CAPÍTULO 14

EL ENEMIGO
COMÚN

No soy un pesimista. Percibir el mal allí donde existe es, en mi opinión, una forma de optimismo.

ROBERTO ROSSELLINI

Sólo en el espacio de tiempo representado por el siglo actual ha adquirido una especie el poder de alterar la naturaleza del mundo.

RACHEL CARSON,
Primavera silenciosa, 1962

Introducción

En 1988 se me brindó una oportunidad única: fui invitado a escribir un artículo sobre las relaciones entre Estados Unidos y la entonces Unión Soviética que aparecería, más o menos simultáneamente, en las publicaciones de mayor difusión de los dos países. Era la época en que Mijaíl Gorbachov trataba de otorgar a los ciudadanos soviéticos el derecho a expresar libremente sus opiniones. Algunos la recuerdan también como el tiempo en que la administración Reagan modificaba lentamente su decidida postura en favor de la guerra fría. Pensé que un artículo semejante podría hacer algo de bien. Más aún, durante una reciente reunión en la «cumbre», Reagan había comentado que sería mucho más fácil la colaboración entre Estados Unidos y la Unión Soviética de existir el peligro de una invasión alienígena. Aquello parecía dar a mi trabajo un punto de partida. Quise que el artículo fuera una provocación para los ciudadanos de ambos países y exigí de las dos partes garantías de que no sería censurado. Tanto el director de Parade, Walter Anderson, como el de Ogonyok, Vitaly Korotich, accedieron de buen grado. Bajo el título de «El enemigo común», el artículo apareció en el número de Parade del 7 de febrero de 1988 y en el del 12-19 de marzo del mismo año de Ogonyok. Luego fue reproducido en The Congressional Record, ganando en 1989 el premio Rama de Olivo de la Universidad de Nueva York, y fue muy comentado, tanto en un país como en el otro.

Parade abordó directamente las cuestiones polémicas del texto con esta introducción:

El siguiente artículo, cuya publicación íntegra está también prevista en Ogonyok, la revista más popular de la Unión Soviética, trata de las relaciones entre las dos naciones. Es probable que algunos ciudadanos de ambos países encuentren incómodas e incluso provocativas ciertas consideraciones de Carl Sagan, sobre todo porque pone en tela de juicio las visiones populares de la historia de cada nación. La redacción de Parade confía en que este análisis, que será leído tanto aquí como en la Unión Soviética, constituya un primer paso hacia la consecución de los mismos objetivos a que hace referencia el autor.

Las cosas, sin embargo, no eran tan sencillas, ni siquiera en la liberalizadora Unión Soviética de 1988. Korotich se había comprometido antes de conocer el texto, y cuando leyó mis comentarios críticos sobre la historia y la política soviéticas se sintió obligado a consultar a una autoridad superior. La responsabilidad del contenido del artículo, tal como apareció en Ogonyok, acabó recayendo, al parecer, en el doctor Georgi Arbatov, director del Instituto de Estados Unidos y Canadá de la entonces Academia Soviética de Ciencias, miembro del comité central del Partido Comunista y consejero íntimo de Gorbachov. Arbatov y yo mantuvimos en privado varias conversaciones de carácter político, y me sorprendieron su franqueza y su sinceridad. Aunque en cierto modo resultaba alentador advertir que en su mayor parte el texto no había sido retocado, también resulta instructivo comprobar qué cambios se habían efectuado y qué pensamientos se juzgaban demasiado peligrosos para el ciudadano soviético medio. Así pues, al final del artículo menciono las alteraciones más interesantes, que no dejan de constituir una censura.

El artículo

Si unos extraterrestres estuvieran a punto de invadirnos, dijo el presidente de Estados Unidos al secretario general soviético, nuestros dos países podrían unirse contra el enemigo común. Existen, desde luego, muchos ejemplos de adversarios mortales que, enfrentados durante generaciones, aparcaron sus diferencias para atender una amenaza más apremiante: las ciudades-estado griegas contra los persas; los rusos y los cumanos (que antaño habían saqueado Kiev) contra los mongoles o, de hecho, los norteamericanos y los soviéticos contra los nazis.

