EL INESPERADO REBROTE DE LA EPIDEMIA Y EL PÁNICO
En cuanto reunimos un buen montón de leña verde, que despedía un olor dulzón y sensual donde la habían cortado las afiladas hachas, lo llevamos al suelo de tierra del zaguán de la escuela. Hicimos dos aspas con ramas resistentes, apoyamos en ellas una gruesa rama verde de roble, colgamos de ella la gran olla encima del fuego, y tuvimos lista la columna vertebral de la fiesta. Apilamos leña, metimos ramas secas entre los troncos y encendimos un hermoso fuego. El agua grasienta de la olla, llena de gruesos pedazos de pescado seco, no tardó en empezar a hervir. El soldado, que aceptó participar en la fiesta tras rogárselo I con insistencia, se remangó y se puso a remover la olla con sus delgados brazos.
Desplumamos a los pájaros y los colocamos sobre la nieve; sus panzas, desnudas e hinchadas, resultaban un tanto repugnantes. Uno por uno, I los socarró en la hoguera, para eliminar el plumón, y nuestras narices se llenaron del olor acre de la carne y el plumón ligeramente quemados. Algunos pájaros resucitaban de repente al desplumarlos y empezaban a agitarse con violencia, lo que nos hacía reír. Les arrancábamos la cabeza, les metíamos un dedo en el ano y los balanceábamos dando gritos y diciendo tonterías.
I le abrió las entrañas a un tordo con un afilado cuchillo y vació sus intestinos usando las manos para que viéramos su contenido. Había oscuras cabezas de insecto, duras semillas, raíces, pedazos de corteza de árbol e incluso piedrecillas.
—¡Comen porquerías! —exclamó admirado Minami.
—Tienen hambre —dijo I.
—¡Fuera del pueblo, todo bicho viviente tiene hambre! ¡Los pájaros y las alimañas se mueren de hambre! —gritó Minami—. ¡A la gente le duele el estómago de hambre! ¡Sólo nosotros tenemos la tripa llena!
Estallamos en carcajadas, y Minami se puso a correr dando vueltas y blandiendo el tordo abierto en canal, con aire triunfal. Antes de llegar a aquel pueblo, durante nuestro largo peregrinar íbamos de templo en templo, de escuela en escuela y de establo en establo, por lo general habíamos pasado hambre. Guiados por los celadores, nuestros compañeros de reformatorio debían de avanzar a marchas forzadas para encontrarse con nosotros, que éramos la avanzadilla, tras subir por el mismo camino a través del bosque y montarse en la chirriante vagoneta, y, al igual que nosotros cuando estábamos en aquella situación, debían de desfallecer a causa del hambre y apretarse con las manos los vacíos estómagos. Teníamos que garantizar el éxito de la caza en el pueblo para poderles dar la bienvenida.
Cuando todos los pájaros estuvieron tendidos sobre la nieve con los cuellos cercenados, por los que salía sangre diluida con grasa, y su piel dura y cubierta de manchitas empezaba a tomar una coloración negruzca o azulada, nos dimos cuenta de que parecían sorprendentemente flacos y huesudos. Pero el faisán de mi hermano, con los muslos firmes y carnosos abiertos y las amarillas pechugas a la vista, tenía un aspecto estupendo. I atravesó las patas de los pájaros pequeños con un alambre, unió las puntas formando un círculo y lo colocó encima del fuego. Después atravesó con una rama puntiaguda el cuerpo del faisán, del cuello al ano, y varios compañeros lo sostuvieron por los extremos y lo asaron dándole vueltas lentamente sobre el fuego.
Nuestros camaradas más jóvenes, entre alegres chillidos, ayudaron al soldado a cortar verduras, que después echaron en la olla con abundante arroz, para hacer una espesa sopa. Mi hermano, que llevaba una larga pluma del faisán, la cual relucía iluminada por el fuego, atada al cuello, estaba encargado de pasarle al soldado las verduras recién lavadas, pero se escaqueaba de cuando en cuando y se acercaba corriendo al fuego para ver cómo asaban a su presa, de la que goteaba grasa amarillenta, y daba suspiros de admiración.
