5

LA SOLIDARIDAD DE LOS ABANDONADOS

A la mañana siguiente, mi hermano y yo volvimos a guisar verduras con arroz, casi en silencio, y desayunamos sentados frente al hogar. Ninguno de los dos tenía demasiado apetito. El pueblo estaba en calma.

Fuera, los débiles rayos de sol invernal llenaban el aire. A ambos lados del camino adoquinado la escarcha se fundía. Mi hermano y yo bajamos a la plaza de la escuela arrebujados en nuestros capotes. Al llegar, vimos que nuestros compañeros ya estaban allí, en cuclillas o yendo de un lado para otro sin saber qué hacer, y el espíritu de holgazanería y apatía que se había apoderado de ellos me hizo sentir tan mal como si hubiera ingerido un veneno.

Nos sentamos sobre los adoquines en una esquina de la plaza y nos abrazamos las rodillas. El grupo en torno a Minami se puso a jugar al salto, pero como lo hacían con desgana, sólo para matar el rato, los mirones empezaron a irritarse. Aunque exigía un vigoroso ejercicio físico, al final no resultaba más divertido que quedarse sentado abrazándose las rodillas. Hartos de jugar al salto, Minami y los demás formaron un corro, se bajaron los pantalones y dejaron que el sol y el viento acariciaran sus genitales. Sonaron risas obscenas y alaridos escandalizados. Sus penes se ponían lentamente en erección iluminados por el sol, volvían a ponerse flácidos y se empinaban de nuevo. Aquel movimiento autónomo de sus genitales, que carecía de la vehemencia del deseo o de la lasitud del placer satisfecho, duró largo rato y fue contemplado por todos. Pero tampoco era divertido.

Durante aquel juego sin gracia, miramos un viejo reloj de pared que había sacado de una casa uno de nuestros camaradas o tratamos de calcular la hora por la posición del sol. Pero el tiempo transcurría tan despacio que parecía eterno. Pensé, irritado, que el tiempo había dejado de pasar, que, como los animales domésticos, no se movía sin la supervisión humana. Que, como los caballos o las ovejas, no daba un paso si no se lo ordenaba un adulto. Cuando el tiempo se estanca, nuestro cuerpo y nuestra mente quedan como en suspenso. No tenemos nada que hacer. Sin embargo, no hay sensación más dura, irritante y ponzoñosamente fatigante que sentir en lo más íntimo de tu ser que estás encerrado y no tienes nada que hacer. Empezaron a sacudirme violentos temblores, y me puse en pie.

—¿Qué te pasa? —dijo mi hermano, que había levantado hacia mí sus ojos, perdidos, evidentemente, en los espacios imaginarios.

—Voy a darle a la niña las sobras del almuerzo —dije. Era una idea que acababa de ocurrírseme.

—Muy bien —dijo mi hermano dócilmente, y bajó la cabeza, lo que dejó al descubierto su delgada nuca, llena de mugre, pero de una belleza conmovedora—. Voy a buscar verduras.

—A ver si encuentras colinabos —le dije, y eché a correr cuesta arriba camino del granero sin esperarlo.

Los restos de nuestro almuerzo se habían helado y estaban pegados al fondo de la cazuela. Al verlo, vacilé, pero no abandoné mi plan. No tenía otra cosa que hacer. Y para nosotros, encerrados dentro del pueblo, todo estaba helado y pegado, y se resistía a ablandarse y recobrar el calor. Mientras regresaba corriendo, pensaba en lo lejos que estaban realmente de la blandura y el calor el camino adoquinado, los árboles sin hojas, el edificio de la escuela y mis compañeros, que se contoneaban enseñando las vergüenzas, como los animales.

La pesada puerta del almacén estaba entreabierta, y por ella entraba la luz en su interior. Me acerqué para echar un vistazo, y me quedé cortado al ver que, justamente al otro lado, la cara de la niña se destacaba iluminada por aquella luz blanca y polvorienta, de un modo poco natural. Me miraba fijamente con sus ojos hinchados por la falta de sueño. Y, más allá de sus estrechos hombros, el inefable cadáver seguía boca arriba. Pensé que se había alejado de la difunta porque empezaba a pudrirse y olía mal, en busca del aire puro que entraba por la abertura, y este pensamiento me revolvió las tripas. Empujé la puerta y, cuando estuvo lo suficientemente abierta, metí la cazuela por ella.

La niña, asustada, se levantó de un salto. Le hablé con una voz que sonó extrañamente ronca y tímida a causa de los nervios.

