a noche albergaba incontables clases de oscuridad, desde el cielo negro como el vino tendiéndose sobre el Mediterráneo, pasando por el desierto abruptamente perfilado por el filo de la luz de la luna, hasta las ciudades que la quebraban en secretos pedazos con un caleidoscopio de brillantes luces. Henry las conocía todas. Nunca estuvo seguro de si la noche tenía más caras que el día, o si sencillamente había tenido más tiempo para encontrarlas: cuatrocientos cincuenta años eclipsaban en gran medida a apenas diecisiete. ¿Era cada una de esas caras, a su propia manera, verdaderamente hermosa, o hallaba acaso belleza en lo inevitable?

Caminando en dirección sur a lo largo de División Street, hacia la universidad, se embebió en otra noche más. El retorno de un sol que nunca vería había calentado la tierra, y el perfume de nuevos brotes casi doblegaba al del asfalto y el cemento y al de varios miles de bocados andantes de carne y sangre. Hojas recién salidas, todavía suaves y frágiles, bailaban tanteando en el viento, el susurro de su movimiento un contrapunto al murmullo de cables eléctricos y el gruñido de automóviles, y los interminables sonidos de la humanidad. Sabía que si se tomaba el tiempo de mirar en los lugares sombríos de la ciudad, encontraría a otros retirándose de la caza a causa de las temperaturas en ascenso; algunos sobre cuatro patas, la mayoría sobre dos.

Cruzó Princess Street, tapándose los ojos contra el resplandor de luz que englobaba el cruce. Una mujer joven esperando otro tipo de verdor lo contempló mientras pasaba, y él se dio por enterado de su interés con una tranquila sonrisa. El calor de la reacción de ella lo siguió durante algunos pasos. A efectos prácticos, las ciudades, y su gente, eran muy parecidas en todo el mundo.

Y gracias a Dios por ello, reconoció con un silencioso saludo a los cielos. Hace que mi noche sea mucho más sencilla.

División Street lo llevó a la parte moderna del campus, y se deslizó al interior de las sombras de lo más recóndito de un portal cuando un coche de policía pasó por allí. Veinticuatro horas después de un asesinato, era probable que hicieran algunas preguntas que no quería responder. Preguntas como adónde se dirige y por qué. Con el paso de los siglos, había descubierto que la forma más fácil de tratar con la policía era no tratarla en absoluto.

Para cuando llegó al minúsculo y escondido aparcamiento donde había tenido lugar el crimen, había evitado al mismo coche patrulla dos veces más. La policía de Kingston estaba tomándose muy en serio la promesa hecha a los medios de incrementar las patrullas.

Con los sentidos desplegados, Henry esquivó la cinta amarilla de la policía y atravesó lentamente el asfalto. Al llegar a las borrosas líneas de tiza que encerraban el último reposo de la víctima, se acuclilló y rozó los dedos sobre el pavimento. La muerte del muchacho seguía allí; el olor de su terror, la marca de su cuerpo, el instante de transformación en el que la carne viva pasó a ser fiambre. Impregnándolo, impregnando toda la zona, había otra muerte; el olor de putrefacción, de productos químicos, de máquinas, de una muerte terriblemente equivocada.

Enderezándose, intentando contener las arcadas, la mano de Henry dibujó la señal de la cruz. Abominación. La palabra se instaló en su cerebro y no podía librarlo de ella. Supuso que era una palabra tan apropiada como cualquier otra para describir a la criatura cuya pista tenía que seguir. Abominación. Perversión. Maldad. No en sí misma tal vez, sino en su creación.

Cuando rastrease a la criatura hasta su santuario, si hallaba a Marjory Nelson en él, tomaría las medidas necesarias para asegurarse de que Vicki nunca viera lo que habían hecho de su madre. El único rápido vistazo que ya le había dado era más de lo que a nadie podía exigírsele aguantar.

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—Dios Santo, Cathy, ¿nunca te vas a casa?

Catherine alzó la vista del monitor y frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Ya sabes, casa —suspiró Donald—. Una casa con una cama, y una televisión, y un refrigerador lleno de condimentos y un envase medio lleno de requesón mohoso. —Agitó la cabeza y adornó su voz con una exagerada preocupación—. No consigo hacer que me comprendas, ¿eh?

Fue el turno de Catherine para suspirar.

—Sé lo que es una casa, Donald.

—No puedo comprobarlo. Siempre estás aquí.

La mirada de Catherine recorrió el laboratorio y su expresión se suavizó satisfecha.

—Aquí es donde está mi trabajo —dijo simplemente.

