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EL BLOQUEO

Al amanecer, en el pueblo no se oía una mosca; ni cantaron los gallos ni resonó la voz de ningún animal doméstico. La primera luz del sol, suave y blanca como la harina, bañaba las casas, ahora tristes y abandonadas, los árboles, los caminos y el fondo del valle. Lo inundaba todo. Lo inundaba todo como si fuera agua clara, y nuestros cuerpos, los cuerpos de los pobres muchachos abandonados, no proyectaban ninguna sombra mientras paseábamos arriba y abajo por el camino adoquinado o íbamos de un lado para otro.

No teníamos nada que hacer, pero no podíamos quedarnos dentro del templo; necesitábamos alejarnos de nuestro compañero muerto, que desprendía un olor húmedo y permanecía inerte y silencioso como un árbol o una casa. Por tanto, recorríamos lentamente arriba y abajo el camino adoquinado, desierto como una playa en un día de mar embravecido, con las manos en los bolsillos, el torso inclinado hacia delante y los ojos inyectados en sangre por el insomnio. A pesar de la ansiedad que nos dominaba, paseábamos lentamente y en silencio por el camino cubierto de escarcha de dos en dos o de tres en tres, pues aunque no teníamos ganas de hablar necesitábamos compañía, y cuando nos cruzábamos con otro grupo de muchachos cabizbajos que venía en sentido contrario intercambiábamos sonrisas y nos saludábamos silbando, sin saber qué nos llevaba a obrar de aquel modo tan incongruente. Nos abrumaba aquel pueblo sin habitantes, aquel pueblo que parecía haber sido desechado como un trasto viejo, y nos sentíamos igual de nerviosos que cuando, de niños, habíamos representado funciones teatrales en el colegio. Ya se había calmado la excitación provocada por la marcha de los campesinos, que había durado horas, y empezábamos a tener la sensación de que, de no mantener la boca firmemente cerrada, aquella especie de representación teatral que era el silencio con que manifestábamos nuestro respeto por el extraño aspecto que ofrecía el pueblo vacío acabaría con todos los actores riéndose a carcajadas. Por otra parte, nadie nos mandaba ni nos decía qué debíamos hacer, y a nosotros no se nos ocurría nada. De modo que paseábamos arriba y abajo por el camino adoquinado, despacio y con una especie de obstinación.

El cielo que cubría el silencioso pueblo se había ido tornando de un azul cada vez más vivido, y las ráfagas de viento, al agitar las hojas de los arbustos que cubrían la ladera donde se encontraba la mina abandonada, enfrente de la nuestra, parecían llenarla de infinidad de pececillos que nadaban vertiginosamente. Pasado un rato, las copas de los árboles se agitaron por encima del camino adoquinado por el que paseábamos, lo que indicaba que había cambiado el viento. Pero no llegaba hasta nuestras cabezas ni nuestros hombros, y los rayos de sol nos calentaban. Las casas, cerradas con gruesos candados de hierro o con cadenas pasadas por armellas, estaban sumidas en el silencio. Paseábamos despacio ante ellas.

De repente, el sol apareció a nuestro lado de la cordillera. Era mediodía. Mientras paseábamos por el camino oímos dar la hora en los relojes de pared de las casas cerradas. Y, automáticamente, el hambre se apoderó de nosotros. Volvimos, no sin una íntima reticencia, a la habitación donde estaba el cadáver maloliente de nuestro compañero y, conteniendo la respiración, cogimos los morrales, en los que teníamos algo de comida, y nos dirigimos a la plaza de la escuela para almorzar. Si elegimos aquel lugar con unanimidad, fue porque había una bomba manual de la que manaba un chorrito de agua un tanto turbia al accionar el manubrio con energía, no porque nos hubiéramos puesto de acuerdo. Y tampoco nos habíamos puesto de acuerdo para seguir manteniendo aquel silencio tan extraño y ridículo, tan falto de naturalidad. Seguramente, éramos los únicos seres vivos en el silencioso pueblo, y compartíamos un sentimiento común de abrumadora sorpresa. Dado que compartíamos la misma situación y el mismo sentimiento, ¿por qué tenía que haber discrepancias entre nosotros?