Una invasión alienígena es ciertamente improbable, pero hay un amplio abanico de enemigos comunes (algunos de los cuales representan una amenaza sin precedentes, propia, por otra parte, de nuestro tiempo). Proceden de nuestro creciente poder tecnológico y de nuestra resistencia a prescindir de las ventajas a corto plazo en beneficio del bienestar de nuestra especie a más largo plazo.

El inocente acto de quemar carbón y otros combustibles fósiles incrementa el efecto invernadero del dióxido de carbono y eleva la temperatura de la Tierra, de manera que, según algunas previsiones, en menos de un siglo el Medio Oeste estadounidense y la Ucrania soviética —actuales graneros del mundo— podrían convertirse en eriales. Diversos gases inertes y aparentemente inofensivos empleados en la refrigeración debilitan la capa protectora de ozono, con lo que aumenta el volumen de radiación ultravioleta solar que llega a la superficie de la Tierra, destruyéndose así un número enorme de microorganismos en la base de una mal comprendida cadena alimentaria, en cuya cima nos mantenemos de manera precaria. La contaminación industrial de Estados Unidos destruye bosques en Canadá. Un accidente en un reactor nuclear soviético pone en peligro la antigua cultura de Laponia. Terribles enfermedades epidémicas se extienden por todo el mundo aceleradas por la tecnología de los transportes modernos. Es seguro que habrá otros peligros que, por nuestra voluble atención a lo inmediato, todavía no hemos descubierto.

La carrera de las armas nucleares, iniciada conjuntamente por Estados Unidos y la Unión Soviética, ha minado el planeta con unas 60 000 armas atómicas, muchas más de las necesarias para hacer desaparecer ambas naciones, poner en peligro la civilización global y, quizá, acabar incluso con el experimento humano que comenzó hace un millón de años. Pese a las indignadas protestas pacifistas y los compromisos solemnes de los tratados para invertir la carrera nuclear, cada año Estados Unidos y la Unión Soviética se las arreglan para fabricar nuevos artefactos atómicos capaces de destruir todas las ciudades importantes del planeta. Cuando se piden justificaciones, cada parte se apresura a acusar a la otra. Tras los desastres del transbordador espacial Challenger y de la central nuclear de Chernobil, tuvimos que recordar que, pese a nuestros mejores esfuerzos, la alta tecnología puede tener fallos catastróficos. En el siglo de Hitler, hemos comprobado que los locos son capaces de hacerse con el control absoluto de estados industriales modernos. Sólo es cuestión de tiempo el que se produzca algún error sutil e imprevisto en la maquinaria de la destrucción masiva, o un fallo crucial de las comunicaciones, o una crisis emocional de algún líder nacional abrumado. En términos generales, la especie humana gasta anualmente cerca de un billón de dólares (casi todo por parte de Estados Unidos y la Unión Soviética) en preparativos para la intimidación y la guerra. Volviendo al principio, es posible que los malévolos extraterrestres apenas tuviesen motivo para atacar la Tierra; después de un examen preliminar, tal vez decidieran tener un poco de paciencia y aguardar a que nosotros mismos nos destruyéramos.

Estamos en peligro. No necesitamos invasores alienígenas. Ya hemos generado riesgos suficientes por nuestra cuenta, pero se trata de peligros invisibles, en apariencia muy alejados de la vida cotidiana, cuya comprensión requiere una reflexión atenta y que se refieren a gases transparentes, radiaciones invisibles y armas nucleares de cuyo empleo casi nadie ha sido testigo. No hay un ejército extranjero dispuesto a saquear, subyugar, violar y asesinar.

Nuestros enemigos comunes son de personificación más laboriosa, más difíciles de odiar que un Shahanshah, un Kan o un Führer. La integración de fuerzas contra estos nuevos adversarios nos obliga a realizar un decidido esfuerzo de autorreconocimiento, porque nosotros mismos —todas las naciones de la Tierra, pero en especial Estados Unidos y la Unión Soviética— somos responsables de los peligros que ahora afrontamos.

