ncapaz de quedarse quieta, Vicki recorrió el despacho exterior, incómodamente consciente de la húmeda y compasiva mirada de la señora Shaw siguiendo cada uno de sus movimientos. No necesitaba compasión, necesitaba información.
De acuerdo, no había reaccionado particularmente bien al serle presentada una caja con los efectos personales de su madre, pero eso no era razón para que la señora Shaw lo diese todo por supuesto. Si la última anotación en el libro de citas no hubiese sido Llamar a Vicki, se habría encontrado mejor.
—¿Quiere una taza de café, querida?
—No. Gracias. —La verdad, le habría encantado tomar una, pero no podía enfrentarse a tener que usar la taza de su madre—. ¿Tardará mucho la doctora Burke?
—No lo creo. Sólo tenía que verificar el trabajo de uno de sus estudiantes de posgrado.
—¿Estudiantes? ¿Qué enseña?
—Oh, en realidad no enseña, sólo acoge a unos pocos de los posgraduados bajo su ala y los ayuda a continuar.
—¿Estudiantes de medicina?
—No estoy segura. —La señora Shaw sacó un pañuelo nuevo y se frotó con suavidad los ojos—. Su madre lo sabría. Era la secretaria personal de la doctora Burke.
Mi madre no está aquí. Vicki trató de no reflejar la idea en su rostro, dado que la emoción resultante no era dolor, sino enojo.
—Su madre estimaba realmente a la doctora Burke —prosiguió la señora Shaw, con un melancólico vistazo al escritorio vacío del otro lado del cuarto.
—Parece una persona digna de ser estimada —la interrumpió Vicki, antes de que iniciase un torrente de lacrimógenos recuerdos—. ¿Qué tiene, dos carreras?
—Tres. Un título de Medicina, un doctorado en Química Orgánica, y un máster en Administración de Empresas. Su madre siempre decía que contratarla para dirigir este departamento era lo más inteligente que había hecho nunca la universidad. La mayoría de los académicos no son buenos administradores, y la mayoría de los administradores son del todo insensibles a las necesidades del entorno académico. Su madre decía que la doctora Burke era un puente entre ambos mundos.
¿Por qué demonios tiene que seguir refiriéndose a mi madre?, se preguntó Vicki, mientras la señora Shaw atendió tres llamadas una detrás de otra.
—Sí, profesor Irving, me ocuparé de que reciba el mensaje en cuanto vuelva. —La señora Shaw volvió a depositar el auricular en el soporte y suspiró—. Así es todo el día. Todos quieren un pedazo de ella.
—Supongo que no tiene mucho tiempo para el trabajo de laboratorio.
—¿Trabajo de laboratorio? Apenas tiene tiempo para dar un mordisco antes de que alguien vuelva a necesitarla. —Dando golpecitos sobre el montón de notas, de por sí impresionante antes de añadir las tres últimas, la voz de la señora Shaw se aguzó—. La tienen corriendo de reunión en reunión, resolviendo este y aquel problema, enterrándola bajo formularios, estudios e informes, este anual y aquel semestral y el otro quincenal… Y sólo Dios sabe cómo voy a desescombrar todo esto por mí misma sin la ayuda de su madre.
La señora Shaw se ruborizó y Vicki se volvió de cara a la puerta.
—Lamento haberla hecho esperar, señorita Nelson. —La doctora Burke atravesó la habitación y alargó una mano para coger sus notas—. Pero como ya ha oído, estoy bastante ocupada.
—No hay problema en absoluto, doctora. —Algo en aquella resuelta figura en bata de laboratorio almidonada tenía un efecto tranquilizador, y Vicki la siguió cuando le indicó que entrara en su despacho, sintiéndose más bajo control de lo que se había sentido en días. De pronto recordó a su madre describiéndole a su nueva jefa (justo después de que la doctora Burke se hubo hecho cargo del departamento) como alguien tan segura de sí misma que el impulso de preguntar algo desaparecía en su proximidad. Vicki se había reído entonces, pero en aquel momento pensó que podía entender lo que su madre había querido decir. Ella misma había sentido algo de ese efecto, hacía unos días. Había sido la doctora Burke quien la había hecho tocar tierra, enviándola al depósito del hospital, y a quien ella había recurrido para el panegírico.
Antes de que descubriera que el panegírico era innecesario.
Mientras Vicki se acomodaba en una de las poco confortables sillas de madera y cuero, la doctora Burke rodeó el escritorio y se sentó, amontonando la docena o así de notas de papel rosa en una ordenada pila.
—No suelo estar tan atareada —explicó, lanzando una molesta mirada al montón—. Pero es final de trimestre y las tonterías burocráticas que podrían haber sido despachadas hace meses tienen que cumplimentarse de inmediato.
—¿No puede delegar?
—Ciencia y Administración hablan dos idiomas diferentes, señorita Nelson. Si delego, termino teniendo que traducir. Francamente, es mucho más sencillo hacerlo yo misma.
