LA LLEGADA
Dos de los nuestros habían huido durante la noche, y por eso no nos pusimos en camino antes de que amaneciera, como era habitual. Para matar el rato, tendimos al débil sol de la mañana nuestros bastos capotes verdes, todavía húmedos a causa del diluvio caído la noche anterior, y contemplamos las turbias aguas del río, que entreveíamos más allá de unas higueras que se alzaban al otro lado del camino, del que nos separaba un seto bajo. La intensa lluvia había dejado el camino lleno de surcos, por los que corría un agua cristalina. El río bajaba muy crecido, porque aguas arriba se había roto una presa por la acción conjunta de la lluvia y el deshielo, y su corriente embravecida emitía un sordo rugido y arrastraba perros, gatos y ratas muertos a una velocidad vertiginosa.
Al cabo de un rato, los niños y las mujeres de la aldea se congregaron en el camino; nos miraban con ojos en los que se mezclaban la curiosidad, la timidez y una insolencia contenida; de vez en cuando, intercambiaban rápidos comentarios en voz baja o soltaban bruscas carcajadas, lo que nos irritaba sobremanera. Para ellos, éramos seres de otro planeta. Algunos de los nuestros se acercaron al seto y se pusieron de puntillas para mostrarles sus penes inmaduros, colorados como fresones. Una mujer de mediana edad, que se había abierto paso a codazos entre el grupo de chiquillos que se partían de risa, contemplaba el espectáculo con los labios apretados y la cara roja como un tomate, y les hacía comentarios rijosos a sus amigas, algunas de las cuales sostenían niños de pecho, entre grandes risotadas. Sin embargo, como aquel juego se había repetido en innumerables ocasiones en los pueblos por los que pasábamos, ya no nos divertía la desvergonzada excitación que mostraban las campesinas a la vista de nuestros penes circuncidados, práctica habitual a que se sometía a los muchachos enviados a un reformatorio.
Así que optamos por hacer caso omiso de la gente del pueblo, que seguía mirándonos, obstinada, desde el otro lado del seto. Algunos de los nuestros se pusieron a dar vueltas por el jardín como animales enjaulados, mientras que otros se sentaron en las losas que había secado el sol a contemplar la tenue sombra de las hojas sobre el suelo de color castaño oscuro y se entretenían resiguiendo sus contornos azul pálido con la punta de un dedo.
Sólo mi hermano pequeño devolvía las miradas y observaba a los campesinos apoyado en el seto, sin importarle las hojas de camelia, duras como el cuero, que empapaban la pechera de su capote de gotas de rocío. Y es que, para él, los campesinos eran los seres de otro planeta que despertaban curiosidad. De vez en cuando, se me acercaba corriendo y, mientras su cálido aliento acariciaba mi oreja, me describía en voz baja, lleno de emocionada admiración, los ojos tracomatosos de los niños o sus labios partidos, o los dedos deformes y las uñas llenas de mugre a causa del trabajo en el campo de las mujeres. Sin hacer caso de las miradas escrutadoras de los aldeanos, me sentía orgulloso de las brillantes mejillas sonrosadas y la belleza de las pupilas de mi hermano.
No obstante, la mejor actitud que pueden adoptar los seres de otro planeta cuando son apresados y mostrados a la curiosidad pública como bestias enjauladas es convertirse en objetos inanimados, como las piedras, las flores o los árboles; es decir, dejar que los observen. Mi hermano menor, por culpa de su insistencia en ser nuestro ojo que miraba a la gente del pueblo, a veces recibía en plena cara los espesos escupitajos verdeamarillentos que las mujeres le lanzaban con la punta de la lengua, o las piedras que le tiraban los niños. Pero él, sin perder la sonrisa, se limpiaba la cara con un gran pañuelo con pájaros bordados y seguía mirando con asombro a los campesinos que lo insultaban.
Aquello era consecuencia de que aún no se había habituado a ser una bestia enjaulada, un ser objeto de todas las miradas. Era el único, pues los demás ya nos habíamos acostumbrado. En realidad, estábamos habituados a toda clase de tropelías. Lo único que podíamos hacer era tratar de sobrevivir, obligados como estábamos a contorsionar nuestros cuerpos y nuestras mentes para amoldarnos a las mil jugarretas sucias que el destino nos hacía cada día. Ser golpeados y caer al suelo bañados en sangre era algo habitual, y aquellos de nuestros compañeros a quienes les había tocado cuidar de los perros policía durante un mes escribían obscenidades en suelos y paredes con sus jóvenes dedos deformados por los tremendos mordiscos que les daban los hambrientos canes cuando los alimentaban cada mañana. Sin embargo, a pesar de lo endurecidos que estábamos, cuando regresaron los dos fugados, seguidos por un policía y uno de los celadores, no pudimos evitar un estremecimiento. Les habían atizado de lo lindo.
Mientras el celador y el policía hablaban con el celador jefe, hicimos corro alrededor de nuestros bravos compañeros que habían fracasado de manera tan miserable. Tenían los ojos amoratados y los labios partidos y llenos de sangre, que también cubría sus mentones y apelotonaba sus cabellos. Saqué de mi morral el botiquín de primeros auxilios, les lavé las horribles heridas con alcohol y les puse yodo. Uno de ellos, el mayor y más robusto, tenía el moratón de una patada en la entrepierna, pero cuando se bajó los pantalones no supimos qué hacer para curarlo.