—Aquí es donde está tu vida —soltó Donald—. ¿Te vas siquiera a casa a dormir?

—En realidad —sus pálidas mejillas se oscurecieron—, tengo un sitito montado abajo, en el subsótano.

—¿Qué? ¿Aquí? ¿En este edificio?

—Bueno, en ocasiones los experimentos no pueden abandonarse o tienen que ser comprobados tres o cuatro veces por la noche, y mi apartamento está lejos, en Montreal Street, junto a la vieja estación de ferrocarril y, bueno, simplemente me pareció más práctico usar uno de los cuartos vacíos de aquí. —La explicación brotó en un torrente de palabras. Ella se quedó mirándolo, mordiéndose el labio inferior, mientras Donald apoyaba el trasero sobre la esquina de una mesa de acero inoxidable, sacaba un caramelo de su bolsillo, lo desenvolvía y se lo echaba a la boca.

—Que me aspen —dijo al fin, con una amplia sonrisa—. Nunca me diste la impresión de ser una ocupa.

—¡No soy una ocupa! —protestó ella acaloradamente—. Se trata de…

—Vigilar. —Como ella siguió poniendo mal gesto, probó de nuevo—. ¿Comportarte de forma responsable para con tus experimentos?

—Si. Es justamente eso.

Donald asintió, y volvió a sonreír. Ocupa, Ella podía racionalizarlo como quisiera, pero seguía tratándose de eso, aunque él no lo desaprobara. De hecho, lo consideraba una sorprendente muestra de iniciativa viniendo de alguien a quien tenía por demasiado atada a sus tubos de ensayo.

—¿Por qué el subsolano?

Ella le lanzó una furiosa mirada antes de responder.

—No hay ventanas que aislar. —Ambos echaron una ojeada a la pared oeste, cubierta de madera contrachapada—. Y es menos probable que sea molestada.

—¿Molestada? —Las cejas de él dieron un brinco hacia el nacimiento de su pelo—. ¿Qué estás haciendo allí abajo aparte de dormir?

—Bueno… —Catherine frotó el borde superior del monitor con la yema de su pulgar, mirando a la pantalla.

—Vamos, Cathy, puedes contármelo.

—¿No se lo dirás a la doctora Burke?

Él trazó una X a través de su pecho.

—Atraviésame el corazón y mátame si lo hago.

—He montado un pequeño laboratorio allí abajo.

Poniendo los ojos en blanco, Donald sacó otro caramelo.

—¿Por qué no me sorprende? Tienes un escondite secreto, una oportunidad perfecta para el libertinaje, y ¿qué haces en él? Trabajas. —Bajó de la mesa y caminó a través del cuarto hasta una maraña de microscopios y productos químicos y un pequeño centrifugador—. Trabajas todo el tiempo, Cathy. Eso no es normal. Ni siquiera puedo recordar haber estado en este laboratorio sin que estuvieses aquí también.

—Como has dicho, tengo sentido de la responsabilidad para con mi trabajo.

—Como dije, estás chalada.

La mandíbula de ella se alzó.

—Es tarde. ¿Qué estás haciendo aquí?

En vez de responder, él comenzó a deambular por la habitación, removiendo el cuadro de láseres, mirando una lectura de salida, tamborileando con los dedos a lo largo de una de las cajas de aislamiento.

—¡Oye! ¡Espera un momento! —Apuntó de pronto con un pulgar al sombrío cubículo entre la caja de aislamiento y la pared—. ¿Qué está haciendo fuera? La doctora Burke dijo…

—Que los sacáramos de sus cajas sólo cuando fuera absolutamente necesario. Que no los dejáramos nunca solos y sueltos. No está solo. Estoy aquí con él. Y creo que es absolutamente necesario para él que esté fuera de su caja todo el tiempo posible. Tiene que recibir estímulos. Está pensando, Donald.

—Sí, claro. —Pese al tono de bravata de su voz, Donald no podía mirar a los ojos del número nueve—. Entonces, ¿por qué no los dejas a los dos fuera para que puedan jugar al rummy o algo así? Mira, Cathy —rodeó la hilera de monitores y se dejó caer sobre la otra silla ante el ordenador, sentándose a horcajadas sobre el respaldo, con los brazos cruzados sobre la cabeza—, ¿podemos hablar?

Ella se giró sobre la silla para darle la cara, con expresión confusa.

—Estamos hablando.

