reo que deberíamos decírselo.
Los brazos cruzados sobre el pecho, Henry se apoyó contra la pared junto a las ventanas.
—¿Decirle que creemos que alguien ha convertido a su madre en el monstruo de Frankenstein?
—Sí. Decirle exactamente eso. —Celluci se frotó las sienes con el canto de las manos. Había sido una noche muy larga, y no tenía ganas de que amaneciera—. ¿Recuerdas aquel pequeño incidente el otoño pasado?
Las cejas de Henry se alzaron. Apenas había duda de a qué se refería el detective, aunque él difícilmente describiría la destrucción de un antiguo hechicero egipcio como un incidente.
—Si estás hablando de Anwar Tawfik, lo recuerdo.
—Bien, estaba pensando en algo que dijo Vicki, después de que todo hubiera terminado, sobre la existencia de un oscuro dios ahí fuera que sabe de nosotros, y que si nos rendimos a la desesperación caerá sobre nosotros como un político sobre una barra libre. —Suspiró, una prolongada, temblorosa espiración, y se encontró casi demasiado cansado para inspirar de nuevo—. Si no ha reparado en ella todavía, lo hará pronto. Tiene los nervios de punta.
—¿Vicki?
—No la viste.
A Henry le resultó difícil creer que Vicki se abandonase alguna vez a lo que fuera, y menos que a cualquier otra cosa a la desesperación, pero concedió que en las presentes circunstancias incluso la personalidad más fuerte podría sucumbir.
—¿Y piensas que si le contamos lo que sospechamos…?
—Se enfurecerá, y no hay nada que elimine la desesperanza más rápido que la justa ira.
Henry reflexionó sobre ello, los brazos cruzados, los omoplatos apoyados contra la pared. El oscuro dios de Tawfik seguía existiendo porque las emociones de que se alimentaba formaban parte de la condición humana, pero los tres (Celluci, Vicki, y él) conocían su nombre. Si quería acólitos, y qué dios no, tendría que ir hasta uno de ellos. Si Celluci estaba en lo cierto acerca de Vicki (y Henry tenía que reconocer que los años que hacía que el mortal la conocía hacían de él un buen juez), hacer que se encolerizase como protección sería lo mejor. Había asimismo un factor adicional que no debía ser pasado por alto.
—Nunca nos perdonaría si no se lo contáramos.
Celluci asintió, frunciendo los labios.
—Así es.
El silencio reinó por un instante mientras consideraban el resultado de hacer que la furia de Vicki se dirigiera hacia ellos. Ninguno se imaginaba que sus posibilidades de supervivencia fueran especialmente elevadas, al menos no en lo que a mantener una relación estable se refería. Henry habló el primero.
—Entonces, se lo contaremos.
—¿Contarle qué? —Vicki estaba de pie en la entrada del cuarto de estar, la ropa arrugada, los ojos turbios, la mejilla marcada por un pliegue de la funda de la almohada. Dando un paso adelante con cuidado, se tambaleó y se agarró al respaldo de una silla, sujetándose contra ella. Se sentía separada de su propio cuerpo, un efecto de las píldoras para dormir del que apenas se había logrado deshacer—. ¿Contarle que está fuera de sus cabales? ¿Que no puede haber visto a su madre muerta en la ventana? —Su voz subía y bajaba descontrolada; no parecía poder dominarla.
—En realidad, Vicki, te creemos. —El tono de Henry no dejaba lugar a dudas.
Cogida por sorpresa, Vicki pestañeó y luego trató de enfocar su ceño sobre Celluci.
—¿Los dos me creéis?
—Sí. —Él le devolvió una idéntica mirada—. Los dos te creemos.
Celluci dio un respingo cuando la figurita Royal Dalton golpeó la pared más lejana del cuarto de estar, rompiéndose en un millar de caros fragmentos de porcelana fina. Henry se movió, alejándose un poco más del radio del estallido.
—¡Malditos, bastardos comemierda hijos de puta! —La rabia que tornaba roja su visión y rugía en sus oídos se atascó en la garganta de Vicki, cerrando el paso a la corriente de palabrotas. Cogió rauda otro objeto de adorno y lo lanzó tan fuerte como pudo al otro lado del cuarto. Cuando se hizo pedazos, recuperó la voz de nuevo—. ¿Cómo se ATREVEN?
Respirando profundamente, se derrumbó sobre el sofá, con los dientes cerrados contra las oleadas de náuseas, la reacción de su cuerpo a la noticia.
—¿Cómo puede nadie hacerle eso a otro ser humano?
