UN TRABAJO SENCILLO, PARA EMPEZAR
Rodeados por los campesinos, que seguían empuñando sus armas, bajamos por una estrecha senda que atravesaba el tenebroso y húmedo bosque. El chasquido de las cortezas heladas al quebrarse en sus profundidades, el leve rumor de los animales que huían furtivamente, los agudos graznidos de los pájaros y su repentino batir de alas, nos sobresaltaban y nos ponían los pelos de punta. Por la noche, el bosque era como un mar aparentemente en calma, pero en cuyo seno reinara una tremenda agitación. Los campesinos nos vigilaban como si fuéramos prisioneros de guerra, pero no hacía ninguna falta. Ni siquiera el más atrevido de nosotros habría tenido valor para echar a correr y meterse en el inmenso bosque, tranquilo como un mar en calma, pero en cuyo interior se desataban de repente terribles tempestades.
Pasado el bosque, el sendero se ensanchaba y se alargaba ante nosotros, iluminado por la tenue claridad, y estaba cubierto de guijarros pulidos por la lluvia y el viento, lo que facilitaba el descenso y hacía más agradable caminar por él. Y al final, en un valle estrecho y curvo, apareció una pequeña aldea.
Las casas estaban a oscuras y formaban grupos dispersos que se extendían por la ladera del valle hasta sus profundidades. En los grupos las casas se apelotonaban, tristes y silenciosas, como si fueran árboles del bosque. No sé por qué, se me ocurrió que aquellos grupos de casas eran bestias agazapadas, al acecho. Nos detuvimos a contemplar la aldea, y una vaga emoción aceleró los latidos de nuestros corazones.
—Están a oscuras por los bombardeos —nos explicó el alcalde—. Os alojaréis un poco más arriba de ese grupo de casas, en el templo que queda a la derecha de la torre de vigilancia contra incendios.
Aguzando la vista, pudimos ver confusamente, porque allí la oscuridad era más profunda, a media ladera de la montaña que teníamos enfrente, la estructura metálica de la torre, que se confundía con el bosque que se extendía a sus espaldas como si fuera un árbol; más abajo, y a su derecha, se destacaban un edificio de una planta, más grande que las casas que tenía a sus pies, y otro mucho mayor, de dos plantas, situado justo enfrente. Este último tenía varias construcciones anexas, y el conjunto estaba rodeado por un muro de arcilla que brillaba tenuemente. Supusimos que era el templo.
—Yo quiero vivir en el segundo piso —dijo mi hermano, y los campesinos que nos rodeaban se echaron a reír. Era una risa despectiva, de gente consciente de su fuerza.
—Os alojaréis en el templo —repitió el alcalde—, que es el edificio de una sola planta que hay enfrente de ese que acabas de mencionar, ¿entendido?
—¡Vaya! —respondió mi hermano, decepcionado—. ¡Claro que lo entiendo!
Nos pusimos a andar de nuevo, ahora por un camino adoquinado flanqueado por viejos y gruesos árboles, cuyas copas se unían por encima de la calzada y no nos dejaban ver el cielo. Anduvimos un buen rato. Cuando por fin llegamos al fondo del valle, resultó ser bastante más grande e intrincado de lo que habíamos imaginado; entre las casas había algunos huertos llenos de hortalizas cubiertas de escarcha, que brillaba débilmente. Las casas parecían dormir. Pero, aunque las puertas estaban cerradas, nos dimos cuenta de que la gente nos espiaba, pues ojos curiosos aparecían en las rendijas de las puertas y los resquicios de las ventanas, y bajamos la vista para ignorar sus miradas. Los perros nos ladraban.
Al pie de la cuesta buena parte de los campesinos nos dejó y siguió en otra dirección. Nosotros iniciamos la ascensión por un camino estrecho y empinado; nos rodeaba un terrible hedor a basura podrida, que se nos metía en las narices. Tras pasar al lado de un pozo, salimos a otro camino adoquinado. A la izquierda vimos una plaza y un edificio con muchas ventanas.
—Es la escuela —dijo el alcalde—. Ahora está cerrada. A causa de los desprendimientos las carreteras están cortadas, y los maestros no pueden venir de la ciudad. Hemos tenido que darles vacaciones a los niños.
