CAPÍTULO 7

EL MUNDO QUE
LLEGÓ POR CORREO

¿El mundo? Gotas iluminadas
por la luna y caídas
del pico de una grulla.

DOGEN (1200-1253),
«Wake on Impermanence»,
de Lucien Stryk y Takashi Ikemoto,
Zen Poems of Japan: The Crane's Bill
(Nueva York, Grove Press, 1973)

EL MUNDO LLEGÓ POR CORREO, con la indicación de «frágil». En el envoltorio había una pegatina que mostraba una copa rajada. Lo abrí con cuidado, temiendo oír el sonido de cristales rotos o encontrar un fragmento de vidrio, pero estaba intacto. Lo tomé con las manos y lo alcé a la luz del sol. Era una esfera transparente medio llena de agua. Tenía adherido, de modo apenas perceptible, el número 4210. Mundo número 4210. Había, pues, muchos mundos como aquél. Lo deposité con cuidado en la base de lucita que lo acompañaba.

Observé que allí había vida: ramas entrecruzadas, algunas cubiertas con filamentos de algas verdes, y seis u ocho pequeños animales, casi todos de color rosado, retozando, o así me lo parecía, entre las ramas. Había además centenares de otros seres, tan abundantes en aquella agua como los peces en los océanos de la Tierra; pero se trataba de microbios, todos demasiado pequeños para distinguirlos a simple vista. Los animales rosados eran, sin duda, crustáceos de alguna variedad común. Llamaban la atención de inmediato porque se mostraban muy atareados. Unos pocos se habían posado en las ramas y avanzaban con sus diez patas, agitando muchos otros apéndices. Uno consagraba toda su atención, y un considerable número de extremidades, a comer un filamento verde. Entre las ramas, envueltas por algas como el musgo negro cubre los árboles en Georgia y el norte de Florida, se movían otros crustáceos como si tuvieran citas urgentes a las que acudir. A veces, cuando pasaban de un entorno a otro, cambiaban de color. Uno era pálido, casi transparente; otro anaranjado, y parecía mostrar un tímido sonrojo.

Como es natural, en algunos aspectos diferían de nosotros. Sus esqueletos eran externos, podían respirar en el agua y, cosa sorprendente, cerca de la boca tenían una especie de ano. (Se preocupaban mucho, sin embargo, de su aspecto y su limpieza, a la que se aplicaban con un par de pinzas provistas de cerdas semejantes a cepillos; de vez en cuando alguno se restregaba a conciencia).

Pero en otros aspectos saltaba a la vista que eran como nosotros. Poseían un cerebro, un corazón, sangre y ojos. El modo en que agitaban sus apéndices natatorios para impulsarse por el agua revelaba un claro propósito. Al llegar a su destino tomaban los filamentos de las algas con la precisión, la delicadeza y la diligencia de un verdadero gourmet. Dos de ellos, más osados que los demás, vagaban por el océano de aquel mundo, nadando muy por encima de las algas mientras observaban lánguidamente su feudo.

Al cabo de poco tiempo ya podía identificar a cada individuo. Un crustáceo comenzó a mudar y se despojó del viejo esqueleto para dejar paso a uno nuevo. Después, aquella cosa transparente similar a un sudario quedó colgada rígidamente de una rama mientras su antiguo ocupante reanudaba la actividad con un caparazón nuevo y pulido. A otro le faltaba una pata. ¿Producto de un combate de garras contra garras, quizá por el afecto de una espléndida belleza virgen?

Desde ciertos ángulos, la parte superior del agua actuaba como un espejo, y un crustáceo veía su propio reflejo. ¿Sería capaz de reconocerse? Lo más probable es que viese un crustáceo más. Desde otros ángulos, el grosor del cristal curvo los agrandaba, lo que permitía distinguir cómo eran realmente. Advertí, por ejemplo, que tenían bigotes. Dos de ellos subieron a la superficie e, incapaces de romper la tensión de ésta, rebotaron. Luego, enhiestos, y un poco sorprendidos, imagino, se dejaron caer con suavidad hacia el fondo, entrecruzando despreocupadamente las extremidades, o así parecía, como si la hazaña fuese rutinaria y no mereciera la pena hablar de ello. Imperturbables.