—La ciencia… —empezó Celluci, pero Vicki lo interrumpió… lo cual posiblemente fuera lo mejor, pues no estaba del todo seguro de lo que iba a decir.
—Esto no es ciencia, Mike. Se trata de mi madre.
—No de tu madre, Vicki —le dijo Henry con suavidad—. Sólo del cuerpo de tu madre.
—¿Sólo el cuerpo de mi madre? —Vicki se subió las gafas con el puño para que no vieran temblar sus dedos—. Puede que no haya sido la mejor hija del mundo, pero conozco a mi madre, y te digo que era mi madre la que estaba en la ventana. ¡No sólo su puto cuerpo!
Celluci se sentó junto a ella en el sofá y le cogió una mano entre las suyas. Sopesó y descartó cuatro o cinco lugares comunes de consuelo que no parecían en realidad ser pertinentes, y sabiamente decidió mantener la boca cerrada.
Vicki trató con poco entusiasmo de soltar su mano, pero cuando sus dedos se limitaron a cerrarse como respuesta, la dejó ahí, guardando su fuerza para alimentar su cólera.
—La vi. Estaba muerta. Conozco la muerte. Entonces la vi de nuevo en la ventana. Y estaba… —De nuevo, la cresta de una oleada de náuseas se alzó y se retiró hoscamente—. No estaba muerta.
—Pero tampoco viva. —Como las palabras en sí no ofrecían ningún consuelo, Henry las presentó tal como eran, sin el adorno de la emoción.
Una vez más, el rostro de su madre se alzó saliendo de la oscuridad, los ojos abiertos, la boca moviéndose en silencio. El apretón de Celluci se convirtió en una cálida ancla, y Vicki se sirvió de él para sustraerse al recuerdo.
—No. —Tragó saliva y un músculo tembló en su mandíbula—. Tampoco viva. Pero de pie, y caminando. —Por un momento, pensar que sólo una lámina de cristal se había interpuesto entre ellas le hizo imposible seguir. Quiero gritar y llorar hasta que todo esto se acabe y no tenga que ocuparme de ello. Quiero que sea el sábado pasado. Quiero contestar al teléfono. Quiero hablar con ella, decirle que la quiero, decirle adiós. Todo el cuerpo le dolía con el esfuerzo de mantener el control, pero de todo el torrente apenas contenido por su voluntad, sólo podía liberar la ira—. Alguien le hizo eso. Alguien en esa universidad ha perpetrado el mayor de los crímenes, la peor de las violaciones.
Celluci dio un respingo.
—¿En la universidad? ¿Por qué en la universidad?
—Tú mismo lo dijiste, ciencia. Es difícil que haya sido alguien de la puta tienda de ultramarinos. —Se subió las gafas con los nudillos de nuevo, luego se inclinó hacia delante y barrió sus notas de la mesa de café, desperdigándolas con la fuerza del golpe hasta la puerta del apartamento. Su voz, por contraste, había ganado un rígido control—. Esto lo cambia todo. Ahora podemos encontrarla.
De mala gana, Celluci le soltó la mano; había aceptado todo el consuelo que estaba dispuesta a aceptar. La observó en silencio mientras ella le tendía una hoja de papel en blanco, deseando sacudirla, sin estar del todo seguro de por qué.
—De acuerdo. Sabemos que el cuerpo sigue en la ciudad, así que sabemos dónde buscar a las ratas e hijos de puta que le han hecho eso. —La punta del lápiz se partió contra el papel, y ella luchó contra el impulso de clavarlo a través de la mesa—. Está en la ciudad. Están en la ciudad.
—Vicki. —Henry atravesó la habitación para arrodillarse a su lado—. ¿Estás segura de que debes hacer esto ahora? —Cuando ella alzó la cabeza para mirarlo, a él se le erizó el vello de los brazos debido a la tensión en el aire.
—¿Qué se supone que debo hacer? ¿Ir a dormir?
Podía oír el corazón de ella martilleando, oír el efecto de la adrenalina bombeada por todo su organismo.
—No…
—Necesito hacerlo, Henry. Necesito ensamblar las piezas. Encontrar algún sentido a todo esto. Necesito hacerlo ahora. —La alternativa quedaba implícita en su tono. O me devorará hasta que no quede nada de mí.
La mano que se posó sobre la de él, sólo por un instante, estaba tan caliente que casi quemaba. Puesto que no podía hacer nada más, Henry asintió y fue a sentarse en la mecedora junto a la puerta, desde la que podía observar su rostro. Por el momento, la dejaría que se ocupara de su horror y su cólera a su propia manera.