Estábamos demasiado cansados para que nos importaran la escuela, los maestros que no podían atenderla o los niños del pueblo, seguramente muy felices ante aquellas inesperadas vacaciones. Avanzábamos en silencio, con las cabezas gachas. Mientras subíamos por la empinada cuesta pasamos ante un edificio que parecía un almacén, y luego frente a uno de sólida construcción rodeado por muros en los que se abrían entradas a las que daban acceso cortas escaleras de piedra, muy diferente de las miserables casuchas, poco más que pocilgas, que habíamos encontrado a lo largo del camino. Enfrente se levantaba un templo con un pequeño jardín alrededor y unos aleros tan anchos que tapaban el cielo. Formamos en el jardín, y antes de entrar en nuestra nueva residencia nos comunicaron el reglamento, absurdamente minucioso, por el que deberíamos regirnos: no hacer fuego dentro del recinto, no ensuciar el retrete, no cocinar, pues nos traerían la comida del pueblo. Escuchamos estas admoniciones con paciencia y asentimos obedientemente a cada una de ellas inclinando la cabeza.
—¡Vuestro trabajo será arrancar la mala hierba de nuestros campos y no toleraremos que os escaqueéis! —gritó inesperadamente el alcalde cuando parecía que su sermón había terminado, con voz ronca—. ¡Si os cogemos robando, provocando incendios o alborotando, os mataremos a palos! ¡Recordad que para nosotros sólo sois parásitos! ¡Y encima, tenemos que daros de comer! ¡Recordad que no sois más que parásitos y que no os necesitamos para nada, desgraciados!
De pie en el frío y oscuro jardín, nuestros cuerpos se empapaban de sueño como las esponjas marinas se empapan de agua; nos sentíamos tan molidos, que no podíamos ni hablar. Para colmo, antes de entrar tuvimos que lavarnos los pies y nos hicieron un examen físico.
Cuando se marchó el último campesino, nos sentamos en cuclillas en la oscuridad, pues no nos habían dejado ningún farol para alumbrarnos, y a tientas, con los dedos mojados de saliva y cubiertos de sal, buscábamos en los cestos de bambú las bastas patatas que fueron nuestra cena aquella noche. Hacía falta mucha hambre para comerlas, pues estaban secas y duras, y teníamos la boca reseca. La cena que nos esperaba al final de aquel largo viaje no podía ser más miserable ni presentarse en una vajilla más mísera: tres cestos de patatas raquíticas y un puñado de sal gorda. Estábamos tan descorazonados como indignados. Pero, como no podíamos hacer nada, comimos estoicamente aquella bazofia en silencio. Estábamos en cuclillas en los húmedos tatamis[3] del santuario del templo; era una habitación pequeña, de paredes blancas y techo sostenido por gruesas vigas de madera, separada por una puerta, también de madera, de un reducido vestíbulo, que tenía el piso de tierra, en el que se encontraba el retrete. A pesar de llevar poco rato allí, el ambiente ya era hediondo y sofocante. En aquel edificio no había más habitaciones, y nadie del pueblo vivía en él.
Aunque sobraban patatas, nuestros estómagos ya no podían con aquella bazofia; por otra parte, el cansancio y la somnolencia que sigue a toda comida empezaban a surtir efecto. Uno tras otro nos separamos de los cestos, nos limpiamos los dedos en la culera de los pantalones y nos acostamos compartiendo los tatamis entre varios. Nuestros ojos se habían acostumbrado a la semioscuridad y comenzaron a vislumbrar las gruesas vigas del techo.
Los gemidos del chaval que se había pasado el viaje quejándose de retortijones de vientre despertaban ecos en las esquinas de la pequeña estancia, pero ninguno de nosotros le prestó atención. Quietos en la oscuridad, abrimos los ojos y aguzamos los oídos. Del exterior nos llegaban los gritos de alimañas desconocidas, el crujido de la corteza de los árboles al quebrarse, el silbido inesperado del viento, y Cada uno de esos sonidos hacía que se nos pusiera la carne de gallina.
Mi hermano, que dormía con la cara pegada a mi espalda, se levantó de repente y pareció dudar durante un momento.
—¿Qué te pasa? —le pregunté en voz baja.
—Tengo sed —me contestó con voz contenida y nerviosa—. He visto un pozo en el jardín. Voy a ir a beber.
—Voy contigo.
—No hace falta —dijo apresuradamente, herido en su orgullo—. No tengo miedo.
