ste no es el siglo XVIII, Fitzroy. Las facultades de medicina dejaron de usar los servicios de los ladrones de tumbas hace tiempo.
Henry tiró de las solapas de su guerrera de cuero negro, echándosela por encima de los hombros.
—¿Tienes una idea mejor, detective?
Celluci puso mala cara. No la tenía, y ambos lo sabían.
—Precedentes históricos aparte —continuó Henry—, el detective Fergusson parece estar seguro de que hubo estudiantes de medicina implicados; una opinión apoyada, sin duda, en precedentes locales.
—El detective Fergusson culpa a los estudiantes de la Queen’s de todo, desde los atascos de tráfico hasta el tiempo —señaló Celluci ásperamente—. Y pensaba que no tenías un alto concepto del detective Fergusson.
—Ni siquiera lo conozco.
—Dijiste…
—Basta —interrumpió Vicki desde su lugar en el sofá, con el tap, tap, tap del extremo de su lápiz contra la mesa de café como un staccato de fondo a sus palabras—. En buena lógica, deberían ser investigadas todas las instalaciones de almacenamiento de la ciudad. También de forma lógica, aunque sólo sea por razones históricas, la facultad de medicina es el sitio por donde empezar.
—Aquellos que se niegan a aprender de la historia —convino Henry con calma— están condenados a repetirla.
—Ahórrame la sabiduría de los siglos —murmuró Celluci—. Estos sitios no permiten visitas turísticas a medianoche, ¿sabes? ¿Cómo pretendes entrar?
—Aún no es medianoche.
—A las nueve menos veinte, tampoco es que esté abierto al público.
—Estamos en abril, al final del trimestre, habrá estudiantes por allí, e incluso si no hay, no es fácil negarme el acceso.
—No me digas. ¿Te conviertes en niebla? —Levantó una cansada mano ante la expresión de Henry—. Ya sé; veo demasiadas películas malas. No importa, eso es lo que quería cuando te dije que no me contaras. Cuanto menos sepa acerca de tus talentos para allanar moradas mejor.
—¿Tienes la foto? —preguntó Vicki. Tap. Tap. Tap—. ¿Podrás identificarla?
—Sí. —Henry dudaba que Marjory Nelson siguiese guardando mucho parecido con su retrato, pero era algo por lo que comenzar.
Tap. Tap. Tap.
—Debería ir contigo.
—No. —Atravesó el cuarto y se agachó sobre una rodilla al lado de ella—. Podré moverme más rápido solo.
—Sí, pero… —Tap. Tap.
Henry le cubrió la mano con la suya, evitando que el lápiz se alzara para volver a caer. Su piel parecía febril, y podía sentir la tensión crepitando bajo la superficie.
—Podré moverme más rápido solo —repitió—. Y cuanto más rápido me mueva, antes tendrás la información.
Ella asintió.
—Tienes razón.
Él aguardó un momento, pero al ver que no decía nada más, se levantó, soltando de mala gana su mano.
Tap. Tap. Tap.
Con mucha suavidad, le rozó el cabello con las puntas de los dedos, y después se dio la vuelta.
Celluci se reunió con él en la puerta. Juntos, echaron un vistazo hacia el sofá. Vicki había quitado las pantallas de ambas lámparas rinconeras y, bajo la intensa luz, la zona alrededor de su boca y sus ojos parecía magullada y dolorosamente tensa.
—No la dejes sola —susurró Henry, y partió antes de que el detective pudiera decidir qué contestar.
El sonido del lápiz lo siguió fuera del edificio.
La puerta casi la detuvo; el mecanismo del pestillo estaba casi más allá de sus habilidades. La línea de puntos de sutura justo encima del nacimiento del pelo se abrió cuando sus cejas bajaron, y obligó a sus dedos a tirar y empujar y golpear hasta que por fin la puerta se abrió de pronto.
Había algo que tenía que hacer. Tal vez al otro lado de la puerta.
La mayoría de las luces sobre su cabeza estaban apagadas y comenzó a caminar arrastrando los pies de sombra a sombra. Estaba yendo a alguna parte. Los pasillos empezaron a serle familiares.
Atravesó otra puerta, entrando en una habitación tan conocida que, por un instante, la confusión la abandonó y supo.