Sin embargo, al terminar de comer, el estómago lleno hizo que algunos sintieran pesar y una irritante fatiga, mientras que otros estaban llenos de una absurda satisfacción. En consecuencia, se nos soltó la lengua y empezaron las discrepancias entre nosotros.

—¿Por qué se habrán largado esos cabrones? —me preguntó uno de mis compañeros—. ¿Tienes idea?

—Sí, ¿por qué se habrán largado? —repitió mi hermano, que estaba sentado a mi lado con las manos en las rodillas y la cabeza gacha, pensativo.

—No lo sé —dije.

De nuevo un lánguido silencio nos rodeó como un anillo y se extendió por la aldea y luego por todo el valle, hasta que sus ecos parecieron reverberar. Estábamos tumbados en los adoquines o apoyados en los troncos de los árboles y contemplábamos el luminoso cielo, que parecía inundarnos de un modo misterioso, pensando en las musarañas.

—¡Oye! —exclamó Minami, que se había levantado de pronto y me miraba—. ¡Tú no has bebido agua del pozo!

—No —respondí, confuso.

—¿Por qué? —El tono de Minami era serio—. ¡Ya lo entiendo! ¡Tienes miedo de la epidemia! ¡Los del pueblo se han largado por eso, por miedo, y nos han dejado en medio de millones de bacterias!

Su agitación contagió a todo el mundo. Comprendí que debía tranquilizarlos. Si no, se desesperarían y, seguramente, se pondrían violentos. Y lo más probable era que la tomaran conmigo.

—¿Una epidemia? —Hice una mueca, como burlándome de Minami—. No se me había ocurrido, la verdad.

—¿No se murió una mujer en el almacén? Y nuestro compañero también ha muerto —dijo Minami.

—Nuestro compañero ya estaba enfermo antes de llegar aquí —repliqué—. Todos lo sabemos, ¿no?

—¿Y qué me dices de los animales? —añadió Minami, tras pensar un momento—. Todos aquellos animales que enterramos.

El recuerdo del montículo de cadáveres de animales que habíamos enterrado el día anterior me dio escalofríos. ¿De qué habrían muerto…?

—¡Enfermedad de ratas, enfermedad de conejos cachondos! —dije, exagerando el tono burlón—. ¡El que le tenga miedo a eso, que se marche con los campesinos!

—¡Claro que me largo! —Minami se colgó el morral del hombro y echó a andar con aire decidido—. No tengo ganas de morirme, ¿sabes? Tú espera si quieres a que venga el celador con el segundo grupo, pero para entonces a lo mejor ya te has muerto de la epidemia.

Uno tras otro, nuestros compañeros se fueron levantando, y al final sólo quedamos mi hermano y yo. Nos miramos a los ojos. Las suaves comisuras de sus labios temblaban de ansiedad. Cuando Minami y los demás se alejaban por el camino adoquinado, los seguimos, pero deliberadamente no cogimos nuestros morrales, para demostrar que no estábamos de acuerdo.

Subimos cogidos de los hombros por el camino adoquinado y la senda, cubierta de hojas húmedas, que cruzaba el bosque, manteniéndonos a cierta distancia del grupo. Al oponernos a Minami y los demás, habíamos hecho ostentación de la fuerza que nos daba nuestra unión fraterna, pero, en el fondo, desconfiaba de que pudiéramos vivir solos en el pueblo si nuestros compañeros se marchaban. Por consiguiente, cuando mi hermano apretó con fuerza mi hombro con su brazo y me miró con ojos febriles, me faltó valor para contestar a su muda pregunta y aparté la vista, con lo que traicioné cruelmente la confianza que depositaba en mí. Aquella muda pregunta era: ¿Y si hay una epidemia? ¿Y si es ésa la causa de la muerte de las musarañas y los demás animales? Pero repetía para mí: ¿Qué puedo decirte, si no lo sé? ¿Qué puedo decirte, si no lo sé?