Encontró interesante que Celluci no pareciera más feliz por ello de lo que él se sentía. Queremos correr a rescatarla y en vez de eso nos encontramos con que nos permite ayudar. No es exactamente una posición cómoda para un caballero andante. Pero por otro lado, Vicki no era exactamente una mujer cómoda de amar.
—Muy bien, pasando de encontrar el cuerpo de mi madre a centramos en hallar a la gente que le hizo esto, ¿qué estamos buscando? —Con un nuevo lápiz, grabó «¿Qué?» de parte a parte de la cabecera de la hoja—. Alguien que puede levantar a los muertos. Sin tener en cuenta el Segundo Advenimiento, pues dudo que sea tan sencillo como levántate de tu lecho y anda, volvamos a la ciencia. —Escribió «Científico» bajo el título, luego revolvió sacando una hoja nueva y escribió «¿Dónde?».
Celluci se echó hacia delante, venciendo sus viejas costumbres a su preocupación.
—Todo apunta a la universidad. Uno, es donde encuentras científicos. Dos, puedes disponer de un laboratorio privado hoy en día, en especial uno que contenga el equipamiento que habrían necesitado para…
—Tres —le interrumpió Vicki. Lo último con lo que quería vérselas en aquel preciso momento eran los detalles de lo que en realidad habían hecho.
No lo último, dijo una vocecita desde la parte posterior de su cabeza.
—Tres —dijo de nuevo, lanzando sus palabras contra la certeza de que, de alguna forma, sólo con que hubiera respondido al teléfono todo esto podría haberse evitado—. Ya hemos establecido que tenía que ser alguien que sabía que iba a morir. Ella trabajaba en la universidad. Sus amigos estaban en la universidad. Le hicieron pruebas en la universidad. Cuatro, el campus está a menos de diez manzanas al sur en División Street. Estamos cerca. —Su risa contenía más histeria que humor—. Incluso una mujer muerta podría recorrerlas.
—Y cinco —añadió Henry con delicadeza, mientras Vicki luchaba por refrenar sus emociones otra vez, y el brazo de Celluci se cernía inerme detrás de su espalda, seguro de que ella rechazaría la compasión, mas incapaz de dejar de ofrecerla—. Hay otro, y estaba en el campus esta noche.
La barbilla de Vicki se alzó, ayudándola a recobrar algo de distanciamiento el recordar a Henry diciendo que no se trataba de nada estrictamente personal. El brazo de Celluci volvió a caer a su costado. Ella escribió las palabras de aquel al pie de la letra, cogió otra hoja, escribió «¿Por qué?» y tuvo que esforzarse por distanciarse de nuevo.
—Al menos sabemos para qué querían el cuerpo. Pero ¿por qué mi madre? ¿Qué tenía de especial?
—Sabían que iba a morir. —Celluci no pudo hallar una forma de completar la idea que no restregase con sal emociones ya sangrando en carne viva, así que cogió aliento para tomar fuerzas y en lugar de eso dijo—: Vicki, ¿por qué no dejas que me ocupe de esto?
—¿Y qué hago yo mientras? ¿Echar cenizas sobre mi cabeza? Que te jodan, Celluci. Sabían que iba a morir y necesitaban un cuerpo fresco. Ya está. Ya lo he dicho. Ahora sigamos.
Con sus propios nervios al descubierto, Celluci lanzó una mirada al otro lado del cuarto a alguien que podría entenderlo. ¡No pretendía herirla!
Lo sé. Los ojos de Henry se clavaron con rapidez a la izquierda de Celluci y volvieron a mirarlo, añadiendo tan claramente como si hubiera hablado en voz alta: y ella lo sabe.
—No se hizo autopsia. —El lápiz de Vicki empezó a moverse de nuevo—. Supongo que si vas a hacer que el cadáver se levante y ande, eso es importante. Con un diagnóstico de muerte en seis meses por fallo cardiaco, no habría necesidad de realizar una autopsia cuando mi madre sufriera el ataque. Me pregunto… —Alzó la vista y frunció el ceño—. ¿Esperaron a que el otro muriera también? Podemos consultar al personal, averiguar quién más murió hace poco, ver si existe una conexión con mi madre, y seguir la pista hasta su origen.
Con una mano desplegó las tres hojas de papel. La otra hizo rebotar la goma del lápiz sobre la mesa.
—De acuerdo. Tenemos qué, dónde, por qué… —El lápiz se sosegó—. No creo que debamos preocuparnos por cómo.