—Pensaba atravesar los bosques de noche hasta llegar al puerto y escabullirme en un barco que fuera hacia el sur —se lamentó el muchacho.
Soltamos unas tensas carcajadas. Era tal su obsesión por escapar de aquella situación y dirigirse al sur, que lo apodábamos Minami[1].
—Pero unos campesinos nos descubrieron y nos dieron una paliza. Nos trataron peor que a ratas, y eso que no les habíamos robado ni una patata.
La admiración por el valor de nuestros compañeros y la rabia por la brutalidad de los campesinos hacían que contuviéramos el aliento.
—Casi habíamos llegado a la carretera de la costa, ¿sabéis? —siguió diciendo Minami—. Sólo nos faltaba subirnos a un camión sin que nos vieran, y ya estábamos en el puerto.
—¡Sí! —exclamó compungido su compañero de fuga—. ¡Lástima que nos descubrieran en el último momento!
—¡Fue por tu culpa! —le respondió Minami, que se mordía los labios con rabia—. ¡Porque tuviste mal de tripas!
—Lo siento —dijo su compañero, que agachó la cabeza, avergonzado. Estaba pálido, y se retorcía a causa de los continuos retortijones de vientre.
—¿Os pegaron los campesinos? —le preguntó mi hermano a Minami con los ojos brillantes de excitación.
—No. No puede decirse que nos pegaran —le contestó el interpelado con orgulloso desdén—. Lo más cansado era tratar de esquivar los golpes que querían darnos en el culo con las azadas.
—¿Qué? —dijo mi hermano, que parecía extasiado, como si viviera aquella apasionante aventura—. ¿Querían golpearos el culo con las azadas?
El policía se marchó, después de ordenarles a los curiosos que se dispersaran, y el carcelero nos hizo formar. Primero le pegó a Minami y luego a su cómplice, el que sufría los retortijones de vientre, en los labios partidos, por lo que volvió a correrles sangre fresca por el mentón, y los castigó a estar un día sin comer. Era un castigo leve, y como no los golpeó a la manera de un celador, sino tratándoles con lo que a nosotros nos parecía hombría, aquello hizo que lo consideráramos un miembro más de nuestro grupo, cuya cohesión se había restaurado.
—Os aconsejo que no intentéis escaparos, muchachos —dijo el celador hinchando un juvenil cuello, al tiempo que se ruborizaba un poco—. Si lo intentáis, en esta región de pueblos aislados los campesinos os encontrarán antes de que podáis llegar a una ciudad. Os odian como si tuvierais la lepra, y os matarán sin titubear. Sería más difícil escapar de aquí que de la cárcel.
Tenía razón. Mientras nos desplazábamos de pueblo en pueblo habían abundado los intentos de fuga, y resultaba evidente que nos rodeaba un muro, invisible, pero infranqueable. Para los campesinos, éramos como espinas que se les clavaran en la piel. Nos envolvía inmediatamente una masa de carne inflamada, que nos oprimía hasta asfixiarnos. Aquellas gentes sentían el orgullo de pertenecer a su clan ancestral y lo llevaban como una dura coraza que los inducía a rechazar no sólo que entre ellos se establecieran extranjeros, sino que pasaran por sus tierras. Íbamos a la deriva por un proceloso océano que sentía nuestra presencia como un cuerpo extraño y trataba de deshacerse de él lanzándolo con violencia fuera de su seno.
—Se diría que hemos descubierto, sin querer, la mejor manera de teneros vigilados; al menos, la guerra sirve para algo —siguió diciendo el celador, a la vez que enseñaba su fuerte dentadura—. Ni yo habría podido romperle los dientes a Minami. Los puños de estos campesinos deben de ser realmente fenomenales.
—Fue un viejo bajito y enclenque. Me dio con la azada en los morros —dijo Minami, la mar de satisfecho.
—¡No hables sin permiso! —le chilló el celador—. ¡Listos para marchar en cinco minutos! Está previsto que lleguemos a nuestro destino al anochecer. ¡El que se haga el remolón, se queda sin comer, así que espabilad!
Rompimos filas dando gritos y nos fuimos corriendo a recoger nuestras cosas al viejo cobertizo donde criaban gusanos de seda, en el que habíamos pasado la noche, una de tantas etapas de nuestro peregrinar. A los cinco minutos, cuando estábamos a punto de marcha, vi que el cómplice de Minami en el abortado intento de fuga vomitaba un líquido rosado en una esquina del patio mientras gemía débilmente. Formados en la carretera, a la espera de que se le pasara el ataque de retortijones de vientre, cantamos a coro la canción afeminada, rebuscada y ramplona que era una especie de himno del reformatorio, y nos desgañitamos al llegar al largo estribillo cargado de simbolismo religioso. Los pueblerinos, tan asombrados que los ojos se les salían de las órbitas, nos rodeaban. Éramos quince muchachos desnutridos, cubiertos con capotes verdes. Nuestros corazones latían aceleradamente a causa de los sentimientos de humillación e ira contenida que los embargaban en momentos como aquél.
Después de vomitar, el chaval se incorporó a la formación; respiraba afanosamente, como si tratara de expulsar un grano de trigo que se le hubiera atascado en un conducto de la nariz. Terminamos a toda prisa la última estrofa de la canción y nos pusimos en marcha acompasados por el ruido sordo de nuestras botas de lona.