Al llegar al comienzo de la estrecha vía que cruzaba el valle, Minami y los demás se pararon, desconcertados, y mi hermano y yo nos unimos a ellos corriendo, olvidado todo desacuerdo. Nuestras diferencias se habían borrado de golpe, y formábamos de nuevo un grupo compacto que miraba sorprendido el otro extremo de la vía. Y todos suspiramos, descorazonados.

Al otro lado del valle habían levantado sobre la vía, poco antes de que llegara el rellano de piedra, una barrera hecha de tocones, haces de ramas, tablones, traviesas y piedras, con ánimo de cortarnos el paso. Si avanzábamos por la estrecha vía e intentábamos trepar por la barrera, los materiales que la formaban se desprenderían, y nos caeríamos al profundo valle. Aquella barrera, además de constituir de por sí un obstáculo formidable, era de una fragilidad traicionera. Y del fondo del valle llegaba el fragor de las aguas, cuyo caudal había aumentado considerablemente a causa de la lluvia. La perplejidad al ver aquella barrera que nos cortaba el paso, y la sorpresa al comprobar que los campesinos no querían saber nada de nosotros y nos abandonaban a nuestra suerte, dejaron a mis compañeros mudos y paralizados. Aunque mi intención no era cruzar el valle para unirme a los campesinos, su estado de ánimo se me contagió, y también me quedé mudo y paralizado.

Entonces, a través de las ramas peladas de los árboles, vimos salir a un hombre del cobertizo de la vagoneta, en la ladera opuesta. El primero en gritar fue Minami, y después todos le hicimos coro.

—¡Oiga, oiga! —chillamos hasta desgañitarnos. Nuestros gritos se extendieron por todos los rincones del valle, donde rebotaban como los ecos de un coro melancólico—. ¡Oiga, oiga, estamos aquí, oiga!

Era indudable que la cara pequeña y curtida que había al otro lado nos había visto. Descolgó la escopeta de caza que llevaba al hombro, se la terció sobre el pecho y subió ágilmente a una elevación del terreno a la izquierda del cobertizo. Dejamos caer los brazos, abatidos, y nuestras gargantas, que ya empezaban a dolemos, callaron en seco. El mensaje era claro. Aquel hombre se había apostado en un sitio desde donde podía abatir a quien estuviera lo bastante desesperado para intentar llegar al lado opuesto caminando por la vía y escalando la barrera. Estábamos atrapados.

Un súbito acceso de ira nos encendió la sangre. Ciegos de rabia, lanzamos toda clase de improperios contra el hombre que, agazapado entre los robles desnudos de la otra ladera, apuntaba a la vía su escopeta. Pero nuestros insultos no llegaron hasta él, pues se mezclaron con el fragor del río y se perdieron en el valle. Nos habían dejado a solas con nuestra rabia.

—¡Esos cabrones sólo piensan en hacernos putadas! —dijo Minami con la voz iracunda—. ¡Está al acecho con la escopeta a punto, para cargarse al primero que intente pasar! ¡Qué hijos de puta!

—¿Por qué? ¿Por qué está al acecho? —preguntó mi hermano, que tenía los ojos llenos de lágrimas y hablaba con voz trémula, infantil—. ¿Por qué se nos quiere cargar…?

—Y eso que no somos enemigos suyos —dijo otro compañero, al que parecía habérsele contagiado la agitación de mi hermano—. No somos enemigos suyos.

—¡Para aislarnos! —gritó Minami—. Dejad de lloriquear. Lo que quieren es aislarnos, ¿está claro?

—¿Por qué quieren aislarnos? —preguntó tímidamente mi hermano, asustado por la vehemencia de Minami.

—Porque tú y yo, todos, estamos enfermos —dijo Minami—. Esa gentuza tiene miedo de que propaguemos la epidemia. Así que nos encierran para dejarnos morir como los perros o las musarañas.