Un cuerpo tendido sobre una losa, su grotesca sombra proyectada sobre un basto muro de roca. En segundo plano, extraño equipamiento. En los rincones, oscuridad, rota por la apenas visible tracería gris de una telaraña. Por encima de todo, una cúpula gótica abierta a la noche. El trueno restalla y el relámpago se arquea bajando de los cielos. Y la Muerte es echada a un lado.
—¿Vicki?
—¿Qué? —Se giró rápidamente hacia Celluci, los ojos abiertos.
—Nada. —Ahora que contaba con su atención, no estaba seguro de qué hacer con ella—. Parecías un poco… —hechizada. Cerró los dientes sobre la última palabra.
—Cansada. —Henry se deslizó como la seda en mitad de la pausa—. ¿No crees que deberíamos dormir un poco?
—No. No hemos acabado. No voy a dormir hasta que lo hayamos hecho. —Sabía que sonaba un poco desesperada, pero ya estaba más allá de importarle—. Así pues, ¿con qué contamos para el quién? Un científico, o un grupo de científicos, en la universidad, que sabían que mi madre iba a morir, que poseen el conocimiento para levantar a los muertos y la arrogancia para usarlo.
—La mayoría de los criminales son arrogantes. —Celluci se hundió en los cojines del sofá—. Eso es lo que los convierte en criminales. Piensan que las leyes de la sociedad no se les aplican.
Vicki se subió las gafas.
—Muy profundo, detective, pero esto no es como robar la tienda de la esquina para comprar cervezas. Necesitamos un motivo.
—Si tuvieses la habilidad de alzar a los muertos, ¿no sería motivo suficiente? —preguntó Henry, sus ojos de repente lóbregos—. Están haciéndolo porque pueden hacerlo. Probablemente no lo consideren siquiera un crimen… tal habilidad divina los pone por encima de preocupaciones tan nimias.
—Bueno —resopló Celluci—, tú deberías saberlo.
—Sí.
Esa sola sílaba erizó el vello de la nuca de Celluci y este entendió, algo tarde, que nadie comprendía el abuso de poder tan bien como aquellos que lo compartían.
Vicki hizo caso omiso de ambos, arrumbando sus notas en una pulcra pila, con movimientos espasmódicos.
—Así que estamos buscando en la universidad a un científico arrogante con conocimientos médicos que sabía que mi madre iba a morir. Será como encontrar la aguja en el proverbial pajar.
Celluci liberó su atención de Henry Fitzroy y volvió al asunto entre manos.
—¿Qué hay del jefe de tu madre?
—¿La doctora Burke? No lo creo. Mi madre decía que era la administradora de más talento para la que había trabajado, y eso no deja mucho tiempo para dedicarlo a levantar a los muertos.
—¿Y qué? Si firmó el acta de defunción tiene que ser médico, aparte de lo otro. Sabía que tu madre iba a morir y, como jefa de departamento, con toda seguridad estaba en disposición de adquirir el equipo para un laboratorio secreto. —Levantó las manos pasándoselas por el pelo, y trató de obligar a su fatigado cerebro a funcionar sólo un poco más—. Es alguien por quien empezar.
—Tengo una cita con ella por la mañana. Veré qué puedo averiguar. —Su tono dejaba traslucir que no contaba con descubrir gran cosa.
—Veremos qué averiguamos.
—No, Mike. —Negó con la cabeza, y deseó no haberlo hecho cuando la habitación comenzó a dar vueltas—. Quiero que ates algunos cabos sueltos relativos al señor Chen.
—Vicki, Tom Chen es un callejón sin salida.
Ella se dio la vuelta para encararlo, sujetándose contra el respaldo del sofá.
—Puede que siga siendo el único callejón que tenemos. No te necesito conmigo, Mike.
—No deberías hacerlo sola.
—No lo estoy haciendo. A no ser que quieras volver a casa.
Él lanzó una mirada a Henry, al otro lado del cuarto, que no fue de ayuda.
—Por supuesto que no me voy a casa —gruñó. Puede que rendirse fuese su única opción, pero nadie decía que tuviera que hacerlo sin luchar—. ¿Entonces qué hacemos ahora?
Ante su sorpresa, fue Henry quien respondió.
—Dormir. No tengo elección. El alba está muy próxima. Puedo sentir el sol. Tú, detective, has estado despierto toda la noche. Y tú, Vicki, puedo oler las drogas en tu organismo… necesitas dormir para aclarar la ofuscación de tu mente.
—No, yo…
Henry la interrumpió alzando un imperioso ceño.
—Unas horas no supondrán ninguna diferencia para tu madre, y a ti te servirán de mucho. —Atravesando el cuarto, extendió una mano—. Puedo hacerte olvidar por un tiempo, si quieres.