Nuestras dos naciones son tapices tejidos por una rica diversidad de fibras étnicas y culturales. Militarmente, somos los países más poderosos de la Tierra. Defendemos la idea de que la ciencia y la tecnología pueden construir una vida mejor para todos. Compartimos una fe manifiesta en el derecho de los pueblos a regirse por sí mismos. Nuestros sistemas de gobierno fueron fruto de revoluciones históricas contra la injusticia, el despotismo, la incompetencia y la superstición. Venimos de revolucionarios que consiguieron lo imposible: librarnos de tiranías arraigadas durante siglos y supuestamente sancionadas por la divinidad. ¿Qué nos costará escapar de la trampa que nosotros mismos nos hemos tendido?

Cada bando guarda celosamente en su memoria una larga lista de abusos cometidos por el otro, algunos imaginarios, pero la mayoría auténticos en mayor o menor grado. Cada vez que una parte comete un atropello, podemos tener la seguridad de que la otra le pagará con la misma moneda. Ambas naciones rebosan de orgullo herido y profesión de rectitud moral. Cada una conoce hasta el mínimo detalle las fechorías de la otra, pero apenas repara en los pecados propios y los sufrimientos causados por su política. En cada bando hay, desde luego, personas bondadosas y honestas que perciben los peligros creados por sus políticas nacionales, gentes para las que enderezar las cosas es una cuestión de decencia elemental y de simple supervivencia. Sin embargo, hay también, en uno y otro bando, personas poseídas por un odio y un miedo avivados por las respectivas agencias propagandísticas nacionales, gentes que creen que sus adversarios son irredimibles y buscan el enfrentamiento. Los duros de cada bando azuzan a los del bando contrario. Se deben mutuamente su crédito y su fuerza. Se necesitan los unos a los otros. Están trabados en un abrazo mortal.

Si nadie más, alienígena o humano, puede librarnos de este abrazo mortal, sólo nos resta una alternativa: por doloroso que resulte, tendremos que lograrlo nosotros mismos. Un buen comienzo consiste en examinar los hechos históricos tal como los vería la otra parte (o la posteridad, si hay alguna). Imaginemos primero cómo consideraría un observador soviético algunos de los acontecimientos de la historia de Estados Unidos: este país, fundado en el principio de la libertad, fue la última gran nación en poner fin a la esclavitud; muchos de sus fundadores —George Washington y Thomas Jefferson entre ellos— fueron propietarios de esclavos; y el racismo estuvo legalmente sancionado durante un siglo tras la liberación de los esclavos. Estados Unidos ha violado de manera sistemática más de 300 tratados firmados para garantizar algunos de los derechos de los habitantes originarios de aquellas tierras. En 1899, dos años antes de ser elegido presidente, Theodore Roosevelt, en un discurso que fue muy aplaudido, defendió la «guerra justa» como único medio de alcanzar la «grandeza nacional». En 1918, Estados Unidos invadió la Unión Soviética en un frustrado intento por acabar con la revolución bolchevique. Estados Unidos inventó las armas nucleares y fue la primera y única nación que las utilizó contra la población civil, matando en ese proceso centenares de miles de hombres, mujeres y niños. Estados Unidos albergaba planes operativos para el aniquilamiento nuclear de la Unión Soviética aun antes de que ésta dispusiera de un arma atómica, y fue el principal innovador en la continuada carrera de armas nucleares. De las numerosas contradicciones recientes entre teoría y práctica por parte de Estados Unidos cabe citar la advertencia, imbuida de indignación moral, de la administración actual [Reagan] a sus aliados para que no vendieran armas a los terroristas de Irán mientras, bajo cuerda, hacía precisamente eso; la maquinación de guerras soterradas por todo el mundo en nombre de la democracia, en tanto se oponía a sanciones económicas efectivas contra un régimen surafricano que priva a la inmensa mayoría de ciudadanos de cualquier derecho político; la indignación ante el hecho de que, violando la legislación internacional, Irán minase el Golfo Pérsico, al tiempo que esa misma administración hacía lo propio con puertos nicaragüenses y después eludía la jurisdicción del Tribunal Internacional; la acusación sobre Libia de matar niños y el asesinato de niños en represalia, y la denuncia del trato de las minorías en la Unión Soviética, cuando en Estados Unidos hay más jóvenes negros en las cárceles que en las universidades. No se trata sólo de maligna propaganda soviética. Incluso las personas en buena disposición hacia Estados Unidos podrían tener grandes reservas acerca de las verdaderas intenciones de este país, sobre todo cuando los norteamericanos se resisten a reconocer los hechos incómodos de su historia.

