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LA AMENAZA DE LA EPIDEMIA Y LA HUIDA DE LOS CAMPESINOS

Por la tarde hubiéramos debido volver al trabajo, a apisonar la tierra de la fosa en que habíamos enterrado a los animales. Sin embargo, terminada nuestra frugal comida, nos tumbamos en el estrecho jardín del templo y dejamos que nuestros cuerpos cansados recibieran los débiles rayos del sol invernal. Pasaba el tiempo, pero el herrero, que debía dirigir nuestro trabajo, no subió por la cuesta que había al otro lado del muro del jardín. Quienes sí hicieron su aparición fueron los chiquillos del pueblo, sucios e inexpresivos como siempre, que nos observaban atentamente, de pie y con los brazos cruzados. Cuando los amenazábamos, huían espantados, pero pronto volvían a reunirse. Al final, nos hartamos de jugar a aquella especie de escondite unilateral, hicimos caso omiso de ellos, como si fueran árboles o plantas, y nos dedicamos a nuestros propios juegos. Fue el primer descanso verdadero que tuvimos desde que llegamos al pueblo.

Algunos se pusieron a ordenar sus morrales; sacaron al sol sus más preciadas pertenencias —misteriosos tubos, asas de bronce, cadenas manchadas de sangre, por haber servido como armas, pedazos de cristal a prueba de balas— y las limpiaron con trapos. Otros se dedicaron con entusiasmo a terminar un avión en miniatura tallado en un bloque de madera blanda. Minami tenía que curarse el ano, ya que padecía una inflamación crónica como consecuencia de aquella generosidad que lo llevaba a sacrificarse por los demás. Para ello tenía que introducirse profundamente un dedo untado con una pequeña porción del ungüento contenido en una cajita de plástico que sacaba de su morral. Para tratarse la parte afectada, tenía que adoptar una humillante postura que recordaba la de un animal que estuviera defecando, pero si alguien se burlaba de él, se levantaba al instante y, con los pantalones bajados, la emprendía a golpes con el insolente. Estábamos a nuestras anchas, y por primera vez en varios días holgazaneamos toda la tarde. La única excepción era el chaval que había sufrido los retortijones de vientre durante el viaje, ya sin fuerzas para quejarse, que yacía postrado boca arriba, cada vez más pálido. Pero ¿qué podíamos hacer por él?

El aire se tornó frío súbitamente, se levantó viento, y el crepúsculo fue subiendo por las copas de los árboles hasta que sólo el cielo quedó iluminado. Entonces las calladas mujeres del pueblo nos trajeron la cena. Tras ingerirla rápidamente, volvieron a atrancar las puertas y echaron el cerrojo por fuera. El herrero, que había estado presente durante nuestra cena, permaneció en silencio. Parecía preocupado, y no contestó a las preguntas que le hicimos.

Cuando nos quedamos solos y a oscuras en el santuario del templo, un olor muy peculiar, que, como consecuencia del trabajo de la mañana, impregnaba nuestros cuerpos, nuestras ropas y, sobre todo, nuestras almas, se fue mezclando lentamente con el aire viciado de la sala. A pesar de ello, nos esforzamos por conciliar el sueño cerrando los ojos tanto a lo que ocurría fuera de nuestros cuerpos como en su interior, e intentamos olvidar el cansancio que sentíamos y el ambiente cargado y opresivo que nos rodeaba.

Sin embargo, la respiración débil y trabajosa de nuestro compañero enfermo, los gritos de las bestias nocturnas que llegaban del bosque y el crujido de la corteza de los árboles al rajarse nos sobresaltaban y no nos dejaban dormir. Además, de vez en cuando, leves signos de movimiento y jadeos contenidos indicaban que algunos de mis compañeros buscaban un placer furtivo, pero estaba demasiado cansado para imitarlos.

