7

LA NEVADA Y LA FIESTA DE LA CAZA

Al amanecer me despertó un frío lacerante, pero cerré los párpados con firmeza. Una inefable sensación de contento agitaba mi pecho, llenaba todo mi ser de una especie de ardiente pasión y me mantenía volcado sobre mí y aislado del exterior. Me preguntaba qué podía ocasionar aquella insólita situación. Pero la somnolencia que obnubilaba mi cabeza y permeaba hasta el último rincón de mi cuerpo me impedía pensar con claridad. Abrí los ojos un poco y me miré los dedos en aquel aire helado, que brillaba con un resplandor que no había tenido ningún amanecer hasta entonces. Las heridas estaban abiertas, suaves y sonrosadas. Recordé que la punta de la lengua de la niña, aguda como la de una paloma, había pasado una y otra vez sobre ellas y las había cubierto de saliva pegajosa. Como una inundación de agua hirviendo, el amor llenó de repente todo mi cuerpo y llegó hasta las yemas de mis dedos. Tras un estremecimiento de satisfacción, volví a doblar los dedos y traté de sumergirme en los restos del sueño. Sin embargo, la exaltación que me había invadido se negaba a calmarse. Desde el exterior me llegó, como el rumor de una tormenta lejana, el griterío de infinidad de pájaros, algo en lo que hasta entonces no había reparado ninguna mañana. Con todo, parecía que un profundo silencio formaba una especie de telón de fondo de todo lo que me rodeaba. Me levanté, quité el tatami que impedía el paso del viento y miré por la rendija.

Fuera el amanecer era de una blancura y una pureza insólitas. La nieve, que brillaba intensamente, cubría la tierra y daba a los árboles el perfil redondeado del lomo de un gran animal. ¡Nieve!, pensé, y solté un profundo suspiro, ¡nieve! En mi vida había visto tanta. Los pájaros cantaban con furia. Pero los demás sonidos quedaban absorbidos por la espesa capa de nieve. Allí sólo se oía el canto de los pájaros y un silencio profundo. Estaba solo en un mundo inmenso, y el amor acababa de nacer en mí. Solté una exclamación de placer y me balanceé adelante y atrás. Luego, como un gigante alegre, hinqué una rodilla en tierra, me mordí los labios y, con lágrimas en los ojos, contemplé el paisaje nevado. No podía permanecer callado, así que me levanté, me volví y llamé excitado a mi hermano, que dormía profundamente.

—¡Venga, despierta, despierta!

Se encogió de hombros, soltó un bufido y abrió lentamente los ojos. Eran de un pardo brillante, y tardaron unos instantes en enfocarme y reconocerme. Pensé que quizá tenía una pesadilla cuando lo desperté, y se sintió reconfortado cuando vio que era yo quien lo llamaba.

—¡Venga, levántate!

—Ya va —dijo, y al incorporarse mostró la suciedad de sus rodillas por los rotos del pantalón.

—¡Mira! —grité, y abrí la puerta de par en par—. ¡Mira qué nevada!

La inmensidad maravillosa del exterior penetró en el granero. Mientras mi hermano gritaba de entusiasmo, saqué la cabeza por la puerta. Gruesos copos de nieve cayeron sobre mi piel, en la que dejaron una sensación templada. Giré los hombros y levanté los ojos al cielo; la nieve grisácea caía en silencio y era cada vez más abundante.

—¡Oh! —exclamó mi hermano, que temblaba con los hombros apoyados contra mi cintura—. ¡Cómo ha nevado mientras dormía!

—Sí. Es que has dormido mucho —dije, y le di unas palmaditas en la espalda—. Yo también he dormido mucho.

—¿Cien años? —dijo riéndose—. ¡Tengo unas ganas de mear como si hubiera dormido cien años!

—¡Y yo! —grité, y los dos salimos del granero corriendo.

La nieve se había amontonado justo delante de la puerta. Orinamos en aquel montón de nieve pura, el uno al lado del otro, con nuestros sexos contraídos por el frío, y las manchas de color miel que formaban nuestros chorros se fueron hundiendo al fundirla. Bajé la vista para contemplar mi pene, y al recordar el tacto frío, seco y áspero como el papel del sexo de la niña tuve una gozosa erección. Una sensación de alegre bienestar recorrió mi piel haciéndole cosquillas. Mi erecto pene y yo rebosábamos de juvenil vitalidad.