Cuando la moribunda luz del sol poniente dejó de iluminar la nieve y se inició la semioscuridad que antecede a la salida de la luna, comenzamos nuestro banquete. Hicimos corro alrededor del fuego, devoramos la carne y los huesos blandos de las aves y saboreamos la espesa y caliente sopa. Comimos ruidosamente, envueltos por una intensa energía que parecía emanar de nuestros cuerpos. I trajo botellas de sake casero. Aquel líquido turbio era increíblemente fuerte y ácido, y lo escupimos soltando alaridos nada más probarlo. Pero no era necesario que el sake bajara por nuestras gargantas, pues la ebullición de la sangre en nuestras venas bastaba para emborracharnos.
I se puso a cantar en su lengua materna. Era una canción de melodía sencilla y pegajoso estribillo, y pronto la cantamos todos a coro.
—¿Es ésta la canción de la fiesta? —le pregunté a gritos, para hacerme oír por encima de las voces que cantaban.
—No, es la que se canta en los entierros —dijo, también a gritos, y me sacó la lengua y se rió—. La aprendí porque se murió mi padre.
—Es una canción de fiesta —dije, satisfecho—. Cualquier canción puede ser una canción de fiesta.
Cantamos durante mucho tiempo. Y, de pronto, salió la luna, que iluminó la nieve con una luz suave. Todos nos estremecimos, y salimos corriendo y gritando y bailamos en la nieve como posesos. Al cabo volvimos a tener hambre, y nos reunimos de nuevo alrededor de la gran olla. El soldado estaba sentado junto al fuego y se abrazaba las rodillas; de vez en cuando, avivaba las llamas. Tenía la cabeza gacha, y todos pensábamos que era tonto, porque ni cantaba ni bailaba. Cuando tuvimos el estómago lleno, empezaron a vencernos el sueño y el cansancio. Mi hermano, siempre seguido por Leo, se fue con nuestros compañeros a jugar en la nieve, pero yo preferí quedarme junto al fuego y me senté abrazándome las rodillas, como el soldado. I y Minami también se quedaron. Eso me pareció una clara señal de que los tres estábamos empezando a dejar de ser críos.
—Parece increíble que fuera de este pueblo haya una guerra, ¿verdad? —dijo Minami, y añadió, en tono soñador—: De no ser por la guerra, hace mucho tiempo que estaría muy al sur, junto al mar.
—La guerra terminará pronto —dijo el soldado—. Y la victoria será del enemigo.
Guardamos silencio. A nosotros, aquello nos daba igual. Pero el soldado, irritado por nuestra indiferencia, insistió en su punto de vista:
—Bastará que me quede escondido lo poco que falta para el final de la guerra. —Su voz sonó apasionada, como si rezara una plegaria—. En cuanto Japón se rinda, seré libre.
—¿Es que no eres libre ahora? En este pueblo puedes hacer lo que te dé la gana. Vayas adonde vayas, nadie te detendrá —le dije—. ¿No eres la mar de libre?
—Ni vosotros ni yo somos libres todavía —me respondió—. Estamos bloqueados.
—¡No pienses en lo que pasa fuera del pueblo! ¡No digas esas cosas! —exclamé, enfadado—. ¡Aquí podemos hacer lo que queramos! ¡No mientes a esos cabrones que se marcharon!
El soldado calló, y nosotros también.
El fuego crujía suavemente. Oí la voz de mi hermano, que jugaba en la calle con nuestros compañeros. Y los ladridos del perro.
—La guerra está perdida —dijo tristemente el soldado, al cabo de un rato. Entonces levantó la cabeza, nos miró y nos preguntó—: ¿Y bien? Estáis muy callados. ¿No os sentís humillados por la derrota?
—Eso es algo que dejamos para los de fuera, para esos cabrones que llevan escopetas y nos han bloqueado aquí —dije con frialdad—. A nosotros no nos afecta.
—Permanecer indiferentes ante la derrota es de miserables —dijo el soldado.
—Desertaste porque te daba miedo morir, ¿y nos llamas miserables? —le repliqué.