Pasada la medianoche, nuestro compañero, el que tanto tiempo llevaba sufriendo, murió. Cuando ocurrió, nos despertamos de golpe. No fue consecuencia de que oyéramos un ruido extraño o sintiéramos entre nosotros una presencia sobrenatural, sino más bien de todo lo contrario. Nuestro sueño ligero fue interrumpido por el cese de la débil respiración del enfermo, y eso mismo nos hizo comprender, sin lugar a dudas, que un ser humano había desaparecido. Esa extraña sensación fue compartida por todos los presentes. Levantamos los torsos en la oscuridad. De pronto, el débil lloriqueo de uno de los chicos pequeños resonó en las tinieblas. Entre sollozos, nos comunicó lo sucedido. De hecho, ya lo sabíamos. Tanteando en la oscuridad, nos reunimos en torno a quien había sido nuestro compañero hasta la caída de la noche, y que ahora no era más que un cadáver que se enfriaba y se ponía rígido rápidamente. Abriéndonos paso entre los cuerpos calientes de nuestros compañeros, tocábamos aquella piel que había perdido el calor y retirábamos las manos como si nos hubiéramos quemado.

De repente, varios de nuestros compañeros corrieron a la puerta y se pusieron a dar voces. Pronto nos contagiamos todos y, presos de un ataque de histeria colectiva, nos apelotonamos junto a la puerta, como si quisiéramos alejarnos cuanto fuera posible del cadáver, y la aporreamos y gritamos sin poder parar.

—¡Oigan, oigan! ¡Vengan, abran! ¡Oigan, el chico enfermo se ha muerto!

Gritamos hasta desgañitarnos, pero nuestras voces no transmitían ningún mensaje claro, eran como los gritos de los animales del bosque. Entonces nos invadió la sensación de que aquel griterío y aquel golpear y aporrear la puerta sólo servían para manifestar nuestro pesar y hacer que llegara hasta el cielo y hasta el último rincón de aquel valle.

Mucho tiempo después, cuando nuestros gritos ya se habían debilitado hasta apagarse a causa del cansancio y la ronquera, en el camino que conducía al jardín sonó el ruido de multitud de pasos, y el cerrojo de la puerta corrió pesadamente. Aguardamos en silencio. Pero, antes de entrar, los campesinos titubearon y alumbraron el interior con faroles. Delante de mí vi la cara llena de lágrimas de mi hermano. El alcalde y el herrero iban en cabeza, cautos, con las escopetas a punto, a la altura de la cintura. Guardábamos silencio. Y jadeábamos. El alcalde y los demás se mordían los labios y abrían las aletas de las narices, tensos como carceleros a los que se les hubieran amotinado los presos.

—¿Qué os pasa, parásitos, qué os pasa? —preguntó el alcalde a gritos—. ¿A qué viene este escándalo?

Tragué saliva para aclararme la garganta y tratar de explicarle lo ocurrido, pero no hizo falta. El farol que sostenía el herrero con la mano izquierda iluminó al muerto y quedó clavado en él. Acompañados por nuestras silenciosas y atentas miradas, entraron en el santuario sin descalzarse[4] y se acercaron al cadáver con cautela y frunciendo el ceño. Se agacharon sosteniendo los faroles a la altura de sus cabezas y examinaron el cadáver. Los círculos confluyentes de luz amarillenta mostraron una cabecita pálida, sucia y desgreñada, con la piel tersa como la corteza de una naranja, y un poco de sangre seca bajo la naricilla. Y unos párpados cerrados que fueron abiertos sin piedad por dedos bastos, y unos brazos que fueron cruzados el uno sobre el otro encima de su estómago.

Fue desagradable. Y entre nosotros empezó a crecer una sorda ira hacia los dos hombres que alumbraban aquel cadáver para examinarlo sin el menor respeto. De haber seguido haciéndolo, creo que nos habríamos lanzado sobre ellos, gritando furiosos. Pero se levantaron de repente, dejando al muerto como estaba, y salieron al jardín.

La luna acababa de aparecer en el estrecho cielo del valle. Por la rendija de la puerta, que habían dejado entreabierta, contemplamos al numeroso grupo de campesinos, que hablaban en voz baja rodeando al alcalde y el herrero. Como la acalorada conversación se desarrollaba en el dialecto local, no entendíamos casi nada, y lo único que podíamos hacer era observar sus actitudes, como si fueran un grupo de perros que se comunicaran mediante ladridos.