Vicki reconoció el tono; ella misma lo había usado una o dos veces.
—Imagino que preferiría, eh, perder el tiempo con tubos de ensayo o algo así.
—De ningún modo. —La doctora Burke sonrió, y la sinceridad subyacente a sus palabras era inconfundible—. Disfruto enormemente dirigiendo las vidas de otra gente, ocupándome de que cada eslabón de una máquina muy compleja continúe moviéndose en su lugar establecido. —Habría sido más preciso decir en el lugar que yo establezco, pero la doctora Burke no tenía intención de revelar tanto sobre su carácter. Ahora que hemos dejado claro que disfruto con mi trabajo, ¿seguimos con la investigación, señorita Nelson?—. La señora Shaw me ha dicho que quiere preguntarme acerca de las pruebas que hice pasar a su madre.
—Así es. —Una llamada previa a la doctora Friedman la había informado de que la doctora de su madre sabía de tales pruebas, así que probablemente no tenían nada que ver con… con el resultado final. Pero eran algo por donde empezar. Vicki sacó un bloc de papel y un lápiz de las honduras de su bolso de bandolera—. Presumo que tenían que ver con el estado de su corazón.
—Sí. Aunque no he ejercido la medicina durante algún tiempo, soy doctora en Medicina y su madre, comprensiblemente alterada, quería una segunda opinión.
—¿Y cuál fue la suya?
—Que le quedaban acaso seis meses de vida sin una operación. Prácticamente lo mismo que le dijo su propio médico.
—¿Por qué no pidió ser operada?
—No es tan sencillo —dijo la doctora Burke, reclinándose en su silla y entrelazando los dedos sobre su estómago—. Siempre hay listas de espera para la cirugía mayor, en especial trasplantes, que es lo que su madre habría necesitado, y con los recortes presupuestarios…
El lápiz de Vicki se hundió a través del papel y su voz salió entre dientes.
—Eso dijo la doctora Friedman. —Puede que mi madre haya muerto debido a los malditos recortes presupuestarios—. Me gustaría ver copias.
—¿De las pruebas? No conservé ninguna. Le di copias a su madre, que, imagino, se las entregó a su médico, pero no vi razón para guardar una para mí. —La doctora Burke frunció el ceño—. Hice lo que pude por ella. ¿Duda de mi diagnóstico, señorita Nelson?
—No. Por supuesto que no. —Así que tú estabas aquí para ayudarla y yo no. Esa no es la cuestión ahora—. ¿Quién más sabía lo de las pruebas?
—¿Porqué?
La pregunta no fue ninguna sorpresa, y Vicki se dio cuenta de que en primer lugar respondía a su tono agresivo. Ella misma lo habría preguntado si alguien le lanzara una pregunta con tanta contundencia. Brillante técnica de interrogatorio, Nelson. ¿Has olvidado todo lo que aprendiste? Puede que debiera haber traído a Celluci. Puede que no estuviese pensando con claridad. No. No lo necesito para que me coja la mano. Me he sobrepuesto a la cólera antes. Había sido una de las mejores; número uno de su clase; la chica rubia de la Policía Metropolitana. Inspiró profundamente y luchó por adoptar una apariencia profesional.
—El cuerpo de mi madre ha desaparecido, doctora Burke. Pretendo encontrarlo y toda información que pueda ser capaz de darme no puede sino ayudar.
La doctora Burke se inclinó, apoyando las palmas de las manos sobre el escritorio.
—¿Cree que el cuerpo fue sustraído por alguien que sabía que iba a morir?
Celluci siempre había dicho que era una pésima embustera. Vicki miró a la doctora Burke a los ojos y decidió no intentarlo siquiera.
—Sí. Eso es justo lo que creo.
La doctora Burke sostuvo su mirada por un momento, y luego volvió a reclinarse.
—Aparte de mí y de la doctora Friedman, sólo puedo pensar en la señora Shaw, aunque es probable que la enfermera de la doctora Friedman lo supiera. Yo no se lo conté a nadie, la señora Shaw podría haberlo hecho, y puede que su madre se lo haya mencionado a sus amistades, claro está.
—Nunca me lo mencionó a mí —dijo entre dientes Vicki, y luego cerró herméticamente los labios, temerosa de pudiera escapársele algo más. No había pretendido decir aquello.
—Puesto que usamos equipamiento de la universidad —continuó la doctora Burke pasando por alto cortésmente el arranque—, no puedo asegurar que nadie más supiese sobre las pruebas, compréndalo.
—Sí. —Una sola palabra parecía ser lo bastante seguro. Lástima que tuviese que usar más; cada sílaba era más encendida que la precedente, y no parecía que pudiese hacer nada al respecto—. Necesito hablar con los miembros del departamento con los que mi madre más se trataba.
—Eso significa con todos ellos —le dijo la doctora Burke secamente—. ¿No creerá en todo caso que alguien de mi departamento es el responsable?
—Parecen ser las primeras personas a las que debería investigar, ¿no?