Una ágil figura se acercaba a nosotros levantando la nieve a medida que avanzaba. Era Leo. Mi hermano lo llamó a gritos, y casi inmediatamente el perro le saltó encima y lo tiró de espaldas al suelo.

Al tiempo que se sacudía la nieve que llevaba en el pelo, Leo le lamía la cara y el cuello y le mordía juguetonamente los hombros y los brazos. Mi hermano se reía, la mar de contento, y chillaba de gozo mientras luchaba con el perro, hasta que lo inmovilizó. Leo gruñó débilmente, mimoso, y mi hermano levantó la vista hacia mí; tenía los ojos húmedos y alegres. Nos miramos un buen rato a los ojos, sonrientes, mientras su pecho volvía lentamente a la normalidad.

Arropé su delgado cuello con un trozo de tela, para abrigarlo, y, siempre con el perro en brazos, se tumbó en el tatami y se arrebujó entre las mantas. Encendí un fuego en el hogar y pasé por la sartén unos trozos de pescado seco. Teníamos comida en abundancia, y, además, en los huertos del pueblo, enterrados ahora bajo la nieve, había infinidad de gordos y suculentos colinabos. Puse la cazuela del arroz hervido, que se había helado, al fuego, y salí a buscar un puñado de nieve, para ablandarlo. El puñado de nieve, que tenía mis dedos marcados, se deshizo instantáneamente en cuanto lo eché soltando una nube de vapor. Al volverme para coger un tronco, a fin de avivar el fuego, vi que mi hermano, al que creía dormido, estaba detrás de mí y me miraba.

—¿No estabais acostados Leo y tú? —le pregunté, un tanto confundido.

—Leo ha salido —me respondió, sonriente—. No te has dado cuenta, ¿verdad?

—No.

—Le he enseñado a hacerlo sin ser visto.

—Levántate y ven a almorzar.

—Primero voy a lavarme la cara con nieve —dijo, mientras se ataba la cuerda que le servía de cinturón.

—Lávate después de almorzar.

Mientras sacaba su cubierto del morral dijo inocentemente, con su voz infantil:

—¡Ojalá pudiéramos quedarnos aquí para siempre, tal como estamos ahora!

—Nos convertiríamos en unos campesinos tontos e ignorantes —le dije.

Sin embargo, al igual que a mi hermano, me habría gustado vivir largos años en aquel lugar cubierto por la nieve. Por otra parte, teníamos cerradas todas las salidas. ¿Qué más podíamos pedir que lo que teníamos en aquellos momentos? Rechazaba con todas mis fuerzas volver a pasar por la humillación de la noche anterior.

Después de desayunar, cuando mi hermano y yo salimos del granero con el olor del pescado frito todavía pegado a nuestras narices, el viento y la nieve habían cesado, y el cielo era de un azul deslumbrante. La nieve cubría, reluciente, el suelo, los árboles y las casas. El canto de los pájaros flotaba sobre nosotros como una fresca brisa o como copos de nieve. Hombro con hombro, avanzamos por el camino adoquinado hundiendo nuestras botas en la nieve, que nos llegaba por encima de los talones.

Nuestros compañeros se habían reunido en la plaza de la escuela, como de costumbre. Vi a la niña, que estaba un poco alejada de ellos, apoyada en el tronco negro y húmedo de un viejo castaño cuya copa redonda, cubierta de nieve, parecía un gorro. Mi hermano y yo bajamos corriendo por la cuesta, dando patadas en la nieve y gritando. Nuestros compañeros contestaron a nuestros gritos con alaridos aún más estentóreos. Cuando llegamos a su altura, sentí de repente una intensa emoción que me hizo dejar para más tarde saludar a la figura apoyada en el viejo castaño.

—Hoy sólo se os han pegado las sábanas a vosotros y al soldado —dijo Minami con los ojos brillantes de excitación—. Los demás estamos aquí, trabajando, desde antes del amanecer.

—¿Trabajando, tú? —grité, en tono irónico, en parte para quitarme el mal sabor de boca que me había dejado mi actitud displicente hacia la figura apoyada en el viejo castaño.

—Queremos patinar, y hacemos una pista de hielo.