—No quiero olvidar, gracias. —Pero tomó su mano y se puso en pie, aplastando un trozo de porcelana china bajo la suela de su zapato. Los dedos de él eran tan fríos como cálidos los de Celluci. Un ancla de distinto tipo—. Y, pese a lo que los dos creéis, soy del todo consciente de que extralimitarme no ayudará en absoluto a dar con los comemierda que lo hicieron. Dormiré, comeré. Y luego… —La ira y el agotamiento, actuando por igual, destruyeron el resto del pensamiento antes de que lo hubiera formulado. Se aferró al brazo de Henry y lo miró fijamente a la cara—. No podré esperarte. La puesta de sol está terriblemente lejos.
Él le tocó la mejilla con la mano libre y repitió:
—Terriblemente lejos. Yo mismo no podría haberlo dicho mejor. Pero ten cuidado mientras no estoy contigo. —Su mirada pasó por encima de su hombro para encontrar la de Celluci—. Tened cuidado los dos.
Donald aseguró el portaobjetos, miró con atención la mancha de color púrpura por un momento, suspiró, y se volvió.
—Cathy, no me gusta lo que tenemos aquí.
—¿Problemas con número ocho? —Catherine alzó la vista de su disección, el ceño fruncido, las manos sepultadas bajo uno de los órganos en descomposición del número ocho.
—El número ocho está más allá de poder darnos problema alguno —bufó Donald—. Me preocupa más el dúo dinámico de ahí.
Desconcertada, Catherine miró por encima de su máscara a las dos cajas de aislamiento en marcha.
—Estoy segura de que todo el daño que sufrieron la pasada noche era superficial. Suturaste todas las laceraciones de número nueve. Los dos comprobamos si existía sobrecarga mecánica. Ajusté su nivel de nutrientes para compensar el esfuerzo de la reestructuración bacteriana…
—No es eso lo que quería decir. —Desgarró el envoltorio de un caramelo, lo hizo un lio y lo arrojó más o menos hacia la papelera—. ¿No crees que esos dos han ido un poco más allá de los parámetros del experimento?
—Claro que no. —Catherine depositó un riñón sobre una bandeja esterilizada—. Vamos a necesitar muestras de tejido de los otros para comparar.
—Sí, sí, lo sé. Sacaré la aguja de biopsias en un minuto, pero primero vamos a tener una charla sobre el paseíto de la noche pasada. Eso no tuvo nada que ver con la regeneración de órganos mediante bacterias adaptadas, ni siquiera con la reanimación del cuerpo humano por medio de bacterias adaptadas y servomotores.
—¿De qué estás hablando? Si lo de la noche anterior no fue animación, no sé qué otra cosa fue; si los quieres más animados, tendrás que llamar a Disney.
—¿Es una broma? —preguntó Donald—. Porque si lo es, no es nada divertida. Se suponía que ella —señaló la caja de Marjory Nelson— no iba a ir a casa, y él… bueno, él no se suponía que fuera a ir a ninguna parte.
Catherine se encogió de hombros, sus manos de nuevo sepultadas hasta las muñecas.
—Obviamente, introducirle sus propios patrones de onda cerebral a través de la red neuronal despertó recuerdos enterrados. Teniendo en cuenta que cuando estaba viva caminó cada noche durante años hasta casa desde el edificio de Ciencias de la Vida, lo más lógico era que siguiera esa programación. Deberíamos haber previsto que esto ocurriría y haber tomado precauciones —su voz bajó hasta convertirse en algo aproximado al ritmo de discurso de la doctora Burke—. Cuantos más impulsos son enviados a un recuerdo impreso dado, más sencillo resulta que posteriores impulsos sigan el mismo circuito. Y teniendo en cuenta las molestias que nos hemos tomado para enseñar a número nueve a seguirnos, yo diría que tendríamos que estar contentos de que la siguiera. A fin de cuentas, tú eres el que decía que no estaba aprendiendo nada.
—Sí, bueno, también soy el que dice que no le gusta esto. —Mordisqueó con fuerza el caramelo en su boca y lo trituró entre los dientes—. Quiero decir, supón que no estamos limitándonos a recrear respuestas físicas.
Catherine dejó el segundo riñón al lado del primero.
—No sé de qué estás hablando.
—¡Estoy hablando de almas, Cathy! —Su tono se volvió un poco chillón—. ¿Y si, a causa de lo que hemos hecho, Marjory Nelson ha vuelto a su cuerpo?
—No seas ridículo. No estamos devolviendo una antigua vida, estamos creando nuevas, como… poner vino nuevo en odres viejos.
