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EL REGRESO DE LOS CAMPESINOS Y LA MUERTE DEL SOLDADO

El miedo a la epidemia se propagó durante la noche, haciendo alarde de su fuerza brutal, y nos venció y nos dominó de tal modo que nos sentimos cada vez más niños y más abandonados. El día siguiente amaneció oscuro, y la aldea permaneció sumida en las sombras durante todo el día, presa de una niebla sucia que inundaba el valle. El sol que atravesaba la espesa capa de aire semitransparente derretía la sucia nieve, que se convertía en una masa fangosa. Nuestra desesperación y nuestra impotencia, así como la visión de miríadas de gérmenes que se multiplicaban, de gigantescos enjambres de diminutos gérmenes que nos sumirían en la inconsciencia, que nos provocarían accesos de gemidos desgarradores que nos quemarían la garganta como fuego, se esparcieron por aquel pueblo que parecía haber perdido el armazón que lo sustentaba igual que se esparce la gelatina de color amarillo pálido que brota de los huesos y la piel del ganado al hervirlos.

Mis compañeros se ocultaron en el fondo de las casas, sin ánimos para salir. I también se encerró en su casucha, que olía como una pocilga. Por mi parte, tumbado en el suelo del granero, con los ojos cerrados, me secaba de vez en cuando el sudor frío que brotaba de todos los poros de mi cuerpo y me empapaba la ropa interior. Todavía no había enfermado ninguno de nosotros, pero como la epidemia atacaba de improviso y golpeaba igual que un brazo poderoso, esperábamos angustiados que nos golpeara en el lóbrego interior de las casas. Solamente el soldado, que durante los momentos de pánico de la noche anterior había tomado el mando con una autoridad que incluso Minami obedeció, seguía luchando, a pesar del sueño y el cansancio, contra el inesperado rebrote de la epidemia que había afectado a la niña. Era tanta su desesperada ansiedad, que algunos salían corriendo de sus casas, iban al almacén y aporreaban la puerta cerrada hasta que la voz furiosa del soldado los enviaba de vuelta a sus guaridas. Por todo el pueblo resonaban inútiles sollozos y gritos de rabia.

Tumbado boca arriba en la oscuridad, aguardé pacientemente. El sexo de la niña, que ahora me parecía suave como una flor estival, sus nalgas sucias de excrementos y su carita colorada y encogida por la fiebre, aparecían en mi mente y se desvanecían de ella con gran velocidad. Cada vez que volvía a ver aquellas imágenes, tenía una tremenda erección que me llenaba de vergüenza. En ocasiones, creía oír el suave sonido de los pasos de mi hermano, y, al final, me obsesioné de tal manera con ellos, que me esforzaba por creer que eran ciertos. Casi continuamente, tenía la impresión de que mi hermano estaba de pie al otro lado de la pesada masa de niebla, que parecía seca y polvorienta, y la frotaba con las manos y me sonreía tímidamente, pero le era imposible atravesarla.

Al anochecer, vi que el soldado bajaba por la herbosa ladera hacia la pradera de blanda tierra donde habíamos enterrado a los animales y las personas. Iba cargado con lo que me pareció un objeto muy pequeño envuelto en una estera de paja. Algunos de mis compañeros lo seguían a unos metros de distancia. Eché a correr y me uní a ellos. Entre sollozos, contemplé al soldado mientras cavaba un hoyo con aire de agotamiento y enterraba en él el pequeño bulto. De vez en cuando, nos dirigía hoscas miradas, para evitar que nos acercáramos.

Después subió la cuesta encorvado hacia delante y, de regreso en el almacén, empezó a apilar ramas y leños en el suelo, sin decir palabra. Lo imitamos, también en silencio. El almacén se llenó de humo y fuego, y cuando empezaba a elevarse una alta torre de llamas el soldado nos mandó que nos fuéramos a casa, así que nos dispersamos y nos marchamos.

Me senté junto al hogar apagado del granero, abracé mis rodillas, metí entre ellas la cabeza y lloré largo rato. La cabeza me dolía como si me la estrujaran. Después salí al camino y llamé a mi hermano. No vino corriendo con su sonrisa tímida. Bajé la cuesta.