Eran tiempos de muerte. Igual que un prolongado diluvio, la guerra descargaba su locura colectiva, que tras invadir el cielo, los bosques y las calles, había penetrado en las personas para inundar hasta los más recónditos recovecos de sus sentimientos. Un aviador rubio, cuyo cuerpo bien asentado ante los mandos se distinguía perfectamente a través de los cristales de la carlinga, descendió repentinamente del cielo y ametralló el patio situado entre los viejos edificios de ladrillo de nuestro reformatorio, y un buen día, cuando nos disponíamos a salir por el portón en doble fila, para dedicarnos a nuestras tareas matutinas, vimos junto a él, apoyado en la siniestra alambrada de espino que circundaba nuestra prisión, el cadáver de una mujer muerta de inanición, que se desplomó a los pies del celador jefe, que abría la marcha. Casi todas las noches, y a veces en pleno día, los incendios causados por los bombardeos iluminaban la ciudad o la llenaban de sucio y apestoso humo.
En aquella época en que los adultos enloquecidos se rebelaban en las calles, se daba la paradoja de que había verdadera obsesión por encerrar a quienes todavía tenían la piel suave, o apenas les despuntaba un poco de vello en la entrepierna, porque habían cometido alguna fechoría sin importancia o, simplemente, se consideraba que mostraban «tendencias asociales».
Los bombardeos se intensificaron, y al hacerse evidente que se acercaba el fin, se pidió a los familiares de los internos que pasaran por el reformatorio a recogerlos, pero la mayoría de ellos no quisieron saber nada de sus molestos y perversos parientes. Así pues, los responsables de la institución, obsesionados por cumplir con su deber hasta el final y no dejar escapar a sus presas, planearon la evacuación en masa de los chicos que no habían sido reclamados.
Quince días antes de la fecha fijada para llevar a cabo la evacuación se enviaron las últimas cartas pidiendo a los allegados de los chicos que pasaran a recogerlos, y todos estábamos muy excitados ante la posibilidad de que nos sacaran de allí. Al cabo de una semana se presentó en el reformatorio mi padre, que era quien me había denunciado, con botas militares y gorra de trabajador, acompañado de mi hermano, y sentí una gran alegría. Sin embargo, la realidad era que, al no haber encontrado refugio adecuado para su hijo menor, se le había ocurrido aprovechar la evacuación para incluirlo en ella. La pena y la decepción que me invadieron fueron tremendas. No obstante, después de marcharse mi padre, mi hermano menor y yo nos abrazamos calurosamente.
Durante los dos o tres primeros días que pasó en el reformatorio, vestido ya con nuestro uniforme verde, mi hermano se sintió intimidado por hallarse entre tantos delincuentes juveniles, pero también estaba fuera de sí de alegría y fascinación. Pronto empezó a intimar con todos y a pedirles, con los ojos brillantes de emoción, que le contaran sus fechorías, y por la noche, antes de dormirse bajo la misma manta que yo, me explicaba durante largo rato, en voz baja y entrecortada por la emoción, las atroces experiencias que le habían contado. Y cuando se hubo aprendido de memoria el brillante y sangriento historial de los compañeros, sintió la necesidad, para no ser menos, de inventarse sus propias maldades imaginarias. A veces, venía corriendo hasta mí y me contaba, ruborizado, fantásticos delitos: que le había saltado un ojo a la novia de un amigo con su pistola de juguete, por ejemplo. Así pues, mi hermano menor se sentía como pez en el agua en el reformatorio. En aquellos tiempos de muerte, de locura, parecía que sólo los niños éramos capaces de establecer estrechos lazos de solidaridad. Pasadas las dos semanas de espera, y superada la decepción porque nadie hubiera acudido a buscarnos, los chicos que quedábamos en el reformatorio iniciamos llenos de orgullo un viaje que nos iba a deparar constantes humillaciones.
Teníamos unas ganas terribles de perder de vista aquellas alambradas de espino, de un insólito color naranja, que nos aprisionaban, pero no tardamos en darnos cuenta de que fuera de ellas seguíamos estando presos. Era como si avanzáramos por un corredor que uniera dos prisiones. La alambrada color naranja que tanto nos enfurecía se transformó en las miradas ceñudas de innumerables campesinos de manos callosas y miradas más vigilantes que las de nuestros celadores. El grado de libertad que teníamos durante el viaje era el mismo que habíamos tenido dentro del reformatorio. El único placer nuevo que nos deparó marcharnos de allí fue ver a muchos «buenos» chicos y burlarnos de ellos.
Desde que emprendimos el viaje había habido numerosos intentos de fuga, pero los hostiles campesinos capturaban a los evadidos en pueblos, bosques, ríos y campos, y se los devolvían más muertos que vivos a los celadores. Para nosotros, que procedíamos de lejanas ciudades, aquellos pueblos eran como un muro de goma transparente y elástica. Por más que pugnáramos por introducirnos en él, nos rechazaba poco a poco y volvía a su forma habitual.
En consecuencia, las únicas libertades de que podíamos disfrutar eran andar por los caminos de pueblo en pueblo levantando grandes nubes de polvo o hundiéndonos hasta los tobillos en el fango, aprovechar los descuidos de nuestros celadores mientras descansábamos en algún templo, santuario o cobertizo para ofrecer nuestras miserables posesiones a cambio de comida a las gentes que acudían a vernos, o lanzar silbidos y hacer proposiciones lascivas a las muchachas que encontrábamos por calles y caminos, a pesar de ser plenamente conscientes de nuestro aspecto desastrado y la suciedad de nuestros uniformes a causa de tan largo peregrinar.