Imaginemos ahora cómo consideraría un observador occidental algunos de los acontecimientos de la historia soviética. En su orden de ataque del 2 de julio de 1920, el mariscal Tujachevsky dijo: «Con nuestras bayonetas llevaremos la paz y la felicidad a la humanidad trabajadora ¡Hacia el Oeste!». Poco después, Lenin, en una conversación con delegados franceses, observó: «Sí, las tropas soviéticas están en Varsovia. Pronto Alemania será nuestra. Reconquistaremos Hungría. Los Balcanes se alzarán contra el capitalismo. Italia temblará. En esta tormenta estallarán todas las costuras de la Europa burguesa». Evoquemos luego los millones de ciudadanos soviéticos muertos por obra de la política premeditada de Stalin en los años que median entre 1919 y la Segunda Guerra Mundial: la colectivización forzada, las deportaciones en masa de campesinos, la consecuente hambruna de 1932-1933 y las grandes purgas, en la que fueron detenidos y ejecutados casi todos los jerarcas del Partido Comunista mayores de 35 años mientras era proclamada con ufanía una nueva constitución que supuestamente garantizaba los derechos de los ciudadanos soviéticos. Consideremos asimismo la decapitación del Ejército Rojo por orden de Stalin, el protocolo secreto de su pacto de no agresión con Hitler y su negativa a creer en una invasión nazi de la URSS incluso después de comenzada, y los millones de muertos por esa causa. Pensemos a continuación en las restricciones soviéticas de los derechos civiles, la libertad de expresión y la emigración, el antisemitismo continuo y endémico y la persecución religiosa. Si poco después del establecimiento de una nación sus más altos dirigentes militares y civiles se jactan de sus intenciones de invadir estados vecinos, si el líder absoluto durante casi la mitad de su historia es alguien que sistemáticamente mató a millones de compatriotas, si todavía hoy figura en sus monedas el símbolo nacional blasonado sobre el mundo entero, es comprensible que ciudadanos de otras naciones, incluso aquellos de disposición más pacífica o crédula, se muestren escépticos ante sus buenas intenciones, por sinceras y auténticas que éstas sean. No se trata sólo de maligna propaganda norteamericana. El problema se complicará si se pretende que tales hechos jamás existieron.

«Ninguna nación puede ser libre si oprime a otras naciones», escribió Friedrich Engels. En la conferencia de Londres de 1903, Lenin postuló «el completo derecho de todas las naciones a la autodeterminación». Los mismos principios fueron formulados con casi idéntico lenguaje por Woodrow Wilson y muchos otros políticos estadounidenses. Sin embargo, y para ambas naciones, los hechos hablan de otra manera.

La Unión Soviética se anexionó por la fuerza Letonia, Lituania, Estonia y partes de Finlandia, Polonia y Rumania; ocupó y sometió a un régimen comunista a Polonia, Rumania, Hungría, Mongolia, Bulgaria, Checoslovaquia, Alemania oriental y Afganistán, y sofocó el alzamiento de los obreros de Alemania oriental en 1953, la revolución húngara de 1956 y la tentativa checa de introducir en 1968 el glasnost y la perestroika. Dejando aparte las guerras mundiales y las expediciones para combatir la piratería o el tráfico de esclavos, Estados Unidos ha perpetrado invasiones e intervenciones armadas en otros países en más de 130 ocasiones[13], incluyendo China (18 veces), México (13), Nicaragua y Panamá (9 cada uno), Honduras (7), Colombia y Turquía (6 en cada país), República Dominicana, Corea y Japón (5 cada uno), Argentina, Cuba, Haití, el reino de Hawai y Samoa (4 cada uno), Uruguay y Fiji (3 cada uno), Granada, Puerto Rico, Brasil, Chile, Marruecos, Egipto, Costa de Marfil, Siria, Irak, Perú, Formosa, Filipinas, Camboya, Laos y Vietnam. La mayoría de estas incursiones han sido escaramuzas para mantener gobiernos sumisos o proteger propiedades e intereses de empresas estadounidenses, pero algunas han sido mucho más importantes, prolongadas y cruentas.