—No, quiero decir hablar. —Mirándose fijamente las manos, se hurgó un pellejo en el pulgar izquierdo—. Hablar sobre lo que estamos haciendo en realidad aquí. Tengo que decirte, Cathy, que estoy empezando a preocuparme bastante. Esto ha ido mucho más lejos de lo que la doctora Burke dijo que íbamos a hacer. Quiero decir que, sin duda alguna, estamos haciendo algo más que desarrollar un sistema de reparación y mantenimiento.

—¿Es por lo que sucedió la noche pasada?

—En cierto modo, pero…

—No volverá a ocurrir. Voy a tener mucho cuidado de no dejarlos nunca solos. Tuvimos mucha suerte de que no se dañaran a sí mismos deambulando por ahí fuera sin supervisión.

La mirada de Donald se abalanzó para encontrar la de ella.

—Santo Dios, Cathy, ¿un tío murió la noche anterior y todo lo que te preocupa al respecto es el efecto de algo más de kilometraje en los gemelos Bobbsey?

—Siento que ocurriera —le dijo ella seriamente—, pero preocuparse por ello no lo hará volver. Número nueve logró un asombroso progreso la noche pasada y eso es en lo que deberíamos concentrarnos.

—¿Y si fue una simple reacción?

Ella sonrió.

—Entonces no fue una reacción programada y tuvo que haberla aprendido por sí solo.

—¿Sí? ¿De dónde? —Donald se dio la vuelta y clavó la mirada en el número nueve, sentado impasible contra la pared—. Esos son mis patrones de ondas cerebrales dando tumbos ahí dentro, y seguro que nunca he estrangulado a nadie.

—Ese es un muy buen argumento. —Catherine lo consideró por un momento, con el ceño fruncido—. Quizá deberíamos traer a un psicólogo.

—Seguro. Genial. —Donald la encaró de nuevo, agitando los brazos. Detrás de él, número nueve siguió su movimiento—. Meterlo en terapia. La respuesta de la década. Es el momento para una pausa de realidad, Cathy. Este tío estaba muerto y no creo que lo siga estando. Es hora de preguntarnos: ¿qué hemos creado?

—¿Vida?

—Pleno. Vamos a ver —sus gestos se volvieron más amplios a medida que su voz se alzaba—: ¿qué significa eso realmente? Aparte de levantarse y pasearse y todas esas chorradas científicas acerca de interconectar con la red, y pasar por alto por el momento si es la vida anterior o una nueva. Eso significa que tenemos a una persona aquí. Igual que tú o yo. Salvo —lanzó una mano hacia atrás en dirección al número nueve sin volverse— que se está pudriendo sobre sus pies.

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Sobre sus pies.

Era casi la orden. Lentamente, número nueve se levantó.

Le gustaba oírla hablar. Le gustaba oír su voz. No le gustaba el otro. El otro era chillón.

Moviéndose con cuidado, apoyando contra el contenedor una mano que reconoció como suya, caminó hacia delante en silencio.

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—Entonces, ¿lo que estás diciendo es que tenemos a un hombre vivo en un cuerpo muerto?

—¡Sí! ¿Y qué vamos a hacer al respecto?

Catherine lo miró con calma.

—Las bacterias están manteniendo el cuerpo funcional.

—Sí, pero sólo por un tiempo limitado. Está vivo y se está descomponiendo, ¡y eso no te molesta ni un poco! Quiero decir, consideraciones éticas sobre saquear tumbas aparte, ¡es algo horrible hacerle eso a alguien!

—Claro que me molesta —se quitó el pelo de la frente y advirtió lo bien que número nueve estaba controlando sus movimientos. Cada sacudida residual probablemente se debía al fallo mecánico en rodillas y caderas—. Lo que de verdad creo que necesitamos es cuerpos más frescos. Tengo grandes expectativas para número diez.

—¡Cuerpos más frescos! —Donald casi gritó las palabras—. ¿Estás loca?

—He llegado a creer que cuanto antes se apliquen las bacterias mejor actuarán. —Sus dedos bailaron sobre el teclado. Un instante después le presentó la hoja impresa—. He reflejado el factor tiempo con respecto a la vida de las bacterias, y la cantidad de reparaciones que fueron capaces de llevar a cabo. Creo que encontrarás que mis conclusiones son incuestionables. Cuanto más fresco el cuerpo, más durará, mayor es la posibilidad de un éxito completo.

Donald alternó la mirada de los papeles a Catherine y sus ojos se abrieron con súbita comprensión. No entendía cómo no lo había visto antes. Puede que el dinero y el reconocimiento de los que la doctora Burke seguía hablando lo hubieran impedido. Puede que el mismo concepto divino de levantar a los muertos hubiera nublado su juicio. Puede que simplemente no hubiese querido verlo.

