6

AMOR

Al día siguiente, por la tarde, se levantó viento, y aunque el cielo estaba despejado, el frío se intensificó. Los arbustos de las laderas del valle, que ya empezaban a tener brotes, y la maleza al pie de los desnudos árboles brillaban al ser agitados por el viento. Encendimos una hoguera en la plaza de la escuela; el humo azulado del fuego no llegaba al cielo, pues era dispersado enseguida por el viento; mientras unos hacían corro a su alrededor, abrazándose las rodillas, otros daban vueltas a la plaza con los hombros caídos y la cabeza gacha. Habíamos contemplado tanto tiempo el paisaje que rodeaba el pueblo, centrado por la torre de vigilancia contra incendios, que lo teníamos grabado en nuestra mente y nos aburría incluso mirarlo sin prestarle atención, sólo por hacer algo; por eso procurábamos pasar el rato sin fijar la vista en nada, sentados inmóviles o paseando de un lado para otro. Todos nos dábamos cuenta de que nos consumíamos y nos reconcomíamos por estar encerrados en aquel pueblo. El cansancio, la indiferencia y la falta de energía moral para soportar aquella situación eran las principales manifestaciones del estado de ánimo que se había apoderado de nosotros.

Por eso, cuando llegó I, acompañado por el soldado, mis compañeros salieron de su marasmo y los rodearon llenos de excitación. También me acerqué, a regañadientes. El soldado tenía mejor aspecto que el día anterior, cuando lo vimos en la penumbra. Sin embargo, después de dejarse caer junto a la hoguera recorrió nuestras caras inquisitivas con unos ojos débiles e inyectados en sangre como los de una liebre.

—Fuimos a ver la vía de la vagoneta —explicó I—. Tal como está ahora, nadie puede venir al pueblo a buscarlo. Lo hemos comprobado.

Nos dimos cuenta de que el soldado había sacado provecho del bloqueo del pueblo. Bajó la cabeza, incapaz de soportar nuestras miradas.

—Si te cogen… —empezó a decirle mi hermano, tímidamente, pero el soldado permaneció en silencio.

—… te harán un consejo de guerra —dijo I, para animarlo.

—… te pegarán un tiro —dijo Minami, cáustico—. Te dejarán seco donde estés.

Minami estaba terriblemente enfadado. El soldado levantó hacia él los ojos, cargados de tensión. Esperábamos que se levantara y la emprendiera a golpes con él, pero se limitó a mirarlo, desconcertado como un chiquillo.

—¡Uf! —gruñó Minami, y se encogió de hombros.

—Este tío sabe escaparse. No lo cogerán nunca —dijo I.

—No lo cogerán nunca —repitió mi hermano—. ¿Verdad que no dejarás que te cojan?

El soldado se quedó mirando a mi hermano. Evidentemente, aquellas palabras lo habían reconfortado. Pero me repatea que los adultos se dejen consolar por los niños, así que lo miré con rabia, como Minami.

—¿Mataste a alguien durante tu fuga? —le preguntó otro compañero.

—No ha matado a nadie ni ha disparado contra nadie, ¿verdad? —respondió I, que, evidentemente, conocía los pormenores de la fuga del soldado.

—No —contestó el interpelado, que hasta entonces no había abierto la boca.

—Lo único que hizo fue salir de paseo y no volver —dijo I.

—¿No tenías ganas de volver? —dijo un compañero, y se ruborizó al punto ante la estupidez de su pregunta.

El soldado callaba.

—Pues me gustaría ser cadete —dijo el que había hablado antes, y todos callamos. Un melancólico deseo de lucir el uniforme de cadete se había apoderado de nosotros.

—Yo no quería ir a la guerra, ni matar a nadie —dijo de pronto el soldado, como si se liberara de un gran peso.

Esta vez estuvimos más tiempo callados, pues aquellas palabras nos incomodaban terriblemente y nos causaban un sentimiento de rechazo. Hubimos de reprimir unas risitas burlonas que nos hacían cosquillas en la piel del estómago y los costados.

—¡Pues yo quiero ir a la guerra y matar! —exclamó Minami.

—A vuestra edad no podéis comprenderlo —dijo el soldado—, pero algún día lo entenderéis.

Callamos, pues sus palabras no nos convencían. Además, aquel tema de conversación no nos interesaba. El perro, que estaba sentado entre las rodillas de mi hermano, se levantó de repente y fue a olerle las flacas rodillas al soldado. Éste le acarició la cabeza, distraído.

