octora Burke, mire esto! ¡Estamos captando sin duda alguna patrones de ondas cerebrales independientes!

—¿Estás segura de que no son sólo ecos de las que hemos estado suministrando?

—Completamente segura. —Catherine golpeó levemente la hoja impresa con una uña roída—. Mire este pico aquí. Y aquí.

Donald se inclinó sobre el hombro de la doctora y echó una ojeada a la ancha tira de papel.

—Eructos electrónicos —declaró, irguiéndose—. Y después de treinta horas de esta-es-tu-vida, no me sorprende.

—Puede que tengas razón, Donald. —La doctora Burke rozó cada pico, con una sonrisa formándose en las comisuras de los labios—. Por otra parte, podría ser que realmente tengamos aquí algo. Catherine, creo que deberíamos abrir la caja de aislamiento.

Ambos estudiantes de posgrado se movieron nerviosos mirando a su asesora.

—Pero es demasiado pronto —protestó Catherine—. Les hemos estado dando a las bacterias un mínimo de setenta y dos horas.

—Y no ha sido del todo acertado —la interrumpió la doctora Burke—. ¿Y ahora sí? Perdimos al número siete, el número ocho está comenzando a pudrirse, y según las muestras de esta mañana, incluso el número nueve no ha empezado la regeneración celular del tejido muscular. Lo cerca del desastre que estuvimos con el número cinco nos confirmó que no podemos proseguir con el aislamiento durante mucho más de setenta y dos horas, así que veamos qué ocurre cuando lo acortamos.

Catherine pasó la mano sobre la curva superficie de la caja.

—No sé…

—Además —continuó la doctora—, si estos picos indican actividad cerebral independiente, entonces más tiempo en lo que en esencia es una cámara de privación sensorial muy probablemente…

—Suéltalos.

Las dos mujeres se volvieron.

—Poco elegante, Donald, pero en esencia correcto.

Unos ojos pálidos escrutaron el cuadro de conexiones: monitores y lecturas digitales y un único cuadrante.

—Bien, salvo por la continua entrada de ondas alfa, en realidad no está haciendo nada ahí dentro —admitió Catherine, de forma pensativa.

La doctora Burke soltó un suspiro y decidió, de momento, atenerse a la terminología de Catherine.

—Exactamente lo que pensaba. Donald, ¿te importa hacer los honores? Catherine, no lo pierdas de vista, y si hay algún cambio, apúntalo.

El sello se abrió suspirando, el olor a formaldehído en el aire rico en oxígeno que escapaba seguramente una ilusión, y la pesada tapa se alzó en silencio sobre sus contrapesos. El cuerpo de Marjory Nelson yacía desnudo e inerte sobre lo que había sido una almohadilla estéril, con enormes cicatrices moradas cosidas con puntos. El cabello, volviéndose ya quebradizo, se desprendía de las grapas que mantenían la parte superior del cráneo en su sitio. Había un débil olor a cosméticos de entierro que pintaban un rubor artificial en los prominentes pómulos de la máscara mortuoria.

En su puesto junto a los monitores, Catherine frunció el ceño.

—No estoy segura. Podría ser una conexión suelta. Doctora Burke, ¿podría por favor comprobar la toma?

Poniéndose deprisa un par de guantes quirúrgicos, la doctora Burke se inclinó y alargó la mano para hacer rodar la cabeza un poco a la izquierda.

Los ojos azul grisáceo se abrieron de golpe.

—¡Santo cielo! —Donald saltó hacia atrás, chocó con la caja del número nueve y se agarró a ella en busca de un apoyo.

La doctora Burke se quedó inmóvil, con una mano casi meciendo la línea de la mandíbula.

Un segundo. Dos segundos. Tres segundos. Una eternidad.

Tan de repente como se habían abierto, los ojos se cerraron.

No pudiendo ver el cuerpo debido a los aparatos, Catherine pasó por alto el arrebato de Donald (en su opinión, se producían demasiado a menudo para significar nada) y suspiró.

—Es sólo una sacudida. Puede que sea algo en el cable.