Nuestro viaje debía durar una semana. Pero las negociaciones entre los celadores que nos conducían y los alcaldes de los pueblos que debían acogernos siempre se alargaban más de lo previsto, y ya llevábamos tres semanas de camino. Se suponía que aquella tarde llegaríamos a nuestro destino final, una remota aldea en lo más hondo de las montañas. De no haber sido por aquel intento de fuga, probablemente ya habríamos llegado y estaríamos sentados, contemplando las discusiones acerca de nuestro acomodo entre el celador jefe y los responsables del lugar, o tumbados en el suelo, descansando.
Apagada ya la agitación provocada por el retorno de los fugitivos, caminamos deprisa, apretando con firmeza el morral contra la cadera e inclinándonos hacia adelante. Avanzábamos en un silencio sólo interrumpido por los gemidos del muchacho que padecía retortijones de vientre, absortos en nuestros pensamientos y compartiendo un malestar y un enfado que subían de lo más profundo de nuestro corazón y nos atenazaban la garganta.
Nuestro viaje se acercaba a su fin. Aunque en realidad avanzábamos a ciegas, mientras estuviéramos de camino al menos siempre tendríamos ocasión de intentar la fuga. Pero en cuanto llegáramos al pueblo perdido en medio de las montañas estaríamos tan acabados como si nos hubieran arrojado a un pozo insondable rodeado de altos muros, y nos sentiríamos más prisioneros que cuando estábamos tras las cercas de alambre de espino anaranjado del reformatorio. Una vez que se hubiera cerrado el círculo formado por los diversos pueblos que habíamos recorrido, ya no tendríamos escapatoria. El hecho de que Minami y su compañero hubieran fracasado en el que representaba, posiblemente, el último intento de fuga era la causa del malestar y el enfado que nos invadían. Además, sentíamos el mismo resentimiento e indignación que Minami hacia el muchacho que hizo fracasar aquella postrera intentona a causa de algo tan baladí como un simple dolor de tripas. Para manifestarle nuestro desprecio, al oírle gemir de dolor mientras andaba nos poníamos a silbar, indiferentes, y hubo alguno que incluso le tiró chinas al trasero.
Solamente mi hermano, ajeno a nuestro airado resentimiento, consolaba al chico que padecía los retortijones de vientre y le pedía a Minami todos los detalles del fracasado intento de fuga. Pero ni siquiera el entusiasmo y la alegría de que siempre hacía gala mi hermano eran capaces de desvanecer la tristeza que nos embargaba. Al final, todos los del grupo empezamos a sentir el cansancio, incluso mi hermano, y avanzábamos con desgana, cabizbajos, envueltos en nuestros uniformes sucios y mal cortados, sin hacer caso de los perros que nos ladraban ni de las familias campesinas que salían corriendo de sus casas para contemplar nuestro paso. Sólo el fornido celador que abría la marcha andaba sacando el pecho.
De haber seguido caminando con aquella desgana, no habríamos llegado a nuestro destino ni al amanecer del día siguiente. Sin embargo, tras cruzar con gran cuidado un puente cuyos cimientos se habían resentido a causa de la riada, la estrecha carretera secundaria que seguíamos desembocó en una amplia carretera general que conducía a la provincia vecina y vimos ante nosotros un grupo de jóvenes de aire digno y marcial que nos pareció realmente maravilloso; se trataba de un pelotón de cadetes de alguna academia militar. Junto a ellos estaba parado un camión del ejército pintado de color verde oliva, en cuya caja había varios policías militares de mediana edad. Aquel espectáculo nos devolvió los ánimos, y corrimos hacia los cadetes lanzando vítores.
Los cadetes nos miraron de reojo al oír nuestros vítores, pero siguieron firmes y callados. Iban armados con sables cortos. Sus rostros duros, de labios entreabiertos, y las bien formadas cabezas, que mantenían muy erguidas, les daban el hermoso aspecto de los caballos bien domados. Siempre dando vítores, nos detuvimos a un metro escaso de ellos y los contemplamos. Ninguno de los nuestros les dirigió la palabra, y ellos, que parecían exhaustos, guardaban silencio con aire grave. La luz del atardecer, que se filtraba a través de los árboles que cubrían la ladera, los iluminaba suavemente realzando sus contornos. De los cuerpos de aquellos jóvenes extrañamente silenciosos emanaba, como un olor corporal, una fuerza intensa y cautivadora. En aquel momento resultaban mucho más atractivos que cuando cavaban en los bosques para sacar raíces de pino, de las que se obtenía por destilación una resina densa, pegajosa y aromática, o paseaban por las ciudades con sus brillantes uniformes y charlando de cosas intrascendentes.
—¿Sabes una cosa? —me dijo Minami, que había acercado su cabeza a la mía hasta el punto de que sus labios casi me rozaban la oreja—. Si me lo pidieran, me acostaría con cualquiera de ellos a cambio de un poco de comida, aunque se me reventaran las almorranas y me dejaran el ojete hinchado y escaldado.
Tenía los ojos brillantes y suspiraba mientras contemplaba las nalgas robustas y levemente separadas de los cadetes. Sin duda, se le hacía la boca agua.