—Toma, cómete esto.

Pero ella inclinó la cabeza en silencio, asustada como un pajarillo. Insistí, y al notar que mi voz sonaba fatua y poco convincente, me invadió una sorda irritación.

—Tu madre ha muerto, ¿no? Venga, cómetelo.

Se tapó las orejas y mantuvo un obstinado silencio. Le volví la espalda abruptamente y me marché corriendo camino arriba al tiempo que me mordía los labios, enojado. «¡Qué tonta es, qué tonta es!», murmuré para mí, pero, en parte, despotricaba contra la chica porque, si hubiera parado de hacerlo, me habría echado a llorar. Sin duda, los últimos acontecimientos me habían trastornado.

De regreso en la plaza de la escuela vi que mis compañeros rodeaban a mi hermano, quien, en vez de ir cargado de colinabos, estaba en cuclillas y acariciaba lleno de entusiasmo a un perro de talla mediana, sucio y de aspecto más bien enfermizo, que tenía entre las piernas. El chucho apretaba el hocico contra su pecho con familiaridad y gimoteaba como si estuviera hambriento.

—¿Oye, de dónde lo has sacado? —La sorpresa me había dejado pasmado—. ¿Dónde estaba ese perro?

Tartamudeó algo ininteligible como respuesta. Su rostro oliváceo mostraba cierto asombro, pero también un orgullo y una alegría incontenibles.

—¡Está tan contento de haber encontrado al perro, que se ha quedado sin habla! —dijo Minami en tono burlón, aunque no podía ocultar una buena dosis de envidia—. Podríamos matarlo a palos y comérnoslo.

Mi hermano irguió los hombros y abrazó al chucho. Levantó la cabeza y miró a Minami desafiante, con los ojos llenos de rabia y tensión.

—¡Mirad, mirad! —gritó Minami, que, ofendido por la hostilidad de mi hermano, exageraba su desprecio—. ¡Se ha pegado al perro y no lo quiere soltar! ¡Se le está poniendo dura la cosita de mear y se la va a meter al perro!

Mi hermano soportó las risas de nuestros compañeros, pero temblaba de ira y se mordía los labios.

—Llévatelo y dale pescado seco —dije, imperativo, con lo que les paré los pies a Minami y los demás—. No les hagas caso.

Reanimado, mi hermano guió al perro hacia el granero dirigiéndole cortos silbidos, y unos cuantos muchachos los siguieron. Minami me miró, esbozó una sonrisilla malévola y le dio una patada a una piedra con la punta de la bota. Los dos nos aburríamos y deseábamos que ocurriera algo, pero no teníamos energías para pelearnos.

El paso lento del tiempo y la tranquilidad que envolvía el valle nos ponían furiosos y empezaba a cansarnos. Necesitábamos que pasara algo. Lo que fuera, pero que nos devolviera nuestro verdadero ser y nos permitiera vivir intensamente, incluso el regreso de los campesinos. Habíamos forzado sus casas, las habíamos saqueado y vivíamos en ellas, pero ya no sabíamos si odiábamos o no a quienes nos habían abandonado.

A primera hora de la tarde, me dirigí al almacén para recoger la cazuela, pues la necesitaba para preparar la comida, a pesar de lo poco que me entusiasmaba hacerlo. La cazuela estaba vacía delante de la puerta. Miré al interior, y crucé brevemente la mirada con la de la niña, todavía cauta, pero menos temerosa. No nos dijimos ni una palabra. Después de almorzar, dividí las sobras en dos partes, le di una al perro, que restregaba la cabeza contra el muslo de mi hermano y no parecía tener ninguna gana de marcharse, y le llevé la otra a la niña del almacén. Desde la penumbra que había detrás de la puerta clavó los ojos en la cazuela. Pero no sacó la mano para cogerla. La dejé en el suelo y, como me pareció que debía de necesitar agua, me fui a llenar un cubo viejo a la fuente de la plaza.

Cuando volví, la niña rebañaba la cazuela. Le alargué el cubo, y aunque lo cogió sin decir palabra, todavía distante y recelosa, me fui de allí la mar de contento. En cuanto al perro de mi hermano, tras devorar las sobras de nuestro guisado, se lo estaba pasando en grande con los restos de comida que nuestros compañeros le habían guardado.

A la caída de la tarde, después que el tiempo pasara lentamente como una masa espesa por un colador, vimos a un niño que bajaba despacio por el estrecho camino que iba de la colonia coreana al fondo del valle y llevaba a la espalda un bulto envuelto en tela blanca. Era evidente que se trataba de mi adversario y que cargaba con un cadáver. Nos quedamos pasmados.