—No estamos enfermos. —Miré desafiante a Minami, y alcé la voz para que me oyeran todos—. Lo que pasa es que esos desgraciados están asustados. ¿Alguno de vosotros ha vomitado esta mañana? ¿A alguno le han salido manchas rojas por todo el cuerpo? ¿Alguno de vosotros está lleno de piojos?

Todos callaron. Me mordí los labios con fuerza mientras resonaban los ecos de mi voz.

—Volvamos —dijo Minami al cabo—. Prefiero morir de esa enfermedad que de un tiro.

Soltó un grito muy raro, le dio una patada en el trasero al chaval que tenía delante y echó a correr por el camino que bajaba a través del bosque. Salí en su persecución. Corríamos los dos a toda velocidad, echando los bofes, y no lo alcancé hasta la salida del bosque, cuando, agotado, se paró a recobrar el aliento. Permanecimos un rato sin poder decir ni una palabra, jadeando. Nuestros compañeros, que nos seguían a cierta distancia, llenaban el bosque de gritos que resonaban como la repentina ráfaga de viento que anunciaba la tormenta. Aquel griterío sólo era consecuencia del miedo, y sonaba igual que un prolongado lamento.

—No vuelvas a hablar de la epidemia, ¿oyes? —le dije con voz ronca—. Como se asusten y se pasen la vida lloriqueando, te acordarás de mí.

Al oír mis amenazas, levantó la barbilla, retador, pero no hizo ademán de atacarme. A pesar de su evidente enfado, permaneció callado.

—Yo tampoco hablaré de la epidemia, ¿de acuerdo? —dije al fin.

—De acuerdo —dijo Minami. Pero me di cuenta de que lo había dicho por decir algo, ya que su mente pensaba en otras cosas y no había prestado atención a mis palabras. Y, de pronto, exclamó, en tono arrogante—: Si quisiera escaparme de aquí, me sería fácil; que vigilen la vía no significa que estemos atrapados en una ratonera.

Para demostrarle que aquella fanfarronada sólo merecía mi desprecio, callé, y, al mirarlo de reojo, vi que estaba muy indignado. Las palabras de los campesinos que habían perseguido al desertor, lo escarpado del valle y la fuerza de la corriente que corría por él, y que habíamos visto con nuestros propios ojos, eran otras tantas pruebas irrefutables de que era imposible escapar de aquel pueblo perdido entre las montañas.

—No tengo más que huir a través del bosque y pasar al otro lado —dijo riendo, perdida ya toda arrogancia, ante mi desdeñoso silencio.

—Sólo conseguirías que los campesinos que viven al otro lado del monte te atizaran de lo lindo —dije—. ¿No recuerdas que te dejaron medio muerto cuando te escapaste?

El bloqueo de la vía no era más que un «símbolo». Simbolizaba el muro grueso, sólido e infranqueable dentro del cual nos había encerrado la hostilidad hacia nosotros de los campesinos de los pueblos que rodeaban aquella aldea perdida entre las montañas. Era claramente imposible enfrentarse a él y atravesarlo.

—Conque medio muerto, ¿eh? —farfulló Minami—. He escapado tres veces, y las tres me han dejado medio muerto. Pero ahora hay un tío que nos apunta con una escopeta de caza, ya lo sé. Trabajé como ayudante de un hombre que mataba vacas y perros enfermos, ¿sabes? Terneras que mugían de dolor de tan enfermas que estaban, con un mazo grande como sus cabezas.

—¡Calla, si no quieres que te pegue! —le grité, furioso—. No se lo expliques a nadie.

—Era algo muy sencillo, como verás —dijo, alerta por si lo atacaba—. Para no errar el golpe del mazo, sostenían a la ternera entre tres hombres. Y yo tenía que distraerla dándole agua o hierba.

Hice ademán de abalanzarme contra su garganta. Pero los ojos de Minami se habían llenado de lágrimas. Me quedé quieto, jadeando.

—Lo hice, ¿comprendes? —Se secó las lágrimas con el dorso de la mano—. De verdad.