—Me pillaron cuando estaba acostado con un soldado —dijo, y añadió, en tono de sincera indignación—: ¡Me llamaron puto!
—¡Qué cara! —dije—. ¡No pueden llamarte puto por acostarte con un soldado a cambio de un poco de comida! Lo que pasa es que no les gustan los maricas, y por eso los detienen, aunque no sean putos.
—Será eso —respondió por decir algo, pues era evidente que su cabeza estaba en otra parte. Apartó a nuestros compañeros y se colocó en primera fila para ver mejor a quienes hubieran podido ser sus clientes de no estar encerrado.
Mi hermano, que había escuchado con mucha atención la conversación entre el celador y la policía militar, vino hacia mí dando brincos. Temblaba de excitación, y me habló dándose aires de importancia, como cuando quería confiarme sus secretos.
—¡Se ha escapado! ¡Un cadete ha huido al monte! ¡Han venido a buscarlo! ¡Si nos metemos en el bosque, nos pegarán un tiro!
—¿Por qué? —le pregunté, sorprendido—. ¿Por qué se ha fugado? ¿Por qué ha huido al monte?
—¡Se ha escapado! —repetía mi hermano, que de puro excitado no me oía—. ¡Se ha escapado! ¡Está en el monte!
Nuestros compañeros nos rodearon, y mi hermano les repitió la noticia una y otra vez como una cotorra. Nos acercamos a los policías militares. El celador nos ordenó que nos detuviéramos y luego nos indicó con enérgicos movimientos de su brazo que nos dirigiéramos a un alcanforero de anchas ramas. Después les dio a los policías militares su opinión acerca de la carretera por la que habíamos llegado, y les dijo que estaba a su disposición para contestar a cualquier otra pregunta. Aguardamos agrupados al pie del alcanforero, y nuestra creciente impaciencia nos hacía dar patadas en el suelo y soltar bufidos contenidos; nuestras miradas iban de los cadetes, que parecían aburrirse, a los policías militares, que interrogaban prolijamente al celador dándose aires de importancia, o se posaban en las laderas de las montañas, cada vez más oscuras. Bajo las hojas marchitas de los árboles que las cubrían, tenuemente iluminadas todavía por la luz crepuscular, debía de ocultarse el desertor. Pasaron lentas las horas sin que supiéramos qué habían decidido los policías militares, y nuestra impaciencia se fue transformando en mal humor.
Cuando las primeras sombras de la noche oscurecían los rasgos del celador y los policías militares, y había empezado a soplar un vientecillo frío y desagradable, llegó un hombre montado en una vieja bicicleta, que iluminaba su camino con un farol. Habló con los policías militares y subió la bicicleta a la caja del camión. Los policías ordenaron a los cadetes que se pusieran firmes, y el celador vino corriendo hacia nosotros.
—Dicen que nos van a llevar en el camión hasta nuestro destino —nos comunicó.
Recuperamos al punto la alegría y nos subimos al camión dando gritos. Cuando se puso en marcha, en medio de un gran estruendo mecánico, contemplamos, llenos de emoción, cómo los cadetes partían en formación por la oscura carretera en sentido contrario al nuestro.
El camión avanzaba en medio de las tinieblas de la noche por una carretera tortuosa y empinada, roncando y estremecido por violentas sacudidas. Aquí y allá había desprendimientos a causa de la lluvia, y teníamos que bajarnos, pasar primero y esperar con los ojos entornados, para que no nos deslumbraran los faros, que iluminaban la tierra rojiza, a que el camión salvara aquel paso peligroso. Sólo el hombre, que fumaba un apestoso cigarrillo hecho con hierbas secas, no hizo nunca ademán de bajarse y permaneció sentado junto a su vieja bicicleta, tendida en la caja del camión. Aunque no nos habló y fingió ignorar nuestra existencia, de vez en cuando contemplaba por el rabillo de sus horribles ojos inyectados en sangre nuestros enclenques hombros y nuestras huesudas rodillas, con aire preocupado. Pero no tardaba en desviar la mirada. El camión cada vez iba más despacio, y el penetrante ronquido de su motor hendía el aire mientras recorría la desigual carretera de montaña. El oscuro follaje de los árboles que se alzaban a ambos lados del camino parecía abalanzarse sobre nosotros, y un viento frío, que arrastraba retazos de niebla, azotaba nuestros cuerpos y parecía congelar a un tiempo nuestros rostros y nuestros corazones.
Además, en la parte posterior de la caja viajaba con una rodilla hincada en el suelo un fornido policía militar que, indiferente al viento frío y cortante, no apartaba ni por un instante de nosotros su mirada de pocos amigos, y no nos atrevíamos ni siquiera a hablar en susurros de lo intimidados que estábamos. Así pues, aquel viaje nocturno transcurrió en un silencio sólo interrumpido por los gemidos del muchacho que sufría los retortijones de vientre. Cada vez que los faros del camión iluminaban el fondo del boscoso valle, donde se reflejaban en las aguas crecidas de un río, o se alzaban hacia los picachos, llegaban hasta nosotros los misteriosos rumores y los gritos apagados de las bestias que vivían en el interior del bosque, y aguzábamos la vista en busca del desertor, que tal vez estuviera escondido por allí.