Observamos al muchacho coreano, cuyos fuertes músculos se tensaban a causa de la pesada carga. Al perder de vista su cabeza y el bulto blanco tras el edificio de la escuela, atravesamos un callejón húmedo, que apestaba a orines a causa de los tejados de paja de las casas que tenía a ambos lados, y salimos a la ladera cubierta de hierba que descendía al valle. Luego bajamos despacio al tiempo que el coreano lo hacía por el otro lado. Resultaba patente que había notado nuestra presencia, pero miraba al suelo con tozudez y nos ignoró hasta que llegó al prado llano, al lado del río, donde habíamos realizado el primer trabajo que nos encargaron en el pueblo.

Dejó entonces el bulto en la hierba, nos echó una rápida ojeada con aire molesto, salió disparado camino arriba y volvió a una velocidad impresionante con una azada al hombro como si fuera una escopeta. Antes de que empezara a cavar en la tierra al lado del bulto blanco, al comprender sus intenciones, nos sentimos galvanizados. Enterraríamos a nuestro muerto como aquel muchacho hacía con el suyo. Intercambiamos febrilmente mudas miradas de interrogación.

—¡Oye! —dijo Minami—. ¡Vamos a enterrarlo nosotros también!

—Sí —dije, cada vez más decidido.

—Nosotros lo traeremos —dijo Minami, y añadió dirigiéndose a mí—: vosotros podéis ir cavando la fosa.

Asentí y nos fuimos corriendo a la casucha del vaquero, donde habíamos guardado las azadas. Mi hermano estaba en lo alto de un pequeño montículo, en cuclillas, y acariciaba el lomo del perro, que parecía asustado y desde que había visto al muchacho coreano no paraba de ladrar con el rabo entre las patas. Pusimos manos a la obra. Sabía que mi hermano se moría de ganas de ayudarnos, pero cuando ya habíamos cavado una buena porción de la fosa llegaron Minami y los demás trayendo a nuestro pobre compañero envuelto en una manta, y entonces el perro aulló como si lo estuvieran estrangulando y metió la cabeza entre las piernas de mi hermano, así que no pude llamarlo para que nos ayudara.

Por nuestra anterior experiencia como enterradores, sabíamos que hacía falta cavar una fosa ancha y profunda para sepultar un cuerpo humano. Minami y los demás dejaron en el suelo el cadáver, envuelto en la manta, cerca de la extensión de tierra removida que delataba el lugar donde habíamos enterrado a los animales, y vinieron a ayudarnos a cavar. Al otro lado del valle, levantando la azada con los brazos estirados hasta ponerla vertical, el chaval coreano cavaba la fosa para su cadáver.

Sudorosos a causa de nuestra gruesa ropa interior, y malolientes por la mugre rancia que se nos acumulaba en la piel, introdujimos el cadáver en la fosa, pero todavía no era lo suficientemente profunda. Lo sacamos de ella, con la manta sucia de tierra, y volvimos a darle a las azadas para agrandarla.

A este lado del valle, el trabajo tampoco parecía ir muy bien. Del fondo de la fosa que cavábamos empezó a brotar agua en abundancia. Pusimos el tieso cadáver en vuelto en la manta sobre el charco pardo rojizo, que crecía con rapidez. Dejé a Minami y los demás, que después de colocar al difunto en la fosa con el mismo cuidado que si plantaran bulbos se afanaban a cubrirlo de tierra, y fui a sentarme al lado de mi hermano, que estaba en cuclillas con el perro pegado a las rodillas. Desde el pequeño montículo donde estaba sentado, la tumba en que sepultamos a nuestro compañero y la fosa común que contenía los cuerpos de los animales muertos parecían el principio de una sucesión regular de sepulturas. Se me ocurrió que, a partir de allí, vendría una infinidad de sencillas tumbas colocadas a intervalos regulares para innumerables muertos. Con tantos campos de batalla por todo el mundo, moriría un número incalculable de soldados. Y aún sería mayor el de los hombres que tendrían que cavar las fosas para enterrarlos. En mi imaginación, la tumba que habíamos cavado se multiplicaba hasta cubrir el mundo.