Respondiendo a una pregunta con otra. Buen intento, señorita Nelson, pero no tengo intención de perder el control.
—Desde luego, estaría interesada en conocer sus razones para pensar así.
Como sus razones para pensar así se basaban exclusivamente en una visita a medianoche que no tenía intención de mencionar, Vicki se encontró por un momento sin saber qué decir.
—Los miembros de su departamento son científicos.
—¿Y por qué habría de llevarse un científico el cuerpo de su madre? —La doctora Burke conservó su expresión en apariencia neutral mientras interiormente pateaba el descuidado trasero de Donald. Sabía que no podía confiarse en Catherine para tener en cuenta los aspectos más mundanos de la tesitura, pero había esperado más de él. Era evidente que la excursión nocturna había sido observada. Ninguna otra cosa sino el conocimiento de que una mujer muerta estaba en pie y paseando podía explicar en buena lógica la súbita y obstinada certeza de que alguien en la universidad tenía que ser responsable—. Podría perfectamente —continuó— haber sido robada por un amante desdeñado. ¿Ha investigado esa posibilidad?
—No tenía ningún amante —dijo Vicki entre dientes—, desdeñado o no.
Tras una máscara de cortés disculpa, la doctora Burke disfrutó de su reacción. Claro que no lo tenía. Las madres nunca lo hacen. En voz alta dijo:
—Eso nos hace volver a mis científicos, entonces. ¿Quiere que le diga a la señora Shaw que haga algunas llamadas por usted, que concierte entrevistas? —Era una universidad grande, y había maneras de hacerla mayor aún.
—Si es tan amable. Gracias. —Muy consciente de que la ayuda de la doctora Burke podía atajar por la exasperante maraña de la burocracia académica, Vicki había estado a punto de pedírselo. Que la doctora Burke siguiera en la lista de potenciales sospechosos no disminuía el valor de tal ayuda en absoluto. La forma de ayudar podía, de hecho, ser usada como otra evidencia—. Necesito hablar con el profesorado de la facultad de Medicina. —Empezaría por lo obvio. Después, de ser necesario, ampliaría el círculo. De ser necesario haría pedazos la condenada universidad, piedra por piedra.
—Haré lo que pueda. Si me permite una sugerencia, su madre era bastante amiga de un tal doctor Devlin, un biólogo celular. —Y hablar con ese viejo réprobo irlandés debería mantenerle ocupada separando los hechos de la imaginación—. De hecho, satisface holgadamente nuestras dos teorías, pues creo que le tenía mucho cariño a ella.
—¿Nuestras dos teorías?
—El científico y el amante desdeñado.
Sólo por un instante, Vicki se preguntó si su madre se había visto implicada con alguien que se había negado a resignarse a la muerte; se preguntó si un retorcido amante había tratado de obligarla a retornar a la vida creando la parodia de su madre que había visto en la ventana. No. Imposible. Henry dijo que había otro. Y además, si hubiese encontrado a alguien nuevo me lo habría contado.
¿Igual que te contó lo de su corazón?, preguntó una vocecita.
La doctora Burke contempló la tormenta emocional desencadenándose sobre el rostro de su visitante y se dijo que el experimento no corría peligro inmediato. Aunque el desafortunado error de seguridad de la pasada noche había llevado a la señorita Nelson más cerca de la verdad, a efectos prácticos, acercarse no contaba. Y ahora le hemos dado algo nuevo en lo que pensar. El doctor Devlin debería estar en su despacho listo para una interesante entrevista. Cuando terminara con aquello, siempre podía conducirla a otra búsqueda inútil.
Entretanto, era obvio incluso para el observador más casual (y ella sin la menor duda no lo era) que la hija de Marjory Nelson mantenía un precario equilibrio entre un rígido control y una crisis nerviosa absoluta. Un balancín emocional que no podía más que interponerse en el curso de una investigación objetiva, y una situación fácil de aprovechar.
—Es asombroso —musitó, casi como si estuviese hablando consigo misma—, lo mucho que se parece a su madre.
Vicki dio un respingo.
—¿Yo?
—Es más alta, por supuesto, y su madre no llevaba gafas, pero la línea de la mandíbula es idéntica y su boca se mueve de forma muy similar a como lo hacía la de ella.
Hacia… la cara de su madre surgió de entre sus recuerdos, una lámina de cristal interponiéndose entre ellas, los ojos abiertos, la boca moviéndose en silencio.
—De hecho, usted tiene muchos de sus gestos.
Vicki trató de forma desesperada de expulsar al horror en que su madre se había convertido, reemplazándola por un recuerdo anterior. La lámina se levantó, la gris y cerúlea palidez de la muerte, el olor a productos químicos del depósito de cadáveres del hospital… Antes de eso, un teléfono sonó, sin obtener respuesta.
—¿Señorita Nelson? ¿Se encuentra bien?
—Muy bien. —Sus palabras eran una advertencia.
La doctora Burke se puso de pie, ocultando su satisfacción bajo un educado pesar.