Las fuerzas armadas estadounidenses han actuado en Latinoamérica no ya antes de la revolución bolchevique, sino antes del Manifiesto comunista, lo que hace un poco difícil de aceptar la justificación anticomunista de la intervención en Nicaragua, pero las deficiencias de la argumentación resultarían mejor apreciadas si la Unión Soviética no hubiese adquirido la costumbre de engullir países. La invasión norteamericana del Sureste asiático —de unas naciones que jamás habían dañado o amenazado a Estados Unidos— supuso la muerte de 58 000 norteamericanos y más de un millón de asiáticos; Estados Unidos lanzó 7,5 megatones de explosivos de gran potencia y ocasionó un caos ecológico y económico del que la región todavía no se ha recobrado. Desde 1979, más de 100 000 soldados soviéticos ocuparon Afganistán —una nación con una renta per cápita inferior a la de Haití— en medio de atrocidades en buena parte no reveladas (porque los soviéticos tienen mucho más éxito que los norteamericanos a la hora de excluir de sus zonas bélicas a los periodistas independientes).

La enemistad habitual es corruptora y se nutre a sí misma. Si flaquea, cabe revivirla con facilidad mediante el recuerdo de abusos pasados, la invención de alguna atrocidad o algún incidente militar, el anuncio de que el adversario cuenta ya con una nueva arma peligrosa, o recurriendo a acusaciones de ingenuidad o deslealtad cuando la opinión política interna se torna incómodamente imparcial. Para muchos norteamericanos, comunismo significa pobreza, atraso, el gulag por expresar lo que uno piensa, aplastamiento implacable del espíritu humano y sed de conquistar el mundo. Para muchos soviéticos, el capitalismo significa codicia desalmada e insaciable, racismo, guerra, inestabilidad económica y una conspiración internacional de los ricos contra los pobres. Se trata de caricaturas —pero no del todo— a las que, a lo largo de los años, las acciones soviéticas y norteamericanas han prestado cierto crédito y alguna plausibilidad.

Estas caricaturas persisten en parte porque son verdaderas, pero también porque resultan útiles. Si hay un enemigo implacable, entonces los burócratas disponen de una justificación inmediata para la subida de los precios, la escasez de artículos de consumo, la falta de competitividad de la nación en los mercados internacionales, la existencia de gran número de desempleados y personas sin hogar, para tachar de antipatrióticas e inadmisibles las críticas a los líderes, y, sobre todo, para la necesidad de recurrir a un mal tan absoluto como la instalación de decenas de millares de armas nucleares. Ahora bien, si el adversario no resulta lo bastante maligno ya no es tan fácil ignorar la incompetencia y la falta de visión de los gobernantes.

Los burócratas tienen buenos motivos para inventar enemigos y exagerar sus fechorías.

Cada nación cuenta con instituciones militares y servicios de información que valoran el peligro planteado por el otro bando. Esos centros tienen un interés creado en los grandes desembolsos militares y de espionaje. Así, tienen que enfrentarse a una continua crisis de conciencia (un incentivo claro para exagerar la capacidad y las intenciones del adversario). Cuando sucumben a ella, dicen que se trata de una prudencia necesaria; pero sea cual fuere el término empleado, impulsa la carrera de armamentos. ¿Existe una apreciación pública e imparcial de los datos de los servicios de inteligencia? No. ¿Por qué? Porque se trata de datos secretos. Tenemos de este modo una máquina que funciona por sí misma, una especie de conspiración de facto para impedir que las tensiones decaigan por debajo de un nivel mínimo de aceptabilidad burocrática.