Me volví a tumbar y escuché el ruido que hacía al forcejear con la puerta que daba al exterior. Al parecer, no podía abrirla. Repitió el intento varias veces, pero fue en vano, y regresó junto a mí. Evidentemente, estaba desconcertado.
—Han cerrado por fuera —dijo, alicaído—. No sé qué hacer.
—¿Han cerrado la puerta? ¿Han cerrado la puerta? —preguntó Minami, con una voz tan estentórea que todo el mundo se despertó—. ¡Pues la voy a derribar!
Fue dando saltos al pequeño vestíbulo y se lanzó violentamente contra la puerta, pero defraudó las esperanzas que habíamos puesto en él y sólo consiguió proferir un montón de palabrotas. Escuchamos el ruido de su cuerpo al lanzarse contra la puerta una y otra vez y ser despedido violentamente. También se quedó con un palmo de narices.
—¡Qué cabrones! —exclamó, malhumorado, mientras volvía la mar de mohíno y se tumbaba de nuevo en el tatami con sus camaradas—. ¡Nos encierran, no nos dejan beber y, encima, nos dan de comer las patatas más malas, como a los cerdos!
La sed se extendió entonces como una epidemia y atenazó nuestras gargantas. La saliva empezó a espesarse en nuestras bocas, y el dolor paralizaba nuestras lenguas. Necesitábamos dormir. Pero hacía frío, un frío terrible. Y, lo que era aún peor, la sed se había apoderado de nosotros. Teníamos que recurrir a todas las fuerzas que quedaban en nuestros cuerpos agotados para evitar que nuestras gargantas, entumecidas por aquella terrible sed, estallaran en sollozos convulsivos.
A la mañana siguiente, vigilados por los hombres del pueblo, que vinieron a abrir la puerta desde fuera, por las mujeres, que nos trajeron el desayuno envuelto en grandes pañuelos de hierbas, y por los niños, que se escondían detrás de los árboles y en las esquinas, nos comimos las duras bolas de arroz sin descascarillar, nos llevamos las verduras cocidas a la boca con las manos y nos bebimos el té directamente de los calderos de cobre. La comida era mala y escasa. Pero la comimos en silencio. Después de almorzar, el herrero subió la cuesta con una escopeta de caza al hombro y los demás se marcharon, a excepción de los chavales del pueblo, que no nos quitaban los ojos de encima. A pesar de que los saludamos agitando los brazos y gritándoles, guardaron un obstinado silencio y sus rostros de piel tersa y morena permanecieron inexpresivos.
El herrero nos miró de arriba abajo durante unos instantes, como si nos evaluara. Luego se fue a ver al chico enfermo, que durante la noche había empeorado hasta el punto de no tocar siquiera la bazofia que nos habían dado para desayunar y que varios compañeros le habían llevado hasta el tatami. Al notar nuestras silenciosas miradas clavadas en él mientras observaba en cuclillas a nuestro compañero enfermo y exhausto, el herrero volvió la cabeza por encima del ancho hombro y nos dirigió una media sonrisa de perplejidad.
—Aparte de éste, todos los demás vais a ir a trabajar.
—¿Trabajar? —pregunté.
—¿Ya nos van a hacer trabajar esta mañana? —dijo Minami, en tono de broma—. Deberían dejarnos descansar.
—Lo que tenéis que hacer no puede considerarse trabajo —dijo el herrero—. Sólo se trata de enterrar unas cosillas.
—¿Qué hay que enterrar? —preguntó mi hermano, intrigado.
—¡Dejad de hacer preguntas! —exclamó el herrero, airado—. Salid afuera y formad en fila de a dos.
Nos atamos los cordones de las botas a toda prisa y formamos en el jardín. El herrero habló unos instantes con nuestro compañero, y cuando salió nos guió con paso vivo por el camino que bajaba al fondo del valle. Un grupo de chavales del pueblo nos seguía a distancia. A veces nos volvíamos y los amenazábamos, y entonces reculaban. Pero en cuanto dábamos media vuelta volvían a seguirnos, procurando no acercársenos demasiado.
Hacía una soleada mañana de invierno, una mañana radiante. El camino por el que avanzábamos, de piedra machacada y levemente alomado para facilitar el desagüe, estaba seco y polvoriento, pero entre los hierbajos amarillentos de las cunetas aún había hielo, que se rompía con un crujido al pisarlo. Y el aire, que olía levemente a boñiga seca de caballo, era frío y cortante.