El soldado estaba de pie en el fango formado por la nieve al derretirse, frente a los restos chamuscados del almacén. Tenía la cabeza gacha y le temblaban los hombros a causa de los desconsolados sollozos que profería. Me acerqué a él. Nos miramos en la oscuridad. Permaneció silencioso, y yo no sabía cómo expresarle lo que sentía. Quería decirle que mi hermano me había abandonado y mi amada había muerto. Pero sólo pude lloriquear como un crío que aún no supiera hablar.

Al fin no pude más, meneé la cabeza, volví la espalda al desertor y me fui camino arriba hacia el granero. La nieve se había helado y volvía a estar dura. De repente, oí que el soldado venía corriendo tras de mí. Al llegar a mi altura, me pasó el brazo por el hombro. Llegamos al granero sin haber dicho ni una palabra y nos acostamos entrelazados en un tatami. La cara sucia, barbuda y blanda del soldado, y sus pálidas mejillas, me parecieron entonces hermosas como las de un héroe. Me eché a llorar, y apretó afectuosamente mi cabeza contra su pecho, que olía a sudor. Después, durante un rato, a pesar de la amenaza de la epidemia, exhaustos, desesperados y sin acertar a decir palabra, gozamos un poco de un placer miserable. En silencio, nos bajamos los pantalones para ofrecernos mutuamente nuestras nalgas heladas y con la piel de gallina, y perdimos el mundo de vista gracias a los movimientos de nuestros hábiles dedos.

Antes del alba, me despertó un grito apagado, y al incorporarme en el tatami tiritando de frío descubrí que el soldado no estaba entre mis brazos. Amaneció. Creí oír de nuevo una voz baja que me llamaba. Pensé que tal vez volvería a ver la sonrisa amistosa de mi hermano y los dientes que relucían entre sus labios entreabiertos, y me levanté de un salto, quité la fina capa de hielo del cristal de la ventana con la yema de los dedos y miré afuera. Más allá de la espesa niebla lechosa había una claridad rosada que se hacía más intensa poco a poco.

De repente, los pájaros dejaron de cantar, y, en medio del súbito silencio, semejante al que sigue al brusco cese de una tormenta, vi aparecer en la niebla varias figuras oscuras y fornidas; eran campesinos armados con largas lanzas de bambú cuyos rostros, inexpresivos como los de las bestias, me miraban silenciosos. Por un momento, nos contemplamos como si observáramos un animal raro a través del cristal de la ventana, que volvió a helarse inmediatamente. Atónito, suspiré de sorpresa, y luego sentí que en lo más hondo de mi ser nacía una sensación de alivio reconfortante como un baño de agua caliente: los campesinos habían regresado…

Limpié de nuevo el cristal y pude ver que salía de la hilera de campesinos un hombre de mandíbula saliente y baja estatura que avanzó hacia el granero sin perder de vista la ventana, deseoso, sin duda, de averiguar si había alguien más conmigo. ¡Es el herrero!, pensé, y casi me dio un vuelco de alegría el corazón cuando abrió la puerta de par en par de un empellón y entró blandiendo una gruesa y corta barra de hierro a modo de arma. Pero no había simpatía en su boca, cuyos gruesos labios estaban fruncidos con hostilidad, ni en sus ojos, que después de escudriñarme de arriba abajo se clavaron en los míos y me miraron como si estuvieran contemplando a un peligroso animal en vez de a otro ser humano. Teme que tenga escondida alguna arma, pensé, y la conciencia de mi absoluta indefensión me llenó de un absurdo pesar.

—Más te vale no resistirte —dijo el herrero, que se abalanzó sobre mí con agilidad y me agarró del brazo—. Ven conmigo.

Me trataban como a un prisionero de guerra. Sin embargo, aunque no hubiera aferrado mi brazo con fuerza la manaza enguantada del herrero, no habría intentado oponer resistencia. Habían vuelto los adultos, y posiblemente nos salvaríamos de la epidemia, por fin habían vuelto los campesinos…

—Ven conmigo sin armar follón, o te arreo —dijo el herrero.