Me figuraba que si yo era capaz de ver claramente un crustáceo a través del cristal curvo, él también podría verme a mí, o al menos distinguir el gran disco negro, con una corona parda y verde, de mi ojo. En ocasiones, cuando observaba alguno agitarse entre las algas, era como si se detuviera y se volviese para mirarme. Habíamos establecido un contacto visual. Me preguntaba qué creería estar viendo.

Al cabo de uno o dos días de permanecer sumido en mi trabajo, desperté y eché una mirada al mundo de cristal… Todos los crustáceos parecían haberse esfumado.

No se me había dicho que los alimentara, les diese vitaminas, les cambiara el agua o los llevase al veterinario. Todo lo que tenía que hacer era asegurarme que no sufrieran un exceso de luz ni pasaran demasiado tiempo en la oscuridad, y de que estuviesen siempre a temperaturas comprendidas entre 5°C y 30°C (además, en ningún momento consideré que aquello fuese un ecosistema, sino poco más que una sopa de camarones). ¿Los habría dejado morir por desidia? De pronto vi asomar una antena por detrás de una rama y comprobé que se encontraban bien. Aun cuando sólo fuesen crustáceos yo no podía evitar sentirme preocupado, inquieto por ellos.

Si uno se hace cargo de un pequeño mundo como aquél y se ocupa de controlar a conciencia su temperatura e iluminación, entonces —sea lo que fuere lo que tuviese antes en mente— llega a interesarse por lo que hay dentro. No es mucho lo que puede hacerse, sin embargo, si los crustáceos enferman o mueren. En ciertos aspectos somos mucho más poderosos que ellos, pero hacen cosas —como respirar en el agua— que nosotros no podemos. Uno se siente limitado, lastimosamente limitado. Incluso se pregunta si no será una crueldad tenerlos en esa prisión de cristal, pero se tranquiliza pensando que al menos ahí están a salvo de las ballenas, de las mareas negras y de las bandejas de aperitivos.

Los fantasmales caparazones desechados en las mudas y el infrecuente cuerpo de un crustáceo muerto no perduran por demasiado tiempo. Son comidos, en parte por otros crustáceos, en parte por microorganismos invisibles que pululan en el mundo que habitan. Esto nos recuerda que estos seres no son autosuficientes. Se necesitan los unos a los otros. Se cuidan mutuamente, de un modo que yo soy incapaz de hacer por ellos. Los crustáceos toman oxígeno del agua y exhalan dióxido de carbono. Las algas toman dióxido de carbono del agua y exhalan oxígeno. Unos respiran los gases de desecho de los otros. Asimismo, sus residuos sólidos se reciclan entre plantas, animales y microorganismos. Los habitantes de este pequeño edén mantienen una relación extremadamente íntima.

La existencia de un camarón es mucho más tenue y precaria que la de otros seres. Las algas pueden vivir mucho más tiempo sin el camarón que éste sin ellas. Estos pequeños crustáceos comen algas, pero las algas comen principalmente luz.

Pasado un tiempo —hasta ahora ignoro por qué— los camarones empezaron a morir, uno tras otro, y llegó por fin el momento en que sólo quedó uno, mordisqueando tristemente un filamento de alga, hasta que también él murió. Un tanto sorprendido, advertí que me dolía su desaparición. Supongo que en parte se debía a que había llegado a conocerlos un poco. Pero por otra parte, lo sabía, era porque temía un paralelismo entre su mundo y el nuestro.

A diferencia de un acuario, aquel pequeño mundo era un sistema ecológico cerrado. Sólo penetraba en él la luz (nada de alimentos, ni de agua, ni de nutrientes). Todo debía ser reciclado. Exactamente igual que en la Tierra.

En este planeta, también nosotros —plantas, animales y microorganismos— somos interdependientes, respiramos y comemos los desechos de otros. Del mismo modo, la vida en nuestro mundo está impulsada por la luz. Esa luz solar que atraviesa el aire transparente es recogida por las plantas y les proporciona la energía para, combinando el dióxido de carbono y el agua, producir hidratos de carbono y otras sustancias alimenticias, que a su vez constituyen la dieta de los animales.