El alcalde gritó algo en tono tajante, como si diera órdenes, y se hizo un largo silencio. Al cabo, volvió a gritar, y el grupo de campesinos salió del jardín y empezó a dispersarse. El herrero se acercó a la puerta, y cuando iba a cerrarla traté de preguntarle. Su silueta, recortada contra la luz de la luna, era negra y maciza. Cerró la puerta sin hacerme ni caso. Pero, quizá por las prisas, no echó el cerrojo antes de marcharse. Apelotonados en una esquina, lo más lejos posible del muerto, abrazándonos las rodillas, oímos alejarse los pasos de los aldeanos, y paralelamente se desvaneció nuestra excitación y recuperamos la calma. No comprendíamos por qué habíamos aporreado la puerta dando gritos. Los niños no pueden hacer nada por los muertos.

La luz que entraba por un agujero de la puerta iluminó el rostro gris de mi hermano, sucio de grasa y de cenizas. Me miró. Sus ojos pardos, lustrosos como grosellas, aún tenían trazas de las lágrimas y el miedo.

—¿Cómo te sientes? —dije.

Se relamió los labios, que inmediatamente recuperaron el color y la tersura habituales.

—Tengo frío.

—¿Por qué no te pones el capote? —le pregunté, y rodeé con mi brazo sus hombros temblorosos.

—Se lo dejé a ese chaval, porque tenía frío —dijo, y volvió la cabeza para señalar al muerto.

—¿Todo el día?

—Sí.

—Ahora ya no le sirve para nada —le dije, enfadado—. Ve a buscarlo.

—Bueno —respondió, pero no se movió y bajó la vista.

—Voy por él —dije, y me levanté. Mi hermano me siguió, como si temiera que lo dejara atrás.

Para quitarle el capote verde de mi hermano, tuve que mover sin contemplaciones el pesado cuerpo del muerto. Cuando se lo quité por fin, el cadáver estaba boca abajo, y sentí clavarse en mí los ojos de mis compañeros. Pero no tenía otra opción.

El capote olía a fruta podrida rápidamente por la actividad de productos químicos, no por la prolongada acción de las bacterias; olía a putrefacción inorgánica.

Con el capote sobre los hombros, pero sin arrebujarse en él, como si temiera que contaminara su cuerpo desmedrado, mi hermano se inclinó a contemplar la cara del difunto, blanca como la cera, y se echó a llorar.

—¡Éramos amigos, éramos amigos! —repetía con voz entrecortada por los sollozos.

De pie detrás de él, contemplé la cara de piel tersa como la corteza de una naranja, con los ojos oscuros y sin vida, ahora abiertos de par en par, del camarada que había realizado aquel largo viaje con nosotros. Las lágrimas rodaron por mis mejillas y cayeron sobre los hombros de mi hermano.

Lo cogí por los sobacos, lo levanté y, arrancándolo de la contemplación del rostro pálido, con los ojos muy abiertos, de nuestro camarada muerto, lo hice volver al rincón situado al otro lado de la estancia. Incluso después de sentarnos allí, entre nuestros compañeros, mi hermano seguía sollozando entrecortadamente, lo que reavivaba la pena de nuestros corazones.

Permanecimos inmóviles y silenciosos durante mucho tiempo. De repente, sonó la campana de alarma contra incendios. Nos enderezamos y aguzamos el oído, pero dejó de sonar enseguida. Poco después nos llegó un insólito estruendo que pareció iniciarse al pie de la cuesta, en el lugar donde empezaba el camino adoquinado, y desde esa zona se fue extendiendo hasta el último rincón de la aldea. Era una mezcla de innumerables pisadas, el ruido seco de los muebles al ser trasladados de sitio, relinchos y lloros infantiles. A ello había que añadir los incesantes ladridos de todos los perros que quedaban en el pueblo.

Finalmente, el estruendo se congregó al pie de la cuesta y pareció empezar a desplazarse lentamente. Busqué los ojos de Minami en la penumbra, y nuestras miradas se cruzaron. Estábamos tan cerca, que nuestras caras se rozaron.

—Escucha —dijo Minami en voz baja.

—Vamos a ver.

Nos levantamos de un salto y aunamos fuerzas para empujar la puerta, a la que el herrero se había olvidado de echar el cerrojo. La pesada puerta se abrió con gran estruendo, y, sin perder el tiempo en calzarnos, salimos al frío jardín; una vez allí, vi que mi hermano nos seguía. Minami se volvió y les gritó a nuestros compañeros, que se levantaban apresuradamente:

—¡Quedaos aquí, quedaos a vigilar al muerto! ¡Los perros cimarrones podrían venir a comérselo!