—Nosotros no desertamos —añadió Minami, en cuyos labios apareció una sonrisa maliciosa—. No nos des lecciones.
El soldado, rojo de ira, nos miró desafiante, pero hundió la cara entre las rodillas, sin decir nada. Comprendí que se sentía derrotado y humillado, pero no me inspiraba compasión. Entre él y nosotros se levantaba un muro muy alto, infranqueable. A pesar de su deseo de liberarse de sus imposiciones, el soldado había traído el mundo exterior al pueblo, e incluso después de todo lo que había pasado seguía apegado a él. Los adultos, incluso los que aún no lo son del todo, siempre están juzgando a los demás, pensé, la mar de satisfecho de mí mismo.
—Ya lo sabéis, según él, somos unos miserables —dijo Minami, risueño, y nos miró. Los tres nos reímos a carcajadas. El soldado siguió inmóvil, con la cara entre las rodillas.
Cuando mi hermano y los demás entraron sacudiéndose la nieve, estábamos adormilados alrededor de los rescoldos. De pie ante nosotros, trataban de decirnos algo. Tenían los ojos brillantes y estaban muy excitados. Medio dormido, no pude comprender lo que decían porque hablaban todos a la vez.
—¿Qué? Hablad de uno en uno —dijo el soldado, que se había incorporado—. ¿Quién está enfermo?
—La chica. Parece que está muy mal —le contestó mi hermano, con toda su alma—. Está tumbada en el tatami y tiene la cara muy colorada y gime. Y si le hablas, no contesta.
Me levanté de un salto. El pecho se me encogió de remordimiento al pensar que me había olvidado de la niña que estaba enferma en el almacén.
—¿Has ido a verla? —le pregunté a gritos mientras lo sacudía por los hombros. Con cada sacudida, la pluma del faisán parecía chisporrotear intensamente.
—Fui a pedirle perdón por lo de Leo. —Mi hermano estaba asustado—. Pero no habla, sólo gime.
Salimos corriendo al camino nevado, que reflejaba la luz de la luna.
En el hogar del almacén el fuego estaba casi apagado. Caminando de puntillas, rodeamos el cuerpo tendido de la niña. La fiebre hacía que su carita pareciera más pequeña aún. La sacudían violentos temblores, y por su boca abierta salían unos gemidos increíblemente agudos. Me arrodillé a su lado y palpé los ganglios de su cuello con los dedos. Contrajo los labios, enseñando las encías, y apartó el cuello con violencia. Me quedé atontado como una cabra a la que hubieran zurrado con un palo en el lomo. La niña soltó un largo gemido y murmuró algo ininteligible. Me costaba tragar la saliva.
—¡Tú, aviva el fuego! —le ordenó el soldado a Minami, y acompañó la orden dándole un empellón en el hombro.
Su voz había adquirido de repente la calma y la gravedad de un adulto. Ya no era la voz débil y dubitativa del hombre. Minami, que siempre se burlaba de él, salió obediente por leña seca, procurando no hacer ruido al andar.
—¡Tú, busca una bolsa para hielo y llénala de nieve y agua! —me ordenó el soldado clavando en mí sus ojos.
—¿Una bolsa para hielo? —dije, desconcertado. No sabía dónde ir a buscar una cosa así.
—Hay una bolsa para hielo en casa del alcalde —dijo I con voz entrecortada.
—Ve por ella —me dijo secamente el soldado, que se había agachado junto a la cabeza de la niña. Y añadió, dirigiéndose a mis compañeros—: Vosotros, volved a la escuela y sentaos a esperar junto al fuego. No arméis jaleo, porque la niña se moriría, y su muerte caería sobre vuestras cabezas.
I y yo salimos a la claridad lechosa de la noche y echamos a correr camino arriba.
—El desertor —me explicó I mientras corríamos, con voz entrecortada por el esfuerzo— me dijo que estudió algo de medicina. Pero no sé si creerlo.
Rogué con toda mi alma que fuera verdad. Y me esforcé por creerlo.