—¡Qué manso es!, ¿verdad? —dijo mi hermano, rebosante de alegría—. Se llama Oso.

—Leo me gusta más —dijo el soldado.

—¿Leo? —dijo mi hermano, dudó un momento, añadió—: Sí, le pondré Leo, porque es mi perro —y bajó la cabeza para evitar nuestras miradas de reproche.

Me habría gustado saber si la niña, apoyada contra un ciruelo en un rincón de la plaza, se había enterado del cambio de nombre del perro, pero no tenía manera de comprobarlo. Personalmente, me disgustó que mi hermano renunciara tan fácilmente al nombre que ella le había dicho.

—¡Leo, Leo! —repetía mi hermano, fascinado.

—Eres estudiante, ¿verdad? —le preguntó Minami al soldado.

—Sí —respondió—. Estudio humanidades.

—¡Me lo imaginaba! —dijo Minami, despectivo—. Un estudiante que vivía cerca de mi casa llamaba a su gato con un nombre así.

El soldado, aunque estaba claramente ofendido, ignoró aquella nueva muestra de desprecio por parte de Minami. Me alejé de ellos y me acerqué a la niña, que seguía sentada al pie del ciruelo.

—Tenía tanto miedo de la guerra, que se escapó —le dije. Permaneció en silencio—. No me gustan los cobardes. Cuando estás a su lado, apesta. A ti tampoco te gusta, ¿verdad?

Me miró confusa, y sonrió débilmente. Desconcertado, me fui silbando al granero.

Aquella noche, la luna brillaba intensamente. Como mi hermano se fue a cenar con I y el soldado al poblado coreano y se llevó al perro, la niña y yo cenamos solos. Después nos calentamos al amor de la lumbre, en silencio, mientras nuestros estómagos hacían tranquilamente la digestión. De vez en cuando, del bosque llegaba el chillido de un pájaro. Estaba malhumorado por la admiración que mostraba mi hermano hacia el desertor. Bostecé y solté algunas lagrimitas, y eso pareció contagiar a la chica, que estiró los brazos hacia adelante, cerró los puños con fuerza y bostezó a su vez. Parecía muerta de sueño.

—Tienes sueño, ¿eh? —le pregunté.

—Sí —respondió con voz débil.

—Yo no.

El oscuro cabello de la niña se curvaba hacia arriba alrededor de su fino cuello. Su cuerpo olía a paja rancia. Pensé que debía de tener la piel tan sucia como yo. Volvimos a pasar largo rato en silencio. Empezaba a preocuparme que mi hermano no regresara.

—Oye —dijo la niña de repente, y volvió su carita morena hacia mí.

—¿Qué?

—Tengo miedo.

—Claro, no me extraña.

—Tengo miedo —repitió, y torció los labios, a punto de echarse a llorar.

—¿Tienes miedo porque te han dejado sola en el pueblo con nosotros?

—Tengo miedo —repitió.

—Todos tenemos miedo —dije, irritado—. Estamos asustados, pero no podemos hacer nada. Nos han bloqueado.

—Ve a buscar a la gente del pueblo, por favor —me pidió, implorante.

Confuso, no supe qué decirle.

—Ve a buscar a la gente del pueblo, por favor —repitió.

—No puedo —le dije secamente—. No quieren saber nada de nosotros.

—Tengo miedo —repitió, y, tras hundir la cara entre las rodillas, se echó a llorar.

Permanecí callado, sin hacer caso de sus lloros, pero sus persistentes sollozos me incomodaban y me irritaban cada vez más.

—Aunque fuera a buscar a los del pueblo, no vendrían —le dije al fin—. Además, si volvieran, matarían al soldado.

La niña siguió sollozando. Una idea descabellada empezó a crecer dentro de mi mente. Me mordí los labios. De repente, me levanté y saqué del morral el mapa que me había dado el médico. La vía que cruzaba el valle y el camino que llevaba a su casa estaban dibujados someramente.

—Voy a pedirles que dejen que te vayas con ellos —le dije a la niña, que me miraba con la cara llena de lágrimas—. Voy a pasar al otro lado del valle para pedírselo. —Y añadí, con brutalidad—: ¡Deja de lloriquear!

Salí al camino adoquinado, iluminado por la luna. Jirones de niebla helada bailaban impulsados por el viento. La niña me siguió, pero no volví la cabeza para mirarla. No sabía si podría alcanzar la otra ladera del valle, pero quería que aquel hatajo de desgraciados que nos habían abandonado acogieran a aquella niña maloliente y llorona. No podía soportar verla llorar.