Al final de la cuesta, el camino desembocaba en otro algo más ancho y empedrado con adoquines de cantos redondeados del tamaño de ladrillos. Allí se levantaban varias casas bajas. Eran las que habíamos visto la noche anterior sumidas en la oscuridad. Pero ahora recibían de lleno la luz del sol, y los tejados de paja y las paredes de barro reflejaban su suave brillo dorado. Las montañas que tanto miedo nos había dado atravesar y el camino adoquinado y bordeado de grandes árboles que cruzaba el valle estaban inundados de luz, las empinadas laderas cubiertas de bosque que se alzaban por encima del pueblo despedían un brillo verdoso con reflejos castaños, y por todas partes cantaban los pájaros. Nuestros ánimos comenzaron a levantarse poco a poco, y, de repente, casi nos entraron ganas de cantar. Habíamos llegado al pueblo donde pasaríamos el resto del invierno y quizá varias estaciones más, y teníamos ganas de hacer algo. Trabajar nos sentaría bien. Hasta entonces, los únicos trabajos que nos habían encomendado eran fabricarnos toscos juguetes, plantar sin éxito patatas en tierras baldías o, el más útil de todos, hacer sandalias de suela de madera. El hecho de que el herrero caminara con paso vivo, y en silencio, parecía augurar que nos esperaba una tarea importante. La expectación hacía aletear las ventanas de nuestras narices, respirábamos con fruición aquel aire frío y todo nuestro cuerpo temblaba de emoción.
—¡Aquí hay un perro muerto! —gritó mi hermano—. ¡Mirad, es un cachorro!
Mi hermano se nos había adelantado y señalaba unos matorrales al pie de un albaricoquero, y al acercarnos también lo vimos.
—¡Debía de tener algo en la tripa! —gritó mi hermano, que volvía hacia nosotros su rostro ruborizado; dos chicos pequeños abandonaron la formación y se le acercaron corriendo—. ¡La tiene muy hinchada!
—¡Volved! —les ordenó el herrero, impasible, y les indicó con el brazo que se reincorporaran a sus puestos—. ¡No salgáis de la fila sin permiso!
Los tres volvieron a la formación a toda prisa, mohínos y corridos. Noté que mi hermano estaba resentido con el herrero, del que había intentado hacerse amigo, por su traición de la noche anterior al encerrarnos bajo llave.
—Coge al perro y carga con él —le dijo el herrero con voz meliflua, como si le hiciera un gran favor. Todos nos reímos al ver que mi hermano no sabía qué hacer—. Átalo con una cuerda y arrástralo hasta que lleguemos a nuestro destino.
Sin vacilar, mi hermano cogió una cuerda que estaba tirada en la hierba y se agachó junto al perro muerto. Dando gritos de alegría, los dos chavales pequeños fueron a echarle una mano.
—Son capaces de guisarlo y dárnoslo para comer —dijo Minami en voz baja, con fingido temor—. Me temo que no nos espera nada bueno.
—Tú comerías gatos —le dije—. O ratas. O lo que fuera.
—¡Aquí hay un gato muerto! —exclamó Minami, que por una vez había perdido su aplomo habitual. Entre la hierba, a sus pies, se veían, en efecto, las peludas patitas traseras de un gato—. Es un gato pinto.
—Atadlo también con la cuerda y arrastradlo junto con el perro —dijo el herrero, sin inmutarse—. Daos prisa.
Aunque empezábamos a sentir una vaga aprensión, atamos con la cuerda los cadáveres del perro y el gato, que tenían las tripas hinchadas y las fauces apretadas, y los arrastramos a lo largo del camino.
A un lado del sencillo edificio de la escuela tomamos un estrecho camino cubierto de hierba bastante crecida, en la que aún había restos de nieve sucia, que descendía en pronunciada pendiente hasta lo más hondo del valle, estrecho allí como el fondo de una bolsa. En la ladera opuesta vimos un túnel que parecía la entrada de una mina abandonada y un grupo de casuchas.
Bajamos a paso vivo por el estrecho camino hasta que se perdió en una pradera fangosa a causa de la escarcha derretida. Allí se levantaban un cobertizo y una vaqueriza. El herrero metió los hombros por la puerta del cobertizo, hecho de troncos sin desbastar, y gritó:
—¿Has visto alguno por aquí?