Por fin, la fatiga del largo viaje, las sacudidas del camión y el silencio impuesto por la suspicaz vigilancia del policía militar se conjugaron para sumirnos en un pesado sueño, y uno tras otro fuimos apoyando nuestras cabezas sobre las ásperas y duras tablas de la caja. Abracé contra mi pecho la bien formada cabeza de mi hermano, que se puso a roncar enseguida, para vigilar su sueño infantil, pero me quedé dormido encima de él. Me despertaron un murmullo insistente y unos brazos que me sacudían sin contemplaciones, y me puse a despotricar, disgustado, pues aquélla era la manera habitual de despertarnos en el reformatorio cuando había bombardeos, pero al abrir los ojos vi que estaba tumbado cuan largo era sobre las tablas, y mi hermano, con los labios apretados, trataba de despertarme sacudiéndome. Todos nuestros compañeros se habían apeado del camión, y el campesino, por más que trataba de estirar su corto cuerpo, tenía dificultades para bajar la bicicleta, cuya rueda delantera había quedado atrapada en la caja del camión. Me levanté de un salto, me sacudí la ropa y le ayudé empujando el frío y húmedo manillar. La bicicleta pesaba una barbaridad, y el hombre me dirigió una sonrisa débil, pero amistosa, por encima de mis brazos, temblorosos a causa del esfuerzo. Cuando la bicicleta estuvo en el suelo, me bajé de un salto, pero mi hermano titubeaba. Entonces los robustos brazos del campesino lo bajaron con ligereza, y se echó a reír tímidamente porque le hacía cosquillas.
—Gracias —le dijo en voz baja, deseoso de congraciarse con él.
—De nada —le respondió el campesino, que se montó en su bicicleta y se fue.
Más allá de la negrura de la oscura noche, al otro lado de la estrecha carretera, que apenas se veía, ardía una hoguera, alrededor de la cual se había congregado un grupo de personas. El policía militar y el celador se dirigían hacia allí. El campesino los seguía, pedaleando torpemente, en su bicicleta. Nos apelotonamos al lado del camión, ateridos, y contemplamos la escena. Hacía frío. Era un frío extraño, un frío nuevo, que calaba hasta lo más profundo de nuestros corazones, como si hubiéramos llegado a un país de clima completamente diferente. Pensé que, sin duda, estábamos en lo más hondo del monte. Por más que juntábamos nuestros delgados hombros, temblábamos como perros. Ello se debía también a la fuerte tensión que parecía emanar del grupo reunido alrededor de la gran hoguera, y que, por simpatía, se nos había contagiado. Observé en silencio cómo los policías militares y el celador se unían a los campesinos congregados al amor del fuego.
Los campesinos rodearon a los policías militares y al celador, y se inició una acalorada discusión cuyo contenido no llegó a nuestros oídos, por más que los aguzamos con desesperación. Nuestros ojos, al acostumbrarse a la escasa luz, divisaron, cuando las llamaradas los hacían visibles, a buen número de cadetes y de campesinos armados de largas lanzas de bambú, así como de azadas y otras herramientas agrícolas. Parecían guerrilleros. Aquel espectáculo nos llenó de aprensión.
El campesino salió del círculo de personas que discutían acaloradamente con la bicicleta cargada de leña. Descargó los leños, se marchó sin decir palabra y volvió con un tronco llameante, tan verde, que desprendía chorros de resina. Mientras apoyaba la bicicleta en un árbol, nosotros amontonamos la leña y le prendimos fuego. Pero los leños no prendían. Fuimos corriendo a los oscuros matorrales y volvimos con brazadas de hojas muertas y ramas secas, que se rompían fácilmente con un ruido áspero, y las apilamos junto a los troncos. El campesino, con la cabeza en medio de la humareda, se esforzaba por que prendiera el fuego, y cada vez que las llamaradas lo iluminaban podíamos ver en su cuello grueso y corto, que parecía de cuero, las señales de innumerables quemaduras.
Cuando nuestra hoguera empezó a chisporrotear alegremente y a desprender una abundante humareda, entre el campesino y nosotros se había establecido una especie de incipiente camaradería a causa del esfuerzo conjunto por encender el fuego. Y como además la sangre nos corría ahora más deprisa bajo la piel helada y llenaba nuestra carne de un agradable calorcillo, todos, incluso el campesino, sonreíamos tontamente mientras nos apiñábamos alrededor de la hoguera, que ardía ya con fuerza.
—¿Es usted herrero, señor? —le preguntó mi hermano en voz baja.
—Sí —le respondió alegremente el interpelado—. Cuando tenía tu edad, ya hacía hoces.
—¡Oooh! —exclamó mi hermano lleno de admiración—. ¿Cree que podría aprender?
—Es cuestión de práctica —dijo el herrero—. Has visto mi bicicleta, ¿no? Pues los pedales los he hecho yo, cambié los que tenía por otros más fuertes.
El herrero se puso en pie, fue por la bicicleta, la levantó con facilidad a la altura de sus rodillas y ante nuestros ojos admirados pasó la piel cuarteada de la yema de su pulgar por el eje excesivamente grueso de un pedal chapucero, pero obra tan humana como una azada o una hoz, y por su desgastada biela, mientras se reía alegremente.
—No sabía que los herreros arreglaran bicicletas —dijo mi hermano.
—¡Claro que no! —El herrero dejó la bicicleta sobre el suelo negruzco, que despedía vapor por el calor de la hoguera, y echó en ella un par de leños—. A nadie se le ocurriría pensar una cosa así.