Soy…
Luego la tormenta barrió la mayor parte de aquello de nuevo, dejándola con sólo fragmentos dispersos. Durante un único latido de su corazón mecánicamente mejorado, fue consciente de lo que había perdido. Su gemido de protesta batió contra las paredes, pero antes incluso de que el postrer eco muriera, había olvidado haber gemido alguna vez.
Recorrió el cuarto hasta un par de escritorios, sacó una de las sillas y se sentó. Se sentía bien. No, no del todo bien. Frunciendo el ceño, levantó la taza de café con el lema Mejor Madre del Mundo desde el centro del papel secante hasta la parte más alejada del lado derecho. Siempre se sentaba en el lado derecho.
Algo seguía yendo mal. Tras un instante de algo próximo al pensamiento, luchó por agarrar un marco de plata puesto boca abajo, logrando al final asirlo y levantarlo. Con dedos temblorosos, tocó con suavidad el rostro de la mujer joven de uniforme cuya fotografía llenaba el marco. Entonces se levantó.
Había algo que tenía que hacer.
No debería estar allí.
Tenía que ir a casa.
No sabía dónde estaba el otro, así que anduvo, siguiendo el camino más fácil, hasta que chocó contra un pequeño cuadrado de cristal reforzado que le mostró las estrellas.
Afuera.
Recordaba afuera.
El rostro pegado al cristal, los ojos puestos en las estrellas, empujó la barrera, las zapatillas pedaleando contra el suelo de baldosas. Más por suerte que por intención, sus manos aferraron la barra de metal a la altura de la cintura. Otro empujón, y la puerta de incendios se abrió de golpe.
La alarma apartó las estrellas de su cabeza. Se alejó del dolor tan deprisa como fue capaz, por los oscuros y silenciosos caminos que corrían entre y detrás de los edificios de la universidad. La encontraría. Encontraría a la que era amable. Ella lo arreglaría.
—¿Ahora, qué, no te sientes mejor?
—Supongo que sí.
—¿Supones que sí? —Donald soltó un suspiro y movió la cabeza—. La mejor pizza de Kingston, por no mencionar mi agradable compañía, y aún así preferirías haberte quedado en el laboratorio, masticando un sandwich pasado, en caso de que te hubieras acordado de comer, intercambiando chistes con los compañeros muertos.
—¿Dejaste la puerta abierta?
—¿El qué? —Miró con atención por el vestíbulo débilmente iluminado a la puerta abierta hacia fuera al final del pasillo—. ¿Estás segura de que es la nuestra?
—Por supuesto, estoy segura.
—Bueno, la cerré cuando salimos y oí el sonido del cerrojo.
Catherine rompió a correr.
—Si les ha sucedido algo, nunca me lo perdonaré.
Donald la siguió bastante más despacio, más bien dispuesto a quitarse de en medio. Aunque los de seguridad vigilaban entradas y salidas, no se molestaban en patrullar el interior. El viejo edificio de Ciencias de la Vida era una conejera de pasillos y corredores y habitaciones extrañamente subdivididas y, si el presupuesto de la universidad hubiera cubierto la demolición, hacía mucho tiempo que habría sido convertido en un mucho más útil aparcamiento de tres plantas. Si bien Donald se había preguntado alguna vez si eran el único laboratorio clandestino funcionando, nunca se había molestado en descubrirlo.
Sólo que sabía que había cerrado la puerta.
Y la doctora Burke, que llevaba el otro juego de llaves, nunca la dejaría abierta.
Así que parecía que habían sido descubiertos.
La cuestión es, se dijo, balanceándose sobre las puntas de los pies, sin saber si debería seguir adelante o retroceder, ¿hemos avanzado lo suficiente para que el fin justifique los medios a los ojos de las autoridades? Los números uno al nueve, después de todo, habían sido cuerpos donados para propósitos científicos. Por desgracia, no creía que ni siquiera la doctora Burke pudiera explicarse con respecto al número diez, no sin el resultado final de vencer a la muerte, y estaban un tanto lejos de ello.
Muy bien. No tenía ninguna intención de ir a la cárcel. No por la ciencia. Ni por nada. Me largo de aquí.
—¡Donald! ¡Se han ido!
Él se quedó inmóvil, vuelto a medias.