Mi compañero yacía ahora en la tierra y el agua subterránea le empapaba la piel, las suaves membranas del ano y el pelo. Esa agua, después de empapar infinidad de cadáveres de animales, corría bajo la tierra y era absorbida finalmente por las raíces de las plantas…

Estaba agotado, y no quise pensar en ello. Me levanté y miré al otro lado del río. El chico coreano también había acabado su entierro. Se afanaba en levantar una piedra próxima a la fosa, que apenas podía rodear con los brazos. Comprendí su loable intención. O bien quería ponerla como losa, a modo de recuerdo de su difunto, o bien quería tapar con ella la tumba, por miedo a que el cadáver se levantara en mitad de la noche. En cualquier caso, se comportaba heroicamente, y mi corazón entristecido se conmovió. Bajé la ladera corriendo y le di unas palmadas en el hombro a Minami, que estaba tapando la tumba.

—¿Qué pasa? —dijo él, con la cara enrojecida por el esfuerzo.

—¡Mira! —Le señalé la ladera opuesta, pero la piedra y la hierba tapaban al chico coreano—. Las está pasando canutas. Vamos a echarle una mano.

Minami me miró atónito, pero me siguió cuando eché a correr sin darle más explicaciones. Salvé el arroyo de un salto y seguí corriendo por la pradera de la otra orilla. El muchacho coreano levantó su corpachón al vernos, se puso en guardia para repeler lo que suponía un ataque y nos miró desafiante mientras nos aproximábamos.

—¡Venimos a ayudarte! —grité, agitando los brazos—. Esa piedra pesa mucho, ¿no? Te echaremos una mano.

—¡No podrás moverla tú solo! —añadió Minami.

Los ojos profundos del coreano nos miraron suspicaces, y sus gruesos labios esbozaron un gesto de desconcierto. Nos acercamos a él con los brazos caídos, en señal de que no íbamos a atacarlo a traición. Se puso colorado, seguramente de vergüenza y excitación. Lo ayudamos a trasladar la piedra. Cuando quedó bien asentada sobre la tumba, los tres nos erguimos jadeantes y nos miramos. Nos sentíamos torpes e incómodos porque ya no teníamos nada que hacer y no sabíamos qué decir.

—¿Era tu casa la que tenía la bandera roja? —le preguntó Minami, con voz ronca por el esfuerzo y la turbación—. ¿Se había muerto tu madre?

—Mi padre —dijo el coreano con voz lenta y precisa—. Había muerto mi padre. Mi madre se escapó con la gentuza del pueblo.

—¿Por qué no escapaste con ella? —le preguntó Minami.

—Como mi padre estaba de cuerpo presente, no me marché —contestó.

—Claro, por tu padre —dijo Minami, como si no acabara de entenderlo, pero no hizo ningún comentario. El muchacho coreano apartó los ojos de él y los entornó para contemplar mi nariz enrojecida e hinchada. A mi vez, miré complacido los distintos moratones de su cara ancha y plana. Los labios de mi adversario de la otra mañana esbozaron una sonrisa.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté atropelladamente.

—I.

Agachó la cabeza para ocultar la amplia sonrisa que afloraba a sus labios. Calzaba sandalias de paja trenzada, sin calcetines, y con la punta de la del pie derecho trazó el ideograma de su nombre, para enseñarnos cómo se escribía, sobre la tierra todavía blanda de la tumba.[6]

—¡Ah! —exclamé, sin comprometerme, aunque la verdad es que me hubiera gustado decirle que estaba admirado por la belleza de los trazos del sencillo ideograma que había escrito—. ¿I se escribe así?

—Lo de la otra mañana por mí está olvidado —dijo, sin atreverse a mirarme a los ojos.

—Por mí también —dije.

Nos miramos francamente y nos reímos sin saber por qué. Me di cuenta de que I me caía bien.

—Vosotros también habéis enterrado a alguien, ¿verdad? —le preguntó I a Minami sin más preámbulos, con la familiaridad que da el hecho de formar parte de la especie humana—. ¿Quién era el muerto?

—Un compañero.

—¡También ha muerto una mujer, en el almacén! —exclamé, al recordarlo de pronto—. Total, que han muerto tres personas en este pueblo.

—¡La refugiada del almacén! —exclamó I, evidentemente interesado—. ¿La habéis enterrado ya?

—Todavía no —dije.

—Los que mueren de una epidemia, si no los entierran enseguida, pueden contagiar a los vivos —dijo Minami, autoritario—. Se lo oí decir a un celador.

—Es que su hija no se aparta de su lado —comenté—. ¿Cómo vamos a convencerla de que nos deje enterrarla?

—¡Conozco a esa niña! —gritó I, mostrando su blanca dentadura, al tiempo que sus ojos brillaban de orgullo—. ¡Voy a hablar con ella!