—¿Y eso qué tiene que ver con que nos hayan dejado aislados? Ninguno de nosotros está enfermo —repliqué.

—No sé cómo decirlo. —Minami estaba nervioso—. Me acordé de cuando matábamos a las terneras. Me acordé de repente.

Yo también estaba a punto de caer en la triste exasperación que lo embargaba. Ya no podía contener el temblor de mis labios, y no me temblaban sólo de rabia.

—Pero ¿qué podemos hacer? —dije—. ¡Deja de lloriquear! Estamos atrapados. ¿Qué podemos hacer?

Mi hermano y los demás nos alcanzaron. Minami y yo nos miramos a los ojos como si nunca hubiéramos discutido.

No tengo intención de justificar lo que hicimos aquella tarde. Ninguno de nosotros lo decidió ni se paró a considerarlo. Aunque era algo fuera de lo normal se inició del modo más natural, de la misma manera que los muslos de los niños se alargan de repente a causa de un inesperado estirón.

Lo primero que hicimos fue elegir una casa cada uno, o por parejas, y forzar las puertas. Luego, tranquilamente, sin que se aceleraran los latidos de nuestros corazones a causa de la excitación de invadir la propiedad ajena, las registramos en busca de comida escondida.

Mi hermano y yo elegimos la última casa del camino adoquinado, de paredes entramadas. Rompimos el candado con una piedra que trajo mi hermano, e inmediatamente se metió corriendo en su oscuro interior, temeroso, pero rápido como un delgado pez.

El oscuro interior de la casa me recordó un rincón de bosque al que nunca acudiera nadie. Sin embargo, aún flotaba en el ambiente el olor de sus habitantes, aunque empezaba a volverse rancio, falto de la encantadora renovación que da la vida. No había ojos extraños que nos observasen desde las paredes, las rejas o los pesados muebles colocados sobre los tatamis cuando irrumpimos en aquella casa desconocida. No había nadie allí. La habían abandonado.

Mi hermano y yo nos paseamos por la casa pisando sin contemplaciones las prendas de ropa que habían quedado esparcidas sobre los tatamis a causa de la precipitada huida, y encontramos latas de conservas, sacos de arroz, algo de pescado seco y un poco de salsa de soja en una botella con el cuello roto, y lo depositamos todo sobre los adoquines, frente a la casa. La escudriñábamos metódicamente y en silencio. Cuando salí por enésima vez de ella, cargado con unas latas de puré de soja, Minami me llamó, con el ceño fruncido, mientras arrastraba un saco lleno de comida que había sacado de una casucha con el techo de paja, al otro lado de la calle.

—Nunca había hecho un robo tan miserable —dijo, apesadumbrado.

—¿Se te ha puesto dura? —le pregunté, pues presumía de las tremendas erecciones que tenía cuando robaba.

—¡Qué va! La tengo lacia como una muñeca de trapo.

El eco de su voz no tardó en perderse, y volví a mi «miserable robo». Mi hermano y yo seguimos escudriñando casas porque no teníamos nada mejor que hacer. No obstante, aquella tarea, despreciable y que, en el fondo, nos dejaba mal sabor de boca, cada vez nos atraía menos. Las casuchas eran pobres, y lo que encontrábamos en ellas por fuerza había de ser mísero. Y no hallábamos nada sorprendente que avivara nuestro interés. Mi hermano y yo decidimos no registrar más casas y empezar a trasladar lo pillado a la plaza de la escuela. Nuestros compañeros ya habían llevado allí sus respectivos botines. Como el nuestro, no eran más que unos pocos sacos de comida. Nos garantizarían la subsistencia durante bastantes días, pero eso era todo. Nuestros compañeros estaban cansados y un tanto avergonzados de lo poco que habían conseguido reunir. Tras comentar nuestras experiencias como expoliadores, regresamos al lugar donde habíamos dejado el resto de lo conseguido con nuestros saqueos. Estábamos cansados y caminábamos sin prisas.

—¡Eh! —gritó mi hermano—. ¡Mira!

Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron, mi cansancio se desvaneció y la sangre se me subió a la cabeza. Delante de la parte de nuestro botín que no nos habíamos llevado estaba de pie un chico coreano que se había echado un saco de arroz al hombro y nos miraba. El silencio que invadía la aldea, los gritos lejanos de mis compañeros y los rayos del sol poniente me envolvieron, sentí que mi piel ardía y avancé despacio mirando desafiante a mi adversario. Dejó caer el saco de arroz, y, cuando inclinaba la cabeza para recibir mi embestida, me abalancé sobre él. Inmediatamente nos enzarzamos en una violenta pelea: nos clavábamos mutuamente las uñas, nuestros cuerpos chocaban, nuestras piernas se enlazaban. Caímos sobre los adoquines y rodamos en silencio, pataleando y tratando de hacer presa en el contrario con los codos. Peleábamos con todas nuestras fuerzas, sin emitir el menor sonido. El cuerpo del chico coreano despedía un olor penetrante y era increíblemente pesado. Al final logró aprisionarme con su mole; el brazo izquierdo me quedó bajo la espalda, y el derecho me lo inmovilizaba con el codo. Entonces me metió los gruesos dedos en la nariz, y la sangre empezó a manar y a correrme por la mejilla, pero no podía sacar la cabeza de debajo del pecho de mi adversario, que jadeaba con fuerza y no se movía, a fin de que no pudiera defenderme. Conseguí liberar mi brazo izquierdo, estiré los dedos y arañé el suelo en busca de un punto de apoyo. Oí los pasos de mi hermano al acercarse corriendo y los gruñidos amenazadores del joven coreano; entonces mi hermano me puso un pedrusco en la mano izquierda. La levanté con fuerza, y la piedra golpeó a mi adversario en la nuca.

El chico coreano soltó un alarido, me dejó libre y se desplomó. Me levanté y me apreté la nariz con la mano. Mi adversario, caído en el suelo, me miraba; tenía ojos estrechos, de mirada plácida, labios bien formados y carnosos y una cara redonda, gorda e infantil. Bajé el pie, que había levantado para darle una patada en el estómago, al ver que no podía defenderse, y me volví hacia mi hermano. Se había retirado a los árboles de la orilla del camino y me contemplaba con las manos en la cintura y los ojos llenos de lágrimas.

Lo invité a acercarse con un gesto de la barbilla, y recogimos el resto del botín. Cuando iba a coger el saco de arroz que el coreano trataba de llevarse, lo detuve. Ya no lo quería. Sin hacer caso de mi adversario, que seguía tumbado en el suelo y vigilaba nuestros movimientos, nos fuimos camino arriba.

—¡Qué fuerte eres! —exclamó mi hermano con la voz ahogada por las lágrimas.

—Ese chico también es muy fuerte —dije, y me volví para ver qué hacía el coreano. La sangre que manaba de mi nariz cayó sobre los bultos que acarreaba.

Mi adversario se había cargado el saco al hombro y, cojeando visiblemente, cruzaba el puentecillo que salvaba el estrecho río. Así pues, regresaba a la colonia coreana, situada en la ladera opuesta del valle. Al pensar que no éramos los únicos abandonados, sentí una extraña emoción. Entonces advertí que me seguía sangrando la nariz y, si no echaba la cabeza hacia atrás, llenaría de sangre mi pecho, mis manos y la comida. Mi hermano, incapaz de aguantar mi paso lento y cansino, me dejó y se fue corriendo para contarles a nuestros compañeros la pelea que acababa de tener con un coreano que parecía haber surgido de la nada.

El hecho de que no fuéramos los únicos que se habían quedado en la aldea desconcertó a mis camaradas. Y al atardecer descubrimos que teníamos otro «vecino» al que habían dejado abandonado.

