos de alegría. Después trató de sobreponerse, levantó la pequeña barbilla con firmeza y esbozó una sonrisa que llenó de arrugas su rostro lleno de mugre.

—Mañana por la mañana llegará un celador con otro grupo de evacuados de vuestro reformatorio, y empezaréis oficialmente a estar refugiados en nuestro pueblo —dijo el alcalde con voz melosa, pero sus ojos nos miraban con dureza—. No daremos parte al celador de las atrocidades que habéis cometido. Pero tenéis que hacer algo a cambio. Debéis comportaros como si no hubiera pasado nada en el pueblo desde que llegasteis. No ha habido ninguna epidemia. Nadie huyó de aquí. ¿Entendido? Así nos evitaremos problemas. ¿De acuerdo?

El alivio que empezaba a sentir mi corazón desapareció de golpe. Lo mismo les ocurrió a todos mis compañeros, que recobraron su postura de firme desafío al alcalde. Nos quería engañar como a chinos. Y no había nada más humillante que ser engañados como chinos. Hasta el tonto más tonto se habría puesto rojo de indignación al ver que lo querían engañar de una manera tan burda.

—¿De acuerdo? Decid lo que os he dicho.

El alcalde nos miró como si se sintiera profundamente herido por nuestra indiferencia, y recobramos la actitud debida y los lazos de camaradería. Hinchamos los pechos desafiantes con los ojos relucientes.

—¡Eh, tú! Vas a decir eso, ¿no? —le dijo el alcalde a Minami mientras lo empujaba con el dedo.

—No cuente conmigo —dijo claramente Minami, dando la cara—. A nosotros nos encerraron. Nos abandonaron y nos dejaron en medio de una epidemia. ¿No es ésa la verdad?

—Sí, señor. ¿Acaso no nos dejaron abandonados a nuestra suerte? —añadió otro compañero. Y todos los demás chillaron a coro, como un eco—: ¡Es verdad!

Atónito por nuestro contraataque, el alcalde volvió a ponerse furioso. Hizo molinetes con los brazos, escupió saliva y nos enseñó los dientes, amenazador.

—¡Sinvergüenzas, si creéis que nos vais a tomar el pelo, os equivocáis! Haced lo que os digo, u os mataremos a palos. Nos sobran brazos para romperos el pescuezo. ¿Es que no lo entendéis?

Para evitar que mis compañeros recayeran en el miedo, tenía que enfrentarme al alcalde a gritos. Me levanté y disimulé el miedo que me inspiraban él y los energúmenos que estaban a su espalda. Estaba a punto de desmayarme, pero grité con toda la fuerza de mi garganta:

—¡No nos engañarán, no nos tomarán el pelo engañándonos con esas pamplinas, son ustedes los que no van a tomarnos el pelo!

El alcalde me miró desafiante con la boca abierta y trató de replicarme pero no le dejé. Antes de que empezara a chillar, tenía que chillar yo todo lo que pudiera.

—Nos abandonó la gente de su pueblo. Y tuvimos que vivir nosotros solos en una aldea donde podía haber una epidemia. Se largaron y nos dejaron encerrados. No me voy a callar. Voy a contar todo lo que nos han hecho, y todo lo que hemos visto. Han matado al soldado a lanzazos. Se lo voy a decir a sus padres y a su hermano mayor. Cuando fui al pueblo de al lado a pedir que viniera alguien a recoger a la niña y aseguré que no estábamos enfermos, me echaron a la fuerza. No hicieron nada por curar a los niños que habían caído enfermos. Voy a contar todo eso. ¿Por qué tendría que callarme?

La gruesa lanza de un aldeano me golpeó el pecho de plano, me caí de cabeza contra las tablas y gemí. No podía respirar. Sentí el sabor de la sangre en la boca, y mi nariz empezó a sangrar. Levanté la cara y retrocedí a rastras, gimoteando, hasta un rincón, para evitar el siguiente ataque. La sangre de la nariz me corría por la cara y me ensuciaba el cuello, la piel y la ropa. Estaba acostumbrado a las peleas, y la nariz dejó de sangrarme enseguida, pero el miedo se había apoderado de mí, y las lágrimas que fluían por mi rostro pegajoso, sobre el que se empezaba a coagular la sangre, no cesaban.