Es evidente que muchas instituciones y dogmas nacionales, por eficaces que hayan sido alguna vez, requieren un cambio. Ninguna nación está bien preparada todavía para el mundo del siglo XXI. El reto, pues, no consiste en una glorificación selectiva del pasado o la defensa de los iconos nacionales, sino en trazar un camino que nos permita seguir adelante en un tiempo de gran peligro mutuo. A este efecto necesitaremos toda la ayuda que podamos conseguir.

Una lección crucial de la ciencia es que para comprender cuestiones complejas (o incluso sencillas) debemos tratar de liberar nuestra mente del dogma y garantizar la libertad de publicar, de rebatir y de experimentar. Los argumentos de autoridad resultan inaceptables. Todos, aun los dirigentes, somos falibles. Sin embargo, por claro que resulte que el progreso necesita de la crítica, los gobiernos tienden a resistirse. El ejemplo definitivo es el de la Alemania de Hitler. He aquí un pasaje de un discurso del dirigente nazi Rudolf Hess, fechado el 30 de junio de 1934: «Hay un hombre por encima de toda crítica, y es el Führer. Todo el mundo lo siente y lo sabe: siempre tiene razón y siempre la tendrá. El nacionalsocialismo de todos nosotros se sustenta en una lealtad acrítica, en un sometimiento al Führer».

Una observación de Hitler remacha todavía más la conveniencia de semejante doctrina para los dirigentes nacionales: «¡Qué buena fortuna para quienes ostentan el poder que la gente no reflexione!». A corto plazo, una docilidad intelectual y moral muy difundida puede ser conveniente para los líderes, pero a largo plazo es suicida para la nación. Uno de los criterios para el liderazgo nacional debe ser, por lo tanto, el talento para entender, estimular y hacer un uso constructivo de la crítica vigorosa.

Cuando quienes antaño fueron silenciados y humillados por el terror del Estado son ahora capaces de manifestarse —jóvenes apóstoles de la libertad que emprenden su primer vuelo— se sienten alborozados, y otro tanto sucede con cualquier amante de la libertad que les observe. El glasnost y la perestroika muestran al resto del mundo la esfera humana de la sociedad soviética que políticas pasadas enmascaraban. Proporcionan, a todos los niveles de esa sociedad, mecanismos para la corrección de errores. Son esenciales para el bienestar económico. Permiten auténticos avances en la cooperación internacional y un gran freno de la carrera de armamentos. Así, el glasnost y la perestroika resultan convenientes tanto para la Unión Soviética como para Estados Unidos.

En la Unión Soviética, existe obviamente una oposición al glasnost y la perestroika por parte de los que ahora tienen que demostrar su capacidad, entre quienes no están acostumbrados a las responsabilidades de la democracia; aquellos que, después de décadas de atenerse a las normas, no están dispuestos a responder de su conducta pasada. Mientras la Unión Soviética reúne fuerzas para emerger como un rival todavía más formidable, también en Estados Unidos hay algunos que prefieren la antigua Unión Soviética, debilitada por su falta de democracia, fácilmente caricaturizable y satanizable. (Los estadounidenses, durante mucho tiempo complacientes con sus propias formas democráticas, también tienen algo que aprender del glasnost y la perestroika; esta idea, por sí sola, suscita incomodidad en algunos de ellos). Con fuerzas tan poderosas desplegadas a favor y en contra de la reforma, nadie puede saber cuál será el resultado.

Lo que en ambos países pasa por debate público sigue siendo, por encima de todo y tras un atento análisis, la repetición de lemas nacionales, una apelación a los prejuicios populares, insinuaciones, autojustificación, orientaciones erróneas, conjuro de sermones cuando se requieren datos y un profundo desdén por la inteligencia de la ciudadanía. Lo que necesitamos es reconocer cuán poco sabemos acerca del modo de atravesar con seguridad las décadas venideras, el valor para examinar una amplia gama de programas alternativos y, más que nada, una dedicación que no esté orientada hacia el dogma, sino hacia las soluciones. Ya será bastante difícil encontrar una solución, pero será mucho más arduo descubrir las que se correspondan perfectamente con las doctrinas políticas de los siglos XVIII o XIX.