—Ninguno —respondió una voz baja y apagada. Se oyó el ruido de alguien que se levantaba en la oscuridad del cobertizo—. Hasta ahora, no ha aparecido ni uno.
—Te cojo las azadas —dijo el herrero.
—De acuerdo.
El herrero entró entonces en el cobertizo y salió con varias azadas que dejó en la tierra húmeda. Eran azadas para trabajar el monte, de hoja corta y gruesa y mango también corto y grueso, las más fuertes que hay. Nos disputamos el privilegio de cogerlas y echárnoslas al hombro. El hecho de que nos dieran herramientas, y además varoniles y fuertes, de que nos dieran útiles de hombre, nos llenaba de orgullo y resolución.
Sin embargo, el herrero no parecía comprender nuestros sentimientos. Mientras cogíamos las azadas y nos las poníamos al hombro, nos apuntaba con su escopeta, dispuesto a disparar. Entonces salió el vaquero del cobertizo y nos miró de arriba abajo; luego contempló los cadáveres que arrastrábamos, pero su rostro no se inmutó. Tanta impasibilidad nos sorprendió un poco, aunque, a decir verdad, sus ojos, bajo los cuales había grandes bolsas llenas de un líquido semejante al moco, parecían a punto de cerrarse y sumirlo en un profundo sueño.
—¿Eso es todo lo que hay esta mañana? —dijo pausadamente, como si se muriese de aburrimiento.
—Cualquier día le tocará a tu vaca —dijo el herrero.
—¡Qué le ha de tocar a mi vaca! —El vaquero estaba indignado—. ¡Qué le ha de tocar a mi vaca!
El herrero no dijo nada, meneó la cabeza y nos indicó que descendiéramos por la inclinada pradera. Puso cuidado en no ponerse delante de nosotros y no dar la espalda a los que llevábamos las azadas, que podían utilizarse como armas. Bajamos corriendo hasta el fondo del valle, por donde corría un arroyuelo que reflejaba la luz del sol. El viento que soplaba allí era un poco más cálido, pesado y denso que en el pueblo.
Volvimos las cabezas y levantamos la vista hacia la ladera del valle por la que acabábamos de descender. Detrás del herrero bajaba corriendo un grupo de niños del pueblo, y en lo alto las casas se recortaban como una bandada de pájaros contra el gélido cielo azul. El herrero nos indicó que giráramos a la derecha gesticulando vivamente con el brazo. Avanzábamos entre hierbas de duro tallo que nos arañaban la piel, y el barro y las semillas peludas de las plantas leguminosas se enganchaban en el pelaje de las patas, tiesas como ramas, de los dos animales muertos.
De repente, las botas, pesadas a causa del barro que se les había adherido, se nos pararon en seco, y nos quedamos boquiabiertos ante la insólita escena que veían nuestros ojos.
Había perros, gatos, ratas de campo, cabras, hasta potrillos; el número de cadáveres de animales era tan grande, que formaban un montículo; un montículo de cuerpos muertos que se pudrían lentamente. Los animales tenían los dientes apretados, las pupilas acuosas, las patas tiesas. Su carne muerta y su sangre se habían convertido en una especie de moco espeso y pegajoso que resbalaba del montículo y se extendía por la hierba marchita y la tierra a su alrededor. Resultaba curioso que las orejas de aquellos animales muertos seguían erguidas y parecían aún llenas de vida, como si se resistieran a pudrirse y desaparecer.
Gordas moscas de invierno caían sobre los animales como nieve negra, y su zumbido resonaba en nuestras cabezas, atontadas a causa de la impresión, como una música silenciosa y grave.
—¡Uf! —suspiró mi hermano. Delante de aquel montón de cadáveres de animales, el perrito colorado y el gato que había arrastrado tirando de la cuerda resultaban tan poco impresionantes como la hierba o la tierra.
—¡Cavad una fosa y enterradlos! —nos ordenó el herrero—. ¡No os quedéis mirando como bobos! ¡A trabajar!
Pero el asombro nos tenía paralizados. El montón de cadáveres desprendía un hedor casi líquido que impregnaba no sólo nuestras narices, sino todos los poros de la piel de nuestras caras. Aquel hedor, que parecía formar volutas que se enlazaban y se entrelazaban, ejercía una extraña fascinación sobre nosotros. Éramos chavales que habían pegado sus narices a los genitales de una perra en celo para aspirar su olor, que habían tenido el valor y la irresponsabilidad de gozar del peligroso placer de pasarle la mano por el lomo a un perro a punto de atacar, para los cuales el hedor de los cuerpos en descomposición tenía un atractivo sutil e indefinible, muy humano, de riesgo y aventura. Con los ojos muy abiertos, como si fueran a salírsenos de las órbitas, respiramos voluptuosamente aquellos efluvios.