—Iré con usted, pero déjeme coger mis cosas —le respondí con voz ronca—. No voy a resistirme.

—¿Eso? —En la penumbra, señaló con la barra de hierro mi morral, tirado en el suelo del granero—. Cógelo.

Metí el abrelatas con forma de cabeza de camello, que tanto le gustaba a mi hermano, en el morral y me lo colgué del hombro. Mientras lo hacía, el herrero me vigilaba cauteloso con ojos desconfiados. Supuse que había llegado hasta aquel pueblo perdido en medio de las montañas la leyenda de lo sanguinarios y salvajes que éramos los internos de los reformatorios.

El herrero me empujó por el hombro y salimos a la niebla agitada por el viento; los demás campesinos nos rodearon inmediatamente. Bajamos la cuesta en silencio. Resbalé en la nieve helada y el herrero me sostuvo agarrándome violentamente de un brazo, del que ya no aflojó su zarpa.

—¡Que no me voy a escapar! —exclamé, pero mi queja sólo sirvió para que aumentara la dolorosa presión de sus dedos. Los hombres que nos rodeaban me ayudaron a ponerme en pie, y al reemprender la marcha el herrero siguió aferrándome el brazo. Las afiladas lanzas de bambú golpeaban ruidosamente la nieve helada por el aire gélido del amanecer.

Salimos de la niebla y entramos en el amplio zaguán de la escuela, donde, alrededor de los rescoldos de la fogata, estaban en cuclillas algunos de mis compañeros, que tenían los morrales entre las rodillas o en el suelo, delante de ellos. Me dieron la bienvenida a gritos, y pasé rápidamente la vista por sus rostros para ver si estaba allí mi hermano, pero mi esperanza se vio defraudada. El herrero me dio un empellón para que me pusiera a mi vez en cuclillas junto a los restos de aquel fuego, que olían a ceniza. De cuando en cuando, surgía de la niebla un grupo de campesinos que traía a alguno de los nuestros, pero mi emoción se trocaba en desánimo al no ver aparecer el suave movimiento de los hombros de mi hermano ni su bien formada cabeza.

Con todo, no me hundí en la desesperación. Por otra parte, los compañeros que me rodeaban, bruscamente liberados del pánico que les inspiraba la epidemia, eran presa de una embriagadora sensación de alivio. Han vuelto los campesinos, pensábamos todos. Poco a poco, se extendió entre nosotros la convicción de que la epidemia, después de arrancar como si fuera la última flor a la niña, se había desvanecido. Eso sembró la alegría en nuestros corazones, y algunos de mis compañeros se empujaban, hacían gestos obscenos e incluso se reían.

Entonces llegó Minami, a quien arrastraba del brazo un fornido campesino. Tenía la cara roja y encendida y los ojos brillantes, y soltaba sin cesar unas risitas excitadas, que brotaban como burbujas de sus labios húmedos.

—¡Estaba en cuclillas en el zaguán, poniéndome el maquillaje de la mañana, y entró un campesino! —gritó—. ¡Se quedó extasiado al ver mi culo desnudo, pero al acercar la cara dijo que apestaba, y me sacudió un guantazo! ¡Ese tío está loco!, ¿no os parece? ¡No me dejó acabar de ponerme el maquillaje de la mañana!

—¿El maquillaje de la mañana? —preguntó inocentemente uno de los más pequeños, a quien la llegada de Minami y su desenvuelta conversación habían devuelto por completo la tranquilidad.

—¡Claro, cada mañana me pongo maquillaje en el ojete! —le contestó Minami, henchido de orgullo.

Los chavales que lo rodeaban se rieron infantilmente, y Minami, pavoneándose igual que un pavo real, remedó gráficamente la escena. Todos estábamos contentos, como si esperáramos antes de pasar lista para salir de excursión.