La casa del alcalde estaba rodeada por un muro pintado a cuadros blancos y negros que impedía el paso de la luz de la luna a parte del jardín. Titubeamos ante la cancela, y nos miramos de reojo. Aquélla era la única casa digna de ese nombre del pueblo, y, de modo inconsciente, representaba el orden moral para nosotros. Por eso era la única que no habíamos saqueado después de la huida de los campesinos. Entonces comprendí claramente la razón que nos había inducido a respetarla.
—Si saben que he forzado la puerta de esta casa, los del pueblo le harán la vida imposible a mi madre. Y a mí me echarán, si no me matan —dijo I.
Un breve espasmo de ira estremeció mi garganta, pero en los ojos de I apareció una leve humedad muy reveladora y que me animó a preguntarle:
—¿Vienes?
—¡Sí, aunque me maten! —me respondió.
Saltamos la cancela, cruzamos el jardín corriendo y rompimos la cerradura con un pedrusco. En el amplio zaguán hacía más frío que fuera, y el aire estaba tan viciado, que casi no podíamos respirar. La llama de la cerilla que encendió I nos llenó la nariz de humo acre. Acercó la llama a un farol que colgaba de una de las negras vigas del zaguán. La casa estaba llena de muebles antiguos, que creaban un ambiente triste y opresivo. Tras echarle un vistazo al amplio zaguán, entré en la sala adyacente, que tenía el suelo entarimado, y contemplé el espléndido altar familiar que se levantaba más allá de los tatamis.
Sin descalzarse, I pasó corriendo por encima de los tatamis y abrió un armario pintado de laca roja situado debajo del altar. Sonriente, sacó una voluminosa bolsa de papel, vino rápidamente hasta donde estaba yo y nos marchamos corriendo. Volvimos a saltar la cancela.
—Cada mes mi madre y yo nos hemos pasado horas y horas en ese zaguán, haciendo sandalias de paja. Somos siervos de esa familia[7] —me dijo I mientras regresábamos corriendo al almacén—. Si nos parábamos, el amo nos escupía y nos pegaba mientras nos llenaba de improperios.
I escupió al suelo con rabia. Se había quitado una espina al pasearse por la casa del alcalde sin descalzarse, y le temblaba la voz.
—Sabemos perfectamente dónde está todo en esa casa. Desde que mi padre era niño, mi familia ha estado al servicio de la del alcalde. Cuando hay que arreglar el pozo ciego, me paso el día cubierto de mierda.
—Eres muy valiente —dije, movido por un sentimiento de camaradería, pero, al recordar que la niña me había elogiado con esas mismas palabras, sentí una tristeza tan grande, que estuve a punto de derrumbarme sobre la nieve y echarme a llorar. Me mordí los labios, recogí nieve y la metí en la anticuada bolsa para hielo, que I había sacado del envoltorio de papel y mantenía abierta; luego uní las manos en forma de cuenco y recogí agua de los charcos que formaba la nieve al deshelarse para acabarla de llenar. Tenía las manos heladas.
—Tú también eres muy valiente —dijo mientras apretaba los cordones que cerraban la boca de la bolsa para hielo. Le entregamos la bolsa para hielo al soldado, que nos esperaba a la puerta del almacén. Luego, con un gesto de la barbilla, nos conminó a irnos.
—No se morirá, ¿verdad? La salvarás, ¿verdad? —le pregunté, implorante.
—No lo sé —me contestó fríamente—. Sin medicinas, poco puedo hacer.
Y, tras decir esto, nos cerró la puerta en las narices. La cara del soldado era fría y distante, como si una capa interior de su piel hubiera empezado a endurecerse.
Caminamos en silencio, hombro con hombro, hacia la plaza de la escuela. El cansancio me invadía como si fuera agua y mi cuerpo una esponja.
Mis compañeros estaban sentados alrededor del fuego con las cabezas gachas. Al ver que mi hermano, que abrazaba a Leo, estaba apartado del grupo y le daba la espalda, tuve el presentimiento de que algo iba mal. Minami se puso en pie, avanzó hacia nosotros y se nos encaró. Le temblaban los labios. Cuando abrió la boca y empezó a soltar perdigones, pensé que debía impedirle hablar. Pero era demasiado tarde.