Cuando salimos del bosque, la vía, húmeda por la niebla, brillaba a la luz de la luna. A lo lejos se divisaba la masa oscura de la barrera. No había luz en el cobertizo desde donde vigilaban la vía el día en que descubrimos que estábamos bloqueados. Me volví y le dije a la niña, que se mordía los labios, azules a causa del frío:

—Espérame aquí. Voy a explicarles lo que te ha pasado.

Cuando empecé a avanzar por las traviesas, procurando no resbalar, un viento gélido que arrastraba jirones de niebla, procedente de las profundidades del valle, azotó mis mejillas y me cortó la respiración. Muy abajo, el río, que brillaba débilmente y producía un sordo rumor al chocar contra las rocas, parecía querer tragarme como un remolino. Avancé encorvado, para ofrecer menos resistencia al viento, de traviesa en traviesa. El súbito impulso que me había llevado a dar aquel paso se desvaneció, y comprendí que cometía una estupidez, pero ni por un momento pensé en volver atrás. Con los párpados entrecerrados, para que el viento no me hiciera llorar, concentraba toda mi atención en pisar exactamente en el centro de las traviesas.

La vía me pareció larguísima y el viento era muy fuerte. Cuando llegué delante de la barrera de tocones, haces de ramas, tablones, traviesas y piedras estaba tan cansado, que no me habría costado nada echarme a dormir, y tenía sed. Comprobé que la barrera era muy larga y tardaría una eternidad en deshacerla, y que si me encaramaba a ella podía desmoronarse. Miré debajo de las traviesas. No había otra manera. Me puse derecho y metí mis manos heladas en el pantalón, para calentármelas en las ingles. A medida que recuperaban el tacto, mis dedos iban notando la presencia de mi pene, encogido y arrugado de frío y miedo.

Me puse de rodillas en una traviesa, arqueé la espalda hasta agarrarla con las manos, solté las piernas y me dejé caer. Al instante siguiente, mi cuerpo colgaba en el gélido vacío del valle, sostenido sólo por las manos. El viento helado me azotó, el frío me dejó aterido, y sentí una terrible sensación de soledad. Pero no podía dejarme vencer por ellos. Pasé de una traviesa a otra contoneándome como una gamba que empezara a cocerse en un puchero.

Exhausto, puse las manos en la última traviesa y, con un jadeo que parecía un chillido, me icé hasta poner los codos en la escarcha cristalizada que la cubría y me dejé caer, derrengado y jadeante, sobre ella. Pero no podía quedarme a descansar allí, a plena luz de la luna. Si había alguien en el cobertizo y me veía, me volaría la cabeza de un tiro. Recorrí encorvado y jadeante la corta distancia que me separaba de la estrecha plataforma de piedra y, una vez allí, corrí a ocultarme entre los oscuros arbustos, lejos de la luz de la luna. Avancé lo más rápidamente que pude por un bosque bastante claro de robles y castaños, y, cuando me disponía a sacar el plano, que llevaba en el bolsillo de la camisa, apareció ante mí una aldea silenciosa, iluminada por la luz de la luna. Surgió de repente, como todas las aldeas que habíamos encontrado a lo largo de nuestro peregrinar.

Bajé por un camino empedrado con cantos rodados y llegué a la aldea. Todo recordaba en ella el pueblo en que nos habían abandonado: las mismas casuchas miserables, el mismo camino bordeado de árboles, las mismas callejuelas adyacentes. Sin embargo, había una sutil diferencia en el ambiente que me asustaba. Allí vivía gente. Allí vivían extraños. La aldea estaba silenciosa, y llegaba hasta mí el rumor de los animales domésticos al agitarse en el interior frío y oscuro de los corrales, al fondo de las casas. Caminaba bajo la luz de la luna, y dejaba una corta sombra a mi paso. En aquellas casas dormían quienes nos habían encerrado y habían puesto gente a vigilarnos. El miedo y una violenta agitación recorrían todas las fibras de mi cuerpo aterido. Me mordí los labios y me puse a buscar la casa del médico con toda mi alma, para evitar salir huyendo a la carrera.