La niebla se fue despejando, y apareció un cielo cubierto y bajo, preñado de una luz húmeda que empezó a derretir la nieve sucia que se había vuelto a congelar mezclada con el fango. Para entonces habían traído a todos mis compañeros después de sacarlos de las casas que ocupaban. Y poco a poco nos fue rodeando un número creciente de campesinos de rostros impasibles armados de lanzas de bambú o de escopetas de caza. Quizá como respuesta a su hosco silencio, la excitación de mis compañeros pareció subir de un modo poco natural. La niebla se había disipado por completo cuando vimos que el alcalde y un policía se abrían paso entre los impertérritos campesinos y se acercaban a nosotros. La algazara de mis compañeros cesó al punto, y todos sentimos que nos invadía una vaga tensión.

—¡Ladrones! ¡Malnacidos! —gritó de pronto el alcalde, como si no pudiera reprimir más la ira—. ¡Habéis entrado en nuestras casas, nos habéis robado la comida, habéis quemado el almacén! ¡Sois unos hijos de puta!

Temblamos de sorpresa. Nuestra alocada excitación se transformó en pánico en un santiamén.

—¡Vamos a dar parte a las autoridades de todo lo que habéis hecho, sinvergüenzas, desgraciados!

—¿Quién ha quemado el almacén? —dijo el policía rechinando los dientes—. ¡Venga, decid la verdad!

Minami se encogió de hombros, desafiante, e hizo ademán de sentarse junto al morral, que había dejado en el suelo. El policía se abalanzó sobre él, lo levantó tirándole del cuello con una mano y le pegó en la mandíbula con la otra.

—¡Seguro que has sido tú el incendiario! —tronó la voz del policía, llena de odio, mientras zarandeaba a Minami sin aflojar su presa—. ¡Vamos, canta, hijo de puta! ¿Crees que nos vas a tomar el pelo? Has sido tú, ¿verdad?

—¡No, no he sido yo! —gritó Minami, que se retorcía de dolor—. ¡No he sido yo! ¡Ha sido el cadete que se escapó de la academia!

El policía aflojó la presión, miró a Minami y le escupió en la cara. Los campesinos se agitaron, como si aquella noticia los hubiera sacado de su letargo. Todos dirigimos a Minami miradas de reproche.

—¿Conque ha sido el desertor, eh? ¿Dónde está escondido?

—No lo sé —replicó Minami.

—¡Hijo de puta! —gruñó el policía, y, tras derribar a Minami de un empellón, le dio una patada en el pecho—. ¡No me toques los cojones!

—¿Dónde está el soldado? ¡Venga, confiesa! —le dijo el alcalde a uno de nuestros compañeros más pequeños al tiempo que le retorcía el brazo izquierdo—. ¡Sois peores que las ratas! ¡Venga!, ¿dónde está el soldado?

—¡No lo sé! ¡Huyó al bosque! —le respondió el chaval, incapaz de soportar el dolor y, sobre todo, el miedo.

—¡Encerradlos! —gritó el policía—. Luego volved aquí.

El herrero y un grupo de campesinos nos sacaron a empellones de la escuela y nos condujeron a un cobertizo cercano. Durante el corto trayecto, que realizamos rodeados por los campesinos, todos sentimos renacer con renovada fuerza el cansancio, el hambre y la angustia. Tras encerrarnos, aseguraron la puerta con un grueso pasador. Estábamos nerviosos, llorosos, indignados y asustados.

El policía gritó unas órdenes y se oyó un estruendo de lanzas de bambú al entrechocar. Van de caza, pensé. Van a acosar al soldado y a cazarlo. Debió de advertir el regreso de los aldeanos y se escapó. Pero cansado como está por las horas que se pasó velando a la niña, no tardarán en cogerlo.

—Esos cabrones han venido a ver si estábamos muertos —se puso a explicarles Minami a los que lo rodeaban, fingiendo buen humor para que se olvidaran de su chivatazo—. ¿Os habéis fijado en que no han vuelto las mujeres ni los niños? Están desconcertados porque seguimos vivos y, encima, me encontraron haciéndome el maquillaje, tan tranquilo.

Y dejó escapar una risa que resultaba repugnante. Pero nuestros compañeros habían perdido totalmente la excitación y el buen humor alocado que tenían hacía unos momentos, y su risa artificial y aguda fue absorbida por la paralizante sensación de ansiedad que nos había invadido a todos y no provocó la menor reacción. Al final, se calló, se puso en cuclillas y se mordió las uñas, malhumorado. Esperamos largas horas.