—¡Entonces, vamos a enterrarla! —dijo Minami tratando de imitar la voz de I—. ¡Nosotros enterramos lo que sea!

Con I entre Minami y yo salvamos el arroyo y regresamos donde estaban nuestros compañeros, que no ocultaban su sorpresa. Me encargué de que cavaran una fosa adecuada para el cadáver de la refugiada. I y Minami fueron a buscarlo acompañados por la mitad de los muchachos. Subieron corriendo por la empinada pendiente, dando alaridos como los indígenas de una tribu salvaje, y su ascenso estuvo jalonado por innumerables caídas y traspiés a causa de lo resbaladizo de la hierba, sembrada de hojas muertas y ramas secas.

Como ya nos habíamos acostumbrado a cavar tumbas, la tarea se hizo con facilidad. Trabajamos divididos en dos grupos: los que manejaban la azada y los que sacaban la tierra. Si salían bichos de la tierra, los aplastábamos inmediatamente de un pisotón. I y los demás debían de tener dificultades para convencer a la niña sentada junto al cadáver tendido en el almacén, porque tardaban en volver. Pasado un buen rato, se oyeron gritos procedentes del camino adoquinado. Dejé los últimos toques del trabajo a mis compañeros y subí por el sendero, donde empezaba a secarse el barro que se había formado al deshelarse la escarcha.

Al cabo, mis compañeros aparecieron por el camino adoquinado. Minami y unos cuantos más llevaban a hombros el cadáver envuelto en una manta y una tela blanca, como si trasladaran a una ternera que se hubiera roto una pata y no pudiera moverse. Los que no soportaban directamente su peso ayudaban a los demás estirando los brazos cuanto podían. A cierta distancia los seguían la niña, que no apartaba los ojos de los restos mortales de su madre, e I, que se inclinaba hacia ella y le hablaba. El cortejo pasó ante mí. Y llegó la niña, pálida, con los labios cortados y los ojos anegados en lágrimas. Pasó sin prestarme atención, con la vista fija en el cadáver de su madre y los hombros temblorosos a causa de los sollozos.

—Mira, no hay más remedio, está muerta —le decía I en tono afectuoso y consolador—. Tu madre ha muerto, ¿no? Huele mal, hay que enterrarla.

Bajé por la ladera detrás de la comitiva. Nuestros compañeros cavaban en silencio con todas sus fuerzas. Tal vez por respeto a la niña, Minami y los demás se detuvieron a cierta distancia y siguieron sosteniendo el cadáver sobre sus hombros. La niña se detuvo en lo alto de la ladera, sin hacer caso de las llamadas de I para que se acercara a la tumba, y se sentó. Desde allí siguió los trabajos llorando y gimiendo temblorosa. Con la pericia de expertos enterradores, mis compañeros depositaron el cadáver en la fosa y lo cubrieron con tierra. La niña lloraba con la cabeza entre las rodillas. I y yo nos acercamos a ella, pero, como no sabíamos qué hacer, al final bajamos a ayudar a los demás.

—¿Ponemos piedras encima? —le preguntó Minami a I cuando nos acercamos—. No sé qué se hace después de enterrar a los muertos, ¿sabes?

—Apisonad la tierra —dijo I—. Apretadla a pisotones.

Titubeamos. Pero al final nos dividimos en tres cuadrillas, nos subimos, un tanto vacilantes, a los blandos montones de tierra y empezamos a pisotearlos con los brazos cruzados. Mi hermano también participó, incapaz de quedarse al margen, y se unió a los que pisoteaban la fosa de los animales.

Cuando empezamos a pisotear los montones de tierra como nos había dicho I, en los cuatro puntos cardinales del valle las montañas se tiñeron de un intenso color rojo oscuro; sólo el cielo del atardecer seguía iluminado por el sol sobre el silencioso pueblo. El súbito crepúsculo confirió una especie de solemnidad al trabajo de apisonar las fosas. Era algo similar a la insoportable imagen de la «muerte» que venía a visitarme sólo de noche, me hacía respirar angustiosamente y me empapaba la piel de sudor. Proseguimos nuestra tarea con renovado entusiasmo.

Por miedo a la resurrección de los muertos, los primitivos japoneses les doblaban las piernas bajo el tronco y cubrían las tumbas con pesadísimas losas de piedra. Y nosotros, temerosos de que nuestro difunto compañero surgiera de la tierra y campara a sus anchas por el pueblo donde nos habían dejado abandonados y bloqueados, pisábamos la tierra con toda la fuerza de nuestras piernas.