—Según el soldado, parece que esa niña tiene la epidemia —dijo atropelladamente.
La epidemia: la terrible palabra había sido pronunciada. La palabra que inmediatamente invadiría con sus hojas y sus raíces todo el pueblo, devastadora como un tifón, y destrozaría cuanto encontrara a su paso, había sido pronunciada por la boca de Minami y se había hecho realidad por primera vez en aquel pueblo donde un grupo de niños había sido abandonado. Me di cuenta del efecto que había causado aquella palabra fatídica entre nuestros compañeros sentados alrededor del fuego, presas de súbito pánico.
—¡Mentiroso! —grité—. ¡Mientes!
—¡He esperado a que volvierais para decirlo! —chilló Minami—. Juro que el soldado me lo ha dejado entrever claramente. Esa niña tiene una diarrea sanguinolenta que no hay manera de cortar. Lo he visto yo. La niña tiene la epidemia.
Vi que nuestros compañeros empezaban a temblar de pánico, y golpeé con todas mis fuerzas el cuello tembloroso de Minami. Cayó de espaldas al suelo de tierra, mojado por la nieve derretida que había entrado en el zaguán a causa de nuestras idas y venidas, gritó y se llevó las manos al cuello. I me retuvo cuando iba a darle una patada en el estómago mientras trataba de recuperar el aliento. Los brazos de I eran fuertes y cálidos. Miré a nuestros compañeros, que estaban de pie alrededor del fuego, amedrentados.
—¡No hay ninguna epidemia! —les dije, pero el pánico se había apoderado de ellos y no me hicieron caso.
—¡Marchémonos de aquí, o moriremos! —dijo una voz asustada—. ¡Guíanos y sácanos de aquí!
—¡Os digo que no hay ninguna epidemia! ¡Si no paráis de lloriquear, os daré una buena somanta! —grité en tono amenazador para esconder el pánico que también empezaba a invadirme—. Aquí no hay ninguna epidemia.
—Yo sé lo que ha pasado —dijo otra voz aguda, llena de desesperación—. El perro le contagió la epidemia a la niña.
Miré a Leo con asombro. Mi hermano seguía dándonos la espalda sin hacer caso de nuestras voces, y abrazaba al perro por el cuello y el lomo.
—Yo también lo sé —dijeron a coro otros muchachos—. La culpa es del perro de tu hermano, por eso lo esconde tanto.
Estaba aturdido por sus palabras y porque era la primera vez que se enfrentaban conmigo.
—¿Qué ha hecho el perro? —preguntó I con voz cortante y tersa—. ¿Eh? ¿Qué ha hecho?
—El perro —dijo una vocecilla débil— desenterró a los animales. Y el hermano de ése los volvió a enterrar. Lo vimos lavarse las manos y lavar al perro después. El perro está enfermo desde entonces. Y esta mañana, cuando le mordió la mano a la niña, le contagió la enfermedad. Ahora nos contagiaremos todos.
El chaval se echó a llorar tras pronunciar estas palabras. No sabía qué hacer, y lo único que se me ocurrió fue preguntarle a mi hermano, que seguía tozudamente de espaldas:
—¡Oye! ¿Es verdad lo que dicen del perro? Es todo mentira, ¿no?
Mi hermano se volvió, e intentó decir algo, pero, incapaz de soportar nuestras miradas, bajó la cabeza sin proferir palabra. Solté un bufido. Nuestros compañeros rodearon al perro y a mi hermano. Leo tenía el rabo entre las patas, apretaba el lomo contra la rodilla de mi hermano y nos miraba.
—El perro está enfermo —dijo Minami con voz ronca—. No trates de engañarnos, porque sabemos que ha infectado a la niña.
—¡Todos hemos visto cómo le mordía la muñeca! —dijo otro compañero—. Y eso que ella no le hizo nada. ¡Está loco!
—¡No está loco! —replicó mi hermano con energía. Trataba desesperadamente de proteger al perro—. Leo no está enfermo.