Nos quedamos callados, escuchando el crepitar de la resina, el zumbido del aire, el crujido de los troncos al romperse y la risa del aldeano, que seguía resonando en su garganta, y pensamos por un instante en la única bicicleta que teníamos en el reformatorio. Seguramente estaría apoyada en alguna pared y las gomas sucias de barro de sus ruedas empezarían a agrietarse…
Oímos voces que llegaban de la otra hoguera. Alguien daba órdenes a gritos. Levantamos las cabezas para ver qué pasaba y, a pesar de la oscuridad, advertimos que un grupo de hombres se colocaba en formación.
—¿No son esos los cadetes? —le preguntó uno de mis compañeros al herrero—. ¿Han venido de maniobras o a buscar al desertor?
El herrero contestó a su pregunta sin andarse con rodeos.
—Han venido a las montañas a cazar. A cazar a un hombre. Y no sólo lo buscan los cadetes, sino también los hombres del pueblo. Llevamos tres días registrando el monte sin encontrarlo. Si el desertor hubiera llegado hasta aquí, no habría podido seguir adelante. Sólo se puede llegar a nuestro pueblo, que está al otro lado del valle, en una vagoneta que se utiliza para transportar madera. A causa de la crecida del río es imposible llegar a él por carretera. Pero hemos buscado por todas partes y no lo hemos encontrado. Así que abandonamos la búsqueda y nos volvemos a casa. Seguramente el desertor se habrá ahogado en el río.
De modo que aquello era una cacería. Una cacería humana. Los campesinos se dedicaban a una silenciosa cacería nocturna, armados de lanzas de bambú y azadas, en busca de un soldado acosado que había huido al monte y tal vez se hubiera ahogado en el río que bajaba crecido. Todos suspiramos, pues la imagen de aquella sangrienta cacería no podía menos que oprimir pesadamente nuestros corazones. Estábamos en medio de una guerra. Y sobre nosotros se cernían peligros desconocidos igual que una bestia salvaje dispuesta a atacarnos. ¡Vaya cacerías hacían en aquellas tierras!
—Debe de ser terrible —dije—. Eso de cazar a un hombre, quiero decir.
—Es horrible, peor que la caza del jabalí —contestó el herrero—. Llevamos tres días yendo continuamente de un lado para otro sin comer ni beber. —A pesar de estas amargas palabras, su rostro, iluminado por el brillante resplandor de la hoguera, no mostraba señales de que estuviera contrariado. Mientras hablaba, las llamas se reflejaban en sus labios, gruesos y húmedos—. Es horrible, sí. Estamos llenos de arañazos y no hemos cazado ni un conejo.
—¿También cazan conejos cuando salen a cazar hombres? —preguntó mi hermano, sorprendido—. ¿Y liebres?
—Si se ponen a tiro, los cazamos —respondió el herrero muy serio—. Palomas, faisanes, conejos, lo que sea.
A mi hermano le encantaban los animales, y se inclinó hacia el herrero dispuesto a acribillarlo a preguntas acerca de la fauna de aquellas tierras, pero entonces el celador y un campesino alto y musculoso llegaron corriendo a nuestra hoguera. El herrero apretó los labios con fuerza, como indicándonos que se había acabado la conversación, y se abrazó las rodillas. La tensión volvió a apoderarse de nosotros.
—Os presento al alcalde del pueblo que os va a acoger. Poneos de pie y hacedle una reverencia —dijo el celador, cuya voz traslucía un profundo alivio—. Eso es.
Tras ponernos de pie y hacerle la reverencia, escrutamos con la mirada a aquel hombretón de barbilla puntiaguda, que llevaba un gorro de piel calado hasta las orejas y un grueso mono de tela. Nos repasó a su vez de arriba abajo; tenía bolsas bajo sus ojos pardos, que, sin embargo, brillaban y parecían inteligentes.
—Hace tres días que tenemos todo a punto esperando vuestra llegada —dijo el alcalde, cuyos ralos bigotes se movían alrededor de sus labios como si mascara trigo mientras hablaba—. Así que podéis estar tranquilos.
—Os dejo al cuidado del alcalde —dijo entonces el celador—. Tengo que marcharme ahora mismo en el camión para traer al segundo grupo. Espero que os comportéis de forma responsable. ¿Entendido?
La voz del alcalde resonó por encima de nuestra enfática respuesta colectiva.
—Según os comportéis, así os trataremos los del pueblo —nos advirtió.
—No causéis problemas —añadió el celador—. El jefe de grupo apuntará a los que se salten las reglas. Yo los castigaré cuando vuelva.
Esa clase de trámites nos perseguía a todas partes; además de retrasar y entorpecer todas nuestras actividades, nos sumía en una profunda confusión, mezcla de irritación y cansancio. Siempre había que pasar lista y esperar a que se dieran las novedades a la superioridad; siempre se nombraban jefes de grupo para que nos vigilaran; siempre teníamos que cantar a coro, con desgana, la canción del reformatorio. Los campesinos se fueron congregando poco a poco a nuestro alrededor; tenían la cara sucia y la ropa deshilachada, y empuñaban sus armas con decisión. Nos miraban con aprensión, a causa, sin duda, de nuestro aspecto miserable. Estábamos hambrientos, sucios, recelosos y asustados.