Y de repente, sin saber cómo ni por qué, formamos un estrecho anillo apretando nuestros cuerpos y enlazando nuestros brazos, y pisoteamos en silencio la tierra, envueltos primero por el aire fresco de la noche cada vez más cerrada, luego por las ráfagas de fría niebla que trajo consigo y, por fin, por el gélido viento invernal que la disipó. Empezaba a formarse entre nosotros, un grupo de niños perplejos, un firme lazo de unión. Bajo la delgada capa de tierra, que conservaba mejor el escaso calor del día que la niebla o nuestra piel de gallina, yacían los muertos, con las piernas muy juntas y los brazos pegados al cuerpo, con sus fríos ojos ocultos bajo sus párpados muertos, con reptantes larvas mordisqueando ya la carne entre sus muslos.

Nos asustaban igual que si fueran pájaros que echaran a volar a nuestros pies, pero estábamos más cerca de ellos que de los adultos que nos apuntaban con sus armas desde la otra ladera del valle, parapetados tras la barrera, de aquellos cobardes adultos del «exterior» que nos privaban de nuestra libertad. La noche había caído, y como no había nadie que saliera corriendo de aquellas hileras de casas muertas para llamarnos con voces cariñosas, seguimos pisoteando la tierra durante largo rato con los brazos estrechamente entrelazados.

Al día siguiente, cuando le llevé las sobras del desayuno, la niña estaba tomando el sol en los escalones de piedra delante del almacén. Por primera vez, cogió la cazuela cuando se la ofrecí, y un agradable calorcillo inundó todo mi cuerpo. Pensaba quedarme a su lado mientras desayunaba, pero pasaba el tiempo y no probaba bocado.

—Puedes venir al granero a comer, si quieres —le dije al fin con rudeza, y me marché sin esperar respuesta.

Llegó la hora de la comida, pero la chica no se presentó. Le llevé las sobras, acompañado por mi hermano y el perro. Mientras estuvimos a su lado, permaneció con la cabeza gacha y acarició el lomo del perro con sus dedos finos y cortos. Volví al granero muy contento de que la niña se fuera acostumbrando a mi presencia.

Como hacía bastante frío, a primera hora de la tarde encendí el hogar y me tumbé al lado. Mi hermano vino a despertarme, muy agitado. Acuciado por su voz, casi incoherente por la emoción, salí corriendo al camino adoquinado. El sol todavía estaba alto.

—¡Nos llama I! —gritaba mi hermano, y con cada grito soltaba una rociada de perdigones por las comisuras de los labios—. ¡Dice que nos va a enseñar el soldado!

—¿Qué soldado? —le respondí también a gritos, contagiado de su frenesí.

—¡El soldado, el soldado que se fugó!

Bajé corriendo por el camino en pos de mi hermano. I estaba en la plaza de la escuela, y su cara sanguínea, redonda como un caqui maduro, enrojecía cada vez más de excitación. Y Minami y los demás estaban incluso más excitados que él.

—¿De verdad es el soldado? —le pregunté a I, jadeando, cuando llegué.

—Juradme que no se lo diréis a los del pueblo —dijo I. Su voz sonaba temerosa y llena de suspicacia—. No romperéis vuestra palabra ni me traicionaréis, ¿verdad?

—¿De verdad es el soldado? —repetí, enfadado porque no me había contestado.

—Juradme que no se lo diréis a nadie —repitió I.

—No somos chivatos, y si alguien se chivara, se arrepentiría —dije, y paseé la mirada por los rostros de mis compañeros. Luego añadí, con voz tonante—: ¡Venga, juremos todos que no nos chivaremos!

Todos juramos al unísono guardar silencio. Minami, con voz aguda a causa de la ansiedad y la irritación, le dijo en tono amenazador a I, que seguía desconfiando:

—¡No sigas tratándonos como a perros, o te arrepentirás!

I asintió, como si hubiera tomado una decisión irrevocable, y nos fuimos en grupo camino del río. Tenso, como si empezara a arrepentirse de habernos revelado su secreto, I no respondía a nuestras preguntas. Sin embargo, no paramos de interrogarlo mientras descendíamos hasta el río, cruzábamos el puentecillo y subíamos el sendero que llevaba a la colonia coreana. Me acordé de los cadetes formados al lado del camión que habían venido a buscar al desertor, y las aviesas intenciones de los campesinos armados con lanzas de bambú que habían batido el bosque. Debía de haberle sido muy difícil escapar de ellos y llegar hasta el valle en su huida.