—¡En el cable! —El estetoscopio colgado del cuello de Donald describió un enloquecido arco—. No ha sido una sacudida, colega, sino reconocimiento.

—¿Qué? —Catherine se puso en pie de un salto y alternó la mirada de Donald a la doctora Burke—. ¿Qué ha ocurrido?

—¡Abrimos la tapa, ella abrió los ojos, y bum! —Donald asestó un puñetazo al aire—. Sólo por un instante, supo a quién tenía sobre ella. ¡Te digo, Cathy, que reconoció a la doctora Burke!

—Tonterías. —La doctora Burke comprobó el implante con calma antes de enderezarse—. Fue una reacción involuntaria a la luz. Nada más. —Los guantes fueron arrojados a la basura—. Desconecta el suplemento de oxígeno, sólo disponemos de tres tanques llenos y no estoy segura de cuándo podremos conseguir más de los suministros del departamento; y haz una comprobación completa de los aparatos. Toma las muestras habituales.

—¿Y las ondas alfa?

—Sigue grabando. —Un poco pálida bajo el resplandor de los fluorescentes, la doctora Burke se detuvo en la puerta—. Pero a la primera señal de movimiento, corta la energía. Tengo asuntos atrasados que resolver, así que os veré a los dos después.

La perpleja mirada de Catherine fue de la puerta del laboratorio a Donald.

—Me pareció que la reconocía, vaya si lo creo —repitió él, limpiándose las palmas en los pantalones—. Creo que la buena de la doctora está asustada, y no la culpo. A mí también me asustó, y apenas conocía a la mujer.

Catherine se mordió el labio.

—Bueno, no quedó registrado electrónicamente.

Él se encogió de hombros.

—Entonces tal vez tengamos actividad en marcha fuera de la red.

Justo en ese momento, el número nueve comenzó a golpear el interior de su caja.

Donald dio un bote y soltó un taco, pero Catherine pareció de pronto afligida.

—¡Oh, no! Le prometí que no tendría que pasar ahí dentro más tiempo del necesario para asegurar la integridad del experimento.

Contemplándola apresurarse a través del laboratorio, Donald pescó un caramelo de su bolsillo y lo desenvolvió metódicamente.

Aquí tienes a alguien que no sale lo suficiente.

sep

Normalmente, la doctora Burke no consideraba el sonido de sus pasos, suelas de cuero resonando contra las baldosas, como otra cosa que ruido de fondo, reconocido y luego olvidado. Aquel día, el sonido la perseguía a través de los desiertos pasillos del edificio viejo de Ciencias de la Vida, por el pasadizo comunicante, y arriba hasta el santuario de su despacho. Incluso escondida en las reconfortantes honduras de su vieja silla de madera, creyó que aún podía oír el eco del rastro que había dejado. Un instante después, comprendió que estaba escuchando el rápido latir de su corazón.

Estás siendo irracional, se dijo con firmeza, las palmas planas sobre el escritorio. Respira hondo y deja de exagerar.

El estado del corazón de Marjory Nelson, por no mencionar su accesibilidad, habían hecho de ella la candidata perfecta para la siguiente fase del experimento. Habían grabado las ondas cerebrales, tomado muestras de tejido, ajustado específicamente las bacterias a su ADN… todo preparado para su muerte. O más bien para el intento de hacerla volver de ella. Marjory, sin saber nada de lo que habían estado haciendo, se sometió a las pruebas que le habían dicho podrían ayudar, y murió justo en el momento establecido.

Justo en el momento establecido. Una segunda inspiración profunda siguió a la primera. Fue rápido y sin dolor, cuando de otra forma podría no haberlo sido. Sin contar con el hecho de que su presencia en el momento del colapso había asegurado que no necesitaran preocuparse por la destrucción de tejido inherente a una autopsia.

Cuadrándose de hombros, la doctora Burke acercó el correo de la mañana al otro lado del escritorio. Estaban revocando la muerte. Puede que Catherine hubiera creado las bacterias, pero sin la intervención de ella, su aplicación habría debido esperar años, si no décadas. Ella había hecho posible la progresión lógica de los experimentos de Catherine y ella recogería los beneficios.