Los cadetes avanzaron en formación desde la otra hoguera hasta el camión y se montaron en él. Mientras el pesado vehículo cambiaba de sentido haciendo un ruido espantoso, seguimos a los cadetes con la mirada, pero ahora sus caras reflejaban cansancio y sus cuerpos habían perdido aquel aire marcial; ya no parecían la encarnación de la belleza y el vigor. También ellos habían recorrido los caminos empapados por la lluvia y cortados por los desprendimientos a lo largo y lo ancho del valle durante la cacería humana, y su aspecto, un tanto amanerado, de animales bellos y robustos había desaparecido.
Mientras el camión se alejaba llevándose a los cadetes y al celador, guiados por los callados campesinos, armados de lanzas de bambú y azadas, empezamos a subir por un empinado sendero, montaña arriba. La oscuridad nos impedía ver los matorrales que se alzaban a ambos lados del camino, cuyas ramas espinosas nos arañaban y hacían fluir la sangre de nuestras manos, nuestras caras, nuestras orejas y nuestras nucas. Cuando se apagó el ruido del camión, nos llegó desde lo más profundo del bosque el rumor de agua que corría con violencia. Caminábamos deprisa, inclinados hacia adelante y aguzando los oídos. Se nos había contagiado el silencio de los campesinos, y ninguno de nosotros abrió la boca, ni siquiera cuando, después de cruzar el bosque, llegamos a lo alto de los riscos, donde soplaba un viento helado y cortante, y avanzamos por un estrecho rellano de piedra.
En un extremo del oscuro rellano de piedra se levantaba una sólida estructura de madera que reflejaba la débil luz ambiental. Allí estaba parada una vagoneta que transportaba madera por una estrecha vía que cruzaba el valle. Siguiendo las órdenes del alcalde, nos montamos en ella.
—No os mováis, no hagáis el menor movimiento —nos advirtió después de dar la señal de que la pusiera en marcha, con un fuerte grito, al encargado del cabrestante, que debía de estar al otro lado del valle—. Bastaría con que uno solo se moviera para que todos cayerais al vacío y os matarais. No os mováis, no hagáis el menor movimiento.
La vehemente admonición del alcalde zumbó como el aleteo de un insecto, se posó en nuestros cuerpos llenos de barro y se mezcló con el rumor del agua embravecida que llegaba desde el fondo del oscuro y profundo valle. En la estrecha caja de la vagoneta, sucia de tierra, esperamos la salida sentados unos encima de otros, inmóviles como perros atrapados por los haceros. Las palabras del alcalde resonaban en nuestras mentes: «No os mováis, no hagáis ningún movimiento. Bastaría con que uno solo se moviera para que todos cayerais al vacío y os matarais. No os mováis, no hagáis ningún movimiento».
Por fin, la vagoneta se puso en marcha. Avanzó despacio, temblando levemente, por la vía que cruzaba el oscuro y profundo valle hacia los espesos bosques de la ladera opuesta, más oscuros, si cabe, que el propio fondo del valle. Respirábamos el intenso aroma de las cortezas y las yemas de los árboles, y el aire seco y frío de la noche invernal parecía arremolinarse alrededor de la vagoneta, del cable que tiraba de ella y de nuestros esmirriados cuerpecillos apretujados en su interior.
Estiré un brazo entre los cuerpos comprimidos de mis compañeros y busqué a tientas la tierna manita de mi hermano; cuando la encontré, se la estreché con vehemencia. Me devolvió el apretón con todas sus frágiles fuerzas, y el calor de sus dedos me transmitió una sensación de leve temblor, como si tocara el cuerpo de una ardilla o un conejo. Supongo que mi mano le transmitía esa misma sensación. Tenía un miedo terrible, angustioso, tan intenso como mi cansancio, que hacía temblar todo mi cuerpo, y a mi hermano debía de pasarle lo mismo, y por eso me imagino que nos lo transmitimos mutuamente al estrecharnos las manos. Todos los del grupo, apretujados en aquel peligroso medio de transporte como perros que hubieran perdido la voluntad de resistir, nos mordíamos los labios para contener el miedo.
Delante y detrás de nosotros resonaban esporádicamente los gritos de los campesinos. Parecían airados, o exasperados, y sus ecos se esparcían por todo el valle.
Como hablaban un dialecto incomprensible para nosotros,[2] no podíamos entender lo que decían. Excepto el penetrante aroma del bosque y los chirridos de la vía, todo lo demás resonaba por encima de nuestras gachas cabecitas como el estruendo de una tormenta nocturna.
El chico que había sufrido de retortijones de vientre durante el largo periplo hasta el valle volvió a gemir, a pesar de que mantenía los dientes apretados. Se esforzaba por no retorcerse de dolor, pero no podía evitar que se le escaparan algunos débiles gemidos.
—¡No se te ocurra vomitar encima de mi hombro! —le dijo Minami sin la menor compasión.
Los gemidos se apagaron y el muchacho suspiró. Entre los cuerpos apretujados de mis compañeros pude ver su carita blanca y cómo se tapaba la boca con fuerza, y bajé los ojos. No podíamos hacer nada por él. Teníamos que permanecer como estábamos hasta que la vagoneta que nos transportaba cruzara el valle.
La vagoneta se detuvo al fin, con un ligero impacto, y un joven campesino, a horcajadas encima de la porción de cable que sobresalía del grueso cabrestante de madera en el que se había ido enrollando, estiró el cuerpo para poner en la vía una traviesa destinada a frenar la vagoneta y nos gritó:
—¡Ya habéis llegado! ¡Bajad, deprisa!