—¿Dónde encontrasteis al soldado? —le pregunté a I, a quien acompañaba pasándole un brazo por el hombro, en voz alta, para dominar las de mis compañeros que le hacían la misma pregunta—. ¡Dímelo, venga!

—No lo sé, de veras —me respondió con voz entrecortada—. Ya hace tiempo que se refugió en nuestra colonia. Durante el día duerme en la mina, y por la noche sale a comer.

—¿Así que ahora está en la mina? —le preguntó Minami.

—No, como se ha ido todo el mundo, se vino a vivir a mi casa.

—¿Qué hace? —le preguntó mi hermano, lleno de excitación—. Dime, ¿qué hace?

—¡Ahora lo veréis! —dijo I, irritado, y se calló.

La colonia coreana era aún más mísera que la aldea, y sus bajas casuchas parecían chozas. Allí el camino no estaba adoquinado, y el polvo se levantaba del seco suelo. Y como el bosque crecía inmediatamente detrás de las casas, algunas ramas muy largas de los abetos llegaban hasta la calle. Con la garganta seca a causa de la expectación, caminábamos obedientes en pos de I levantando nubes de polvo.

Al final de la hilera de casas, I se detuvo delante de aquella en que habíamos visto la bandera roja, frente a una puerta baja de doble hoja deformada y carcomida, y nosotros lo imitamos. Entonces I hizo una señal casi imperceptible para indicarnos que no lo siguiéramos y se fue por un estrecho callejón hacia la parte trasera de la casa. Esperamos. De pronto, se abrió una hoja de la puerta e I asomó la cabeza y nos dijo, con voz solemne y grave:

—Pasad.

Entramos en el zaguán y, al acostumbrarse nuestros ojos a la penumbra, vimos a un hombre acostado sobre un tatami que se incorporaba lentamente. Lo contemplamos conteniendo la respiración. Como no cabíamos todos en el zaguán, algunos se agolpaban a la puerta para mirar. El hombre volvió la cabeza hacia I, que estaba a su espalda. Teníamos los ojos clavados en su garganta, lívida y sin afeitar, que se movía en la semioscuridad.

—No temas —dijo I para disipar su recelo—. Son amigos, no te delatarán. Han jurado que no dirán nada.

La masa de ardiente ansiedad que llenaba mi pecho se derritió, y sentí una amarga decepción. Aquel hombre carecía del romántico encanto de los cadetes. No se insinuaba un trasero duro y sensual bajo su pantalón, ni tenía cuello de toro, ni sus mejillas eran azuladas y estaban bien afeitadas. Al contrario, el rostro de aquel hombre hoscamente silencioso y de edad incierta estaba macilento y mostraba claras señales de agotamiento. Y, encima, en lugar de aquel uniforme rutilante, rebosante de sensualidad, llevaba un vulgar chaquetón de faena.

—Miradlo un poco y salid para que puedan entrar los otros —dijo I, como si enseñara un conejo domesticado a sus amigos y quisiera volverlo a meter en su jaula enseguida—. Está hecho polvo, y no quiere que os paséis toda la tarde mirándolo.

Sin hacer caso de nuestras miradas, el silencioso soldado volvió a tumbarse en el tatami. Salimos sin decir palabra para dejar sitio a nuestros compañeros que pugnaban por entrar. Fuera soplaba un vientecillo fresco, que contrastaba agradablemente con la atmósfera cargada del interior de la casa, que olía a animales domésticos. Decepcionado, me llené los pulmones de los efluvios de bosque que traía el viento.

Sin embargo, mis compañeros más jóvenes estaban emocionados y contentos de poder ver al desertor. En cuanto salían, volvían a ponerse en la cola, detrás de sus no menos excitados compañeros, para contemplarlo de nuevo. Me indignaba oír sus tontos comentarios acerca de su fuga, llenos de entusiasmo e interrumpidos por profundos suspiros de admiración. El frío insidioso del desencanto se filtraba por todos los poros de mi piel.

Le hice una seña a mi hermano para que volviéramos a la aldea, pero estaba hablando del soldado con nuestros compañeros. Todos tenían los ojos brillantes. Estaban fuera de sí por la emoción.

—Lo atraparon los coreanos —explicaba uno de ellos con voz entrecortada por la emoción—. Se pusieron de acuerdo para hablar en coreano, y la policía no se enteró.

—¡Hay que ver cómo se escapó de los que lo buscaban! —añadió otro—. ¡Y eso que son expertos en la caza del jabalí!