Si los ojos de Marjory habían brillado sólo por un instante en señal de reconocimiento, entonces se hallaban al borde mismo del éxito mucho antes de lo que habían sugerido los datos empíricos.

Si se había producido el reconocimiento, entonces…

¿Entonces qué?

Marjory Nelson está muerta y lo siento de verdad. Era un miembro esencial de mi equipo y la echaré de menos. Con un diestro movimiento, la doctora Burke deslizó el abridor de cartas a lo largo del sobre. El cuerpo en el laboratorio es la unidad experimental número diez. Nada más.

—Ya hablé con la policía de esto, señorita Nelson. —Nerviosa, Christy Aloman revolvió los papeles de su escritorio—. No sé si debería estar hablando con usted.

—¿Le dijo la policía que no hablara con nadie más?

—No, pero…

—Tiene que admitir que si alguien tiene derecho a saber, soy yo. —Vicki sintió el lápiz clavándose en el callo de su dedo corazón y obligó a su mano a relajarse.

—Sí, pero…

—El cuerpo de mi madre fue robado de este local.

—Lo sé, pero…

—Pensaba que querría hacer lo que pudiera para ayudar.

—Lo hago. De veras que lo hago. —Cometió el error de mirar al rostro de Vicki y se encontró con que no podía dejar de hacerlo. Los ojos azul grisáceo eran como cincelados pedazos de piedra congelada, y se sintió igual que cuando, hacía muchos inviernos, había contestado a un desafío de niños tocando un poste de metal con la lengua: estúpida y atrapada.

—Entonces cuénteme todo lo que pueda recordar sobre Tom Chen. Qué aspecto tenía. Qué ropa vestía. Cómo se comportaba. Qué decía. Qué acertó a oírle.

—¿Todo? —Se trataba de un rendición completa, y ambas lo sabían.

—Todo.

sep

—Supongo que nunca llevaste nada como esto cuando estabas vivo. —Catherine subió los pantalones de chándal de la Queen’s University por encima de las caderas del número nueve. La piel grisácea relucía con la última aplicación de crema de estrógeno—. Quiero decir que, considerándolo bien, estabas en bastante buena forma, pero no parecías un atleta. Siéntate.

Número nueve se sentó obediente.

—Levanta los brazos. Más alto.

Un pedazo de gelatina rezumó de la sutura con grapas sobre el esternón mientras los brazos de número nueve se alzaban en el aire.

Catherine pasó aquello por alto y le metió una sudadera a juego por los brazos y la cabeza.

—Eso es. Un par de zapatillas y estás listo para ser una agradable compañía.

—Cathy, odio decir esto, pero estás chalada. —Donald se apartó del microscopio frotándose los ojos—. Estás hablando con un cadáver animado electrónicamente. No te comprende.

—Creo que sí. —Deslizó un huesudo pie dentro de una zapatilla de atletismo, cerrando el velero—. Y aunque puede que no lo comprenda todo, nunca aprenderá a hacerlo si no hablamos con él.

—Lo sé. Lo sé. Necesidad de estimulación. Pero no estamos obteniendo, en cuanto a ondas cerebrales, nada que no hayamos insertado. De acuerdo —levantó una mano para cortar la protesta de ella—, hemos logrado cierta evidencia de interconexión con habilidades motoras generales. No necesitas dar a cada fibra muscular una instrucción por separado y eso es endiabladamente asombroso, pero sé realista —se dio golpecitos en la cabeza—, no hay nadie arriba. El inquilino se ha marchado.

Catherine resopló y palmeó de forma tranquilizadora al número nueve en el hombro.

—Gran tacto con los enfermos. Puedo entender por qué te echaron de la facultad de medicina.

—No me echaron. —Donald colocó otra platina bajo la lente del microscopio—. Me cambié para graduarme en Química Orgánica.

—Un cambio no del todo voluntario por lo que oí. Oí decir a la doctora Burke que tuvo que salvar tu trasero.