—Si no tiene más preguntas, me temo que tengo una lista tan larga como mi brazo de reuniones a las que asistir. Haré que la señora Shaw concierte esas entrevistas para usted.
Vicki hundió sus notas en su bolso y se levantó también, clavándose las gafas.
—Gracias —dijo, obligando a su boca a pronunciar frases familiares—. Y gracias por su tiempo esta mañana. —Arrojando el bolso sobre su hombro, se dirigió rauda hacia la puerta. No sabía ni le importaba si había tratado todo lo que tenía intención. Quería salir de aquel despacho. De aquel edificio. Quería estar en alguna parte donde nadie conociese a su madre. Donde nadie pudiera ver reflejos de la muerta en su rostro.
—¿Señorita Nelson? Echamos de menos a su madre por aquí. —Aunque pretendía ser una estocada de despedida ante una defensa baja, la doctora Burke halló para su sorpresa que sentía lo que estaba diciendo y en vez de hurgar en la herida, terminó simplemente diciendo—: La oficina parece vacía sin ella.
En mitad de la puerta, Vicki se volvió y se dio por enterada de la observación con un solo movimiento de cabeza. No podía confiar en sí misma para hablar y deseó, sólo en aquel instante, haber escuchado a Celluci y no haber venido allí sola.
La doctora Burke abrió los brazos y su voz adoptó la cadencia de una bendición.
—Se lo aseguro, no sufrió al final.
—No. Lo siento, detective, pero ninguna de estas fotos es del Tom Chen al que empleamos.
Celluci cogió la instantánea de Tom Chen, estudiante de Medicina, del montón.
—¿Está seguro acerca de esta?
—Totalmente. Nuestro señor Chen tenía el cabello un poco más largo, los pómulos más prominentes, y la línea de las cejas completamente diferente. Rehacemos gran cantidad de rostros en este negocio, detective —prosiguió el más joven de los Hutchinson en respuesta a la silenciosa pregunta de Celluci—. Estamos acostumbrados a observar las características dominantes.
—Sí, supongo que sí. —Celluci deslizó las granuladas fotografías en blanco y negro de vuelta al interior del gran sobre manila. Tom Chen, o como quiera que se llamase en realidad, no estaba estudiando en la facultad de Medicina de Queen’s, ni se había graduado en los últimos tres años.
El detective Fergusson había llamado gustosamente a la oficina del secretario del campus para sugerirle que les permitiera utilizar las fotos.
—No hay problema —había afirmado el oficial de policía de Kingston con absoluta falta de sinceridad—. Estoy más que deseoso de complacer a la exdetective Nelson y su loca cacería del cadáver. —El inconfundible sonido del café caliente al ser sorbido de un vaso de cartón resonó a través de la línea—. ¿Oyó la noticia esta mañana? La mitad del maldito cuerpo ha cogido una especie de gripe primaveral y a algún gilipollas le da por estrangular a jóvenes enamorados. Tenemos una testigo histérica, que ha visto el vídeo «Thriller» de Michael Jackson demasiadas veces, si quiere mi opinión, y ningún sospechoso. Y no necesito contarle a usted que cuanto más fresco es el cuerpo, mayor es la prioridad. Si una llamada hace feliz a su novia y me la quita de encima mientras me ocupo de este nuevo incidente, vale la pena perder dos minutos.
Celluci había estado tentado de decirle que los dos estaban unidos en un intento final por hacer cumplir la ley y el orden contra lo que fuera que Vicki y Fitzroy estuviesen preparando, pero en el último instante decidió que era mejor no hacerlo. Su asesino es un cadáver reanimado, detective. ¿Cómo lo sé? Un vampiro me lo contó. Kingston tenía una enorme instalación psiquiátrica y no tenía intención de acabar en ella.
Mientras tanto, la búsqueda de Igor no progresaba.
—De acuerdo, señor Hutchinson. —Era el momento de probar por otro lado—. Dijo que todos los directores de funeraria tienen que cumplir un período de observación de cuatro semanas en una funeraria antes de ser aceptados en un programa de entrenamiento.
Hutchinson sobrino se reclinó sobre su silla.
—Así es.
—Bien, ¿de dónde salen esos observadores?
—De los candidatos al programa en el Instituto Humber de Toronto.
—¿Así que este joven, quienquiera que fuese, tuvo que haber echado solicitud para ese programa?
—Oh, sí, y haber superado una entrevista. La gente de Ciencias de la Salud trata por todos los medios de eliminar a candidatos inadecuados antes de que se les asigne el período de observación.
Celluci frunció el ceño.
—Así pues, ¿no fue más que una casualidad que Ig…Tom Chen, a falta de un nombre mejor, fuera a parar aquí?
—No, en absoluto. Él pidió venir aquí. Dijo que se había quedado impresionado por la forma en que llevamos a cabo el funeral de su tía hace unos años y quería trabajar con nosotros —el señor Hutchinson soltó un suspiro—. Todo inventado, presumo, pero en aquel momento nos sentimos halagados y convinimos en darle el trabajo. Era un compañero muy agradable y gustaba a todo el mundo.