Las palabras «pista de hielo», cargadas de nostálgicos recuerdos, penetraron en nuestros corazones como llamaradas, y todos nos echamos a reír como locos. La nieve se había endurecido en la parte baja del camino, y en el centro estaba helada y tenía el color y la dureza del celuloide. Algunos de los chicos patinaban inestablemente por allí, y otros golpeaban la nieve con palos envueltos en trapos, para endurecerla y ensanchar la pista. Todos teníamos las mejillas rojas y despedíamos nubecillas de vapor al respirar. Tras una carrerilla, me lancé pendiente abajo por la nieve, que brillaba al sol, y casi inmediatamente me caí de espaldas y así me deslicé. Mi hermano, a mi lado, gateaba como un osezno torpón. Me levanté, me sacudí la nieve del trasero y la espalda entre las risas y las sonrisas de mis compañeros y, mordiéndome los labios, me encaminé al viejo castaño.

La niña me sonrió mientras me acercaba, y su rostro enrojeció. Bajo su piel fina, que tenía un pálido brillo color huevo, diminutos puntitos de sangre brotaban y desaparecían siguiendo el ritmo de la lucha entre su sonrisa y el frío.

—¿Te ha sorprendido ver tanta nieve? —dije, tras mojarme rápidamente los labios.

—No, estoy acostumbrada a las nevadas —me contestó, muy seria, con un encogimiento de hombros.

—¿Sí? —dije tontamente, y nos reímos al unísono.

Recobré por completo mi compostura y volví a dejarme embargar por el amor, mi primer amor, ahora ya convencido y satisfecho. Cuando apoyé la espalda en el tronco del viejo castaño, al lado de la niña, vi que mis compañeros nos miraban atónitos. Les sonreí, lleno de indulgencia. Ardí de alegría al notar que la mano derecha de la niña acariciaba tímidamente mi mano izquierda.

Minami silbó para tomarnos el pelo. Le respondí con una sonrisa amistosa, que se contagió a todos mis compañeros, incluido él. En cuanto comprendieron claramente que había unos lazos íntimos entre la niña y yo, dejaron de interesarse por nosotros y se dedicaron a sus juegos con entusiasmo. Se caían entre gritos y risotadas. A mi hermano lo excluyeron de aquella diversión, alegando que las uñas de Leo, que lo seguía a todas partes, arañaban la pista de patinaje, de modo que se sentó a nuestro lado, abrazado al perro, y contemplaba a los patinadores con aire contento y feliz.

—¿Te duelen los dedos? —me preguntó la niña, que se había puesto de puntillas para arrimar su cabecita a mi oído.

—¡Qué va! —respondí, muy digno.

—Eres muy valiente —dijo entonces—. Para tu edad, eres muy valiente.

—¿Para mi edad? —exclamé, sin poder aguantarme la risa, y al instante temí que mi hilaridad la hubiera ofendido—. ¿Quién te ha dicho los años que tengo?

—Hay grupos de edad muy amplios —dijo inocentemente—. Niños y mayores, y bebés, ¿no? Ésos son los grupos de edad.

Un tanto desdeñoso por la inocencia de la niña, me reí más fuerte a propósito y me agaché para acariciarle el cuello al perro. Mi hermano lo sujetaba con un brazo pasado alrededor de sus patas traseras, pero miraba absorto a nuestros compañeros que patinaban.

—Me has entendido, ¿no? —dijo mi amante, un poco avergonzada.

Sacó un envoltorio de papel de un bolsillo de su grueso tabardo y partió en dos su contenido, cuidadosamente envuelto; era una galleta de trigo dura como una piedra. Sin decir palabra, me alargó la mitad más grande y oprimió el trozo restante con los pulgares para partirlo a su vez en dos. Me disponía a levantar la mano derecha, que tenía apoyada en el cuello de Leo, para partir mi pedazo de galleta y compartirla con mi hermano, cuando el perro dio un brinco y mordió la muñeca de la niña, que tenía el brazo extendido sobre la cabeza del can, para apoderarse del pedazo de galleta que sostenía en la mano. La niña chilló, y Leo se marchó corriendo camino arriba llevándose la sabrosa presa, que había caído en la nieve. La niña se llevó la herida a la boca. Me acordé del tacto de su lengua cuando me lamió las heridas al verla repetir aquel gesto con la suya, y mi amor y mi pasión se reavivaron. Oía un silbido en la cabeza, como si me hirviera la sangre.