—¡Catherine! —Haciendo pantomimas de sobresalto y horror, Donald abrió los brazos—. No sabía que conocías tales palabras. —Movió la cabeza y sonrió burlón—. Has pasado demasiado tiempo con orgasmos unicelulares…

—¡Organismos!

—… necesitas tener una vida.

Catherine se desplazó hasta la caja del número ocho y ajustó la energía.

—Alguien tiene que quedarse aquí y cuidar de ellos.

Donald suspiró.

—Mejor tú que yo.

sep

Tocar.

El toque de ella.

A medida que los impulsos electrónicos seguían saliendo de la red, más y más palabras regresaban. Coger. Querer. Tener. Número nueve no sabía qué hacer con esas palabras, todavía no.

Esperar.

sep

—¿Está dormida?

—Sí. —Henry se arrellanó en el sofá y descansó los brazos sobre las rodillas, el disperso pelo pelirrojo bajo las mangas subidas brillante a la luz de la lámpara.

—¿Tuviste que… convencerla?

—Casi casi, pero no. Solamente la ayudé a calmarse y el agotamiento hizo el resto.

Celluci bufó.

—¿Ayudarla a calmarse? —gruñó—. ¿Es un eufemismo para algo de lo que no quiero saber?

Henry hizo caso omiso de la pregunta.

—Es tarde. ¿Qué haces levantado?

Poniendo los pies sobre la mesita de café y estirando sus largas piernas, Celluci dijo con un gruñido:

—No podía dormir.

—¿Quieres hacerlo?

Fue una pregunta de lo más inocente. No. Nada de inocente. Nada de lo que Fitzroy hacía podía calificarse como inocente. De lo más neutra.

—No. —Celluci trató de que su respuesta fuera igualmente neutra—. Sólo pensaba que, si tenías alguna idea de lo que se supone hemos de hacer a continuación, bueno, me gustaría oírla.

Henry se encogió de hombros y lanzó un rápido vistazo por encima de su hombro hacia el dormitorio donde el corazón de Vicki latía de forma lenta y regular, por fin libre del enfurecido batir que sin duda había aguantado todo el día.

—Sinceramente, no tengo ni idea. —Se volvió para mirar a través de las sombras a su interlocutor—. ¿No tienes un trabajo al que regresar?

—Baja por razones familiares —le soltó Celluci bruscamente, los ojos medio cerrados—. ¿No deberías estar fuera, esto, no sé, acechando en la noche o algo así?

—¿No deberías tú estar fuera haciendo de detective?

—¿Para averiguar qué? Tiene bien poco sentido poner bajo vigilancia la escena del crimen y puedes estar seguro de que ese gilipollas de Chen, o como quiera que se llame de verdad, ha desaparecido. Todos los perfiles del mundo no nos ayudarán a identificar a un responsable al que no podemos encontrar.

Henry alargó la mano y desplegó los papeles sobre la mesa de café, junto a los pies de Celluci. Vicki había pasado la tarde recopilando los datos del día y cuando él se había levantado, justo antes de las ocho, le había presentado sus resultados.

Hablé con todos los que podrían haber tenido contacto con él… salvo uno de los tres conductores de autobús, y hablaré con él mañana. Las ropas y el peinado pueden cambiar, pero las pequeñas costumbres son más difíciles de romper. Sonríe mucho. Incluso cuando está solo y no hay nada ostensible de lo que sonreír. Bebe Coca Cola Classic exclusivamente. Siempre lleva algún tipo de caramelo en su bolsillo. Muy a menudo se sienta en el asiento enfrente de la puerta trasera, próximo a la ventana. Subía en Johnson Street al autobús hacia Brock y Montreal con un billete, no con un bono de trasbordo. Eso probablemente significa que vive en el centro.

Henry se había quedado impresionado; e igualmente preocupado. Victoria Nelson parecía no tener sitio en su investigación para el dolor. Una dieta emocional a base de rabia continua, en especial en aquel momento, no podía ser saludable. Examinó las páginas de notas y movió la cabeza.