—Sí, bueno, todo el mundo se equivoca de vez en cuando. —Celluci terminó de garabatear una nota para llamar al Instituto Humber, se metió el cuaderno en el bolsillo y se levantó, contento de marcharse. Las funerarias, con sus alfombras y sus flores y su mobiliario colocado con buen gusto, le daban escalofríos—. Yo no me preocuparía por ello. No creo que tenga muchas oportunidades para aprender a juzgar personalidades.
El señor Hutchinson se levantó también, con expresión glacial.
—Nuestros servicios son en beneficio de los vivos, detective —replicó con brusquedad—. Y se lo aseguro, somos tan capaces de juzgar personalidades como, pongamos, el departamento de policía. Buenos días.
Como no tenía nada más que preguntar, Celluci aceptó la despedida. Una vez fuera, resopló y se encaminó hacia la parada de autobús más próxima… siendo los hábitos de tránsito del sospechoso su única pista concreta, había dejado su coche en el aparcamiento del edificio.
—Tan capaces de juzgar personalidades como el departamento de policía —repitió, buscando monedas en el bolsillo—. Un poquito susceptible al respecto, ¿no? —Sin embargo, supuso que los directores de funeraria estaban tan hartos de estereotipos como, bueno, los oficiales de policía, así que la observación no había sido del todo inmerecida.
Subiendo de un salto al autobús de Johnson Street, echó un vistazo atrás al asiento justo enfrente de la puerta trasera, esperando ver a un varón joven oriental comiendo caramelos. El asiento estaba vacío.
—Por supuesto —masculló, sentándose él mismo en él—. Si no, sería demasiado fácil.
—Crímenes Violentos. Sargento detective Graham.
—¿Por qué coño no estás fuera trabajando? Jesús, no puedo apartar la vista de ti un segundo.
—Hola, Mike. Yo también te echo de menos.
Celluci rio burlón y sujetó el teléfono contra su hombro.
—Escucha, Dave, necesito que me hagas un favor.
Del otro lado de la línea, su compañero suspiró con bastante fuerza para hacer sonar los cables entre Toronto y Kingston.
—Por supuesto que me necesitas. ¿A quién si no llamarías?
—Quiero que llames al Instituto Humber y hables con alguien de Ciencias de la Salud acerca de un tal Tom Chen que se presentó hace poco a su programa de directores de funeraria.
—Humber… Ciencias de la Salud… Tom Chen… De acuerdo. ¿Qué quieres saber?
—Todo lo que sepan.
—¿Sobre ese Chen?
—No, sobre la vida en general. —Celluci puso los ojos en blanco ante su imagen en el espejo sobre el sofá—. El nombre es ficticio, pero debería dar lo mismo para tus pesquisas. Y necesito la información ya.
Los cables sonaron de nuevo.
—Claro que sí. ¿Cómo lo lleva ella?
—¿Vicki?
—No, su madre, gilipollas.
—Más o menos tan bien como puede esperarse, dadas las circunstancias.
—Ya. Bueno… —Hubo una pausa mientras consideraba las circunstancias—. Entonces, ¿vas a estar en casa de la madre de Vicki los próximos días?
Celluci recorrió con la mirada el apartamento.
—Eso parece. ¿Tienes el número?
—Sí. Llamaré a cobro revertido.
—Tacaño bastardo escocés —murmuró Celluci y colgó, sonriendo.
Dave Graham era un buen policía y un fiel amigo. Salvo por su dedicación a su trabajo, no se parecían, y su asociación era exitosa y libre de complicaciones.
—Libre de complicaciones; me vendría bien algo de eso ahora. —Celluci se dirigió hacia la cocina y la cafetera—. La difunta madre de Vicki está pagando llamadas desde casa. Algún payaso que está igualmente muerto está asesinando adolescentes. Y hay un vampiro en el armario.
Se detuvo, en mitad de un paso.
—Un vampiro del todo indefenso en el armario.
Incluso con la puerta asegurada desde dentro, sería tan fácil eliminar a su rival… Tener a Vicki para él. Con sólo dejar entrar suficiente luz del sol. Completó el paso y cogió la cafetera. Fitzroy era demasiado inteligente, había vivido mucho tiempo, para estar en el armario si pensase que corría algún peligro. Celluci agitó la cabeza ante la astucia de su confianza y alzó una taza de café en un brindis.
—Duerme bien, hijo de puta.
Frotándose las sienes con ambas manos, Vicki espiró ruidosamente. La adrenalina se había agotado hacía algún tiempo y el cansancio le embotaba la mente. Podía hacer frente al agotamiento físico (lo había hecho muchas veces en el pasado), pero emocionalmente se sentía como si hubiese pasado el día siendo desollada y luego metida en sal.