—No es así como se hace —le hizo ver Donald con aspereza—. El vino viejo se mezcla con el joven. —Se dio la vuelta sobre su taburete y se inclinó sobre el microscopio. Sabía que era inútil discutir eso; las almas no tenían sitio en el mundo de Cathy. Y puede que ella tuviera razón. Ella era el genio manifiesto, después de todo, y era su experimento. Él sólo participaba en ello por curiosidad… y por la recompensa final, claro.
Sin embargo, se dijo, mordiéndose el labio inferior, incómodamente consciente de las preguntas que yacían en las cajas de aislamiento detrás de él, estaría más contento si supiese que estamos creando una nueva versión de Frankenstein en vez de una de La noche de los muertos vivientes. Un instante de reflexión le recordó que Frankenstein no había tenido lo que se dice un final feliz. Ni un argumento feliz, que digamos.
Podía oír voces. La voz de ella y la de él. No podía entender qué estaban diciendo, pero sí el tono. Estaban discutiendo.
Recordaba discutir. Cómo acababa con golpes. Y dolor.
Él discutía a menudo con ella.
A número nueve no…
… no…
… no le gustaba eso.
—Buenos días, doctora Burke. El café está listo.
—Bien. —La doctora Burke dejó su maletín junto a la puerta del despacho interior y se giró hacia la cafetera—. Me salva la vida, señora Shaw.
—Puede que no sea tan bueno como cuando Marjory lo hacía —suspiró la señora Shaw—. Ella siempre tenía tan buena mano para el café…
De espaldas al cuarto, la doctora Burke puso los ojos en blanco y se preguntó cuánto tiempo duraría el melodrama de dolor en el despacho. Dos días recibiendo cada informe, cada memorando, cada pequeña cosa junto con un panegírico era casi tanto como podía soportar. Levantó la taza del asa y echó tres cucharadas colmadas en el interior. Si la universidad cumpliese procurándole el prometido interino (o mejor todavía, un reemplazo permanente para el puesto de Marjory Nelson) le diría a la señora Shaw que se tomara unos días libres.
Por desgracia, la doctora rellenó su taza y contempló con furia el oscuro líquido, las ruedas de la academia avanzan con lentitud geológica.
Detrás de ella, la señora Shaw encendió la radio. Village People estaba casi terminando los últimos compases de «YMCA».
La doctora Burke se volvió y transfirió su airada mirada a la radio.
—Si están haciendo otro homenaje a los 70, cambiamos de emisora. Ya viví la música disco una vez, y preferiría no hacerlo de nuevo.
—Esto es la CKVS FM, son las nueve en punto, y ahora las noticias. La policía sigue sin tener pistas sobre el cruel asesinato la pasada noche de un estudiante del QECVI[3], en el campus de la Queen’s University. El único testigo del crimen se encuentra en observación en el Hospital General de Kingston y todavía no ha sido capaz de proporcionar a la policía una descripción precisa del asesino. Aunque la joven no resultó herida en el incidente, los doctores dicen que sufre una conmoción. Tanto la policía como el personal médico refieren que hasta que fue sedada siguió gritando: «Parecía muerto. El tío parecía muerto». Se ruega a todo aquel que tenga información relativa a este trágico suceso se ponga en contacto con el detective Fergusson en jefatura de policía. En otra parte de la ciudad…
—¿No es horrible? —La señora Shaw se frotó los ojos con el dorso de la mano—. Ese pobre muchacho, muerto en la flor de la vida.
El tío parecía muerto. Los dedos de la doctora Burke se cerraron sobre el asa de su taza. Es evidente que la chica tiene una imaginación hiperactiva. Esto no tiene nada que ver con…
—Las demás emisoras ofrecieron un informe mucho más completo. La chica decía que caminaba arrastrándose, que su piel era gris y fría, y que su expresión no cambió siquiera mientras estrangulaba a su novio. Horripilante. Sencillamente horripilante.
Era imposible.
—¿Dijo qué llevaba puesto?
—Alguna clase de ropa de deporte. Un chándal creo. ¿Doctora Burke? ¿Adónde va?
¿Adónde iba a ir? Miró fijamente su café, luego depositó con energía la taza sobre el archivador, aferrando ya con los dedos de la otra mano la manija de la puerta, haciendo palidecer los nudillos. Gracias a Dios que nadie del despacho contaba con que sonriera.
—Acabo de acordarme, tenía a un estudiante de posgrado haciendo funcionar un programa la noche anterior, y prometí que lo verificaría esta mañana. No sé por qué me molesté, sigue haciéndolo mal.
La señora Shaw sonrió y movió la cabeza.