—Tiene todo aquí menos un retrato.

A regañadientes, Celluci estuvo de acuerdo. Los años de entrenamiento parecían haber logrado un punto de apoyo en la respuesta emocional de Vicki, y ahora estaba buscando a la persona en vez de aferrarse ciegamente al nombre.

—El detective Fergusson dice que tratará de tener disponible al retratista de la policía mañana.

—¿Por qué tengo la impresión de que el detective Fergusson no lo cree necesario?

—No es eso. Se trata de los recursos. O más en concreto de la falta de recursos. Como dijo, palabra por palabra: «Sí, es algo terrible, pero apenas si podemos hacer nuestro trabajo con las afrentas cometidas sobre los vivos».

Los labios de Celluci se tensaron mientras recordaba varias «afrentas» que había visto cometer sobre los vivos que habían quedado sin castigo debido a la falta de personal, o a recortes presupuestarios en el departamento, o sencillamente a una evidente mala gestión. De ninguna manera aprobaba la reciente conversión de Vicki a la vigilancia callejera, pero, por Dios, lo entendía. La satisfacción de saber que Anwar Tawfik era polvo y esta vez así seguiría, de saber que Mark Williams había pagado por los inocentes a los que había matado, de saber que Norman Birdwell no soltaría más horrores sobre la ciudad, todo ello pesaba mucho en contra de la ley en la balanza sostenida por la Justicia.

Miró a Henry con ojos medio dormidos bajo pesados párpados. ¿Cuántos otros habían existido? ¿Cientos? ¿Miles? Mientras él había estado rompiéndose el culo y arrastrando sus pies planos, ¿habían pasado Fitzroy y otros como él la noche aplastando de forma metódica las cucarachas de la humanidad? Resopló en silencio. Si era así, estaban haciendo una mierda de trabajo.

Vampiros. Hombres lobo. Demonios. Momias. Sólo por Vicki consideraría aceptar una visión tan torcida de la realidad. Quizá debería haber escuchado a su familia, haberse casado con una bonita chica italiana y sentado la cabeza. Pese a que Henry lo había hecho antes, echó una ojeada sobre el hombro hacia los dormitorios. No. Una chica bonita, italiana o no, no podía pretender competir. Vicki era una compañera, y una amiga, y, por estúpido que sonase, la mujer a la que amaba. Se quedaría junto a ella ahora que lo necesitaba, sin importar quién, o qué, estuviese a su otro lado.

No quería tener nada que ver con Henry Fitzroy. No quería respetarlo. Bajo ningún concepto quería que le gustase. Parecía no tener elección en lo referente al primer punto, hacía meses que había perdido en cuanto al segundo, y tenía la enorme sospecha, pese a todo, de que estaba pasando otro tanto con el tercero. Jesús. Colega de un chupasangre. Las respuestas debían ser filtradas a través del recuerdo del poder que había mostrado en el cuarto de estar de Vicki. Es más seguro jugar con un pit bull.

Henry sintió el peso de la mirada de Celluci y trató de recordar la última ocasión en la que había pasado tanto tiempo a solas con un mortal del que no se hubiese estado alimentando. O del que no hubiera pretendido hacerlo. La situación era, por no decir otra cosa, inusual.

En toda su larga vida, Henry rara vez se había sentido tan frustrado.

—No podemos resolver esto —dijo en voz alta— hasta que el cuerpo sea hallado y enterrado, y su dolor termine.

Celluci no se molestó en hacer como si no comprendiera a qué se refería con esto, aunque estuvo tentado.

—Entonces encuentra el cuerpo —sugirió, con un bostezo que amenazó con dislocar su mandíbula.

Henry arqueó una ceja.

—Es muy fácil decirlo —murmuró.

—¿Sí? ¿Qué hay de ese curioso olor con el que Vicki dice que te encontraste la pasada noche?

—No soy un sabueso, detective. Además, lo seguí hasta que desapareció… hasta el aparcamiento.

—¿A qué olía?

—A muerte.

—No es sorprendente. Estabas en un tanatorio —bostezó de nuevo.