—¿Estamos? Si no queréis que os pase lo mismo, obedeced —dijo el alcalde, con voz lenta y amenazadora—. Decid que no ha pasado nada y que no habéis visto nada. Y, a partir de mañana, empezaremos a trataros como a refugiados. Mis compañeros se encogieron cuanto pudieron, como animalillos salvajes, y permanecieron inmóviles. Pero su actitud no me engañó. Comprendía que no podrían soportar aquella situación durante mucho tiempo.

—Los que no estén de acuerdo, que se queden sentados donde están —siguió diciendo el alcalde—. Los que estén dispuestos a obedecer, que se pongan de pie y vayan a aquella pared. Les daremos de comer.

Hubo un pequeño brote de agitación, que creció con celeridad. El que llevaba la lanza manchada de sangre dio un paso al frente y gritó con voz áspera:

—¡Al que se quede sentado, le daré a probar mi lanza!

Un muchacho se levantó de un salto y corrió hacia la pared, jadeante, y se apoyó contra las tablas, sollozando tembloroso. Y los demás se levantaron despacio, con la vergüenza ardiendo en sus pechos. En unos instantes sólo quedábamos Minami, I, que no cesaba de temblar, y yo.

—¡Eh, vosotros! ¿Queréis haceros los gallitos? —nos increpó el alcalde, y el campesino hirió levemente con su lanza la cara de Minami—. ¡Dejad de hacer tonterías! Decid que no visteis nada, y que nadie os ha abandonado.

Por la comisura del labio cortado de Minami empezó a manar la sangre, y una risita fría e indiferente distorsionó su cara pálida. Se puso en pie para esquivar la lanza que volvía a buscarle la cara. Nos volvió la espalda y, mientras se unía a nuestros compañeros en la pared, dijo únicamente:

—Me lo pasé muy bien cuando me dejaron abandonado, pero si tengo que olvidarlo, lo olvidaré. —Y se abrió paso con rudeza entre nuestros compañeros, que se estremecían con las cabezas gachas—. Todos tenemos hambre y queremos comer bolas de arroz.

—¡I! —La voz triunfal del alcalde retumbó en el cobertizo—. ¿Me vas a llevar la contraria?

I levantó la vista despacio hacia el alcalde y contestó tartamudeando, como si suplicase:

—Yo… —habló en el dialecto local y en tono muy servil—. Yo pensé quedarme en el pueblo para vigilar. Primero quise escaparme, pero luego pensé quedarme de guardia en el pueblo. Hasta celebramos la fiesta de la caza.

—¿Y qué quieres decir con eso? —le interrumpió el alcalde—. ¿Eh? ¿Qué quieres decir con eso?

—Bueno que… yo…

—¿Se te ha ocurrido pensar en lo que le pasaría a vuestra colonia si no me obedeces? —Sin hacerle caso, el alcalde añadió, con fría crueldad—: Os podemos matar a todos.

I aguantaba. Entre las caras que se agolpaban en la oscura entrada, vi que las pálidas y estiradas se agitaban. Pero no abrieron la boca.

—El policía dice que el desertor debió de estar escondido en la colonia. Si es así, detendrá a todos los coreanos. Sin nuestra ayuda, no os libraréis de la cárcel. ¿No lo entiendes?

Los dedos de I se apartaron de mi muslo. Se levantó con presteza, gruñó y salió abriéndose paso entre los campesinos. Me quedé mirando el montón de caras de campesinos que llenaban el vacío que habían dejado I y los suyos, lleno de rabia y pena.

Ya sólo quedaba yo. El alcalde se volvió despacio hacia mí y me miró a los ojos. Aguanté su mirada en silencio.