No nos llegaba ningún sonido del exterior, y ni siquiera hubo respuesta cuando uno de mis compañeros golpeó la puerta implorando que le dejaran salir a orinar. Tuvo que hacerlo en un rincón del cobertizo, pálido de humillación y vergüenza. El ambiente se llenó enseguida del olor acre de la orina.

Algunos chavales miraban por las rendijas entre las tablas para tenernos al corriente de las novedades. Al principio no pasó nada. Pero hacia el mediodía los que miraban en dirección al lugar donde habíamos enterrado a los muertos observaron movimiento. Oímos gritos ininteligibles, y todos nos amontonamos sobre las espaldas de nuestros compañeros o nos tumbamos entre sus piernas para mirar por las rendijas. Una sensación común de ira fue pasando de cuerpo en cuerpo hasta que nuestro pánico desapareció y nos sentimos estrechamente unidos otra vez.

Cinco campesinos cavaban con sus azadas en el lugar donde habíamos enterrado a los muertos; la luz tenue les daba en los hombros y dejaba sus caras en la sombra. Desenterraron los cadáveres que habíamos sepultado como si fueran valiosos bulbos y los alinearon en la pradera, donde aún quedaba nieve. No podíamos decir cuál era el de nuestro pobre compañero ni cuál el de la niña, cuya muerte fue la causa de nuestro pánico. Estaban llenos de barro, y sólo eran dos bultos informes de color terroso. Amontonaron leña, y cuando las diminutas llamas que quemaban a los muertos que habían puesto encima empezaron a llenar de humo el aire de la tarde, nuestra ira alcanzó su punto culminante. Hasta Minami lloraba. Aquello nos pareció una especie de ritual para forzarnos a reconocer que todo en el pueblo, incluso los muertos, los muertos que nosotros habíamos enterrado, precisamente, estaba de nuevo bajo el dominio de sus habitantes. Además, los adultos lo hacían tranquilamente, casi como si se aburrieran. Poco a poco empezaron a dejarse ver otras figuras en lo alto de la ladera. Eran las mujeres y los niños, que habían vuelto y contemplaban la escena impasibles.

Habíamos sido dueños y señores de aquel pueblo, pensé, y sentí un súbito temblor. No lo habíamos ocupado, nos habían abandonado en él. Habíamos entregado sin resistencia nuestros dominios a los adultos, y nos lo pagaban encerrándonos en un cobertizo. Nos la habían jugado. Realmente, nos la habían jugado.

Separé la cara de la rendija y me fui al rincón opuesto. Minami, que tenía los ojos enrojecidos por las lágrimas, me dijo en voz baja:

—¡Son unos cerdos!

—Sí —le respondí—, ¡son unos cerdos!

Habíamos protegido el pueblo vacío durante cinco días, incluso habíamos celebrado la fiesta para que la caza fuera abundante, y nos lo pagaban encerrándonos. Realmente, nos la habían jugado.

—¿Qué habrá sido de I? —preguntó uno de nuestros compañeros—. ¿Lo habrán cogido también?

—¡Ojalá viniera a sacarnos de aquí! —gritó Minami, furioso—. ¡Si tuviéramos escopetas, echaríamos a los campesinos del pueblo, puercos hijos de puta!

Sentí una cálida camaradería hacia Minami. De haber tenido escopetas, habríamos echado a los campesinos del pueblo, habría corrido la sangre. Pero I no vino a ayudarnos. Y no teníamos escopetas. Me senté contra las tablas, me abracé las rodillas y cerré los ojos. Y Minami vino a sentarse junto a mí. Me susurró al oído, en voz baja y cálida:

—Perdóname por lo que le hice a tu hermano.

Pero yo trataba de no pensar en mi hermano.

—Tu hermano es rápido y tiene buenas piernas —añadió Minami—. Seguro que estaba escondido entre la hierba mientras nos cazaban de uno en uno. Siento de veras lo que le hice.