—Las funerarias hacen un gran esfuerzo por no oler a muerte. Esto era algo distinto.

—Oh, señor, otra vez no —suspiró Celluci, pasándose una mano por el pelo—. ¿De qué se trata esta vez? ¿La criatura del canal Rideau? ¿El jodido monstruo del lago Ness? ¿La Cosa del Pantano? ¿Godzilla? ¿Megatrón? ¿Rodan?

—¿Quién?

—¿Nunca ves las películas de monstruos del sábado por la tarde? —Agitó la cabeza ante la expresión de Henry—. No, supongo que no, ¿eh? Cada fin de semana miles de chicos se pegan al aparato para ver películas mal dobladas, en blanco y negro, de monstruos japoneses de caucho pisoteando Tokio. Por no mencionar Jesse James contra la hija de Frankenstein, Abbott y Costello contra la momia y La maldición del hombre lobo.

La puerta de un coche, cerrándose de golpe en el aparcamiento, sonó de pronto extrañamente ruidosa.

—Dios. —Los ojos de Celluci se abrieron de golpe. Todavía cansado, ya no tenía ningún deseo de dormir. Se incorporó y balanceó los pies hasta el suelo—. Un motivo. No creerás…

—¿Que Tom Chen estaba jugando a ser el Igor de otro doctor Frankenstein? —Henry sonrió—. Creo, como dije antes, que ves demasiadas películas malas, detective.

—¿Ah, sí? Bien, ¿sabes lo que creo? Creo…

Bam. Bam. Bam.

Se volvieron hacia la puerta, y luego uno hacia otro.

—La policía —dijo Celluci, y se puso de pie.

—No. —Henry le cerró el paso. Podía sentir las vidas, oír el canto de la sangre, oler la excitación—. No es la policía, aunque sospecho que les gustaría que lo creyéramos.

Bam. Bam. Bam.

—¿Una amenaza?

—No lo sé. —Cruzó el cuarto. Cuando se detuvo, Celluci avanzó hasta quedar detrás de su hombro izquierdo. Había pasado mucho tiempo desde que tuviera a alguien como escudo. Abrió la puerta.

El flash se disparó casi antes de que pudiera reaccionar. Un mortal habría retrocedido; la mano de Henry apareció de repente y cubrió la lente de la cámara antes de que el obturador cayese del todo. Gruñó mientras la brillante luz lanzaba agujas de dolor a sus sensibles ojos y cerró los dedos. Plástico, cristal y metal pasaron a ser sólo plástico, cristal y metal.

—¡Eh!

La compañera del fotógrafo no hizo caso del sonido de la cámara al desintegrarse ni del subsiguiente graznido de protesta. A veces obtenían una instantánea indiscreta cuando la puerta se abría, y a veces no. No iba a preocuparse por eso.

—Buenas noches. ¿Está Victoria Nelson en casa? —Con los codos preparados, esgrimiendo el bloc de notas como un ariete, trató de empujar hacia delante. La mayoría de la gente, según su experiencia, simplemente era demasiado educada para detenerla.

El pequeño y joven hombre no se movió; parecía como si hubiera chocado contra una pared de ladrillos no muy alta. Hora del plan B. Y si eso no funcionaba, recorrería todo el alfabeto si tenía que hacerlo.

—Lamentamos mucho oír lo que le sucedió al cuerpo de su ma… —El tren de su pensamiento descarriló en alguna parte de los abismos de unos ojos color avellana.

Henry decidió no ser sutil. No estaba de humor y no lo entenderían.

—Marchaos. No volváis.

La oscuridad coloreó las palabras y se tornó amenaza suficiente.

Hasta que no estuvieron a salvo en el coche, envueltos en acero y puertas cerradas, el fotógrafo, acunando los restos de su cámara en su regazo, no recuperó la voz.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó, con primitivos recuerdos de la Caza haciéndolo estremecerse.

—Vamos a hacer… —Con una mano helada y dedos temblorosos, ella metió con fuerza la marcha del coche, pisó a fondo el acelerador, rociando de gravilla medio aparcamiento— exactamente lo que ha dicho.