Nuestras dos naciones deben ayudarse mutuamente a determinar qué cambios es preciso realizar; esas modificaciones deben beneficiar a las dos partes, y nuestra perspectiva debe abarcar un futuro más allá del siguiente mandato presidencial o del próximo plan quinquenal. Tenemos que reducir los presupuestos militares, elevar los niveles de vida, inculcar un respeto por el aprendizaje, apoyar la ciencia, la consagración al estudio, las invenciones y la industria, promover la libre indagación, reducir la coerción interna, implicar más a los trabajadores en las decisiones empresariales e impulsar un respeto y una comprensión genuinos y derivados del reconocimiento de nuestra humanidad común y del peligro compartido.

Aunque debamos cooperar en un grado sin precedentes, no estoy en contra de una competencia sana. Ahora bien, compitamos para hallar maneras de invertir la carrera de armas nucleares y reducir masivamente las fuerzas convencionales, para eliminar la corrupción gubernamental, para conseguir que la mayor parte del mundo sea autosuficiente en cuanto a agricultura. Rivalicemos en arte y ciencia, en música y literatura, en innovación tecnológica. Que nuestra carrera sea limpia. Compitamos por aliviar los sufrimientos, la ignorancia y las enfermedades, por respetar en todo el mundo la independencia nacional, por formular y aplicar una ética para el cuidado responsable del planeta.

Aprendamos unos de otros. Durante un siglo, y a través de un plagio en buena parte inconfesado, capitalismo y socialismo se han aprovechado mutuamente de sus métodos y doctrinas. Ni Estados Unidos ni la Unión Soviética poseen el monopolio de la verdad y la virtud. Me gustaría vernos competir en capacidad de cooperación. Durante la década de los setenta, al margen de los tratados limitadores de la carrera nuclear, hemos tenido algunos éxitos notables en cuanto a acción conjunta: la eliminación mundial de la viruela, los esfuerzos por impedir el desarrollo de armas nucleares surafricanas, los vuelos espaciales conjuntos Apolo-Soyuz. Podemos hacerlo mucho mejor. Empecemos con unos cuantos proyectos de alcance y visión amplios: el alivio del hambre, especialmente en naciones como Etiopía, víctimas de la rivalidad entre las superpotencias; la identificación y neutralización de catástrofes ambientales a largo plazo producto de nuestra tecnología; la física de fusión, con vistas a lograr una fuente segura de energía para el futuro; la exploración conjunta de Marte, culminando en la primera arribada a otro planeta de seres humanos, soviéticos y norteamericanos.

Tal vez nos destruyamos a nosotros mismos. Quizás el enemigo que llevamos dentro sea demasiado fuerte para que podamos reconocerlo y vencerlo. Tal vez el mundo se vea reducido a condiciones medievales o algo mucho peor.

Sin embargo, no pierdo la esperanza. Recientemente ha habido signos de cambio; son tanteos, pero en la dirección adecuada y, habida cuenta de los hábitos previos de conducta nacional, rápidos. ¿Es posible que nosotros —los norteamericanos, los soviéticos, los seres humanos— recobremos por fin el juicio y comencemos a trabajar unidos en aras de la especie y del planeta?

Nada se nos ha prometido. La Historia ha colocado esta carga sobre nuestros hombros. A nosotros nos corresponde construir un futuro valioso para nuestros hijos y nietos.

La censura

He aquí, en orden cronológico, con indicación de los párrafos, algunos de los cambios más extraordinarios o interesantes infligidos al artículo, tal como apareció en Ogonyok. El material censurado aparece aquí en negrita, los caracteres ordinarios indican pasajes del artículo original y la cursiva entre corchetes corresponde a comentarios míos.

§ 3. … en la base de una mal comprendida cadena alimentaria, en cuya cima nos mantenemos de manera precaria. [Sin esta frase, el peligro de la merma del ozono parece mucho menor.]

§ 4. … fabricar nuevos artefactos atómicos capaces de destruir todas las ciudades importantes del planeta. [Las seis últimas palabras fueron reemplazadas por una ciudad. De esta forma se empequeñece la amenaza nuclear, desviando la atención del número de bombas producidas al año hacia la potencia de una sola.]