—¿Y bien? ¿Qué te parece? —me dijo el alcalde—. ¿Vas a mantenerte en tus trece por una bobada? ¿Por nada? Lo único que ha pasado es que los del pueblo se ausentaron unos días, ¿o no? Os dedicasteis a cometer toda clase de tropelías y nosotros, encima, os prometemos que haremos la vista gorda.

Callé. Me acosaban un montón de ojos de los del pueblo. Las mujeres trajeron una fuente grande con bolas de arroz y pucheros de sopa. Y mis compañeros empezaron a comer las bolas de arroz y la sopa caliente de los cazos de madera que les dieron. Era comida de verdad, bien hecha y abundante, comida como nunca habíamos probado en el reformatorio, en el viaje de evacuación ni en nuestras propias casas. No era una comida mecánica y fría, separada del amor y la vida cotidiana, sino bolas de arroz apretadas por las manos de mujeres que vivían en libertad en el campo y los arrozales y las calles, y sopa que habían probado las lenguas de amas de casa corrientes. Mis compañeros me daban la espalda mientras devoraban aquel banquete con avidez, evidentemente avergonzados por haberme traicionado. Sin embargo, yo sentía vergüenza porque se me hacía la boca agua y el estómago se me encogía y el hambre invadía todos los poros de mi cuerpo.

El alcalde se me acercó sin decir palabra y me pasó por delante de las narices un plato de bolas de arroz y un cazo de sopa. Temeroso de rendirme, di un manotazo con mi mano temblorosa y lo tiré todo al suelo. El alcalde rugió furioso y se abalanzó sobre mí mientras gritaba, fuera de sí:

—¡No me toques los cojones! ¿Quién te crees que eres? Los desgraciados como tú sois parásitos. Sois iguales que la mala hierba. Cuando crece, no sirve para nada. —Me agarró por el cuello hasta casi asfixiarme; él también se ahogaba a causa de la ira—. Y la mala hierba se arranca antes de que crezca y eche a perder la cosecha. Somos campesinos, y arrancamos la mala hierba en cuanto nace.

El alcalde parecía un enfermo que sufriera un angustioso ataque de fiebre: su piel ardía, estaba sudoroso y temblaba. Me salpicó la cara de saliva y lanzó sobre mí el aliento apestoso de sus encías podridas. Al darme cuenta de que mi gesto lo había asustado, en vez de sentirme orgulloso, me invadió un pánico tremendo.

—¿Te has enterado? —siguió gritando el alcalde—. ¡Te podemos tirar por un barranco, no hay nadie que pueda evitar que te matemos!

Volvió la cabeza, de pelo canoso cortado al cero, hacia mis compañeros y gritó, enfurecido:

—¡Escuchadme! ¿Si mato a este cabrón, daréis parte a la policía?

Aumentó la presión sobre mi cuello para obligarme a levantar la cabeza y contemplar con mis propios ojos el silencio cobarde y traidor de mis compañeros.

—¿Te das cuenta? ¿Te has enterado?

Cerré los ojos y asentí, con lágrimas amargas en los ojos. Me había enterado perfectamente de que me habían abandonado a mi suerte. El brazo que me asfixiaba se aflojó, respiré hondo, tosí débilmente y me enderecé. Pensé que no quería que mis desleales compañeros vieran que la piel bajo mis ojos temblaba débilmente y estaba llena de lágrimas.

—¡Venga, come! —dijo el alcalde.

Dije que no con la cabeza. El alcalde me pasó un brazo por los hombros y me miró fijamente. Luego retiró el brazo y se fue a hablar en voz baja con el herrero. Me tiraron el morral a los pies.

—¡Cógelo! —me ordenó el alcalde.