—¡No os mováis de aquí hasta que volvamos! —grité a mi vez—. ¡Si alguien sale, tendrá que vérselas conmigo!

Nuestros compañeros pusieron mala cara, pero no trataron de seguirnos. Minami, mi hermano y yo cruzamos el estrecho jardín a la carrera pisando las frías piedras con nuestros pies descalzos.

Nos dirigimos hacia un rincón del jardín donde una brecha en el muro que lo rodeaba permitía dominar el camino adoquinado, y, una vez allí, el aire neblinoso de la noche nos trajo el rumor de conversaciones en voz baja y de pisadas. De pronto, vimos a una muchedumbre que avanzaba por el camino, y la impresión nos dejó boquiabiertos.

Bajo la luz gris azulada de la luna, infinidad de figuras sombrías caminaban despacio llevando a la espalda pesados bultos. Hombres y mujeres, niños y ancianos, avanzaban lentamente cargados con grandes fardos sujetos a la espalda y paquetes en las manos. Las ruedas de las carretas resonaban en los adoquines, y las cabras balaban y las vacas mugían, azuzadas por las mujeres. El tieso pelaje blanco del lomo de las cabras y el cabello de los niños despedían un pálido brillo al recibir la luz de la luna.

Subían en grupo por el camino adoquinado, y dos hombres con las escopetas en la mano cerraban la marcha, como medida de protección, sin duda, pero daba la impresión de que los campesinos eran un grupo de prisioneros o un rebaño de reses que llevaban al matadero. Caminaban con decisión y en silencio, doblados hacia adelante. A medida que se alejaban, el camino y las miserables casuchas que lo flanqueaban parecían cada vez más tristes y desolados bajo la luz de la luna.

—¡Oh! —suspiró mi hermano débilmente, como si estuviera a punto de desmayarse de la sorpresa.

—¡Vaya! —gruñó Minami—. ¡Qué cabrones!

—Se llevan hasta las cabras y las vacas —dijo mi hermano.

—¡Huyen! ¡Qué cabrones! —exclamó Minami, enfadado, al darse cuenta—. Han esperado a que se hiciera de noche para escapar.

—Sí —asentí—. Se largan.

Callamos, saltamos al otro lado del muro, cruzamos un campo a la carrera y llegamos al camino adoquinado. El aire helado de la madrugada nos rascaba los párpados y las mejillas como si llevara polvo en suspensión, pero nuestra sangre ardía igual que si estuviéramos borrachos. El resplandor de la luna hacía brillar los granos de cereal que se les caían a los campesinos durante la marcha. De pronto, perdimos de vista a la columna en un recodo del camino. Al verla aparecer de nuevo, nos ocultamos apresuradamente entre las ramas bajas de un viejo albaricoquero y seguimos con la mirada su marcha ascendente. Cuando volvió a desaparecer, avanzamos furtivamente, como animales que huyen de los cazadores, hasta situarnos en un lugar desde donde podíamos ver a los dos hombres que formaban la retaguardia.

—¡Huyen! ¡Qué cabrones! —exclamó mi hermano. Trataba de imitar, sin conseguirlo, el tono de Minami, y su voz de niño hacía que aquellas palabras sonaran ridículamente infantiles—. Se llevan hasta las cabras.

—Se largan —dijo Minami—. ¿Por qué?

Nos miramos. Tenía los labios entreabiertos, por los que caía un hilillo de saliva, y en sus ojos no había más que sincero asombro.

—No lo sé. No tengo ni idea —mentí, cauteloso.

Se mordió las uñas, irritado. De la columna de campesinos, que seguía ascendiendo en la lejanía, nos llegó el llanto de un niño, reprimido inmediatamente por lo que debía de ser una mano adulta. Un perro ladró tristemente, y los hombros de mi hermano temblaron.

—¿No deberíamos ir a buscar a nuestros compañeros y unirnos a los campesinos? —dijo Minami.

—El celador está en camino con el siguiente grupo —respondí.

—¡Y qué más da! —insistió—. Si los del pueblo se van, deberíamos acompañarlos.