—¡Aquí hay otro! —gritó a nuestras espaldas, en el gutural dialecto local, una voz imperiosa que, sin embargo, dejaba traslucir cierta reticencia y un poco de temor.
Nos volvimos y vimos que uno de los chavales del pueblo, que se habían agrupado en una elevación del terreno a poca distancia de nosotros, sostenía por la cola, con la punta de los dedos, a una rata muy hinchada.
—¡Tírala, imbécil! ¡No la toques! ¿Es que se te ha olvidado? —le gritó el herrero con tanta energía que se le destacaron las venas del cuello—. ¡Corre a casa y lávate bien las manos!
El muchacho soltó la rata y echó a correr, tembloroso, ladera arriba, camino del pueblo. Contemplamos perplejos la cara del herrero, roja de ira, que seguía al chaval con la mirada.
—¡Traed eso! —nos dijo procurando refrenar su ira.
Pero ninguno de nosotros hizo ademán de ir por la rata. Intuíamos que allí había gato encerrado.
—¿Queréis traerla, por favor? —insistió el herrero, con falsa amabilidad.
Eché a correr. Los chavales del pueblo huyeron espantados dando gritos, y yo me agaché, cogí la hinchada rata por el rabo con la punta de los dedos y me dirigí al montículo. Sin hacer caso de la mirada de reproche en los ojos de mi hermano, la tiré sobre el montón de animales, que seguían gritando su muda llamada. La rata rebotó en el lomo de un gato blancuzco al que los elementos habían pelado totalmente, resbaló por encima de otros animales y se metió bajo los cuartos traseros de una cabra. Estalló una ola general de risotadas que disipó al punto la tensión.
—¡Venga, adelante! —dijo el herrero, más animado.
Atacamos con las azadas aquel suelo pardo, lleno de hierba marchita y cubierto de hojas muertas. La superficie estaba blanda y resultaba fácil cavar. A veces sacábamos larvas gordas y blancuzcas, ranas que hibernaban o musarañas, y las matábamos inmediatamente con certeros golpes de azada. La neblina que cubría el valle se levantó con rapidez, pero el hedor que despedía el montón de animales muertos no se desvaneció, e incluso pareció llenar el espacio vacío con otra niebla.
Cavamos una fosa rectangular de unos tres metros de largo por dos de ancho. Después de la tierra blanda afloró una capa más dura, que tenía piedras cristalinas blancas. Cada vez que golpeábamos el suelo con las azadas, manaba agua fría. El débil sol del invierno empapaba de sudor nuestros rostros. A medida que profundizábamos la fosa, menos gente cabía en ella. Retiré la azada y me sequé el sudor. Los niños del pueblo se habían vuelto a acercar subrepticiamente. Pero cuando vieron que dejaba de trabajar se pusieron en guardia, por si tenían que volver a huir. Me fijé en una chica que tenía el cuello negro de mugre, pero sus labios gruesos, su naricilla puntiaguda y sus ojos acuosos y que parecían enfermos me quitaron las ganas de divertirme asustándola. En los pueblos que habíamos visitado durante nuestro viaje había asustado a niñas hasta cansarme. Cuando se ponían en cuclillas para orinar y enseñaban las delgadas nalgas, las asustábamos abalanzándonos gritando contra ellas. Pero aquel juego, de tanto repetirlo, había perdido interés. Odiaba y despreciaba, a partes iguales, a los niños de los pueblos.
—¡Venga, no te hagas el remolón! —me dijo el herrero, y se me acercó.
—Ya va —dije, e hice ademán de ponerme a trabajar—. Esa escopeta es de mucho calibre, ¿eh?
—Es para cazar osos, pero también mataría a un hombre —dijo para asustarme, y apartó la escopeta cuando alargué el brazo para tocarla—. Si causáis el menor problema, dispararé. Aquí vuestra vida no vale nada.
—Ya lo veo —dije, indignado—. Si un chaval del pueblo toca una rata, podría contagiarse, pero si la toca cualquiera de nosotros, no tiene la menor importancia. ¿Me equivoco?