—¿Te duele? —le pregunté, y le puse una mano en el hombro—. Déjame ver.

Pero no me hizo caso y siguió lamiéndose la herida. Sus mejillas perdieron de golpe el color rosado que tenían; en su lugar aparecieron unas manchas lívidas que, unidas a su expresión de animal asustado, la afeaban bastante. Mis compañeros se apiñaron a nuestro alrededor. Una ira extrema se apoderó de mí. Mi hermano se puso pálido y, tras titubear, se marchó cuesta arriba siguiendo las huellas de Leo.

—¿Te duele? —le pregunté de nuevo—. ¿Cómo te sientes?

—Tengo frío. Quiero irme a casa —contestó con voz infantil—. Quiero irme a casa.

Dejamos allí a mis compañeros y la acompañé en silencio, con el brazo derecho pasado por encima de los hombros para darle calor. Delante del almacén, se soltó bruscamente de mi brazo y echó a correr hacia la oscura entrada. Di media vuelta sin decir palabra. Estaba enfadado y desesperado. No tenía ganas de hacer nada. Sin embargo, me uní a los patinadores y grité con ellos. La verdad es que patinar era divertidísimo. Cerca del mediodía, cuando empecé a sentir hambre, mi piel estaba empapada de sudor bajo la sucia ropa interior, y me divertía tanto, que la niña, el enfado y la desesperación se habían borrado por completo de mi mente.

El hambre empezó a apretarme, y subí por el camino, cubierto de nieve, hasta el granero, para comer. Mi hermano estaba sentado en el oscuro zaguán, desconsolado, y abrazaba al perro contra sus rodillas. Al ver su aspecto apenado, me conmoví.

—He reñido a Leo —dijo mi hermano, con la cabeza gacha—. Le he reñido de lo lindo.

—No te preocupes, seguro que esa chica exageraba —le contesté, magnánimo, al ver lo compungido que estaba.

Tras decirle estas palabras, pensé que, realmente, el incidente carecía de importancia. Ni el perro ni su joven amo habían cometido una falta cuya gravedad exigiera que permanecieran encerrados y con la cabeza gacha en el oscuro interior del almacén mientras en el exterior la tarde nevada ofrecía maravillosas posibilidades de diversión.

Nos comimos las sobras del desayuno de pie en el zaguán, y también le dimos su parte a Leo. Mientras comíamos, nos consumía el deseo de volver al camino, a patinar.

Pero ninguno de nosotros se pasó la tarde patinando, pues I bajó del bosque acunando en sus robustos brazos dos palomas, un alcaudón, dos pajaritos preciosos de plumaje pardo claro con las puntas de las alas de un tono más oscuro y una trampa. Los pájaros que llevaba I entre sus brazos musculosos eran elegantes y parecían muy graciosos con sus ojitos cerrados.

Seguimos con frenética excitación las explicaciones que nos dio I acerca de cómo fabricar y tender las trampas, y a primera hora de la tarde penetramos en el bosque como un ejército invasor. Una vez en su intrincado interior, siguiendo las instrucciones que I nos daba a voces, nos dispersamos, guiados por el canto de los pájaros, en busca del lugar que nos pareciera más idóneo para poner nuestras trampas.

Mi hermano y yo llevábamos unas trampas pequeñas, que habíamos hecho pacientemente con hilachas de cáñamo, y un cesto de bambú trenzado. Colocaríamos las trampas sobre la hierba nevada, esparciríamos un poco de grano y esperaríamos pacientemente a que las patas finas y duras de las aves quedaran atrapadas en alguna de ellas. Pusimos la primera en una pequeña hondonada donde las puntas de la hierba helada sobresalían de la nieve, y nos retiramos borrando nuestras huellas. La fina trama de la trampa quedó extendida sobre la nieve granulada, que empezaba a helarse, y al mirarla sentí en mi propia carne la angustiosa sensación que experimentarían los pájaros al sentir atrapadas sus patas de agudas uñas, mientras chillaban desaforadamente y en su esfuerzo por liberarse se arrancaban plumas y se hacían sangre, y se me hizo un nudo en la garganta. Estrujé con fuerza los hombros de mi hermano, que se rió mostrando sus encías coloradas entre sus labios resecos.