Cuando miraba al número nueve a los ojos, veía a una persona, y eso era lo bastante terrorífico. Cuando observaba a Catherine de la misma forma, no reconocía lo que veía, y eso era aún más terrorífico. Martilleándole el corazón, se levantó y comenzó a retroceder.

—Estás loca.

Sus omoplatos chocaron contra el número nueve. Se giró y chilló.

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El sonido dolía.

Pero había aprendido cómo detenerlo.

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Donald arañó la mano que envolvía su garganta, clavando las uñas en la carne muerta.

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Catherine frunció el ceño. Parecía como si número nueve se hubiera limitado a responder al chillido de Donald. El sonido parecía hacerle daño, así que lo paraba. Sin más datos, la conclusión obvia era que el joven de la noche pasada también había gritado. Sin embargo, número nueve estaba aplicando la lección de esa noche a una nueva situación, y eso era alentador.

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Los sonidos húmedos estaban mejor. El silencio sería mejor aún.

Estrechó su presa.

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¡Suelta! ¡Suelta! La orden había sido implantada. Número nueve tendría que obedecer. La palabra atronó dentro del cráneo de Donald, pero no podía obligarla a salir. Su visión se tornó roja. Luego púrpura. Luego negra.

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Número nueve bajó la mirada hacia lo que sujetaba, luego la alzó hacia ella. Despacio, enderezó su brazo, ofreciendo el cuerpo.

Ella también miró abajo. Luego arriba. Después asintió, y él supo que había hecho lo correcto.

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—Ponlo sobre la mesa. —Mientras número nueve se movía para obedecer, Catherine guardó el programa sobre el que había estado trabajando y cargó los patrones de ondas cerebrales de Donald dentro del sistema. Necesitaba un cuerpo más fresco para verificar su hipótesis y ahora tenía uno. El cuerpo perfecto. Incluso las bacterias ya habían sido ajustadas.

Sólo que estas se encontraban en su otro laboratorio, abajo en el subsótano, porque la doctora Burke le había mandado que dejase de desperdiciar un tiempo experimental valioso en algo que no se usaría.

Podía insertar la red ahora y luego ir a por las bacterias, o podía ir a por las bacterias y dejar a Donald donde estaba o…

Moviéndose con rapidez (para todo lo que hacía, el tiempo era fundamental), abrió la caja de aislamiento que había contenido a número ocho. Si lo ponía ahí dentro, podía al menos mantenerlo frío mientras bajaba corriendo las escaleras. Tomada la decisión, dio un suave toque a número nueve en el brazo.

—Ponlo aquí.

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Número nueve conocía la caja.

La cabeza iba así.

Los pies iban así.

Los brazos se tendían largos a los costados.

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—Bien —aprobó Catherine con una sonrisa, bajó la tapa, y luego encendió la unidad de refrigeración. No se molestó en cerrar la caja. No tardaría mucho. Empujándolo con delicadeza, guio a número nueve hasta ponerlo contra la pared fuera del paso—. Quédate aquí. No sigas.

Sus zapatos de suela de goma no hicieron sonido alguno contra las baldosas mientras corría a toda velocidad hacia la puerta.

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Quédate aquí. No sigas.

Quería estar con ella, pero hizo lo que decía.

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Henry miró contrariado la salida de incendios. Obviamente, no podía entrar en el edificio de la misma forma que la criatura había salido. Aunque puede que fuese capaz de abrirse camino pese a la ausencia de una manija exterior, no podía hacer nada respecto a la alarma. Desde el exterior, ni siquiera podía destruirla. En alguna parte, había otra forma de entrar.

Madera contrachapada cubría las ventanas del primer piso entre las rejas de alambre y el cristal, y una rápida inspección de las entradas le mostró que habían sido tapadas de forma similar y protegidas con alambre, además. Frustrado y de vuelta junto a la puerta de incendios, clavó los dedos bajo el borde inferior de una reja y dio un tirón a modo de prueba. Si es necesario el método directo

Los pernos salieron del cemento y las barras laterales comenzaron a doblarse, con un gemido metálico.

Mala idea. Se quedó inmóvil, esperando oír una reacción. A lo lejos, pudo oír suelas de cuero contra el cemento y percibió dos vidas, acercándose. Alejándose del edificio, se convirtió en parte de la noche y esperó.

—… así que dijo: «¿Chicago? ¿En cuatro? Tienes que estar loco. Te apuesto veinte dólares a que no llegan ni siquiera a cuartos de final». Así que acepté la apuesta y en un par de días me haré con los veinte.