La doctora Burke había comenzado aquello, con su repentina compasión, y después el doctor Devlin había rematado la faena. Había sentido más que cariño por su madre y, todavía desolado por su muerte, había, al típico estilo irlandés, expresado tumultuosamente su dolor. Vicki, incapaz de detenerlo, había permanecido sentada con los ojos secos mientras el profesor de mediana edad despotricaba contra la crueldad del destino, hablaba de cuan universalmente respetada y admirada había sido Marjory Nelson, y proseguía detallando lo orgullosa que Marjory Nelson había estado de su hija. Vicki sabía cómo pararlo (A veces —les había dicho el instructor de cadetes—, quieres dar rienda suelta a la persona a la que estás preguntando. Dejadles hablar de lo que quieran, nosotros os enseñaremos a separar el grano de la paja. Pero, a veces, tienes que cortarlo en seco y tomar el control), simplemente no podía hacerlo.
No quería oír lo maravillosa persona que había sido su madre, lo mucho que todos habían dependido de ella, lo mucho que la echaban de menos, pero no escuchar parecía una traición. Y ya había cometido bastantes.
La caja de efectos personales que había cogido de la oficina descansaba acusadora en el extremo de la mesa de café. No había sido capaz de hacer con ella otra cosa que llevarla de vuelta al apartamento, e incluso eso no había sido fácil. Pesaba mucho más de lo que parecía.
De repente, se dio cuenta de que Celluci acababa de hacerle una pregunta, y no tenía ni idea de cuál había sido.
—Lo siento —dijo, subiéndose las gafas con fuerza suficiente para clavarse el puente de plástico en la frente.
Intercambió una mirada con Henry y, aunque no captó el significado, no le gustaron las posibles interpretaciones. Por separado, apenas podía manejarlos. Llegado aquel punto, un frente común, sobre cualquier tema, sería superior a sus fuerzas.
—Preguntaba —repitió Celluci con compostura— sobre los estudiantes de posgrado de la doctora Burke. Nos has dicho que tenía algunos. ¿Hay alguna posibilidad de que pudieran estar haciendo el trabajo bajo su supervisión?
—Lo dudo. Según la señora Shaw, cuando regresé a por la relación de entrevistas, uno se dedica a las bacterias, un par tienen algo que ver con ordenadores, y otro, y estoy parafraseando, es un chapucero incapaz de decidirse. Los investigaré… —Celluci abrió la boca pero ella se corrigió antes de que pudiera hablar— investigaremos más a fondo mañana.
Henry se inclinó sobre su silla, con una expresión que ella había empezado a identificar como su faz cazadora.
—¿Así que realmente sospechas de la doctora Burke?
—No sé qué pensar de la doctora Burke. —Repasando la entrevista, todo lo que Vicki podía oír era la voz de esta diciendo con calma: «Es asombroso lo mucho que se parece a su madre». Lo que en el mejor de los casos era una observación irrelevante y más aún ahora; su madre estaba muerta—. Tiene la arrogancia necesaria, eso es condenadamente cierto, y la inteligencia y la formación, pero lo único de lo que todos hablan es de lo brillante administradora que es. —Se encogió de hombros y deseó no haberlo hecho; los sentía como si estuviesen compensando pesas de plomo—. Sin embargo, hasta que sepamos que no lo hizo, sigue en la lista. Creo, en cambio, que podemos pasar por alto sin riesgo al doctor Devlin.
—¿Porqué?
—Porque nunca podría haber mantenido la investigación en secreto. Si estuviera haciendo esto, —hizo que el inofensivo pronombre sonara como una maldición—, no sería capaz de dejar de contárselo al mundo. Además, según he sabido, es un devoto católico irlandés, y hasta hace poco, a estos no gustaban siquiera las autopsias.
—También es un científico —hizo notar Celluci—. Y podría estar actuando.
—Todo el mundo es un escenario —añadió Henry con calma—, y no somos sino actores sobre él.
Celluci puso los ojos en blanco.
—¿Qué demonios significa eso?
—Que si hablas con la persona responsable, va a mentirte.
—Por eso reúnes pruebas, Fitzroy. Para pillar a los mentirosos. Sabemos más esta noche que la anterior y sabremos más mañana que ahora. Al final se revelará la verdad. Nada sigue oculto para siempre.
No podemos esperar para siempre. Henry quería decirlo. Cada momento que pasa la consume. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que no quede nada sino una misión?
—Necesitamos una pistola humeante —dijo en cambio.
Celluci resopló incrédulo. La frase sonaba ridícula viniendo de Henry.
—Has estado leyendo bibliografía.
Henry hizo caso omiso.
—Voy a seguir la pista del otro, el hombre que mató al adolescente. Había demasiada policía alrededor para hacerlo la noche pasada. Si lo encuentro, encontraré también el cuerpo de tu madre.
—¿Y entonces? —preguntó Vicki—. ¿Qué hacemos entonces?
—Se los entregamos al detective Fergusson. Lo llevamos hasta el laboratorio. Dejamos que se encargue de…
—Espera un minuto —le interrumpió Celluci—. ¿Realmente sugieres que dejemos que la policía se ocupe de esto?