—¿Qué quieres decir con que se han ido?
—¡Ido! ¡No están aquí! ¡Se han marchado!
—¡Cathy, cálmate! Los muertos no se levantan y se van andando sin más.
La furia de la mirada de ella, su cólera y su exasperación mezcladas por igual, ardieron a través de las sombras que los separaban.
—¡Tú les enseñaste a andar, idiota!
—Oh, Dios, la hemos jodido. —Corrió hacia el laboratorio—. ¿Estás segura de que nadie forzó la entrada y los robó?
—¿Quién? Si alguien los hubiera encontrado, seguiría aquí esperando una explicación.
—O fuera llamando a la policía. —La hizo a un lado pese a sus protestas, apartándola de un empujón. Un rápido vistazo a los monitores reveló que el número ocho permanecía en su caja de aislamiento, con las unidades de refrigeración zumbando a toda potencia en un intento de evitar una mayor descomposición. Las sillas en las que habían dejado a los números nueve y diez estaban vacías. Las otras dos cajas también. Miró debajo de las mesas, en el armario, en el almacén, alrededor y debajo de cada máquina del laboratorio.
Si nadie los había encontrado, y la lógica apuntaba a esa conclusión, entonces tenían que haber salido por sí mismos.
—Es imposible. —Donald se derrumbó contra el marco de la puerta—. No poseen procesos de pensamiento abstracto.
—Nos vieron irnos. —Catherine le cogió por el brazo y lo arrastró fuera al vestíbulo—. Fue imitación, sólo eso. —Lo empujó hacia la izquierda—. ¡Ve por ahí!
—¿Ir adónde?
—Tenemos que registrar el edificio.
—Entonces llama a la policía montada —contestó con acritud, frotándose la frente con dedos temblorosos—, porque nos llevará años a ti y a mí solos registrar este lugar.
—¡Pero tenemos que encontrarlos!
No podía discutir sobre eso.
Voces.
Número nueve se movió hacia el sonido, atraído por cadencias casi familiares.
¿Era ella?
—¡Cathy! —Donald corrió pesadamente a lo largo del vestíbulo y se detuvo jadeando y balanceándose al lado de la otra estudiante de posgrado—. Gracias a Dios que te he encontrado. Tenemos un problema más grave de lo que pensábamos. Fui a hablar con los muchachos del despacho de seguridad en el edificio nuevo, sólo para ver si habían oído algo. Bueno, sí lo oyeron. Oyeron la alarma de incendios. Alguien salió por la puerta de incendios trasera.
—¿Fuera? —Su pálida piel palideció aún más—. ¿Sin vigilancia?
—Al menos uno de ellos. ¿Dónde está tu camioneta?
—En el aparcamiento detrás del edificio. —Ella se volvió y corrió hacia la salida—. ¡Tenemos que dar con ellos antes de que alguien lo haga!
Presionando con la mano contra la punzada de su costado, Donald la siguió.
—Brillante deducción, Sherlock —jadeó.
Las voces se acercaban. Se detuvo en el límite entre el césped y el asfalto, volviendo la cabeza de lado a lado.
—Te estoy diciendo, Jenny, cariño, que nadie viene nunca por aquí. Es del todo seguro.
—¿Por qué no podemos aparcar junto a la torre, como todo el mundo?
—Porque todo el mundo aparca allí y tengo cierto reparo a que los policías apunten linternas sobre mi cara en momentos delicados.
—Al menos cerremos las ventanas.
—Es una hermosa noche, celebremos la primavera. Además, las ventanas empañadas son una señal segura de que estás haciendo algo indecente si alguien se acercara por aquí. Y hablando de hacer algo indecente…
—¡Pat! Espera, voy a echar atrás el asiento. Ten cuidado… oh…
Avanzó arrastrando las suelas y tambaleándose, hacia las sombras más profundas donde se unían dos edificios. No comprendía los nuevos ruidos, pero los siguió hasta una masa de metal que identificó como coche.
No sabía qué pretendía el coche. ¿Estaba lastimándola?
Inclinándose con cuidado, miró dentro.
Cabello pálido.
Su rostro pero no su rostro.
Su voz pero no su voz.
Confuso, extendió un brazo y tocó la curva de su mejilla.