Debíamos elegir cuidadosamente un sitio para colocar el cesto de bambú. Y, además, teníamos que quedarnos donde pudiéramos oír el batir de alas de los pájaros que cayeran en las trampas. Según I, si no cobrábamos inmediatamente las piezas, los demás pájaros se ponían sobre aviso y las alimañas hambrientas podían quitarnos las presas. I hizo hincapié en que, si eso ocurría, nos sería mucho más difícil cazar en el futuro.

¡Ah, las futuras cacerías! Mi hermano y yo trabajamos con diligencia y pusimos el cesto inclinado boca abajo entre unos robles, donde una gruesa capa de hojas muertas se hundía blandamente bajo la nieve a nuestro paso, y lo sostuvimos con una rama seca a la que habíamos atado un cordel que llevamos hasta unos arbustos espinosos. Estaríamos alerta, y si alguna paloma bajaba a comerse el grano, que formaba un rastro que terminaba debajo del cesto, en cuanto metiera en él su cuello azul grisáceo tiraríamos con fuerza del cordel. La paloma se debatiría en nuestras manos, que meteríamos en el cesto a través de la nieve, y sangraría un poco al retorcerle el pescuezo.

Nos acurrucamos detrás de los arbustos espinosos, que apenas nos llegaban al pecho, y observamos la trampa. Los pajarillos piaban en las ramas, y al levantar la vista vi el cielo azul de invierno, que parecía increíblemente alto, por encima de las ramas entrelazadas de los árboles. Agucé el oído, pero aparte de la respiración de mi hermano, el canto de los pájaros y el ocasional ruido sordo de una masa de nieve acumulada al caer, reinaba un silencio pesado. No oía las voces de mis compañeros. En cuanto me daba cuenta de que iba a caer en pensamientos sombríos, meneaba la cabeza para desecharlos. No le había contado a nadie, ni siquiera a mi hermano, la humillación de la noche anterior. Los pájaros se resistían a venir.

—Se me está mojando el culo —dijo mi hermano—. La nieve me va calando poco a poco los pantalones y los calzoncillos.

Nos habíamos sentado a esperar a los pájaros encima de una capa de hojas secas que habíamos extendido sobre la nieve. Me levanté y fui a recoger más hojas al pie de los árboles. Al escarbar en el suelo, entre las hojas muertas corría agua, pura y cristalina, y había tiernos renuevos, de un color azulado desleído. Y también había larvas de insectos envueltas en sus capullos. Todo aquello me maravillaba.

Sentado encima de la nueva capa de hojas muertas, mi hermano miraba la trampa con entusiasmo. Leo, que tenía el lomo apretado contra su rodilla, y yo mirábamos la manita hinchada y colorada por los sabañones con que aferraba el cordel como si fuera un arma afilada y mortal.

Pasaba el tiempo, y los pájaros no venían. Los tres estábamos cada vez más atrapados en las lentas evoluciones del tiempo que giraba en torno a la trampa; mi hermano y yo bostezamos hasta que se nos saltaron las lágrimas, y el perro movió las orejas con nerviosismo. Poco a poco, en medio de la modorra, una creciente preocupación por la niña empezó a apoderarse de mí.

—¡Ay! —suspiró mi hermano.

—¿Qué te pasa? —le pregunté, y cerré los puños con fuerza.

—Creí que un pájaro grande había bajado de una rama.

En su carita infantil, adormilada, había una simpática sonrisa.

—Era una hoja, doblada como una cuña, que ha caído justo delante de mí.

—Voy a bajar un momento al pueblo —le dije en voz baja, y me puse de pie.

—¿A ver a esa niña que parece una paloma? —me preguntó, y se formaron arrugas en torno a sus ojos.

—Sí. Voy a disculparme por lo de Leo.

Corrí ladera abajo levantando la nieve a patadas. Las hojas muertas de los arbustos, una especie de rosales, saltaban al tocarlas, y Leo, que me había seguido un rato, cogió una con la boca y volvió junto a mi hermano.