Encontré la casa del médico, que era de estilo occidental, y llamé a la puerta, que tenía paredes de cristal opaco y lleno de bultitos, como si hubiera tenido la viruela. Retrocedí un paso y, a la luz de la luna, contemplé aquella puerta, tan insólita en una aldea remota, perdida entre las montañas. Al otro lado se encendió una luz, y una figura se acercó rezongando. Entreabrió la puerta, y por la rendija apareció la cabeza calva y orejuda del médico que había visto salir del almacén. El miedo que mostró al verme no era menor que el que yo sentía. Pensé que debía decir algo, pero se me hizo un nudo en la garganta y casi me puse a llorar.

—Bien —dijo el médico con un tono de voz que trocó inmediatamente mi timidez en una rabia que me costaba contener—, ¿a qué has venido?

Lo miré en silencio, con los ojos muy abiertos. La cara redonda y gorda del médico tenía una expresión de horror que me enfureció aún más.

—¿A qué has venido? Como te pongas violento, gritaré pidiendo auxilio.

—No voy a ponerme violento —dije con voz ronca por el esfuerzo de contener la ira—. No he venido a discutir.

—¿A qué has venido? —repitió.

—Dejaron abandonada a la hija de la mujer que murió en el almacén. Quiere marcharse, vaya por ella.

El médico me miraba como si me auscultase. Su expresión de horror se fue convirtiendo en otra de profunda sorpresa, y se quedó boquiabierto, mostrándome sus encías rosadas y brillantes por la saliva.

—Vaya a buscarla, por favor —le pedí de nuevo, implorante.

—¿Cuántos enfermos hay? ¿Cuántos han muerto? —me preguntó.

—¿Qué? —exclamé, sorprendido—. No hay ningún enfermo. No ha muerto nadie. La niña también está bien. No hay ninguna epidemia.

El médico me miró con más atención.

—Si cree que miento, auscúlteme. Voy a desnudarme, para que pueda comprobarlo.

—No hables tan alto —dijo el médico—. ¿Quién te ha dicho que voy a auscultarte?

Quité el dedo del botón de la camisa que iba a desabrocharme para desnudarme. Al médico no le importaba que estuviera sano o enfermo.

—¿No es médico? ¿No es su trabajo ver si la gente está enferma?

—¡No seas descarado! —exclamó, airado—. ¡Lárgate y no vuelvas por aquí!

—¡Creí que les diría a todos que no nos hemos puesto enfermos! ¡Usted es médico! —El rostro me ardía de indignación—. ¿Sólo se le ocurre echarme?

—¡Largo! —insistió el médico—. ¡Como se enteren los del pueblo, te arrepentirás! ¡Deja de molestarme! ¡Lárgate!

Alcé los hombros, desafiante. El médico abrió la puerta y salió. Llevaba una gruesa pelliza.

—¡Márchate y no vuelvas! —dijo con voz irritada, y me retorció el brazo izquierdo.

Solté un gritito de dolor y traté de liberarme de su presa, pero la mantuvo, firme como una roca.

—Si se enteran los del pueblo de que rondas por aquí —me amenazó—, te matarán. Así que voy a hacer que vuelvas al otro lado.

Con la mano izquierda me agarró por el cogote, y de esta guisa me arrastró sin contemplaciones. No podía defenderme, y el cuerpo me ardía de ira. Aquella situación era humillante, pero no podía hacer nada por evitarla. Si intentaba resistirme, el médico me hacía avanzar a patadas.

—¡Me da asco! ¡Es médico, pero no hace nada por ayudarnos! —le dije con la poca voz que podía emitir mi aprisionada garganta.

La mano del médico apretó más todavía, y sentí una dolorosa sensación de ahogo. Me arrastró largo rato hasta que, por fin, me arrojó al suelo de un empellón delante de la vía. A gatas sobre la fría piedra, levanté la vista hacia el corpachón del médico, cuya silueta se destacaba contra el bosque, iluminado por la luna. Era la encarnación de la fuerza y el poder.

—¡A usted y a los del pueblo les gustaría que nos muriésemos todos! —le dije. Me sentí humillado, porque mi voz me sonó débil y acobardada, pero si me hubiera quedado callado en el suelo, todavía me habría sentido más humillado—. ¡Son despreciables!

El médico se inclinó hacia delante y sentí un golpe tremendo en un costado, como si me hubieran dado una coz. Grité y rodé para evitar la siguiente patada, que preparaba echando la pierna atrás. Trató de perseguirme, vengativo. Dando gritos de pánico, bajé gateando hasta la vía y anduve como pude por ella.