—¿Co… co… cómo? —tartamudeó, nervioso, el herrero.
—¿Verdad que una epidemia ha matado a todos esos animales? —le pregunté, indicando el montón con la barbilla, mientras mis compañeros empezaban a tirar los cadáveres a la fosa—. ¿Qué enfermedad es?
—¡Ojalá lo supiera! —replicó, haciéndose el inocente—. No lo sabe ni el médico.
—Si mueren perros y gatos no pasa nada. Sería peor que murieran caballos, ¿no? —pregunté, haciéndome también el inocente, y mordió el anzuelo.
—También han muerto personas —dijo, y suspiró.
—¡Se murió un coreano! —gritó un niño del pueblo, cuya curiosidad había podido más que su temor, sacando la cabeza por detrás de un árbol a espaldas del herrero—. ¿No veis la bandera?
Volvimos la mirada hacia unas miserables casuchas agrupadas en la falda de la montaña, al otro lado del valle y bastante lejos del pueblo. En una de las más alejadas una bandera roja de papel ondeaba al viento. En el fondo del valle ya no hacía viento, pero a media ladera del monte soplaba la brisa. Seguramente olía a hojas de árbol nuevas y a tierra. Allí no debía de apestar a perro podrido…
—¿Allí? —Al oír mi pregunta, el chiquillo apretó los labios, asustado—. ¿Allí ha muerto un coreano?
—Es la colonia coreana, pero sólo ha muerto uno —contestó el herrero en lugar del niño—. No se sabe si de la misma enfermedad que los animales.
Mis compañeros trataban de arrastrar una pesada ternera a la que se le habían reventado las tripas y dejaba escapar una mezcla de carne, sangre y líquidos corporales. Pensé que la virulenta enfermedad que había acabado con aquella robusta ternera fácilmente podía atacar a los hombres.
—En el almacén se está muriendo una evacuada —dijo otro niño, con voz turbada por la emoción—, porque se comió unas verduras podridas que encontró. Eso dice la gente.
—Si es una epidemia, habría que llevar a los enfermos al hospital y aislarlos —dije—. Como empiece a propagarse, será horrible; moriremos todos.
—No podemos aislarla —dijo el herrero, deprimido—. Aquí no tenemos hospital.
—Si la epidemia se extiende por el pueblo, ¿qué harán? —le pregunté.
—Huiremos todos. Dejaremos a los enfermos y nos marcharemos. Ésa es la costumbre. Si una epidemia azota nuestro pueblo, nos refugiamos en los pueblos vecinos. Y si ocurre al revés y son ellos los afectados, los acogemos en el nuestro. Hace veinte años, cuando se declaró una epidemia de cólera, nos pasamos tres meses en el pueblo de al lado.
Veinte años atrás: aquello tenía la solemne simplicidad de una leyenda, e hizo que mi imaginación se desbocara. Veinte años antes, en la oscuridad de los tiempos, las gentes de aquel pueblo huyeron y dejaron abandonados a los enfermos, que gemían y sufrían. Un superviviente, que estaba tan cerca de mí que percibía el olor de su cuerpo, me lo contaba.
—¿Por qué no huyen esta vez? —pregunté, con voz entrecortada por el temor.
—¿Eh? —dijo el herrero—. ¿Esta vez? No puede decirse que se haya declarado una epidemia. Han muerto animales, y han enfermado dos personas y una ha muerto. Eso es todo.
El herrero calló y me volvió la espalda. Regresé junto a mis compañeros a la carrera. Arrastramos a muchos animales, entre ellos al cachorro de perro, y los tiramos a la fosa encima de los otros. Casi todos estaban medio podridos, y a veces su piel se me quedaba en las manos; entonces tenía la sensación de que enjambres de gérmenes me atacaban en masa, y un sudor frío me corría por la espalda. No obstante, cuando mis narices se habituaron al hedor de la putrefacción, aquella sensación desapareció. Cuando terminamos de arrastrar a los animales y cubrimos la fosa con tierra, el sol brillaba en la estrecha franja de cielo aprisionada entre las montañas, y la luz del mediodía lo inundaba todo.
—Después de almorzar, volveremos a apisonar la tierra —nos dijo el herrero—. Lavaos las manos en el río.