—¿Por qué no? No tenemos que proteger a nadie esta vez, salvo a mí, y a diferencia de los dioses egipcios de la oscuridad o de los demonios invocados fuera del infierno, arrestar a científicos locos debería estar entre las habilidades de la ley.
Celluci cerró la boca. ¿No era ese su argumento?
—Henry, no puedes acudir a la policía —comenzó a decir Vicki.
Henry sonrió y la cortó.
—No lo haré. Te entregaré a ti la información. Tú se la entregarás a la policía. El detective Fergusson estará tan contento de tener a su asesino que creo que te permitirá ser un tanto imprecisa en cuanto a dónde y cómo lo encontraste.
Los labios de ella casi sonrieron.
—Sabes, la mayoría de los chicos sólo regalan a una chica flores o bombones.
—La mayoría de los chicos —convino él.
El aire del apartamento pareció de pronto cargado, y Celluci sintió erizarse el vello de sus brazos. Los ojos de Fitzroy se habían oscurecido e incluso desde el otro extremo del cuarto creyó poder ver el reflejo de los de Vicki en sus honduras. El súbito relámpago de comprensión quebró el lápiz que cogía. Ninguno de ellos lo advirtió.
Vampiro.
¿Cada cuánto tienen que alimentarse los vampiros?
¿Se había alimentado Fitzroy alguna vez desde que habían llegado a Kingston?
Sí, bueno, no vas a alimentarte delante de mi, amigo. Ni vas a enviarme lejos al país de los sueños otra vez mientras tú… mientras tú…
Mientras le ofreces un consuelo que no obtendrá de mi.
Otro vistazo al rostro de Henry le permitió saber que el ofrecimiento no se haría a su costa. En alguna parte, en algún momento, habían superado aquello.
—Tengo que salir de aquí. —Con voz áspera pero decidida, Celluci se levantó. No puedo creer que esté haciendo esto—. Necesito dar un buen paseo para aclarar mi cabeza. Ayudarme a pensar. —Media docena de largas zancadas lo llevaron hasta la puerta. Cogió de un tirón su chaqueta del perchero e irrumpió en el vestíbulo antes de que pudieran intentar detenerlo. Porque desde luego no puedo ofrecerle esto más de una vez.
Ya en el exterior, la puerta cerrada tras él, se venció contra la pared y cerró los ojos por un segundo, sorprendido por lo que acababa de hacer. Si, damas y caballeros, vean a un hombre actuar como un loco de remate por su propia voluntad.
Pero él tenía el día.
¿Era justo negarle a Fitzroy la noche?
Y de todas formas, se pasó ambas manos por el pelo, debería ser elección de Vicki. No una elección impuesta por mi presencia.
Si amas alguna cosa, déjala ir…
—Dios. ¿Qué clase de idiota sigue el consejo de una puta camiseta?
Vicki clavó la mirada en la puerta del apartamento y luego se volvió para fijarla sobre Henry.
—¿Se ha…?
—¿Ido? —Henry asintió, él mismo algo más que sorprendido—. Sí.
Ella no podía entenderlo.
—¿Porqué?
—Creo que se ha quitado de en medio para no ser un obstáculo entre nosotros.
—¿Entre nosotros? ¿Quieres decir para que podamos…?
—Sí.
—¡Ese cabrón arrogante! —Sus cejas bajaron de golpe, pero estaba tan cansada que la exclamación tenía escasa fuerza—. ¿No se le ocurrió que puede que yo tuviera algo que decir al respecto?
Henry separó sus manos, sus finos cabellos pelirrojos destellando a la luz de la lámpara.
—Nadie te impide que lo digas, Vicki.
Ella lo miró furiosa durante un instante más, luego suspiró.
—Muy bien. Argumento válido. Pero creo que los dos os estáis entendiendo demasiado bien.
—¿No haría las cosas más sencillas para ti que el sargento detective Celluci y yo nos lleváramos bien?
—Eso depende —se recostó contra los cojines del sofá y añadió secamente— de lo bien que os llevéis.
—¡Vicki! —Su nombre brotó con exagerado sobresalto—. No creerás…
Le costó un momento captar las implicaciones, y cuando lo hizo no pudo evitar soltar una risa tonta. Tenía que ser el agotamiento; ella nunca se reía así.
—Lo deseas. Michael Celluci es lo bastante recto para trazar líneas con él.
La sonrisa de Henry se alteró ligeramente y sus ojos se nublaron, mostrando lo bastante del cazador para hacer evidente su deseo.
—Entonces tendré que encontrar a otro.
Vicki tragó saliva, aunque sólo fuera para hacer bajar su corazón de su garganta. Él no hizo intento alguno de atrapar su mirada, de arrastrarla hacia su poder. Si ella decía no, y Vicki podía saborear la palabra en su lengua, cazaría en otra parte. Pero él me necesita. Incluso del otro lado de la habitación, podía sentir su Hambre. No sería una traición. No había nada más que pudiera hacer por su madre esa noche. Más importante aún, las necesidades de él satisfacían las suyas, y detrás de su máscara, ella podía, aunque sólo fuera mientras aquello durara, dejarse ir.