Los ojos de ella se abrieron de pronto del todo, luego gritó.
Dolía.
Comenzó a alejarse.
Otra cara surgió de la oscuridad.
Unas manos trataron de agarrarlo.
Con la muñeca cogida, intentó asir el aire. Sólo quería marcharse. Entonces sus dedos se cerraron sobre algo blando y siguieron cerrándose hasta que el chillido cesó. La segunda cara se aflojó por encima de su agarre. Su rostro, no su rostro, alzó la vista hacia él. Entonces ella volvió a gritar.
Se volvió y corrió.
Recordaba correr.
Corrió hasta que dejó de doler.
Césped bajo sus pies.
Golpeó con fuerza contra una masa de sólida oscuridad y se arrastró hasta que logró abrirse camino. Había luces en lo alto, delante. Ella (la auténtica, la amable) estaba donde había luces.
—¡Allí! ¡Dando la vuelta a ese edificio!
—¿Estás seguro?
—Jesús, Cathy, ¿cuántos muertos hay caminando por la ciudad esta noche? ¡Ve por ahí!
La camioneta no había parado del todo cuando Donald se lanzó fuera a la calle. Tropezó, se levantó y corrió hacia la desgarbada figura que acababa de salir de las sombras.
Pasó por alto el alarido procedente de detrás del edificio. Al vislumbrar el rostro del número nueve a la luz de las farolas, creyó que podía imaginarse bastante bien qué lo había causado. Algunas de las suturas que mantenían el cuero cabelludo en su sitio se habían roto, y una porción amarillo grisácea del cráneo estaba al descubierto por encima de un aleteante triángulo de piel.
¡La doctora Burke va aponer mis pelotas en un plato! Resbaló al detenerse, inspiró profundamente para tranquilizarse y, con tanta calma como pudo, dijo:
—Sigue.
Sigue.
Conocía aquella palabra.
—Donald, se oyen gritos. Y el claxon de un coche.
—Mira, no te preocupes por eso. El número nueve está dentro, así que limítate a conducir.
—Bueno, deberíamos comprobar si está bien. Podrían haberle herido.
—Ahora no, Cathy. De momento está a salvo, pero el número diez no. Tenemos que dar con ella. Eso.
Catherine miró hacia atrás sobre su hombro al número nueve, tendido y atado en su sitio, asintió de mala gana y se alejó de la acera.
—Tienes razón. Primero encontramos a número diez. ¿Hacia dónde?
Donald se acomodó contra el asiento de pasajero, suspiró y separó las manos.
—¿Yo qué coño sé?
Marjory Nelson no estaba en el depósito de cadáveres de medicina, en la universidad; ni del todo, ni en parte. Inmóvil junto al tronco de un viejo arce, librándose del olor de la muerte en conserva, Henry pensó en la mejor manera de ocupar el resto de la noche. Los dos hospitales principales de la ciudad estaban cerrados. Si comprobaba ambos depósitos antes del alba, y no veía razón para no poder hacerlo, eso le dejaría tiempo para… para… ¿para qué?
En el curso del último año, había aprendido que los investigadores privados pasan la mayor parte del tiempo recuperando pedazos de información en apariencia inconexa con la esperanza de formar algo que se parezca a un todo coherente… un poco como realizar en primer lugar una búsqueda en un basurero de piezas de un rompecabezas y luego resolverlo sin idea alguna del cuadro final. Era más probable que ocupasen el tiempo en bibliotecas que en busca de coches, y los resultados dependían casi por igual del entrenamiento, talento, y suerte. Por no decir nada de una obstinada determinación para llegar al fondo de las cosas que rayaba en la obsesión.
Obsesión. La obsesión de Vicki por encontrar el cuerpo de su madre bloqueaba la pena que debería estar sintiendo, impedía que siguiera adelante con el resto de su vida. Henry se reclinó contra el árbol, preguntándose por cuánto tiempo iba a permitir que aquello continuara. Sabía que podía abrir brecha, pero ¿a costa de qué? ¿Podía hacerlo sin romperla a ella? ¿Sin perderla? ¿Sin dejar que el sargento detective Mike Celluci recogiera los pedazos?