En aquellos momentos preparábamos la cena, después de haber elegido alojamiento. Cada uno ocupó la casa de la aldea que le dio la gana. Mi hermano y yo nos decidimos por un edificio con aspecto de almacén, que debía de servir de granero en la época de la cosecha, situado al final de la cuesta que salía de la plaza. Nos gustó porque en el amplio zaguán había un hogar[5] y, además, la sala adyacente, en la que había unos cuantos sacos vacíos y algunos granos de maíz, estaba entarimada, por lo que podríamos poner en ella los tatamis y las mantas de los que nos habíamos apoderado. Mientras yo acarreaba leña y la apilaba junto al hogar, mi hermano fue a coger verduras a un huertecillo que había detrás del almacén y a buscar utensilios de cocina en las casuchas vecinas. Pusimos las verduras cortadas finas, el pescado seco y algunos puñados de arroz en una cazuela y fuimos por agua a la bomba de la plaza.

Nuestros camaradas se habían reunido delante del almacén y miraban su interior por la puerta abierta. El sol poniente iluminaba con sus rayos dorados sus cuerpos inmaduros pero avezados a todo, apiñados unos contra otros. Estaban asombrados. Mi hermano y yo nos acercamos corriendo y vimos a una chica, sentada al lado de un cadáver envuelto en una manta, que nos miraba desconcertada y hostil. Al verla, me dio un vuelco el corazón y no pude reprimir un suspiro de sorpresa.

—¡La han dejado en mitad del entierro! —Minami, que se había abierto paso entre los muchachos, me habló en voz baja y vehemente, excitado—. ¡Se han marchado sin enterrar a su madre! ¡Son unos desgraciados!

—¡Vaya! —dije, y contemplé la cabecita inmóvil de la niña, cuyos ojos asustados estaban vueltos hacia nosotros, y bajo su mano, levantada en un gesto grácil, la frente pálida e inanimada como una planta del cadáver. El aire del exterior, teñido de tonos dorados, empezaba a filtrarse en el interior.

—¡Oled, oled bien todos! —Minami aspiró ruidosamente—. Huele igual que los perros muertos.

—¿Quién la ha encontrado?

—Uno que quería dormir aquí. —Minami dejó escapar una risita burlona—. ¡Una mujer muerta y una niña loca! ¡Bonita compañía para dormir!

—¡Dejad de mirar, venga! —dije, porque me deprimían los labios entreabiertos de pánico de la niña, sus encías rosadas, su cara tensa, sucia y nada bonita. Y no era agradable ver el cadáver.

—¡El que abrió la puerta, que la cierre! —ordenó Minami.

Al acercarse a la puerta uno de nuestros compañeros, con gesto temeroso, la cara de la niña manifestó que estaba a punto de echarse a llorar. Mientras la puerta se iba cerrando, del otro lado nos llegaron sus sollozos. La niña se convirtió inmediatamente en un misterio, que creció y se extendió. La puerta se trabó y quedó entreabierta, pero el chaval que la cerraba no intentó ajustaría y se alejó corriendo, muerto de miedo. Durante un rato nos quedamos allí de pie, indecisos. Pero aquella escena nos ponía la carne de gallina. Al final, con el corazón en un puño, cada cual volvió a su alojamiento y nos dedicamos a preparar la cena.

Encendí la leña que dejé dispuesta en el hogar, puse la cazuela encima de la débil llama y mientras esperábamos, presas de un hambre terrible, hablamos de nuestra nueva e incómoda vecina.

—Esa niña —dijo mi hermano, pensativo— debe de haberse vuelto loca porque se murió su madre.

—¿Cómo sabes que está loca?

—Es una guarra, ¿verdad? —añadió, sin venir a cuento.

—Sí —gruñí—. Estaba muy sucia.