De pronto, en lo más hondo del bosque, a nuestras espaldas, se oyeron dos tiros, seguramente de advertencia, separados por un breve intervalo. Todos nos levantamos de un salto y aguzamos los oídos. Pero no volvió a oírse ningún disparo. Una nueva oleada de miedo se apoderó de nosotros. Esperamos en silencio, vigilantes, con el ceño fruncido, presas de sentimientos contradictorios de esperanza y desesperación. Así permanecimos hasta que el aire del cobertizo se volvió oscuro y nuestras caras no eran más que manchas blanquecinas.

Entonces, inesperadamente, nos llegaron ladridos de perros de caza, soeces blasfemias, pisadas alocadas, y los hombres del pueblo salieron del bosque. Apretamos los ojos contra las finas rayas de luz dorada del crepúsculo que se filtraba por las rendijas. Los campesinos rodeaban la presa capturada en su cruel cacería.

Venían andando con paso lento y seguro. Sólo cuando los chiquillos pretendían meterse en sus filas soltaban algún sonido gutural para disuadirlos. Caminaban con la cabeza gacha y llevaban las lanzas y las escopetas apoyadas verticalmente contra un costado. El desertor avanzaba con paso inseguro y temblaba levemente, como si el suave y agradable vientecillo del atardecer, que olía a nieve y hojas, le impidiera el paso. Le habían quitado el chaquetón y sólo llevaba una burda camisa con las mangas subidas, como si estuviéramos en pleno verano. Al pasar el grupo que lo rodeaba por delante del cobertizo, vimos que el barro que ensuciaba su cara macilenta se había secado y tenía el color de la arcilla y que el tejido caqui de la camisa formaba una extraña protuberancia a la altura de su vientre, donde estaba roto; aquella protuberancia se movía de un modo elástico y poco natural; los bordes del roto estaban rodeados por una amplia mancha de color pardo oscuro, y de él colgaba algo blando, rosado y húmedo, algo que reflejaba aquella luz débil. Cada vez que daba un paso, aquella cosa viscosa parecía latir y brillaba iluminada por la tenue luz dorada.

El soldado tropezó en uno de los adoquines del camino que bajaba de la plaza de la escuela al fondo del valle y echó los largos brazos hacia adelante para no caerse. Fue un gesto infantil y patético, que nos hizo llorar. Entonces dos campesinos lo agarraron con fuerza de los brazos y lo obligaron a seguir adelante casi a rastras. Detrás del grupo que rodeaba al soldado, a semejanza del viento fresco y fuerte que sigue a la tormenta, iba una multitud de mujeres, ancianos y niños vestidos con gruesas ropas de abrigo abrochadas hasta el cuello.

Apartamos los ojos de las rendijas, nos sentamos en silencio en el piso de tierra y nos miramos los pies. La piel de nuestras piernas, delgadas y blancuzcas, se caía a trozos como las escamas secas de los peces, teníamos los pies, huesudos igual que las patas de los pájaros, sucios y malolientes, y las botas de lona que los protegían, las cuales llevaban el ostentoso logotipo del reformatorio, estaban sucias y llenas de agujeros. Con las cabezas entre las rodillas, permanecimos en un silencio sólo interrumpido por los sollozos durante muchísimo tiempo. Un chico se levantó y orinó contra las tablas de un rincón, y sus sollozos convulsivos hicieron que esparciera su amarilla orina por todas partes.

En la plaza resonó el sonido metálico de las fundas de las espadas al balancearse, y se oyeron pasos enérgicos y acompasados que se acercaban. Volvimos a pegar las caras a las rendijas y vimos pasar a toda prisa a dos policías militares, el alcalde y el policía a través del aire azulado del atardecer, que empezaba a perder su brillo. El policía llevaba el chaquetón del soldado colgado del brazo. Se perdieron cuesta abajo sin que ninguno de ellos prestara atención al cobertizo donde estábamos encerrados. Desanimados, volvimos a sentarnos, cabizbajos, cansados de mirar al exterior.

—Los campesinos estaban disgustados porque la policía militar ha venido a buscar al soldado y no les han dejado matarlo —dijo Minami.

—¿Qué le harán al soldado? —preguntó una voz, todavía llorosa—. ¿Lo matarán?