Hacía frío en el almacén, y dentro había un ambiente pesado; olía a tierra, a musgo y a corteza de árbol. Abrí la puerta de un empujón y me quedé un rato de pie, esperando a que la vista se me acostumbrara a la penumbra. Como fuera todo brillaba intensamente, a causa del sol y la nieve, me pareció que tardaba mucho en habituarme. La carita de la niña, colorada por la fiebre y en la que se destacaba, con una tonalidad suavemente dorada, la pelusilla que cubría la parte de sus mejillas más próxima a las orejas, se fue haciendo cada vez más evidente. Estaba sentada en un tatami, cerca del hogar, y se envolvía en un delgado edredón que estrechaba contra su cuello. Con la mirada fija en sus ojos, que recordaban los de un pequeño animal, cerré la puerta despacio.

—¿Tienes frío? —le pregunté con voz ronca.

—Sí —dijo, y frunció el ceño.

Como había bajado corriendo, mi piel estaba empapada de sudor bajo la ropa interior. Y como mientras corría se me había olvidado lo que quería que ocurriera en el almacén, me sentía irritado.

—¿Estás enferma? —le pregunté, nervioso, y lo absurdo de aquella pregunta me desconcertó. Debía de pensar que era tonto.

—No lo sé —respondió con frialdad, lo que me hizo sentir aún más avergonzado.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—Enciende el fuego.

Recuperé el valor, me moví con presteza, puse leña en el hogar y la encendí. El humo me hizo toser. A la luz de las llamas, la cara de la niña estaba demacrada y sin vida, lo que le daba el aspecto de ser un poco tonta. Además, tenía la piel de las comisuras de los labios reseca y llena de rayas blancuzcas.

Avivé las llamas, me senté en el suelo, al otro lado del hogar, y miré a la niña. Aunque encender el fuego me hacía sentirme algo mejor, si alguien hubiera entrado por la puerta, me habría largado corriendo, aturdido, para no tener que explicarle mi presencia allí. Y, pese a que necesitaba decirle algo muy importante, tenía la garganta tan seca que no me salían las palabras.

—Quiero hacer pis —dijo de pronto, autoritaria—, pero no puedo levantarme.

—Te ayudaré —le dije, y me puse colorado como un tomate—. Te cogeré por los sobacos.

Se quitó el edredón y pude ver su cuerpo, vestido con un camisón de franela roja. Me incliné hacia ella, cuyo pecho temblaba convulsivamente, y la ayudé a levantarse cogiéndola por los sobacos, que me parecieron sorprendentemente ardientes bajo la tela. Fuimos en silencio hasta el retrete, separado del resto del zaguán por mamparas de madera, la ayudé a ponerse en cuclillas, salí y esperé, conteniendo la respiración.

—Ya está —dijo, aún más autoritaria, así que entré, la ayudé a levantarse y la acompañé hasta el tatami.

Una vez que se acostó y se tapó con el edredón hasta el pecho, frunció el ceño, como si estuviera irritada, y cerró los ojos, lo que me preocupó. Pero creí mejor no decirle nada.

—Me duelen los pies del frío —dijo, con los ojos cerrados—. Me duelen mucho.

Metí las manos bajo el edredón, vacilante, y le froté las pantorrillas y los tobillos, duros como los nudos de un arbolillo.

—Quítame el edredón. Caliéntate las manos en el fuego y frótame —me ordenó.

El rojo camisón no estaba demasiado limpio. Era corto, y dejaba a la vista sus rodillas bien formadas, que no tenían ninguna cicatriz. Froté con energía y constancia. La sangre volvió a circular poco a poco por sus pantorrillas, e incluso creí percibir que emitía un débil silbido. Al pensar en mis rodillas, cubiertas de piel gruesa y basta y llena de cicatrices, y compararlas con las suyas, tan suaves como el interior de sus muslos, suspiré. La niña, inmóvil y silenciosa, me dejaba hacer, y froté sus pantorrillas durante largo rato. Al final empezaron a despedir un suave calorcillo que me recordó el que conservaban todavía los pájaros que llevaba I entre sus brazos. Y entonces sentí que mi pene empezaba a endurecerse, lo que hizo nacer en mi pecho un punzante sentimiento de angustia.

—Si quieres, puedes levantarme el camisón y mirarme la tripita —dijo inocentemente con un hilillo de voz.

Le tapé las piernas con el edredón, bruscamente, y me puse de pie. Mi confusión era total.