—Se molestó porque usted siempre espera que lo hagan bien. Oh, vaya. —La sonrisa desapareció—. La hija de Marjory vendrá por aquí esta mañana.
La hija de Marjory Nelson, la exdetective, la investigadora privada, era la última persona con la que quería hablar en aquel mismo instante.
—Preséntele mis excusas y… No. Si viene mientras no estoy, pídale que espere. Volveré tan pronto como pueda. —Era mejor saber qué dirección estaba tomando la señorita Nelson en la búsqueda del cuerpo de su madre. La información era conocimiento; la ignorancia, desastre en potencia.
—Mataron a un joven en el campus la noche pasada. ¿Alguno de vosotros sabe algo al respecto?
Donald se giró tan rápido que casi se cayó del taburete.
—¡Doctora Burke! ¡Me ha asustado!
Ella avanzó otro paso al interior del laboratorio, saltándole un músculo en la mandíbula y con ojos entrecerrados detrás de sus gafas.
—Limítate a responder la pregunta.
—¿La pregunta? —Frunció el ceño, con el corazón aún desbocado, y ordenó mentalmente las palabras de puro miedo. Mataron a un joven la noche pasada—. Oh, joder. —En su memoria, vio al número nueve salir tambaleándose a la luz mientras se oían alaridos detrás de un edificio—. ¿Qué, qué le hace creer que sabemos algo?
—No me fastidies, Donald. —La doctora Burke empleó la voz que era capaz de exigir atención a la fila de atrás de un aula de setecientos cincuenta asientos. Donald trató de no encogerse—. Hubo un testigo. Ofreció una descripción muy precisa del número nueve, y lo que quiero saber —su palma cayó sobre la mesa, el golpe seco de carne contra metal resonando como un disparo— es qué demonios estaba pasando aquí abajo.
—No lo hizo a propósito. —Catherine se levantó grácil desde detrás de la caja de aislamiento del número nueve y se quedó de pie, apoyando ligeramente ambas manos sobre la curva tapa.
—Me preguntaba dónde estabas. —La doctora Burke se volvió, echando humo, espoleándola aún más la calma de la joven. Su gesto hacia la caja cortó como una espada—. Como no tiene ningún propósito, estando muerto, no necesita vigilancia. Vosotros dos, sin embargo, no tenéis tal excusa. Así que comencemos por una explicación de por qué el experimento salió del laboratorio.
—Eh, no fue así. —Donald se aclaró la garganta mientras ella le dirigía su mirada de basilisco, pero continuó. No tenía ninguna intención de que le culparan por algo que no era culpa suya—. Se fueron por sí solos.
—¿Por sí solos? —Su tranquila repetición era muy poco reconfortante—. ¿Decidieron sin más levantarse y salir a dar un paseo por la tarde? —Alzó de pronto el volumen arrojando sus palabras contra las paredes—. ¿Qué clase de idiota creéis que soy?
—Dice la verdad. —Catherine alzó su mentón—. Cerramos la puerta al salir. Cuando volvimos, la puerta estaba abierta, desde dentro, y se habían ido. Encontramos a número nueve vagando por el campus —sus dedos acariciaron la caja de forma consoladora—. Hallamos a número diez justo fuera del edificio de apartamentos donde ella vivía cuando era Marjory Nelson.
—Volvió a casa —añadió Donald.
Catherine suspiró.
—Se limitó a seguir la antigua programación.
—No viste su cara, Cathy.
—No necesitaba verla. Conozco los parámetros del experimento.
—¡Bien, puede que hayan cambiado!
—Callaos, los dos. —Unos ojos grises se abrieron de pronto, reconociéndola por un instante. La doctora Burke cerró sus ojos por un momento, y cuando los abrió de nuevo, musitó—: Puede que esto haya ido demasiado lejos.
Catherine frunció el ceño.
—¿El qué?
—Todo esto.
—Pero, doctora Burke, usted no comprende. Si número nueve mató a aquel chico, actuó por sí solo. No era algo que hubiéramos programado. Eso significa que puede aprender. Está aprendiendo.
—Eso significa que él, eso, mató a alguien, Catherine. Ese chico está muerto.
—Bueno, sí, y eso es muy grave, pero nada de lo que hagamos lo devolverá a la vida. —Hizo una pausa, sopesando posibilidades, arrugó la frente, y negó con la cabeza—. No. Es demasiado tarde —volvió a enfocar la mirada—. Pero podemos examinar y desarrollar estos nuevos datos. ¿No comprende? Número diez tiene que estar pensando. ¡Su cerebro es funcional de nuevo!