De pronto sonrió, haciendo brillar en la oscuridad la blanca media luna de sus dientes. Mides tu vida en siglos, se reprochó. Dale a ella algún tiempo para pasar por esto. Sólo han pasado dos días. Había hecho suya demasiada de la preocupación del siglo XX por librarse de lo desagradable tan pronta y limpiamente como fuese posible. De acuerdo, reprimir las emociones no era saludable, pero… dos días a duras penas merece llamarse obsesión. Era, comprendió, la presencia de Michael Celluci lo que había hecho que duraran tanto. No puede hacer por ella más de lo que hago yo. Confía en la fuerza de ella, en su sentido común, y en el conocimiento de que tanto como es capaz, te ama.
A ambos, añadió una vocecita.
Cállate, la ordenó ferozmente.
Enderezándose, se alejó del árbol y se quedó rígido, erizándose el pelo de su nuca. Un segundo después, los gritos comenzaron.
El sonido hacía eco alrededor de los apiñados edificios, haciéndole difícil localizar su origen. Tras seguir varias direcciones equivocadas, llegó al pequeño y solitario aparcamiento justo cuando la policía del campus se detenía con un chirrido, iluminando con sus faros a una aterrorizada adolescente que se alejaba de un coche de cantos oxidados y del cuerpo de un muchacho igual de joven, la mitad del cual se extendía sobre la calzada. El muchacho sin ninguna duda estaba muerto cuando abrieron la puerta del coche… sólo los muertos caen con tamaña despreocupación por sus huesos a la hora de tocar tierra.
Con los ojos entrecerrados contra el molesto resplandor, Henry se deslizó al interior de una zona de profundas sombras. Aunque no sería insólito que un viandante fuera atraído por los gritos, el anonimato, cuando era posible, aseguraba una posibilidad mayor de supervivencia para su especie. Con menos ruido que el que hacía el viento al rozar las paredes de caliza, comenzó a retirarse. La muchacha estaba a salvo, y si bien habría intervenido de haber llegado a tiempo, no tenía ningún interés en la miríada de formas mediante las que los mortales se mataban unos a otros.
—¡El tío parecía como, como si estuviera muerto! ¡Cómo podrido y muerto! ¡No estoy histérica! ¡Cómo los que he visto en películas, sabe! —La última palabra murió en un ascendente vagido.
El tío parecía como si estuviera muerto.
Y un cadáver había desaparecido.
Henry se detuvo y se dio la vuelta. Lo más probable era que no existiera ninguna relación. Avanzó en silencio, alrededor del borde de un edificio, y casi se ahogó. El olor de la muerte que había sentido en la funeraria era tan fuerte sobre el césped que tuvo que retroceder. Moviéndose por las esquinas, lo más cerca que estaba dispuesto a llegar, lo rastreó hasta un camino de acceso sembrado de baches y lo perdió de nuevo.
Al oír las sirenas aproximándose, se envolvió en la noche una vez más y volvió hasta el aparcamiento. Observaría y escucharía hasta que el drama terminase. La chica bien podía estar histérica, pintando el terror una faz aún más horripilante sobre el asesinato. La policía a buen seguro así lo creería.
Si Henry regresa sin nada de la funeraria, haré que empiece a montarse en los autobuses. Un varón asiático joven que se sienta justo enfrente de la puerta trasera comiendo caramelos no debería ser muy difícil de localizar. Celluci puede hacer el turno de día. Vicki rodeó con un círculo el punto de trasbordo de Brock Street en su mapa de autobuses. Como pista no era gran cosa, pero era la única que tenían y una que, sabía, la policía no tendría ni tiempo ni personal para seguir. Si Tom Chen (o cualquiera que fuera su nombre) continuaba en Kingston, y seguía yendo en autobús, al final lo encontrarían.
Al final. Se sentó cruzándose de brazos en el sofá y se frotó los ojos sin quitarse las gafas. Es decir, si continúa en Kingston y sigue yendo en autobús.
¿Y si no era así?
¿Y si había arrojado el cuerpo de su madre dentro de un coche y se lo había llevado? Puede que no sólo hubiera dejado el lugar, sino el país también. El puente Ivy Lea sobre las Mil Islas a los Estados Unidos no estaba lejos, y con la cantidad de tráfico que cruzaba a diario, las probabilidades de que su coche fuera registrado por la aduana eran despreciables. Podía estar en cualquier parte.