Cogí el morral y me lo colgué del hombro. El herrero y otros hombres, tremendamente fuertes, cuyas pieles tostadas y sucias de barro se tensaban sobre sus músculos, me rodearon. Me condujeron a través de los campesinos hasta la plaza de la escuela. Me hicieron esperar de pie. Los campesinos me miraban agrupados delante del cobertizo. Me estremecía de frío. La nieve crujía al helarse.

Transcurrido un rato, el alcalde salió del cobertizo. Vino caminando a grandes zancadas. Lo esperé, tenso.

—¡Eh! —me llamó—. ¡Tú, oye!

Me estremecí con un mal agüero.

—Podemos matarte, pero seremos generosos —me dijo atropelladamente; sus ojos tenían un extraño brillo—. Esta misma noche te largarás del pueblo. Márchate bien lejos. Aunque vayas a la policía, recuerda que nadie te creerá y tus compañeros dirán que mientes. Y no olvides que, si vuelves al reformatorio, te castigarán por escaparte.

Las palabras del alcalde sonaban a falsas y no me convencieron. Pero me mordí los labios y asentí. Avancé por el camino adoquinado llevado casi en volandas por el herrero y otro hombre. Anduvimos en silencio hasta llegar a la repisa de piedra de la vagoneta.

Mientras uno de los hombres ponía en marcha el mecanismo de tracción de la vagoneta, el herrero y yo nos sentamos en cuclillas el uno al lado del otro en la pequeña caja. Los dos callamos. Después, el hombre que había puesto en marcha el mecanismo corrió sobre las traviesas sin hacer ruido y se montó. Al sentarse, me pisó la mano con los zapatos llenos de nieve, y solté un grito. Pero no dieron señales de haberme oído. Aquellos hombres parecían haberse vuelto animales nocturnos. Perseguido por el chirrido de la cuerda, me metí los dedos sucios en la boca y noté el sabor de la nieve, el barro y la sangre.

Iban a liberarme de la prisión a la que me habían arrojado. Pero fuera seguiría estando igualmente encerrado. No podría escapar jamás. Tanto dentro como fuera, había puños duros y brazos brutales dispuestos a herirme y golpearme.

Al detenerse la vagoneta, el herrero se bajó, y le imité. Vi que llevaba la corta y gruesa barra de hierro. Y, de pronto, sacando los dientes, me atacó. Me tiré al suelo. La barra de hierro silbó al cortar el aire y me rozó el occipital. Con los talones golpeándome el trasero, corrí alocadamente hacia la oscura maleza antes de que la barra de hierro pudiera golpearme de nuevo. Seguí corriendo por la densa arboleda en tinieblas; las hojas me azotaban la cara y las piernas se me enganchaban en las enredaderas, y las partes expuestas de mi cuerpo se llenaron de arañazos y de sangre; al final, caí exhausto en unos helechos cubiertos de nieve. A duras penas pude apoyarme en los codos para levantarme y frotarme la garganta contra las hojas frías y mojadas para acallar mis gemidos. Pero no cesaban de escapar de mis labios llenos de barro, y al ser transmitidos por el aire húmedo y tenebroso revelarían mi escondite al herrero y a los demás campesinos sedientos de sangre, que gritaban salvajemente en la distancia mientras me buscaban para acabar conmigo. A fin de acallar mis gemidos, abrí la boca y jadeé como un perro. Traté de penetrar con los ojos el aire tenebroso de la noche y me preparé para el ataque de los aldeanos cogiendo piedras en mis manos heladas. No pensaba rendirme sin pelear.

Sin embargo, no veía cómo podría evitar los peligros y escapar corriendo de los brutales campesinos por el oscuro bosque. Ni siquiera sabía si tendría fuerzas para echar a correr de nuevo. No era más que un chiquillo exhausto y loco de rabia, que sollozaba y se estremecía por el frío y el hambre. El viento se levantó de pronto y me trajo el ruido de las pisadas cada vez más próximas de los campesinos que me perseguían. Me levanté, con los dientes apretados, y eché a correr entre las hierbas y bajo los árboles hacia el interior cada vez más oscuro y tenebroso del bosque…