—¡Me voy! —grité, enfadado conmigo y con ella, y salí corriendo del almacén.

Sin embargo, mientras corría hacia el bosque, donde mi hermano vigilaba entre los arbustos espinosos, bullían dentro de mí un orgullo y una alegría que me volvían medio loco. Nadie podía imaginarse que tuviera una amante tan dulce y maravillosa. Rodé varias veces por la nieve mientras corría sin aliento ladera arriba entre los árboles nevados, camino de mi viril cacería; de vez en cuando, oía tras de mí el ruido de las masas de nieve al desprenderse de los árboles y chocar contra el suelo.

Jadeante, soltando blancas nubecillas de vapor, metí la cabeza entre las ramas mojadas y observé la trampa. Pero no había plumas atrapadas en la trama de cáñamo, y el grano estaba como lo habíamos dejado. Solté un bufido, decepcionado, y me dispuse a cruzar los arbustos hasta donde estaba la trampa de mi hermano. Y entonces oí un débil batir de alas y los ladridos del perro, que venían de una mata de cedros que tenía a mi derecha. Eché a correr hacia allí.

En el interior de la mata de cedros reinaba una húmeda penumbra, y allí el aire era pesado y parecía resistirse a mi paso. Los ladridos del perro y el batir de alas se oían más fuertes y procedían de un lugar en que se filtraba una tenue claridad entre los árboles. Corrí hacia allí azotando los helechos a mi paso. Era un claro en que habían talado los cedros, y entre los tocones cubiertos de nieve, que formaban pequeños montículos, vi a mi hermano y al perro, que se revolcaban por el suelo. El batir de alas se intensificó, así como las evoluciones de mi hermano por la nieve. Me acerqué corriendo, y vi que tenía agarrado un magnífico faisán dorado.

—¡Mátalo, mátalo! —le grité.

El perro ladró, y se oyó un ruido seco cuando mi hermano le rompió el pescuezo al faisán, que se desplomó blandamente sobre su pecho.

—¡Oye! —grité, sorprendido—. ¡Oye! ¡Ese pájaro…!

Mi hermano se levantó de un salto con el faisán apretado contra el pecho; pálido y tembloroso, con los labios apretados, me miró fijamente, como si no acabara de reconocerme, y se echó en mis brazos. Lo abracé y le palmeé la espalda. Temblaba, y de su boca sólo salían sonidos incongruentes, a causa de la emoción.

—¡Has conseguido cazarlo! —grité, lleno de alegría y a punto de llorar.

—Sí —dijo al fin, con voz baja y ronca, y apoyó la cabeza en mi pecho.

Nos quedamos así un rato. Leo corría a nuestro alrededor ladrando sin cesar; de pronto, dio un salto para llamar la atención de mi hermano, que se separó de mí, dejó caer el faisán y se lanzó en persecución de Leo. Acabaron revolcándose por la nieve, y entonces me uní a sus juegos. Una especie de frenesí parecía haberse apoderado de todas las fibras de nuestros cuerpos.

De repente, mi hermano se sentó, exhausto, y yo, que tenía mi brazo derecho enlazado con su brazo izquierdo, me senté también sobre la nieve. Leo se abalanzó sobre el faisán y lo depositó en las rodillas de su amo. Lo contemplamos largo rato en silencio. Mi hermano acariciaba las duras plumas verdes con reflejos rojizos de su penacho, su cuello violeta oscuro, mojado por las babas del perro, y su dorso irisado con bellos reflejos dorados. Era un animal bellísimo, de cuerpo compacto y que todavía despedía una intensa sensación de vida. Las lágrimas corrían por las mejillas de mi hermano, y observé que estaba lleno de arañazos.

—Se ha defendido, ¿eh? Te has portado como un hombre —le dije mientras le sacudía la nieve que se le había adherido a la ropa.

Levantó hacia mí sus ojos, brillantes por las lágrimas, y se rió entrecortadamente a causa del esfuerzo y la emoción. Nos levantamos, cruzamos la mata de cedros y bajamos lentamente por la ladera, entre los árboles. Durante todo el trayecto me habló de su brava cacería; a veces interrumpía su relato una súbita explosión de risa o un violento temblor, como si no pudiera dominar sus intensas emociones. Agarraba al faisán con fuerza y le clavaba las uñas en la carne.