—¿Matarlo? —dijo Minami, y se rió fríamente—. ¿Es que no viste que le colgaban las tripas? ¿Crees que vivirá mucho tiempo con la barriga abierta de un lanzazo? No tendrán necesidad de matarlo.

—¡Tiene que doler mucho andar con las tripas colgando! —dijo el mismo muchacho, lloriqueando—. ¡Ha de ser terrible que te claven una lanza de bambú!

—¡Deja de lloriquear! —dijo Minami, y golpeó en un costado al chaval, que soltó un bufido—. ¿Estamos? Dentro de nada, estos cabrones nos las van a clavar a nosotros allí.

Las tripas que se le salían al soldado por la herida fueron aumentando poco a poco de tamaño hasta llenar por completo nuestras cabezas, pesadas a causa del cansancio y la somnolencia. Aquello fue como un veneno. Mientras que unos se echaron a llorar desconsolados, otros se mearon de miedo donde estaban sentados, y los orines formaron charcos amarillentos alrededor de su culo y sus piernas. Me dije que no debía dejarme arrastrar por el profundo pánico que dominaba a mis compañeros. Y se me ocurrió sacar a colación el tema de la comida, pues hacía muchas horas que nos habían encerrado y supuse que a más de uno le picaría el gusanillo. Personalmente, no tenía hambre ni frío; lo único que sentía eran náuseas, que pugnaban por subir por mi garganta hasta mi reseca boca.

—¡Qué hambre tengo! —exclamé con voz ronca, pero el final de la frase se perdió vagamente; si no la repetía, no causaría el efecto deseado en mis compañeros. Así que la repetí—: ¡Qué hambre tengo!

—¿Qué? —Minami me miró sorprendido con ojos inocentes—. ¿Tienes hambre?

—Sí, mucha hambre —dije, y, de repente, sentí un tremendo vacío en el estómago, como si aquellas palabras fueran un conjuro. Minami y los demás se contagiaron con rapidez.

—¡Yo también tengo un hambre terrible! —dijo Minami lleno de excitación—. ¡Joder, si por lo menos quedara algo de carne de los pájaros!

Mi involuntario conjuro había surtido efecto. Pocos minutos después, éramos un grupo de muchachos que se morían de hambre encerrados en un pequeño cobertizo. Me sentía desfallecer de debilidad. Y aún nos hacía sentirnos más hambrientos la idea de que aquellos crueles campesinos no tenían la menor intención de abrir la puerta del cobertizo para traernos comida.

Al cabo, se abrió la puerta de repente, pero por la estrecha abertura no entró nadie cargado de comida, sino I, cubierto de barro, sangre y porquería, que se quedó de pie en medio del oscuro cobertizo temblando de rabia. Cogidos por sorpresa, lo miramos, pero como sufríamos tanto a causa del hambre que nos habíamos «autoinducido», nadie se levantó ni le dijo nada.

De pie ante nosotros, I me buscó entrecerrando los ojos para ver mejor en la penumbra, y luego se sentó tan cerca de mí que nuestros costados se tocaban. Su cuerpo olía a sangre y a brotes de los árboles. Tenía infinidad de cortes, cubiertos de sangre seca, tanto en el fuerte cuello como en las mejillas y alrededor de las orejas, pero del fondo de sus ojos brotaba la vitalidad ardiente de los animales del bosque. Su aspecto hablaba elocuentemente de las largas horas de peligro que había pasado mientras huía y se escondía entre los árboles del bosque. Y el hecho de que hubiera estado a punto de escapar me consoló de la pena que me causaba verlo herido, cubierto de sangre seca y medio loco de rabia.

—Esperaba que hubieras podido escapar —le dije en voz baja a I, que movía los labios en silencio, incapaz de contener su ira—. Has tenido mala suerte.

—¿Mala suerte? —dijo I—. ¡Estoy de pega!

—No eres el único —dijo Minami.

I nos miró alternativamente a Minami y a mí, como si quisiera decir algo, pero no supiera por dónde empezar. Por fin, fijó los ojos en mí y se puso colorado. Era evidente que quería hablarme.

—¿Qué pasa? —le dije, para animarlo.