Gritando y agitando los brazos, cubiertos de fango maloliente y pegajoso, bajamos corriendo al arroyo que corría por el fondo del valle. Había numerosas piedras, cubiertas de una suave capa de musgo marchito, por entre las que corría el agua, fría y clara. Al meter las manos en ella, su frialdad hizo que un dolor agudo nos recorriera todo el cuerpo. Pero al frotarnos los dedos, enrojecidos, hinchados y entumecidos por el frío, aparecieron entre ellos unos arcos iris diminutos y efímeros, y los destellos del sol en el agua nos hicieron prorrumpir en alegres risas.
—¡Lavaos bien! —grité—. ¡Si os toca alguien que no se haya lavado bien, os pondréis enfermos!
—¡Enfermedad de perros, enfermedad de ratas! —canturreaba Minami, en tono de broma, mientras chapoteaba en el agua para salpicarnos—. ¡Enfermedad de gatos, enfermedad de escarabajos!
Todos nos reímos y gritamos con ganas, pero uno de los muchachos calló de repente y se puso a mirar la superficie del agua con la cara tensa. Su silencio pronto se nos contagió, y nos apiñamos tras él para contemplar lo que nos señalaba con un dedo tembloroso.
—¡Es un cangrejo! —exclamó mi hermano, asombrado.
Era un cangrejo. A través del agua, que reflejaba el azul del cielo, sobre la arena amarillenta, entre las piedras, se veían las patas acorazadas de un cangrejo del tamaño de la mano de un niño. Los pelos color tierra de sus patas se mecían agitados por la corriente. Mi hermano, temblando de miedo, metió la mano en el agua y la acercó a las patas del cangrejo. Cuando parecía que iba a tocarlas, el agua se enturbió de arena y barro, y al posarse, ya no había nada. Nos reímos de buena gana. En aquellos momentos nuestras narices volvían a aspirar olores normales, los refrescantes olores del río y la arena.
—¡A formar, a formar! ¿Qué estáis haciendo? —gritó el herrero, enfadado.
Subimos por la empinada ladera, pisando la hierba marchita, de vuelta al templo. Cuando avanzábamos por el camino adoquinado, nuestra marcha se vio interrumpida por una multitud de campesinos apiñada ante el edificio que parecía un almacén. Estaban tan concentrados tratando de ver lo que pasaba en su interior a través de las puertas abiertas, que no prestaron atención a nuestra llegada. Los chavales del pueblo pasaron tímidamente a nuestro lado y corrieron a mezclarse con los adultos. Del interior del almacén nos llegó el lloriqueo de una niña pequeña, y se nos encogió el corazón.
Por la puerta del almacén salió un hombre barrigudo, extraordinariamente calvo y con las orejas muy abiertas, que llevaba una vieja cartera de cuero muy abultada. Meneó la cabeza con énfasis, y entre la gente corrió un murmullo tenso. Varios campesinos entraron en el edificio.
—¿Cómo está, señor? —le preguntó el herrero, cuya voz sonó de modo poco natural en medio del pesado silencio de la gente del pueblo.
—Bueno… —empezó a decir el hombre, pero, al vernos, en vez de responder directamente al herrero, apartó a los campesinos y se nos acerco.
Nos miró de arriba abajo con detenimiento. No nos resultó agradable que nos escudriñase con sus ojos pardos, que parecían cansados, y la incertidumbre acerca de lo que pudiera ocurrir en el granero no podía menos que aumentar nuestra desazón.
—¿Quién es el jefe de grupo? —preguntó en voz baja y ronca—. Vuestro jefe.
Lleno de desconcierto, pero, animado y presionado por las miradas de mis compañeros, balbucí:
—Soy yo, pero da igual quien sea.
—Bien —dijo el hombre—. He visitado a vuestro compañero enfermo. Mañana, sin falta, venid al pueblo de al lado por medicinas. Te haré un mapa.
Sacó un cuaderno de la abultada cartera, dibujó un mapa detallado con el lapicero, arrancó la hoja y la puso en la mano que le tendía. Antes de metérmelo en el bolsillo, lo miré, pero no entendí nada.
Cuando iba a preguntarle por el estado de nuestro compañero a aquel hombre que parecía ser médico, salió el alcalde con la niña lloriqueante en brazos y se la llevó cuesta arriba. Los gemidos de la criatura, que se quejaba como si le ardiese la piel de todo el cuerpo, nos afectaron tanto, que callamos como animales asustados.