Pero los dos comprendíamos que si los campesinos hubieran querido llevarnos consigo, no nos habrían dejado encerrados en el oscuro santuario del templo. Era evidente que aquella huida bajo la luz de la luna tenía por objeto, precisamente, que no los acompañáramos. Por tanto, en vez de irnos a buscar a nuestros compañeros, seguimos a la columna de fugitivos escondiéndonos en las sombras que había a ambos lados del camino. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

De pronto, oímos ruido de pasos que venían apresuradamente hacia nosotros y, nada más escondernos entre unos arbustos llenos de gotas de rocío, vimos pasar el herrero a la carrera. Corría cuesta abajo, y para evitar que la escopeta que llevaba en bandolera lo golpeara, sujetaba con fuerza la culata contra su cadera. La esperanza llenó de un suave calorcillo todos los poros de nuestra piel. El grueso de los aldeanos parecía esperar donde el camino entraba en el bosque. Han esperado hasta el último momento, me dije, pero no van a dejarnos a merced de la temible epidemia que azota el valle.

Sin embargo, mis esperanzas resultaron infundadas. Casi inmediatamente, el herrero volvió a pasar corriendo con una especie de jaula en la mano derecha. Resoplaba con fuerza, y su aliento, al condensarse, dejaba un rastro de vapor blanco en la noche. Y al ver que en aquella especie de jaula llevaba un gordo conejo blanco que daba brincos de pánico, nos quedamos estupefactos. Se oyó el rumor de la masa de campesinos al volver a ponerse en marcha, pero nosotros nos quedamos sentados donde estábamos. Nuestros pies estaban hinchados y entumecidos. Y el frío, un frío terrible, se apoderó de nuestros cuerpos y nos arrebató hasta la última gota de esperanza. Minami se volvió hacia mí. Contemplé aquel rostro, en el que se mezclaban de manera sorprendente una vulgaridad mórbida y sensual y una inocencia infantil, y que le daba el aspecto de un joven animal. Hacía unas muecas muy raras, y abrió la boca, pero fue incapaz de proferir ningún sonido. De repente, se echó a llorar.

—Voy… —empezó a decir al fin, pero las palabras se resistían a salir de su garganta—. Voy a decírselo. Voy a decirles que nos han abandonado a nuestra suerte.

Acto seguido hizo un gesto grosero y salió corriendo de los arbustos. Cogí a mi hermano por los hombros, lo levanté y nos fuimos de allí. Aunque la luz de la luna nos iluminaba de lleno, los campesinos ya habían desaparecido en el interior del bosque. El profundo silencio sólo era roto por el ruido de las pisadas de Minami mientras bajaba corriendo por el camino adoquinado y el ladrido ocasional de algún perro en la lejanía.

Caminamos sin rumbo fijo, y así llegamos al borde del bosque; nos sentamos en un montón de tierra. La luna ya estaba casi oculta por los árboles del bosque, y las primeras luces del alba comenzaban a teñir el cielo de gris perla. Hacía un frío terrible, y la niebla, que empezaba a espesarse, reducía la visibilidad. Ni mi hermano ni yo sabíamos qué hacer. Volver al templo y participar de la acalorada discusión que seguramente se desarrollaba allí no tenía ninguna utilidad. Y yo estaba tan cansado que no podía dar un paso.

—Duerme un rato —le dije con la voz entrecortada por las lágrimas.

—Mi capote apesta —me dijo mi hermano mientras apoyaba la cabeza en mi hombro y se arrebujaba contra mí—. No me lo quiero poner más.

—En cuanto salga el sol, lo lavaremos en el río —le dije para darle ánimos, aunque en mi fuero interno dudaba de que en aquel curso de agua tan escaso pudiera lavarse nada.

—Sí —contestó, y se arrebujó aún más contra mí—. Lo lavaremos.

—Si sopla el viento se secará enseguida —añadí, al tiempo que le acariciaba suavemente la espalda con la mano—. El mejor es el del sur.

—Si lo lavamos por la mañana, pronto se secará —dijo con voz débil y soñolienta, bostezó levemente y se quedó dormido en aquella postura incómoda.

Me sentía derrotado, exhausto y solo. Quité la mano de la espalda de mi hermano, me rodeé las rodillas con los brazos y dejé caer la cabeza sobre ellos. El capote que cubría a mi hermano olía realmente a muerto: era un olor vago e impreciso, pero inconfundible. Me concentré en la idea de que a la mañana siguiente lo lavaríamos a fondo y lo tenderíamos al viento del sur para que se secara. Necesitaba pensar en algo que mantuviera mi mente ocupada, porque no quería recordar que nos habían abandonado.