—Ah, amigo, ¿cómo puedes pensar en el hockey en estas fechas?

—¿Qué fechas?

—La temporada de béisbol, hombre. Comienza el seis. No harás negocio pensando en el hockey, hablando de hockey, jugando a hockey, una vez empiece la temporada de béisbol.

—Pero la temporada de hockey no ha acabado.

—Puede que no, pero debería. Mierda, si esto sigue así, entregarán la copa Stanley en junio.

Llevaban el uniforme de seguridad de la universidad; dos hombres alrededor de los cuarenta, ambos con linternas, ambos con porras en sus cintos. Uno de ellos echaba el peso adelante sobre sus pies, desafiando al mundo a intentar algo. El otro equilibraba una impresionante barriga con enormes hombros y brazos. Pasaron a unos centímetros de la sombra donde estaba Henry y ni siquiera advirtieron que eran observados.

—¿Esta es la puerta?

—Sí. —El acero resonó bajo el golpe de una fornida mano—. Probablemente algún genio estudiante gilipollas está atajando desde el edificio nuevo de Ciencias de la Vida.

—¿Atajando? ¿A oscuras?

—¿Cómo a oscuras? Mantienen una de cada cuatro luces encendidas allí dentro por si acaso.

—¿Por si acaso qué?

—Que el diablo me lleve si lo sé, el caso es que siguen teniendo energía.

—Vaya gasto de dinero de la hostia.

—No es ninguna tontería. Tal vez si apagasen las luces y ahorrasen la pasta pudiesen permitirse echar abajo esta ratonera y construir ese aparcamiento cubierto.

—¿Un aparcamiento cubierto? Oye, amigo ese es un edificio que podría servimos aquí.

Del Partenón al aparcamiento cubierto; ¿cuánto más puede empeorar la civilización?, se preguntó Henry mientras la patrulla seguía adelante. Con las manos metidas en los bolsillos, se volvió hacia el edificio nuevo de Ciencias de la Vida, un brillantemente iluminado contraste con la oscura estructura cubierta de planchas a la que había reemplazado. Así que los edificios están conectados. La criatura entró en el viejo y la doctora Burke trabaja en el nuevo… junto con otras doscientas personas. Exactamente la clase de información incompleta que Vicki y Celluci han estado recabando todo el día. Veamos si la noche puede descubrir algunas respuestas para ellos.

El guarda de la entrada delantera sólo percibió la breve caricia de una brisa que agitó su periódico, pero no pudo ver el movimiento que la había provocado. Una vez dentro, Henry se encaminó en silencio hacia los niveles inferiores en el extremo norte del edificio. Como la conexión no era visible, tenía que ser subterránea.

En el sótano se cruzó con un olor que conocía. O más bien, con la perversión de un olor que conocía. Había pasado los últimos tres días en la oscuridad del armario de Marjory Nelson rodeado de sus ropas y los pedazos almacenados de su vida. El olor de su muerte, privada de paz y retorcida para dar forma a una nueva y grotesca existencia, se aferraba a las baldosas y trazaba gran parte del camino que había seguido hasta la ventana del apartamento.

Lo condujo a un pasaje, a través de él, subiendo un tramo de escaleras, bajando por un pasillo, volviendo a subir otras escaleras, a través de un aula vacía con marcas en el suelo donde había habido asientos. Por último, lo llevó hasta un corredor donde el hedor de la abominación era tan denso que no pudo ver hacia dónde seguía.

A mitad de camino del corredor, un filo de luz se reveló bajo una puerta.

Podía oír el sordo zumbido del equipamiento electrónico, podía oír motores, y podía oír un latido. No podía sentir ninguna vida.

Cuando trató de dar un paso adelante, sus piernas se negaron a obedecerlo.

Henry Fitzroy, duque de Richmond y Somerset, hijo bastardo de Enrique VIII, había sido educado para creer en la resurrección física del cuerpo. Cuando el Día del Juicio llegara y el Señor llamase a los virtuosos junto a Él, acudirían no sólo en espíritu, sino también en carne. Había ido al templo casi cada día de sus diecisiete años, y esta creencia yacía en el centro de su formación religiosa. Incluso cuando su real padre se escindió de Roma, la resurrección del cuerpo siguió vigente.

Cuatro siglos y medio habían cambiado su punto de vista sobre la religión, pero nunca había sido capaz de librarse del todo de su instrucción primera. Se había alzado siendo un católico del siglo dieciséis y, en algunos aspectos, seguía siéndolo.

No podía entrar en aquella habitación.