El guisado de arroz y verduras estuvo listo antes de lo que creíamos, y nos supo a gloria. Sacamos nuestros cubiertos del morral y nos comimos la rica cena en silencio y con apetito. El fuego del hogar calentaba el aire del interior del almacén, que se fue impregnando de un misterioso olor a humedad. Ahítos, calientes y con nuestros cuerpos blandos como si fuéramos moluscos, nos echamos en los tatamis y nos tapamos con las mantas. Era de noche, y en aquel pueblo éramos libres, de modo que podíamos irnos a dormir cuando nos diera la gana. Mi hermano cerró los ojos, se subió la burda manta, que olía a sudor y grasa, hasta la barbilla y se puso a respirar acompasadamente. Pensé en llevarle la comida que había sobrado a la niña del almacén. Pero me daba pereza levantarme y no quería volver a ver el cadáver, rígido y voluminoso, de su madre. Aquella imagen que había visto a la luz del crepúsculo empezaba a obsesionarme. Y también la de nuestro compañero que yacía de espaldas en el edificio del templo, ahora vacío. Pensé en la muerte y como siempre me invadió una desagradable mezcla de sensaciones: opresión en el pecho, sequedad de garganta y violentos movimientos intestinales. Era como si sufriera una especie de enfermedad crónica. Una vez que se habían apoderado de mí aquellas sensaciones y aquella agitación, no era capaz de quitármelas de encima hasta que me dormía. Y durante el día no era capaz de recordar con precisión lo que había sentido. Tenía la espalda y los muslos empapados en un sudor frío, y me tapé la cara con la manta. La «muerte», para mí, era mi falta de existencia dentro de cien años y dentro de varios siglos, mi falta de existencia en un futuro que se alargaría infinitamente. En aquellas lejanas eras también habría guerras, encerrarían a los niños en reformatorios, habría chicos que ofrecerían sus servicios a homosexuales y habría personas que llevarían una vida sexual completamente normal. Pero yo no lo vería. Me mordí los labios, con el pecho oprimido por el miedo, y reflexioné. De aquellos dos muertos debían de estar saliendo infinidad de bacterias, que acabarían por llenar el aire del valle y convertirlo en una especie de masa viscosa. Y no podíamos hacer nada. El terror me hacía temblar como una hoja sacudida por un tifón.

—¿Qué te pasa? —me preguntó mi hermano.

—Nada —le contesté con voz ronca—. Duérmete, venga.

—¿Tienes frío? —me preguntó, preocupado, al cabo de un rato—. Hay corriente de aire.

Me levanté de un salto y fui a tapar las rendijas de la puerta de la calle con un tatami. A través de ellas pude ver resplandor de llamas cerca de la colonia coreana, en la otra ladera de la montaña, que se agitaban como una señal. Pensé que aquel chaval había encendido una hoguera, y mi cuerpo fue invadido por un cálido sentimiento de amistad hacia él. El dolor de las magulladuras que tenía en todo el cuerpo y de mi lacerada nariz se tornó en un agradable cosquilleo. Aquel tío era realmente fuerte; muchos coreanos lo son, y por eso las peleas con ellos eran largas y duras.

—Enséñame el abrelatas del camello —me pidió mi hermano, zalamero—. ¡Venga, sólo un rato!

Saqué del morral el abrelatas con forma de cabeza de camello y lo puse en su mano extendida. Aunque ya no servía para abrir, a los dos nos gustaba mucho, y mi hermano quería que se lo diera. Cuando volví a meterme bajo la manta, apretó su espalda caliente y entrañable contra la mía.

—Oye —le dije, procurando no asustarlo—, ¿no tienes miedo?

—¿Qué? —me respondió adormilado, tras bostezar débilmente—. ¿Me dejas el abrelatas del camello? ¿Me dejas que lo guarde en mi morral?

—Sí, ya me lo devolverás —le respondí, magnánimo.

El fuego del hogar estaba casi apagado, y resonaban a nuestro alrededor los gritos de las bestias del bosque, el aleteo repentino de los pájaros y el crujido de la corteza de los árboles al quebrarse por el frío. Abrumado por la imagen provocativa, opresiva y desesperanzadora de la muerte, hacía heroicos esfuerzos por dormirme, y cuando oí la respiración tranquila de mi hermano, que se había quedado roque, sentí unos celos tan grandes que mis sentimientos fraternales casi se esfumaron. Dentro de la aldea, los abandonados y los muertos sin enterrar dormían o sufrían de insomnio; fuera de la aldea, todos los malvados dormían como troncos.