—¿Cómo puedes saberlo? ¿Qué sabes de esa enfermedad? —le preguntó Minami, que no cesaba en su acoso—. ¡Tú tienes la culpa de que haya vuelto la epidemia!
Mi hermano aguantó aquella diatriba con los ojos muy abiertos y los labios temblorosos. Y luego dijo gritando, sin duda a causa de la ansiedad que lo embargaba:
—¡No sé nada de esa epidemia, pero Leo no está enfermo!
—¡Mentiroso! —gritaron varias voces—. ¡Moriremos todos por culpa de tu perro!
Minami salió del corro de acusadores y fue corriendo por la gruesa rama verde de roble que sostenía la olla encima del fuego. Todos retrocedieron instintivamente al verle blandir aquella tranca, y el círculo se abrió.
—¡No! —gritó mi hermano, aterrorizado—. ¡Si le pegas, no te lo perdonaré!
Pero Minami avanzó implacable y dio un fuerte silbido. Atraído por él, Leo se escapó de los brazos de mi hermano, que se había agachado apresuradamente para retenerlo. Mi hermano me miró con ojos implorantes, pero ¿qué podía hacer? Leo se quedó inmóvil ante Minami, con la larga lengua colgando. De pronto, aquella lengua me pareció una masa de bacterias que se reproducían a toda velocidad.
—¡I! —gritó mi hermano, pero el aludido no movió un dedo.
La rama descendió, y el perro se desplomó con un ruido sordo. Tenía la cabeza destrozada. Lo miramos en silencio. Temblando por los sollozos, con los dientes apretados y hecho un mar de lágrimas, mi hermano avanzó unos pasos, tambaleándose. Pero fue incapaz de mirar al perro, que agonizaba en el suelo mientras de su cabeza iba manando sangre negruzca que empapaba su pelaje. Abrumado por la ira y la pena, dijo, con voz profundamente conmovida:
—¿Quién de vosotros podía asegurar que Leo estuviera enfermo? ¿Quién? ¡Decídmelo!
Se marchó corriendo, lloroso y con la cabeza gacha. Los demás seguimos con la mirada sus hombros pequeños y temblorosos por los sollozos. Le grité que volviera, pero no me hizo caso. He traicionado a mi hermano, pensé. ¿Qué podría hacer para consolar a aquel crío que seguramente estaría llorando tendido sobre su tatami en el oscuro granero?
Hubiera debido ir tras él y consolarlo abrazando sus delgados hombros. Habría sido lo mejor para los dos. Pero tenía que poner freno al pánico que se había apoderado de mis compañeros antes de que fueran presa de un ataque de histeria colectiva. Y pensé que aquél era el momento más oportuno, pues estábamos todos reunidos y contemplaban atónitos el cadáver del perro. Tal vez no volvería a tener una oportunidad semejante.
—¡Escuchadme! —grité—. Al que se ponga a lloriquear diciendo que todos vamos a morir, le partiré la cabeza, igual que le ha pasado al perro. ¿Entendido? Os aseguro que aquí no hay ninguna epidemia.
Callaron, atemorizados. Más que mis palabras, lo que les infundía respeto era la ensangrentada rama de roble que sostenía Minami. Me di cuenta de que mi plan había tenido éxito, y repetí con énfasis:
—Aquí no hay ninguna epidemia, ni nada que se le parezca. ¿Entendido?
Acto seguido recogí la pluma, sucia de barro, del faisán que mi hermano había llevado atada al cuello y se le había caído en el sitio donde había estado sentado, y me la metí en el bolsillo del pantalón. I y Minami tiraron el cuerpo de Leo al fuego y echaron más leña. Las llamas medio apagadas tardaron mucho en reanimarse, y las patas del perro sobresalían entre los troncos.
—Idos todos a dormir —les dije en tono autoritario a mis compañeros—. Al que arme follón, lo zurro.
Minami me miró con ojos burlones. Me sacó de quicio.
—Tú también deberías irte a dormir —le dije.