¿Y si no vas a hacerlo, quién si no? Un trozo de moldura de madera se hizo astillas bajo sus dedos. ¿Michael Celluci? ¿Le darás tanto? ¿Le darás la oportunidad de cabalgar al rescate mientras te encoges con supersticioso terror? ¿Vicki, entonces? ¿Qué hay de la promesa que hiciste de mantenerla aparte de esto?

Consiguió dar un paso, pequeño, hacia la puerta. Si su naturaleza le hubiera permitido sudar, su mano habría dejado una húmeda marca sobre la pared. Siendo la que era, las puntas de sus dedos dejaron huella sobre el yeso.

La leyenda llamaba a los de su clase no muertos pero, pese a lo que hubiera parecido al cuerpo médico de su época, había cambiado, no muerto. En aquel cuarto, los muertos estaban en pie y caminando. Despojados de su oportunidad de alcanzar la vida eterna. Privados de la gracia de Dios.

No me dejaré gobernar por mi pasado a costa de Vicki.

La puerta estaba abierta.

El cuarto que dividía en dos era enorme, extendiéndose medio pasillo de largo. Henry alzó una mano para proteger sus sensibles ojos del brillante resplandor blanco de los fluorescentes, advirtiendo mientras lo hacía que las ventanas habían sido cuidadosamente bloqueadas para impedir que escapase luz alguna que revelara que la habitación estaba usándose. No reconoció casi nada del equipo que llenaba gran parte del espacio disponible. Dejando a un lado los precedentes novelescos, poner a funcionar la perversión implicaba a todas luces algo más que un escalpelo y un pararrayos.

Tal vez lo reconocería si escribiese ciencia-ficción en vez de novela romántica, se dijo, avanzando en silencio acompañado de los demonios de su infancia.

La fetidez de la abominación se había vuelto tan penetrante que recubrió el interior de su nariz, boca y pulmones y se extendió como una capa de escoria a lo largo de su piel. Lo único que esperaba era librarse al final de ella, de forma que no se viese forzado a arrastrarla por toda la eternidad como una invisible marca de Caín.

Había depósitos de cobre puestos en línea bajo las ventanas, aparadores de productos químicos, dos ordenadores y una puerta que daba a un pequeño y en su mayor parte vacío almacén, La puerta que conducía al otro lado del almacén estaba cerrada.

Por fin, incapaz de eludirlo más tiempo, Henry se volvió hacia el lento y constante latido del que había sido del todo consciente desde que había entrado en el cuarto.

La criatura estaba de pie detrás de una hilera de cajas de metal, de dos metros y medio de largo por algo más de uno de ancho. Demasiado grandes para ser ataúdes, le recordaron a Henry otros sarcófagos que habían mantenido a un antiguo hechicero egipcio aprisionado, inmortal, durante tres siglos. La mayor parte del ruido eléctrico que Henry podía oír provenía de las cajas. El ruido mecánico procedía de la criatura.

Con precaución, Henry se deslizó a lo largo de la pared, sin ponerse nunca en su campo de visión. Cuando llegó a la altura de la criatura, se detuvo y se obligó a admitir lo que veía.

El desgreñado cabello oscuro caía hacia atrás desde una larga línea del rostro, donde piel verde grisácea con el aspecto de cuero de grano fino y una sutura de hilo negro cerraban un trozo de frente caída. Una nariz que sin duda había sido rota más de una vez se plegaba sobre sí misma por encima de los labios gris púrpura, que ya no eran capaces de cerrarse sobre la marfileña curva de los dientes. Incluso teniendo en cuenta la desecación de la muerte, los músculos eran enjutos y fuertes, y los huesos prominentes a través del chándal azul marino. Había sido un hombre. Un hombre no muy viejo cuando murió.

El estrecho pecho subía y bajaba, pero aquello no daba muestras de ser consciente.

¡Buen Jesús! Henry dio un paso adelante. Y luego otro. Entonces se giró para encararlo.

Sus ojos estaban abiertos.

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Número nueve esperaba. Ella volvería pronto.

Vio al extraño entrar en el cuarto y lo observó acercarse.

Él extraño lo miró.

Él devolvió la mirada.

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Gruñendo, Henry rompió el contacto y se alejó bruscamente.

Estaba vivo.

El cuerpo estaba muerto.

Pero eso estaba vivo.

¡Quienquiera que ha hecho esto debería ser condenado por toda la eternidad y más allá!

Temblando de ira y otras emociones menos fáciles de definir, Henry bajó las manos hasta la tapa de la caja delante de él. Marjory Nelson, la madre de Vicki, tenía que estar en una de ellas. Ya no sabía qué haría cuando la encontrara.