Pero él conocía a su madre. No había ninguna otra razón para que pasara por alto los demás cuerpos que habían llegado a la funeraria y huyera luego con el de ella. Expresamente con el de ella. Así que había muchas posibilidades de que su centro de operaciones estuviera en la zona.
Eso resolvía el quién y el dónde. O, al menos, ensamblaba tanta información como disponían.
Vicki hincó los dedos en su nuca, tratando de soltar los nudos de tensión que hacían de sus hombros bloques sólidos; después se inclinó sobre la mesa de café de nuevo, haciendo caso omiso del hecho de que estaría más cómoda en la cocina. Apilando sus notas sobre Tom Chen con esmero a un lado, extendió el contenido del dossier de la doctora Friedman sobre la mesa. Quién, dónde, cuándo, e incluso cómo; tenía notas sobre todo ello, una hoja de papel para cada pregunta con el título escrito en rotulador negro en la parte superior de la página. Sólo por qué permanecía en blanco. ¿Por qué robar un cuerpo? ¿Por qué robar el cuerpo de su madre?
¿Por qué no me contó que estaba tan enferma?
¿Por qué no respondí al teléfono?
¿Por qué no la llamé?
¿Por qué no estuve allí cuando me necesitaba?
El lápiz se quebró entre sus dedos, y el sonido hizo retroceder a Vicki contra los cojines del sofá, con el corazón martilleando. Esas preguntas no formaban parte de la investigación. Esas preguntas eran para más tarde, para después de que recuperara a su madre. Con la mano izquierda apretada contra el puente de sus gafas, luchó por mantener el control. Su madre necesitaba que fuera fuerte.
De repente, el persistente aroma del perfume de su madre, de sus cosméticos y de su jabón de baño recubrieron su nariz y su garganta con una pátina del pasado. Su puño derecho se clavó en su estómago, cortando las súbitas náuseas. El ruido ambiente del apartamento pasó a estar en primer plano. El motor del refrigerador cobró el volumen de un helicóptero despegando, y el goteo del baño resonó contra la porcelana. Un coche aceleró fuera en la calle, y algo se movió en la gravilla del aparcamiento.
Poco a poco, los otros sonidos se desvanecieron en la distancia, pero las pisadas arrastrándose a través de las piedras sueltas continuaron. Vicki frunció el ceño, agradecida por la distracción.
Puede que fuera Celluci de regreso del establecimiento de comida rápida al otro lado de la calle, pisando indeciso porque… bueno, porque él y Henry habían estado indecisos alrededor de ella desde que llegaron. No es que no apreciase su ayuda, cosa que hacía, pero deseaba hacer comprender a sus dos cabezas duras que podía cuidarse de sí misma.
Algo rozó al pasar la ventana del salón.
Vicki se irguió. Las amplias ventanas a la altura del suelo del apartamento del sótano siempre habían constituido un blanco tentador para los chicos del vecindario, y con el paso de los años habían sido decoradas con jabón, pintura, huevos, lápiz de labios, y, en una ocasión, con pegatinas de los Pitufos. Levantándose, se acercó y encendió la lámpara de pie con sus tres bombillas de cien vatios. Con un poco de suerte, algo de la brillante luz blanca que iluminaba el salón se derramaría en la noche y hasta podría ver a los pequeños vándalos antes de que huyeran corriendo.
Se detuvo ante la ventana, una mano agarrando el borde de la cortina, la otra la cinta de la persiana. Desde tan cerca, pudo oír cómo algo estaba sin duda alguna frotando el otro lado del cristal. Con un movimiento suave y experto, echó a un lado la cortina y tiró alzando la persiana hasta su tope.
Pegada contra el cristal, los dedos abiertos, la boca moviéndose sin emitir sonido, se encontraba su madre. Dos pares de ojos, del mismo color gris, se abrieron en simultánea señal de reconocimiento.
Luego el mundo se tambaleó por un segundo.
Mi madre está muerta.
Fragmentos de recuerdos lucharon por unirse. Desesperadamente, se aferró a los pedazos.
Esta es mi…
Esta es mi…
No podía recordarlo, no podía retenerlo.