—¡A mí no me das órdenes! —replicó, hostil. Aún aferraba la gruesa rama con que había matado al perro.
—Es mejor que te vayas a casa —le dijo I, que se había puesto en guardia y no perdía de vista la tranca—. Si no, te las verás conmigo.
Minami frunció el ceño, tiró la rama al fuego y les gritó a los compañeros:
—¡Los que no quieran morir solos como un perro, que se vengan a dormir a mi casa! ¡Alrededor de esos dos, el aire está lleno de bacterias!
I y yo seguimos con la mirada a mis asustados compañeros, que corrían detrás de Minami, y nos quedamos junto a la hoguera, que nos quemaba la cara. Primero sólo se oía el chisporroteo de las llamas. Después empezó a correr la grasa fundida, que ardía con un silbido y soltaba chispas, y el pesado olor de la carne quemada no tardó en llenar el aire a nuestro alrededor. No era un olor lleno de vitalidad, como el que despedían las palomas, los tordos o el faisán al asarlos, sino que traía el desagradable recuerdo de la muerte. En cuclillas, vomité tronchos de verdura, granos de arroz y duros tendones de ave. Mientras me limpiaba los labios con el dorso de la mano, I me miraba con ojos cansados, y su fatiga se me contagió y empezó a llenar mi cuerpo y presionar contra mi piel como si fuera el agua de un río desbordado. Me sentía tan cansado y soñoliento, que apenas podía ponerme de pie. Pero me resultaba insoportable el hedor del perro al quemarse, de modo que, mordiéndome los labios, me incorporé despacio, me despedí de I con un movimiento de cabeza y volví la espalda al fuego. Quería dormirme al lado de mi hermano, acurrucado en el tatami como un cachorrillo. Se compadecería de mi cansancio y del dolor que embargaba mi corazón y me perdonaría, pensé, y este pensamiento me confortó. La luna se escondió tras las espesas nubes y tiñó de un aterciopelado color perla sus distantes contornos. La nieve que cubría el camino había vuelto a helarse, y crujía bajo mis pies. Me fui cuesta arriba, con la piel de la cara entumecida por el frío.
La puerta del granero estaba entreabierta, y al otro lado colgaba el tatami balanceado por el viento. La empujé con el hombro y llamé a mi hermano. El fuego estaba apagado y no había señales de vida. Saqué las cerillas y encendí el fuego inclinándome sobre el hogar para que la corriente de aire no lo apagara. El tatami de mi hermano estaba vacío. Luego vi que su morral no estaba donde solía ponerlo, pero, en cambio, había dejado allí el abrelatas con forma de cabeza de camello que le presté. Aunque hacía poco tiempo que vivíamos en el granero, se había depositado una fina capa de polvo, y el lugar donde ponía el morral mi hermano se destacaba claramente por su color más oscuro. La cerilla me quemó la yema de los dedos. Grité, la tiré y salí corriendo de allí.
Mientras bajaba por el camino, iba llamando a mi hermano a gritos. Pero la voz que salía de mi garganta parecía ser rechazada por aquel aire frío y seco, y resonaba débilmente en la oscuridad.
—¡Vuelve! ¿Dónde te has metido? ¡No hagas tonterías! ¡Vuelve! —gritaba.
I estaba tan inclinado sobre el fuego, que casi se quemaba las cejas, y empujaba los restos del perro con un palo. Se le habían reventado las tripas, y sus entrañas, que tenían un brillo pegajoso, empezaban a quemarse con un chisporroteo. Una punta del intestino delgado se enderezó como un dedo tembloroso, se hinchó poco a poco y enrojeció.
—¿Has visto a mi hermano? —le pregunté. Tenía la lengua reseca y se me pegaba al paladar.
—¿Qué? —I volvió hacia mí su cara enrojecida y reluciente de sudor. Me sentó mal que estuviera tan ensimismado quemando los restos del perro—. ¿Tu hermano?
—No está en el granero. ¿No ha venido a ver al perro?
—¿No está en el granero? —dijo I mientras revolvía las entrañas del perro, que hacían un ruido asqueroso al reventarse—. No tengo idea de dónde puede estar.