§ 4. … de algún líder nacional abrumado. [¿Disminuye la confianza nacional en el Gobierno pensar que el líder pueda sentirse abrumado?]

§ 4. … la intimidación y la guerra.

§ 7. … orgullo herido y profesión de rectitud moral.

§ 7. … un odio y un miedo avivados por las respectivas agencias propagandísticas nacionales

§ 8. En 1899, dos años antes ser elegido presidente, Theodore Roosevelt… [Esto parece especialmente sórdido, porque la eliminación de esas palabras hace probable que el 99% de los lectores soviéticos piensen que la cita no es de Theodore sino de Franklin D. Roosevelt.}

§ 8. No se trata sólo de maligna propaganda soviética.

§ 9. … del 2 de julio

§ 9. … el protocolo secreto de su pacto de no agresión con Hitler

§ 9. … y los millones de muertos por esa causa

§ 11. … las deficiencias de la argumentación resultarían mejor apreciadas si la Unión Soviética no hubiese adquirido la costumbre de engullir países.

§ 18. Cuando quienes antaño fueron silenciados y humillados por el terror del Estado son ahora capaces de manifestarse —jóvenes apóstoles de la libertad que emprenden su primer vuelo— se sienten alborozados, y otro tanto sucede con cualquier amante de la libertad que les observe.

§ 19. …fácilmente caricaturizable

§ 20. Lo que en ambos países pasa por debate público sigue siendo, por encima de todo y tras un atento análisis, la repetición de lemas nacionales, una apelación a los prejuicios populares, insinuaciones, autojustifícación, orientaciones erróneas, conjuro de sermones cuando se requieren datos y un profundo desdén por la inteligencia de la ciudadanía.

§ 20. Ya será bastante difícil encontrar una solución, pero será mucho más arduo descubrir las que se correspondan perfectamente con las doctrinas políticas de los siglos XVIII o XIX. [El marxismo es desde luego una doctrina política y económica del siglo XIX.]

§ 23. Durante un siglo, y a través de un plagio en buena parte inconfesado, capitalismo y socialismo se han aprovechado mutuamente de sus métodos y doctrinas. Ni Estados Unidos ni la Unión Soviética poseen el monopolio de la verdad y la virtud.

§ 26. Nada se nos ha prometido. [Uno de los principios autocomplacientes, pero anticientíficos, del marxismo ortodoxo es el de que el triunfo definitivo del comunismo se halla predeterminado por fuerzas históricas invisibles.]

Lo que más seriamente preocupaba a los soviéticos era la cita de Lenin (y, por implicación, la de Tujachevsky) del párrafo 9. Tras repetidas peticiones de que eliminara ese pasaje, a las que me negué, en el artículo de Ogonyok se incluyó la siguiente nota a pie de página: «El equipo editorial de Ogonyok ha consultado los archivos relevantes, pero no aparecieron ni esta cita ni cualquier otra declaración semejante de V. I. Lenin. Lamentamos que millones de lectores de la revista Parade hayan sido inducidos a error por esta cita, sobre cuya base llegó Carl Sagan a sus conclusiones». Ésta era, en mi opinión, una nota un tanto ácida.

Sin embargo, con el paso del tiempo se abrieron nuevos archivos, las historias revisadas se hicieron accesibles y aceptables, Lenin fue desmitificado y la situación se resolvió por sí misma. En las propias memorias de Arbatov aparece la siguiente nota, por demás cortés:

Tengo que formular aquí una disculpa. En mis comentarios en Ogonyok durante 1988, al referirme a un artículo del astrónomo Carl Sagan, rechacé sus conclusiones de que la campaña de Tujachevsky en Polonia había representado una tentativa de exportar la revolución. Ello se debió a la postura defensiva habitual, que se convirtió en un reflejo condicionado, y al hecho de que a lo largo de muchos años nos acostumbramos (llegó a convertirse en una segunda naturaleza) a barrer bajo la alfombra hechos «inconvenientes». Yo, por ejemplo, sólo en fecha reciente he estudiado con cierto detenimiento esas páginas de nuestra historia.