Se la entregamos al detective Fergusson. Qué sencillo de decidir de forma abstracta.

¿Y qué hará el detective Fergusson?

Abrió la caja.

El olor de la muerte reciente, libre de cualquier putrefacción, subió con la tapa, y por un instante Henry tuvo esperanzas… pero el cuerpo de la caja nunca había pertenecido a Marjory Nelson. Un varón joven oriental, con una banda de marcas púrpura de dedos en torno a su cuello, los ojos salientes, la lengua fuera, yacía tendido en el interior de plástico acolchado. Había muerto hacía tan poco tiempo que el sangriento rubor provocado por la estrangulación todavía no había abandonado su rostro.

De pronto Marjory Nelson pasó a segundo plano. Ya estaba perdida y no podía hacer otra cosa por ella que encontrarla. Podía salvar al muchacho.

Moviéndose con rapidez, cerró los ojos de mirada fija, luego deslizó los brazos por detrás de rodillas y hombros, y alzó el frío cuerpo liberándolo. El peso no significaba nada, pero la carga era complicada y tuvo que andar lateralmente, arrastrando los pies hasta que despejó la fila de cajas y pudo volverse.

—¿Qué crees que estás haciendo?

Ahogándose en la peste a abominación, Henry no había olido el acercamiento de ella ni, con sus oídos sintonizados sólo con un corazón que no debería hacer ruido alguno, había podido oírla. Sin humor para sutilezas, alzó la cabeza para encontrar sus ojos y ordenarla alejarse, mas no encontró tras una delgada capa de normalidad nada que pudiera tocar. Los pensamientos de ella giraban en espiral de forma interminable; empezando en ninguna parte, yendo a ninguna parte.

Los pálidos ojos se entrecerraron. Las pálidas mejillas ardieron.

—Detenlo —dijo ella.

Unas manos sujetaron con fuerza los hombros de Henry y tiraron de él hacia atrás. Por encima de su cabeza, podía sentir a la muerte respirar. ¡Esto no está vivo!, chillaron sus sentidos. Su piel se encogió con repulsión. Perdió su agarre sobre el chico, sintió cómo era alzado y arrojado violentamente contra una superficie que cedió bajo la fuerza del impacto. Se retorció y miró arriba a tiempo para ver caer la tapa.

—¡No!

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—Aún no ha vuelto.

Celluci se sacudió, alzando la cabeza con un doloroso crujido, los músculos de repente tensos.

—¿Qu…?

—Aún no ha vuelto —repitió Vicki desde el centro del cuarto de estar, estrechándose a sí misma con fuerza con los brazos—. Y es casi el alba.

—¿Quién no ha vuelto? —Poniéndose el puño delante de un bostezo que hizo chascar la mandíbula, Celluci echó un vistazo a su reloj—. Las seis y doce. ¿Cuándo tiene que salir el sol?

—Seis y diecisiete —le dijo Vicki—. Tiene cinco minutos. —Mantuvo su rostro y su voz sin expresión, refiriendo los hechos, sólo los hechos, porque si cedía ante el estridente pánico que la arañaba desde dentro, aprovechando cualquier oportunidad para liberarse, le asustaba horriblemente no ser capaz de recuperar el control de nuevo.

Celluci se dio cuenta de ello. No había un solo policía en el planeta que no hubiese empleado el entrenamiento policial para tapar un terror personal al menos una vez. Los que se preocupaban demasiado lo usaban con frecuencia. Algunas veces, este empezaba a usarlos a ellos. Con todas sus articulaciones quejándose, se levantó del sillón en el que se había quedado dormido, mascullando:

—¿Cómo demonios sabes cuándo sale el sol?

De repente, una aterradora posibilidad lo golpeó. Fitzroy había estado… estado… su mente se alejó asustada de la idea misma de chupar sangre, de alimentarse. ¿Había estado Fitzroy con ella lo bastante para que se estuviese convirtiendo en uno como él? ¿No era así como funcionaba? Lanzó una ansiosa mirada al espejo sobre el sofá y se sintió aliviado al seguir viendo el reflejo de ella. Entonces recordó que Fitzroy se reflejaba con igual claridad.

—¿No te estarás convirtiendo en un… un… uno de ellos, no? —soltó.

Vicki se subió las gafas con el dorso de una mano.

—¿De qué coño estás hablando?

—¿Cómo sabes que la salida del sol es a las seis y diecisiete? —Quiso atravesar el cuarto y arrancarle la respuesta sacudiéndola, y a duras penas consiguió refrenarse.