Mientras mi hermano vigilaba la trampa desde los arbustos, Leo había descubierto al faisán, que se ocultaba entre las hierbas cubiertas de nieve, y durante la persecución le había mordido un ala. Mi hermano trató de capturarlo con ayuda del perro, pero lo perdió de vista entre los cedros. Me dijo, con énfasis, que sintió tanta vergüenza, que estuvo a punto de llorar. Cuando iba a regresar a vigilar la trampa, Leo volvió a descubrir al faisán, que no podía volar y se escondía entre los helechos, y lo persiguió. Mi hermano se lanzó sobre él y, a pesar de los picotazos, los arañazos de sus agudos espolones y los golpes de sus fuertes alas, lo venció.

—Mira —dijo, y volvió la cara hacia mí—. Me dio un golpe en el ojo, y todavía no veo bien.

Efectivamente, tenía el ojo inyectado en sangre, lo que le daba el aspecto de un albaricoque demasiado maduro. Le cogí la cabeza y se la sacudí, imitando sus risas.

Nuestros compañeros hacían corro en la plaza de la escuela, en torno a I y mostraban sus presas con orgullo. Echamos a correr dando gritos hacia ellos. El trofeo de mi hermano provocó inmediatamente exclamaciones de admiración y envidia por parte de los jóvenes cazadores. Los comentarios elogiosos de nuestros compañeros parecieron hinchar el faisán como si hubiera sido un globo, y sus reflejos dorados acabaron por llenar hasta el último rincón de aquel pueblo perdido en el remoto valle. Mi hermano repetía extasiado su aventura cinegética una y otra vez, y en ocasiones su narración era interrumpida por bruscos accesos de risa o se convertía en un galimatías incomprensible porque trastocaba las palabras a causa de la emoción.

—¡Qué valiente eres! —exclamó I, que miraba a mi hermano con ojos llenos de amistad.

Al oír este tributo de admiración por parte de I, a mi hermano se le cayó el faisán al suelo de la emoción. Y cuando regresó Minami, que sólo había cazado un pájaro de anteojos, todos sonreímos burlones. Comparado con el faisán, que relucía iluminado por la luz dorada y naranja del crepúsculo, aquel pajarillo verde parecía un puñado de tierra mezclada con hierbas a punto de deshacerse, y el propio Minami tuvo que admitirlo.

Con un mohín de disgusto, Minami dejó su presa junto al faisán, y nuestros compañeros lo imitaron. De repente, todos nos sentimos invadidos por una oleada de excitación al contemplar el espectáculo que ofrecían los plumajes de color azul grisáceo, negro y amarillo, verde o pardo claro de los pájaros que se amontonaban sobre la nieve en torno al faisán.

—En este pueblo, el día que se caza el primer faisán se hace una gran fiesta —dijo I—. Así se asegura el éxito de las futuras cacerías. Como los campesinos se han marchado, no van a organizarla. Si no lo hacemos nosotros, las cacerías fracasarán y el pueblo se irá a la ruina.

—¡Organicemos nosotros la fiesta! —exclamé—. Así aseguraremos el éxito de nuestras futuras cacerías en este pueblo.

—¡Pero no es nuestro pueblo! —dijo Minami, con el ceño fruncido—. Nos han abandonado.

—¡Es nuestro pueblo! —le respondí, desafiante—. A mí no me ha abandonado nadie.

—No discutiré contigo —dijo Minami, con una sonrisa desdeñosa—. Me gustan las fiestas.

—¿Sabes cómo se hace? —le pregunté a I—. ¿En qué consiste la fiesta?

—Asaremos los pájaros y nos los comeremos —me respondió—. Luego cantaremos y bailaremos, para completar la fiesta. Siempre se ha hecho así.

—¡Venga! —dije—. ¡Vamos a celebrar nuestra fiesta!

Mis compañeros lanzaron vítores.

—¡Traed leña y comida mientras voy por una olla grande! —dijo I.

Todos se fueron corriendo a sus casas dando alaridos. Cogí a mi hermano del hombro y corrimos cuesta arriba a buscar leña.

—¡Os enseñaré la canción de la fiesta! —gritaba I agitando los brazos—. ¡Vamos a cantar hasta el amanecer!