—¡Se escapó! —gritaba mi hermano con voz aguda—. ¡Se escapó…!

Minami salió de la casucha rascándose la culera de los pantalones con gesto de desagrado. Emprendimos juntos el camino de vuelta al pueblo. Mientras bajábamos de la colonia coreana al río, Minami torcía los labios, como indignado.

—¡Qué putada! ¡Vaya tío desgraciado! ¡Qué desilusión!

—Aunque sea cadete —dije—, tiene pinta de cobarde, ¿no?

—Sí —asintió Minami—. No había visto nunca un cadete así.

—¿Te acostarías con él?

—¡Ése me daría menos gusto que una gallina!

Tenía el ceño fruncido, y sus ojos mostraban desprecio y asco. Luego se rió sin ganas. Esperamos en el puente que bajaran mi hermano y el resto de nuestros compañeros, pero pasaba el tiempo y no venían.

—Voy a volver, a ver qué pasa —dijo de pronto—. Me intriga su tardanza.

Indignado por su actitud, lo seguí con la mirada mientras corría cuesta arriba, camino de la colonia coreana. Luego me encogí de hombros y subí por la otra ladera hasta llegar a la plaza.

La niña estaba sentada delante del almacén con las manos en las rodillas. Me acerqué para aliviar mi soledad. Callada como siempre, levantó hacia mí sus ojos tristes, de color pardo grisáceo. Me arrimé a la pared del almacén y nos miramos durante un rato sin decir nada.

—Oye —dije al fin, después de tragar saliva—. ¿Sabes lo del soldado desertor?

La niña siguió callada, como si no me hubiera oído.

—Bueno, a lo mejor eres sordomuda —le dije, y me encogí de hombros.

Bajó la vista. Las sombras de sus espesas pestañas se alargaron y cayeron sobre sus ojos. Eran unas sombras azuladas, como las de las hojas y la hierba.

—Te invito a cenar en el granero —le dije—. Venga, vamos.

Me miró, pero no hizo ademán de seguirme. Me incliné y la cogí de un brazo para levantarla, y al punto me arañó con una fuerza increíble. Contrariado, me enderecé y me marché sin insistir.

Al llegar a la plaza de la escuela miré atrás, y vi que me seguía como un perrillo faldero. Estaba completamente desconcertado, y un poco harto. Pero me alegraba que viniera conmigo. Fingí que no la había visto, volví al granero y esperé su llegada.

Cuando empezaba a cansarme de esperarla, entró en el granero detrás de mi hermano, que estaba muy agitado. Repetía una y otra vez, entusiasmado, que el desertor había salido finalmente de casa de I y había cambiado con ellos unas cuantas palabras. La niña se sentó al lado del hogar y no se ofreció a ayudarnos a preparar la cena. Con gusto les hubiera echado una buena bronca a los dos.

Sin embargo, durante la cena empezamos a intimar los tres. La niña comía con apetito, y al masticar movía graciosamente el cuello negro de mugre. Y miraba asombrada a mi hermano, que le daba de comer al perro de su boca.

—Oye —me dijo de repente mi hermano, al ocurrírsele la idea—, hay que ponerle nombre al perro.

—Se llama Oso —dijo la niña.

La miré, sorprendido. Ella también parecía sorprendida y excitada. Al llamarlo mi hermano por aquel nombre, el perro empezó a menear el rabo con todas sus fuerzas. Mi hermano y yo nos reímos, y la niña soltó a su vez una tímida risita. Aquello me había levantado el ánimo, y me reí durante un buen rato.

—¿Es tuyo este perro? —le preguntó mi hermano, preocupado. Ella negó con la cabeza. Aliviado, añadió—: Es manso, ¿verdad?

Me habría gustado decirle algo a la niña, pero no se me ocurría nada interesante que contarle. Y, además, me picaba la garganta y me costaba pronunciar las palabras. Así que renuncié a la conversación y me limité a procurar que ardiera un buen fuego delante de ella. Teníamos el estómago lleno, el fuego ardía alegremente en el hogar y calentaba nuestras mejillas, y tanto nosotros como el perro nos sentíamos la mar de felices. Lo único que empañaba mi felicidad era que mi hermano no paraba de hablar del desertor.

A partir de la mañana siguiente, nos acostumbramos a ir a buscar a la niña al almacén antes de cada comida. Después nos íbamos juntos a la plaza de la escuela. Ella se sentaba silenciosa, un poco apartada, a la sombra de los árboles, pero nunca dio muestras de querer volver al almacén.