Una adolescente, moviendo de arriba a abajo las piernas, con una cinta cruzándole sobre el pecho. Una mujer joven, alta, derecha y orgullosa, vestida de uniforme azul. Una minúscula boca rosa abriéndose en lo que seguramente era el primer bostezo de la creación. Una niña, de repente seria, sus pequeños brazos tendiéndose para sostenerla mientras ella lloraba. Una voz diciendo: «No te preocupes, madre».
Madre.
Esta es mi hija. Mi niña.
Ahora sabía qué era lo que tenía que hacer.
La ventana se quedó vacía. Nadie se movió en el aparcamiento en el radio que la luz y la visión de Vicki alcanzaban.
Mi madre está muerta.
Doblando la esquina, fuera de la vista, sobre el camino de grava que conducía a la entrada del edificio, se escucharon los mismos vacilantes pasos.
Vicki se giró con rapidez y corrió hacia la puerta del apartamento.
Había echado el cerrojo al irse Celluci, una costumbre arraigada tras pasar años en una ciudad mayor, más violenta. Entonces, mientras dedos temblorosos retorcían el mecanismo, el cerrojo se atascó.
—¡MALDITO HIJO DE PUTA DE MIERDA!
Dejó de oír las pisadas. No podía oír nada salvo el rugir de la sangre en sus oídos.
Estará en la escalera ahora… El metal le magulló las manos… abriendo la puerta de fuera… ¿Se había quedado cerrada la puerta de seguridad al irse Celluci? Vicki no podía recordarlo. Si no consigue entrar, se irá. La puerta entera tembló mientras golpeaba el cerrojo con sus puños. ¡No te vayas! A través de dedos blancos por la tensión, sintió que algo cedía.
No te vayas otra vez…
El vestíbulo estaba vacío.
La puerta de seguridad abierta.
Por encima del alarido de negación que retumbó contra los lados de su cráneo, pese a que ningún sonido traspasó sus dientes fuertemente apretados, Vicki escuchó la puerta de un coche abriéndose. Luego, neumáticos alejándose a través de la gravilla.
La adrenalina la catapultó por el tramo de escalera y la lanzó al interior de la noche.
—Estuvo cerca, Cathy, demasiado cerca. ¡Estaba dentro del edificio!
—¿Está bien?
—¿Qué quieres decir con eso? ¿No querrás decir si nos vio alguien?
—No. —Catherine negó con la cabeza, haciendo volar las puntas de su cabello brillante como el marfil bajo las luces de las farolas—. Los arreglos que hicimos no están pensados para tanta actividad. Si alguno de los motores se ha quemado…
Donald terminó de atar el cuerpo que se oponía débilmente en la trasera y se abrió camino hasta la parte de delante de la camioneta.
—Bueno, parece que todo funciona —suspiró, acomodándose en su asiento—. Pero desde luego no quería venir conmigo.
—Claro que no, interrumpiste el patrón.
—¿Qué patrón?
—El cuerpo estaba reaccionando para abandonar el edificio de Ciencias de la Vida, retomando un camino seguido durante años.
—¿Sí? Yo pensaba que estaba volviendo a casa.
—Su casa está con nosotros ahora.
Donald lanzó un ansioso vistazo por encima del hombro a la parte de atrás de la camioneta. El número nueve estaba tendido pasivamente, pero el número diez seguía forcejeando contra las correas. Le había seguido al ordenárselo, pero se apostaría de buena gana sus posibilidades de conseguir un premio Nobel a que no había querido hacerlo.
—Quédate quieto —le ordenó bruscamente, y no se quedó aliviado más que a medias al ver cómo obedecía la programación.
Mike Celluci salió de la diminuta tienda de comida rápida, aspirando el aroma de patatas fritas y grasiento halibut superpuesto al de una cálida noche de primavera. Justo en aquel preciso instante, las cosas no tenían tan mal aspecto. Aunque encontrar el cuerpo de Marjory Nelson tan pronto como fuera posible sería lo mejor para todos los interesados, Vicki era una persona adulta inteligente, bien familiarizada con la cruda realidad de que algunos casos nunca se resolvían. Al final, aceptaría que su madre se había ido, aceptaría que estaba muerta, y podrían retomar la resolución del problema que todo aquello había interrumpido.