—Lo leí en el periódico la noche pasada. —Sus cejas se juntaron, confundida por el inesperado ataque—. ¿Cuál es tu problema, Mike?

Lo leyó en el periódico la noche pasada.

—Lo siento, yo, en…

La oleada de alivio fue tan intensa que lo hizo sentirse débil y algo mareado. Separó sus manos en gesto de disculpa y suspiró.

—Creí que te estabas volviendo como él —dijo en voz baja—, y tenía miedo de que fuese a perderte.

Metiéndose el labio inferior entre los dientes, Vicki se quedó mirándolo por un largo instante, aunque a la escasa luz del amanecer apenas podía distinguir rasgos. Sin más recursos que lanzaren señal de desaprobación, pudo sentir la preocupación de él, su temor, su amor… y supo que no le ponía condiciones, ni las ponía sobre ella. Ante su sorpresa, en lugar de disminuir su sentido de individualidad, lo aumentó y la hizo sentirse más fuerte. Incluso el pánico respecto a Henry se calmó un poco. Sus ojos se humedecieron.

No voy a llorar.

Forzando las palabras a salir a través del nudo en su garganta, dijo:

—No funciona así.

—Bien. —Él pudo sentir, si no aprobación, al menos reconocimiento en su tono, y de momento estuvo contento de dejarlo ahí.

El cuarto se iluminó de forma perceptible.

Vicki se volvió hacia las ventanas, los brazos envueltos con fuerza alrededor de sí misma una vez más.

—Abre las cortinas.

Ambos oyeron el silencio que seguía. Ábrelas tú porque yo no puedo. Porque tengo miedo de lo que podría ver.

—Quién fue tu esclavo el año pasado —refunfuñó Celluci para cubrir aquello.

Iba a ser un hermoso día. Varias decenas de pájaros daban una ruidosa bienvenida al alba y el aire tenía la clase de claridad que sólo se producía en una mañana de primavera.

El reloj de él marcaba las seis y veintidós.

—¿Cuánto tiempo puede aguantar al sol?

—No lo sé.

—Voy a echar un vistazo fuera. Por si estuviese a punto de llegar a casa.

Ningún cuerpo retorcido y ennegrecido se arrastró hacia la puerta. Ningún montón de ceniza con forma de hombre se extendía en el aparcamiento. Cuando Celluci volvió dentro, encontró a Vicki de pie donde la había dejado, mirando fijamente a la ventana.

—No está muerto.

—Vicki, no tienes forma de saberlo.

—¿Y qué? —Sus dientes se cerraron con tanta fuerza que sus sienes empezaron a latir—. No está muerto.

—De acuerdo. —Celluci atravesó la habitación hasta su lado y la giró suavemente hasta hacerla quedar frente a él—. No quiero creerlo tampoco. —Era cierto, no quería. No quería comprender la mitad de las reacciones que Fitzroy suscitaba en él, pero no quería que muriera—. Así que no lo creeremos juntos.

Juntos. Con la cara contorsionada para evitar la amenaza de las lágrimas, Vicki asintió. Juntos sonaba muchísimo mejor que sola.

sep

Podía sentir el amanecer. Incluso a través del terror, el frenesí y el pánico, podía sentir la llegada de la mañana. Por un momento luchó con más ímpetu, arrojando todo su cuerpo contra la tapa de su prisión, luego se derrumbó contra el acolchado y se quedó inmóvil.

El familiar toque del sol temblando en el filo del horizonte le trajo algo de cordura. Durante demasiado tiempo no había conocido sino el penetrante hedor a abominación y el dolor que se había infligido a sí mismo para liberarse. Ahora sabía quién era de nuevo.

Justo a tiempo para abandonarse al día.

sep

Trabajando sola, a Catherine le llevó hasta pasadas las siete terminar de preparar el cuerpo de Donald y acoplarlo a la caja de número nueve. Había pretendido usar la de número ocho, pero el intruso encerrado en su interior la había obligado a cambiar sus planes. A número nueve no le haría daño estar fuera por un tiempo. Incluso podría ser bueno para él.

Bostezó y se estiró, de pronto exhausta. Había sido una larga y agitada noche y necesitaba de forma desesperada un par de horas de sueño. El constante martilleo procedente de la caja de número ocho había sido muy irritante, y más que una pequeña distracción durante ciertos delicados procedimientos. Estuvo a punto de volver a encender la unidad de refrigeración sólo para ver si aquello lo calmaba.

Qué lástima que, cuando el martilleo por fin cesó, casi hubiera terminado y no pudiera disfrutar del silencio más que por un corto tiempo.