Nuestro gran mundo es muy semejante a aquél en miniatura, y de hecho nos parecemos mucho al camarón. Pero existe al menos una notable distinción: a diferencia del crustáceo, el ser humano es capaz de alterar el medio ambiente. Podemos hacer con nosotros mismos lo que un propietario negligente podría hacer con los crustáceos. Si no tenemos cuidado, es posible que calentemos el planeta a través del efecto invernadero, o bien que lo enfriemos y oscurezcamos tras una guerra nuclear o el incendio masivo de los campos petrolíferos (o por hacer caso omiso del riesgo que supone el impacto de un asteroide o de un cometa). Con la lluvia ácida, la disminución del ozono, la contaminación química, la radiactividad, la tala de los bosques tropicales y una docena más de otras agresiones al entorno, estamos empujando este pequeño mundo hacia vías apenas conocidas. Nuestra civilización pretendidamente avanzada puede estar alterando el delicado equilibrio ecológico que ha evolucionado tortuosamente a lo largo de los 4000 millones de años de existencia de la vida en la Tierra.

Los crustáceos como el camarón son mucho más viejos que los hombres, los primates e incluso los mamíferos. La aparición de las algas —muy anterior a la de los animales— se remonta a 3000 millones de años. Durante largo tiempo todos —plantas, animales y microbios— han trabajado juntos.

La disposición de los organismos en mi esfera de cristal es antigua, muchísimo más que cualquier institución cultural que conozcamos. La inclinación a cooperar es un hecho dolorosamente conseguido a través del proceso evolutivo. Los organismos que no cooperaron, que no trabajaron codo con codo, acabaron por extinguirse. La cooperación está codificada en los genes de los supervivientes. Su naturaleza es cooperar, y esto constituye la clave de su supervivencia.

Los seres humanos somos unos recién llegados, estamos aquí desde hace apenas unos pocos millones de años. Nuestra presente civilización técnica cuenta tan sólo unos cuantos siglos. No tenemos demasiada experiencia reciente en lo que se refiere a cooperación voluntaria entre especies (ni siquiera dentro de la propia). Nos hemos consagrado a tareas a corto plazo y apenas pensamos a largo plazo. No hay ninguna garantía de que seamos capaces de entender nuestro sistema ecológico planetario cerrado o de cambiar de conducta en consonancia con ese conocimiento.

Nuestro planeta es indivisible. En Norteamérica respiramos el oxígeno generado en las selvas ecuatoriales brasileñas. La lluvia ácida emanada de las industrias contaminantes del Medio Oeste de Estados Unidos destruye los bosques canadienses. La radiactividad de un accidente nuclear en Ucrania pone en peligro la economía y la cultura de Laponia. El carbón quemado en China eleva la temperatura en Argentina. Los clorofluorocarbonos que despide un acondicionador de aire en Terranova contribuyen al desarrollo del cáncer de piel en Nueva Zelanda. Las enfermedades se propagan rápidamente a los más remotos rincones del planeta, y su erradicación requiere un esfuerzo médico global. Por último, la guerra nuclear y el impacto de un asteroide suponen un peligro no desdeñable para todos. Nos guste o no, los seres humanos estamos ligados a nuestros semejantes y a las plantas y animales de todo el mundo. Nuestras vidas están entrelazadas.

Dado que no hemos sido dotados de un conocimiento instintivo sobre el modo de convertir nuestro mundo tecnificado en un ecosistema seguro y equilibrado, debemos deducir la manera de conseguirlo. Necesitamos más investigación científica y más control tecnológico. Probablemente sea un exceso de optimismo confiar en que algún gran Defensor del Ecosistema vaya a intervenir desde el cielo para enderezar nuestros abusos ambientales. Es a nosotros a quienes corresponde hacerlo.

No tendría por qué ser imposible. Las aves —cuya inteligencia tendemos a subestimar— saben cómo mantener limpio su nido. Otro tanto puede decirse de los camarones, cuyo cerebro tiene el tamaño de una mota de polvo, y de las algas, y de los microorganismos unicelulares. Es tiempo de que también nosotros lo sepamos.