Estaría ahí para consolarla, ella comprendería que Fitzroy no tenía nada que ofrecer, y los dos sentarían la cabeza. Puede que incluso tuvieran un hijo. No. La imagen de Vicki en un papel maternal le hizo pensárselo. Puede que no lo tuvieran.
Se detuvo en el bordillo mientras una camioneta de reparto salía de la avenida del bloque de apartamentos, girando al sur hacia el centro de la ciudad. Un instante después, la comida yacía olvidada en la cuneta mientras corría a toda velocidad para agarrar a la figura de mirada salvaje que se precipitaba sobre la carretera.
—¡Vicki! ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
Ella trató de zafarse de su presa, luchando por seguir a la camioneta.
—Mi madre… —Entonces las luces traseras desaparecieron y ella se aflojó contra él—. Mike, mi madre…
Suavemente, la hizo girarse, conteniendo a duras penas una consternada exclamación ante su expresión. Parecía como si alguien le hubiera arrancado el corazón.
—¿Vicki, qué pasa con tu madre?
Ella tragó saliva.
—Mi madre estaba en la ventana del cuarto de estar. Mirando al interior hacia mí. El cerrojo se atascó, y cuando salí fuera se había ido. Se alejó en esa furgoneta. Es el único sitio al que podría haber ido. Mike, tenemos que perseguir a esa camioneta.
Helados dedos bajaron bailando por la columna vertebral de Celluci. Palabras disparatadas intercaladas entre rápidos jadeos en busca de aliento, pero ella parecía creerlas. Moviéndose despacio, la guio de vuelta hacia el apartamento.
—Vicki. —Su voz brotó tensa y contenida, el nombre de ella apenas se entendió, así que volvió a empezar—. Vicki, tu madre está muerta.
Ella se liberó de sus brazos de un empujón.
—¡Lo sé! —rugió ella—. ¿Crees que no lo sé? ¡También lo estaba la mujer de la ventana!
—Mira, sólo la dejé sola unos pocos minutos. —A la vez que hablaba, Celluci, que había regresado para encontrarse con que el desastre la había visitado durante los pocos minutos que estuvo ausente, oía sus palabras repetidas por un millar de voces—. ¿Cómo iba a saber que estaba tan cerca de vencerse? Nunca se ha dejado vencer antes. —Apoyó el antebrazo contra la pared y el rostro contra la almohada de su brazo. Después de aquel único arrebato, Vicki había empezado a temblar, pero no le dejaba que la tocara. Se sentó sin más en la mecedora de su madre y se balanceó mirando fijamente a la ventana. Los años de entrenamiento, de tratar con situaciones similares, parecían de pronto inútiles. Si el señor Delgado no hubiese aparecido, persuadiéndola para que se tomase esas píldoras para dormir (¿Cómo vas a estar fuerte mañana si no duermes esta noche, eh?), no sabía qué hubiera hecho; la hubiera sacudido probablemente, gritado sin duda; desde luego, no habría hecho nada bueno.
Henry se levantó de su postura en cuclillas junto a la ventana. El olor que permanecía en la parte de fuera del cristal era inconfundible.
—No se ha dejado vencer —dijo con calma—. Al menos no de la forma que crees.
—¿De qué estás hablando? —Celluci no se molestó en volver la cabeza—. Está teniendo alucinaciones, Dios.
—No. Me temo que no. Y parece que te debo una disculpa, detective.
Celluci bufó, pero la seguridad en la voz de Henry le hizo enderezarse.
—¿Disculpa? ¿Por qué?
—Por culparte de ver demasiadas películas malas.
—No necesito otro misterio esta noche, Fitzroy. ¿De qué coño estás hablando?
—Estoy hablando. —Henry se apartó de la ventana, con una expresión inescrutable— del retorno del doctor Frankenstein.
—No me jodas, Fitzroy. No estoy de… Dios, ¿no estás bromeando, no?
Negó con la cabeza.
—No. No estoy bromeando.
Era imposible no creerle. Hombres lobo, momias, vampiros: debería haberlo esperado.
—Madre de Dios. ¿Qué vamos a decirle a Vicki?
Ojos marrón verdoso y pardos se miraron, por una vez sin que hubiera una lucha de fuerzas entre ellos.
—No tengo la menor idea.