Él me necesita. Al repetirlo, atrajo la atención del más peligroso: Lo necesito.
—¿Vicki?
La voz de él le hizo arder la piel.
—Sí.
Celluci observó a Henry atravesar el estacionamiento, y se esforzó por relajar la mandíbula. No había nada en la forma en que aquel hombre (vampiro/escritor de novelas rosa, se corrigió ferozmente Celluci) se movía que ofreciese alguna indicación de lo que había pasado en el apartamento. Bueno, al menos no se pavonea. Le concederé eso al pequeño hijoputa.
—Detective.
—Fitzroy.
—No hagas ruido cuando entres al apartamento. Está dormida.
—¿Cómo está?
—Algunos de los nudos se han aflojado. Ojalá pudiera decir que seguirán así por la mañana.
—No deberías haberla dejado sola. —Yo la dejé sola y mira lo que ha pasado. Ambos pudieron oír el corolario. Ambos lo pasaron por alto.
—Estoy escuchando sus latidos, detective. Puedo estar junto a ella en segundos. Y esto es todo lo lejos que iré hasta que estés listo para hacerte cargo.
Celluci resopló y deseó tener algo que decir.
Henry alzó su rostro y respiró profundamente la noche.
—Va a llover. Será mejor que no me demore.
—Sí. —Las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta, Celluci salió de su coche. De acuerdo, así que no se había ido lejos. No había dicho a dónde iba. Quería creer que Fitzroy no le había dejado a ella elección, pero otra idea lo asaltó; él no se habría ido si hubiera habido la menor posibilidad.
—Michael.
Dándose la vuelta al oír su nombre, trató de no dejar traslucir nada de lo que sentía en su rostro. No era difícil. No sabía exactamente qué estaba sintiendo.
—Gracias.
Celluci comenzó a preguntar ¿por qué?, pero al final se contuvo. Algo en el tono de Henry (él lo llamaría sinceridad si se viese obligado a ponerle un nombre) impedía una réplica graciosa. En vez de eso, asintió con un solo movimiento de cabeza y preguntó:
—¿Qué habrías hecho si ella hubiese dicho no? —Incluso antes de que la última palabra saliese de su boca, se preguntó por qué quería saberlo.
El ademán de Henry pareció ir más allá del blanco y amarillo superpuesto de las farolas.
—Estamos en medio de una pequeña ciudad, detective. Me las habría arreglado.
—¿Habrías recurrido a un extraño?
Unas cejas pelirrojas, oscurecidas por la sombra, se alzaron.
—Bueno, no habría tenido tiempo para hacer amigos.
Claro, encaja el golpe bajo.
—¿No sabes que existe una maldita epidemia?
—Es una enfermedad de la sangre, detective. Sé cuando alguien está infectado, y por tanto soy capaz de evitarlo.
Celluci se sacudió el rizo de pelo de la frente.
—Qué suerte —gruñó—. Pero sigo pensando que no deberías… quiero decir… —Pateó la grava y soltó un taco cuando una piedra impulsada por su pie resonó contra los bajos de su coche. ¿Por qué demonios se preocupaba por Fitzroy? El hijo de puta había durado siglos, podía cuidar de sí mismo. Confiar en él es una cosa. Y no estoy seguro de hacerlo. Y de ninguna forma está empezando a gustarme. Qué va. De ninguna manera. Olvídalo—. Mira, aunque puedas percibirlo, no deberías estar… —¿Estar qué? Jesús, el vocabulario normal no sirve para esto—, haciéndolo con extraños —terminó deprisa.
Los labios de Henry se curvaron en una especulativa sonrisa.
—Podría ser difícil —dijo suavemente— si nos quedamos aquí por mucho tiempo. Aunque ella se ofreciese, no puedo alimentarme de Vicki cada vez que se presenta el Hambre.
El aire de la noche de pronto se volvió irrespirable. Celluci comenzó a tirarse del cuello de la camisa.
—Y a fin de cuentas —continuó Henry, arrugando divertido los rabillos de sus ojos—, sólo hay otra persona en esta ciudad a la que no puedo considerar un extraño.
A Celluci le costó cogerlo el mismo tiempo que le había llevado a Vicki.
—Lo deseas —contestó bruscamente; se giró sobre un talón y se alejó pisando con fuerza hacia el edificio de apartamentos.
Con una amplia sonrisa, Henry le observó irse, escuchando el furioso martillear del corazón de Celluci mientras se precipitaba doblando la esquina hasta quedar fuera de la vista. Había sido muy poco amable bromear con el mortal cuando este se había mostrado sinceramente preocupado, pero la oportunidad había sido imposible de resistir.
—Y si lo deseara —le recordó a la noche ahora que volvía a tenerla para él—, lo haría.