Estaba exhausto. Pero al ver que el médico se agachaba a coger piedras para tirármelas, comprendí que no podía detenerme. Me arrastré por la vía, asiéndome a las traviesas con los dedos temblorosos por el pánico y lleno de ira por verme en una posición tan humillante, hasta llegar a la barrera; una vez allí, volví a colgarme de las traviesas.

Al llegar al otro lado, después de tan tremendo esfuerzo, apenas tuve fuerzas para izarme; cuando lo conseguí, me quedé sentado jadeando violentamente; el corazón parecía ir a salírseme del pecho. Y entonces me invadió un violento acceso de ira. Me había cortado los dedos y la sangre goteaba. Aunque tuve la impresión de que oía pasos a mis espaldas, no volví la cabeza y contemplé el otro extremo de la larga vía, alumbrado por la luna. En las oscuras sombras del cobertizo vi la carita blanca de la niña, que me miraba.

Me puse en pie y caminé por las traviesas forzando a mis doloridas rodillas, que se resistían a obedecerme. Cuando puse el pie en el estrecho rellano de piedra del lado donde estábamos irremediablemente atrapados, la niña salió del cobertizo de un salto y me miró con unos ojos muy brillantes, como si tuviera fiebre. Nos contemplamos mutuamente, sin decir nada, durante largo rato. La ira hacía estremecer todo mi cuerpo. Jadeando con fuerza, me liberé de la intensa mirada de la niña, que parecía envolverme como una red, y eché a andar. Me siguió, pero le costaba mantenerse a mi altura, porque su paso no era tan vivo como el mío.

¡Qué hijos de puta, qué hijos de puta!, repetía mentalmente mientras andaba. El cuello todavía me dolía donde lo había oprimido la garra del médico. ¡Qué humillante había sido comprobar mi impotencia ante su mezquindad y su fuerza bestial! No podía hacer nada contra aquella gentuza. Aceleré el paso más y más. La niña me seguía ahora corriendo, jadeante. Con voz entrecortada por el esfuerzo, musitaba algo una y otra vez, pero no presté atención.

Salimos del bosque, descendimos por el camino adoquinado, iluminado por la luz de la luna, y pasamos ante las casas donde dormían mis compañeros hasta llegar al almacén. Los dos nos quedamos parados y volvimos a mirarnos fijamente. Sus ojos hinchados e inyectados en sangre estaban llenos de lágrimas, que reflejaban el brillo de la luna. Sus finos labios se movían ahora casi en silencio. De pronto, comprendí el significado de las palabras que musitaba.

—¡Creí que no volverías! —repetía sin cesar con voz entrecortada y jadeante—. ¡Creí que no volverías!

Aparté la vista de sus labios y me miré los dedos. La sangre goteaba en los adoquines. De pronto, las manos de la niña cogieron las mías, se llevó mis dedos a los labios y me lamió una y otra vez las heridas con su lengua pequeña y dura, hasta dejarlas cubiertas de una capa de pegajosa saliva. Su nuca, redonda y flexible como el dorso de una paloma, se movía despacio bajo mi cabeza gacha.

Dentro de mí nació un sentimiento nuevo, que de repente se extendió por todo mi ser y provocó una especie de impacto en mi cabeza. Cogí a la niña bruscamente por los sobacos y la levanté. No me fijé en la expresión de su cara, vuelta hacia mí. La abracé como una gallina acorralada y muerta de miedo y la llevé corriendo al interior del oscuro almacén.

Entramos sin descalzarnos en el almacén, sumido en la penumbra, y, en silencio, me bajé los pantalones a toda prisa, le subí la falda y me tumbé sobre ella. El pene, erecto como un grueso espárrago, se me enredó en los calzoncillos y se torció violentamente, por lo que solté un chillido de dolor. Después lo introduje en su sexo, frío, seco y áspero como el papel, sentí unas cuantas sacudidas espasmódicas y lo retiré. Suspiré profundamente.

Eso fue todo. Me puse en pie, me ajusté los pantalones como pude, a tientas, y salí sin decirle nada a la niña, que respiraba entrecortadamente. Fuera, el frío era intenso, y la luz de la luna caía sobre los árboles y los adoquines con dureza mineral. Todavía estaba locamente furioso y tenía la boca llena de murmullos violentos, pero una intensa sensación, llena de dulzura, iba creciendo en lo más hondo de mi ser. Subí la cuesta corriendo con los ojos llenos de lágrimas y haciendo visajes para que no me corrieran por las mejillas.