—Ya —dije, y solté un profundo suspiro—. ¿Dónde se habrá metido?
—Esto apesta. La sangre tarda una eternidad en quemarse —dijo I. Realmente, el pestazo era insoportable.
Salí disparado de allí y subí por el camino adoquinado, y luego por el sendero que cruzaba el bosque, entre sombrías masas de árboles que parecían a punto de precipitarse sobre mí, hasta el rellano de piedra donde empezaba la vía de la vagoneta y desde el cual se dominaba el valle. Estaba a oscuras, y sólo se oía el rugido de la furiosa corriente.
—¡Vuelve! ¿Dónde te has metido? ¡No hagas tonterías! ¡Vuelve! —grité.
No respondió nadie. Los pájaros y las alimañas del bosque que tenía a mi espalda también estaban silenciosos. Debían de haberse ocultado entre las sombras de los árboles y las hierbas, asustados por los presagios de desastre que se cernían sobre la aldea, y seguramente aguzaron los sentidos al oír los gritos de una cría de hombre. Mis gritos fueron absorbidos por los profundos oídos de las bestias agazapadas en silencio y no llegaron hasta los de mi fugitivo hermano.
—¡Vuelve! ¿Dónde te has metido? ¡No hagas tonterías! ¡Vuelve!
En el cobertizo del otro extremo de la vía se encendió la luz débil y temblorosa de un farol, que se desplazó un corto trecho. Y, de pronto, un disparo de advertencia retumbó en el valle. Ardiendo de rabia, volví al pueblo por el camino forestal. Mi hermano me había abandonado, pensé. Había estado a mi lado cuando me metieron en el reformatorio por primera vez, por darle un navajazo en una pelea a un compañero de un curso superior del instituto, y cuando me fugué con una chica que trabajaba en una fábrica de juguetes y vivimos juntos en la miseria hasta que nos descubrió la policía y me llevaron de vuelta a casa sucio, andrajoso y con una enfermedad venérea, a raíz de lo cual mi padre volvió a encerrarme en el reformatorio. Pero ahora me había abandonado.
Regresé al pueblo rugiendo como un animal herido y derramando abundantes lágrimas que resbalaban por mis mejillas y caían sobre la nieve. El agua sucia que entraba por los desgarrones de mis asendereadas botas de lona helaba los sabañones que me cubrían los dedos de los pies, y hacía que me escocieran de un modo terrible, pero seguía avanzando impertérrito hundiendo los pies en la nieve hasta el tobillo, sin detenerme a rascármelos. Temía que si me agachaba me venciera el cansancio, no pudiera ponerme de pie y muriera helado.
Me detuve delante del almacén y escuché con atención. Del otro lado de la gruesa puerta, cerrada a cal y canto, me llegaron los gemidos angustiados de la niña. Me acerqué y la aporreé.
—¿Quién es? —preguntó el soldado, en tono de pocos amigos.
—¿Se pondrá bien la niña? —le pregunté, con voz ahogada por las lágrimas—. ¡Dime que no tiene la epidemia!
—¡Ah, eres tú! —me respondió, y oí el ruido que hacía al levantarse—. No sé si se pondrá bien. Y tampoco sé si tiene la epidemia.
—¿Y si la lleváramos a un médico? —Al decirlo, me acordé del rechazo brutal del médico del pueblo, y me invadió el desánimo—. ¡Ay, ojalá viniera un médico de alguna parte!
—Ve por nieve, para volver a llenar la bolsa —me dijo desde el interior, con voz cansada.
Me arrodillé en la nieve y me puse a escarbar con mis dedos helados y entumecidos. Mi hermano me había abandonado, y mi primer amor agonizaba en un charco de excrementos sanguinolentos. En mi imaginación veía que la epidemia se extendía por el valle con una fuerza tremenda, como un tifón, nos arrollaba a mí y a mis compañeros y nos dejaba inmovilizados. Estaba atrapado en un callejón sin salida, y todo lo que podía hacer era arrodillarme en la oscuridad del camino para recoger nieve sucia, sollozando sin parar.