—Traté de llegar al fondo del valle —me respondió atropelladamente—, porque imaginé que cuando volvieran los campesinos lo pasaría mal, y por eso me fui abandonándolo todo. Quería cruzar a la otra orilla para escapar. Bajé con ayuda de una cuerda que até a las vigas que forman el puente por donde pasa la vía de la vagoneta.

—¿Esta mañana? —exclamó Minami—. ¡Si me hubieras despertado, me habría ido contigo!

—Mientras andaba entre las rocas, cerca del río —siguió diciendo I atropelladamente, mirándome y sin hacer caso de los comentarios de Minami—, encontré tirado el morral de tu hermano. Estaba en una poza que había dejado la crecida al retirarse, junto con troncos y animales muertos. Lo cogí y luego…

Al interrumpirse, lo cogí por los hombros y lo sacudí. Me sentía como si hubieran horadado un pozo negro y profundo en mi cabeza y todo mi ser se precipitara por él. Y no podía articular palabra.

—Luego volví a subir por la ladera. Quería volver al pueblo para dártelo —dijo I, que se había emocionado al sentir el fuerte apretón de mis manos y tenía los ojos llorosos.

Estallé en sollozos, un llanto convulsivo que crecía incontenible dentro de mí y me quemaba el pecho y la garganta. Solté los hombros de I y lloré desconsoladamente con la frente apoyada contra las tablas.

—¿Qué pasó con el morral? —le preguntó Minami a I en voz baja, para no turbar mi dolor—. No lo has traído.

—Los campesinos me descubrieron en el bosque y me persiguieron —dijo I, desconsolado—. Como no quería que pensaran que lo había robado, lo tiré entre la maleza. Luego, de repente, otro grupo apareció con sus lanzas delante de mí, y no tuve escapatoria.

—Nos llevarás hasta donde lo tiraste, ¿verdad? —le dijo Minami. Y añadió, amenazador—: ¡Como se haya perdido, te acordarás de mí! Es un recuerdo de su hermano.

Me revolví furioso, con intención de golpear a Minami, pero me detuve al ver que sus ojos, agudos como los de un pájaro, estaban llenos de lágrimas. La ira y la tensión que llenaban mi cuerpo se esfumaron, y la pena ocupó su lugar. Meneé la cabeza, me abracé las rodillas, hundí la cabeza entre ellas y me puse a llorar.

Mucho más tarde, ya de madrugada, sonó un repentino grito de dolor a lo lejos que fue ahogado de inmediato, aunque despertó los ecos del valle. Todos nos levantamos de las forzadas posturas en que dormíamos y buscamos los ojos de nuestros compañeros en la oscuridad, llenos de miedo.

—Al otro lado del valle había un coche de la policía militar. Seguramente querrán llevarse al soldado antes de que muera. Seguro que lo han atado a la vagoneta y lo han pasado a la otra orilla.

—¡Con las tripas colgando! —comentó Minami—. ¡Hacer una cosa así es lo mismo que matarlo!

—¡Los japoneses os matáis los unos a los otros! —exclamó I con profundo desprecio—. Nosotros escondimos al soldado, pero sus compatriotas lo han matado. La policía militar, la policía normal, los campesinos con sus lanzas… Hay montones de gente dispuesta a salir a la caza de los que huyen al monte y a matarlos a lanzazos. No puedo comprenderlo.

El grito desesperado volvió a oírse, como si procediera de una garganta agonizante, y sus ecos resonaron claramente por el valle durante un rato, cada vez más lejanos. Después de quitarnos las pocas esperanzas que nos quedaban, aquella voz no volvió a llegar a nuestros oídos. I estaba callado y escuchaba con atención. De repente, sus ojos oscuros se clavaron en los míos, en los que ya empezaban a secarse las lágrimas.

Entonces se oyó ruido de pasos apresurados en la plaza de la escuela, y poco después descorrieron el grueso cerrojo que bloqueaba la puerta del cobertizo. Los campesinos traían gruesas antorchas; el primero en entrar en el cobertizo, iluminado por aquella luz parpadeante, pero clara y densa, fue el alcalde. Luego un montón de campesinos fue llenando el recinto, hasta acorralarnos en el rincón que olía a orines.