—¡Cathy! —Donald bajó de un salto de su taburete y se aproximó a ella, la incredulidad escrita en su rostro—. ¿No lo entiendes? Un tipo está muerto. Este experimento tuyo —aporreó la caja del número nueve— es un asesino y el otro es, es… —No encontraba las palabras. No, eso no era del todo cierto. Sabía las palabras. Sencillamente no podía pronunciarlas. Porque si las decía, tendría que creerlas—. Doctora Burke, tiene razón. Esto ha ido demasiado lejos. ¡Tenemos que dejarlo de forma definitiva y salir de aquí antes de que la policía siga el rastro del número nueve hasta su guarida!
—Donald, tranquilízate. Estás histérico. La policía no cree, ni es probable que lo haga, que haya un muerto deambulando por ahí cometiendo homicidios.
—Pero…
La doctora Burke lo acalló con una mirada, su propia crisis de conciencia echada a un lado a la luz de la nueva información. No había considerado en verdad el incidente desde la perspectiva de los resultados experimentales. Esto podía significar un gigantesco paso adelante.
—Si el número nueve está pensando, Catherine, no me gusta en qué está pensando.
Dos pinceladas de color aparecieron sobre las mejillas de Catherine.
—Bueno, sí, pero está pensando. ¿No es eso lo importante?
—Tal vez —concedió la doctora—. Si se trata en realidad de pensamiento, y no de una simple reacción ante estímulos. Puede que tengamos que diseñar una nueva batería de pruebas.
Donald tragó saliva y lo intentó de nuevo.
—Pero, doctora Burke, ¡ese chico está muerto!
—¿Qué quieres decir?
—¡Tenemos que hacer algo!
—¿Qué? ¿Entregarnos? —Apresó la mirada de él con la suya y, tras un momento, esbozó una sonrisa—. No pensaba en eso. ¿Concluir el experimento? Eso no le devolvería la vida —se cuadró de hombros—. Dicho lo cual, os hago saber que estoy muy contrariada por vuestro descuido. Aseguraos de que no vuelve a suceder de nuevo. Sacadlos de sus cajas sólo cuando sea absolutamente necesario. Nunca los dejéis libres solos. ¿Le has hecho un electroencefalograma al número nueve después de lo ocurrido?
El rubor de Catherine se acentuó.
—No, doctora.
—¿Por qué no?
—Número ocho murió por la noche, y tuvimos que empezar…
—El número ocho lleva muerto algún tiempo, Catherine, y no va a irse a ninguna parte. Haz el electro ahora. Si hay un patrón de ondas cerebrales ahí dentro, lo quiero registrado.
—Sí, doctora.
—Y por Dios, mantenedlos bajo control. No voy a permitir que mi carrera se arruine por un descubrimiento prematuro. Si algo parecido vuelve a suceder, no lo toleraré. ¿Entendéis?
—Sí, doctora.
—¿Donald?
Él asintió con la cabeza señalando hacia la segunda caja.
—¿Qué hay de ella? Y si… y si…
¿Y si hemos atrapado el alma de Marjory Nelson? Ella leyó sin dificultad las palabras en su rostro. Las oyó en medio del silencio. Y se negó a compartir su miedo.
—Estamos aquí para responder a y síes, Donald; eso es lo que hacen los científicos. Y ahora —la doctora Burke miró su reloj— tengo una entrevista con la hija de Marjory Nelson. —Se detuvo en el umbral y se volvió para encarar el laboratorio de nuevo—. Recordadlo. Si algo más va mal, cortaremos por lo sano.
Mientras sus pasos se desvanecían pasillo abajo, Donald tomó aliento inspirando larga y temblorosamente. Las cosas se estaban poniendo un tanto demasiado serias para él. Puede que fuera el momento de que empezara a pensar en cortar él por lo sano.
—¿Puedes creerlo, Cathy? Se carga a un tío, y ella está contrariada.
Catherine no le hizo caso, toda su atención puesta sobre el amortiguado martillear procedente de la caja delante de ella. No le gustaba la forma en que estaban yendo las cosas. Sin duda la doctora Burke comprendía la importancia de que número nueve adquiriese independencia, y cuan vital era preservar la integridad del experimento. ¿Qué tenía que ver la carrera con eso? No, no le gustaba la forma en que estaban yendo las cosas en absoluto. Pero todo lo que dijo fue:
—No le gusta estar encerrado.
Hija.
La palabra se deslizó a través del zumbido de la maquinaria y la insonorización de la caja misma. La empleó para coger el extremo de un hilo de la enmarañada masa de recuerdos.
Ella tenía una hija.
Había algo que tenía que hacer.