Juntos habían sido amenazados un centenar de veces. Puede que mil. Una vez, incluso habían sido atacados por un exdefensa de la NHL blandiendo un palo de hockey con furioso entusiasmo. Siempre habían conseguido la historia. O una versión de la historia, al menos. Esta vez, algo en corazón y alma, en sangre y hueso, se dio cuenta del peligro y se impuso al pensamiento consciente.

Dentro del apartamento de Marjory Nelson, Celluci miró colérico, con envidia, desde detrás de la pelirroja cabeza de Henry. Si había algo que odiaba, era la prensa. Las declaraciones que exigían eran el flagelo de su existencia.

—Ojalá pudiera hacer eso —murmuró.

Henry se abstuvo sabiamente de expresar lo obvio y se aseguró de que todas las máscaras habían vuelto a su lugar antes de darse la vuelta. No era el momento para que Michael Celluci lo viera como una amenaza.

Celluci se frotó un lado de la nariz y suspiró.

—Probablemente habrá otros.

—Me ocuparé de ellos.

—¿Y si vienen de día?

—Tú te ocuparás de ellos. —La sonrisa de Henry se tornó afilada, depredadora—. No estás de servicio, detective. Puedes ser tan rudo como… —Lo rudo que podía ser Celluci se esfumó de su rostro en un repentino cambio de expresión, y un latido más tarde corría hacia el dormitorio.

A ojos mortales, hace un instante estaba allí, y al siguiente había desaparecido. Celluci se volvió a tiempo de ver abrirse de par en par la puerta del dormitorio de Vicki, soltó un taco, y anduvo pesadamente a través del salón. No había oído nada. ¿Qué demonios había oído Fitzroy?

sep

¿Cómo podía haberlo olvidado?

Escarbó frenética entre las baldosas de la cocina. A medida que las arrancaba, las arrojaba detrás de ella, sin tener en cuenta las uñas que se arrancaban con ellas, ni la sangre de sus manos, que comenzó a dejar su propia marca sobre el suelo. Casi estaba. Casi.

La zona que había despejado, de desiguales bordes, abarcaba dos metros de largo por uno de ancho. Por fin sólo quedó el panel del subsuelo. La podredumbre indicada por la madera marrón grisácea y los zarcillos de pálidos hongos crecía entre las estrechas tablas. Luchando por respirar, golpeó con los puños contra aquella última barrera.

La madera se quebró, astillándose, y cedió lo bastante para que lograse agarrar el primer pedazo. Cargó su peso contra él, levantándolo con un sonido de humedad y succión, dejando al descubierto una serie de rizos rubio ceniza y lo que parecía ser parte de un hombro.

¿Cómo podía haber olvidado dónde había dejado a su madre?

Suplicando perdón, desgarró las restantes tablas…

sep

—¡Vicki! Vicki, despierta, es sólo un sueño.

Ella no pudo contener el primer grito, pero agarró el segundo y luchó para devolverlo al lugar de donde venía. Su mente consciente se aferró al consuelo musitado una y otra vez contra su cabello. Su subconsciente aguardaba a la siguiente tabla a quitar. Sus manos se pegaron a él por voluntad propia, con los dedos hundiéndose en el hombro y el brazo que la envolvieron de modo protector.

—Todo va bien, Vicki. Todo va bien. Estoy aquí. Era sólo un sueño. Estoy aquí. Te tengo… —Las palabras, como sabía Henry, eran menos importantes que el tono, y mientras hablaba arropó con su cadencia el martilleante corazón de ella, persuadiéndolo para calmarse.

—¿Henry?

—Estoy aquí.

Ella combatió el terror que luchaba por controlar su respiración y por fin venció. Una larga inspiración. Una espiración más larga. Y luego otra vez.

Henry casi pudo oír el chasquido de las barreras de vuelta a su sitio cuando ella se alejó, alzando el mentón de forma desafiante.

—Estoy bien. —Era sólo un sueño. Estás comportándote como una niña—. De veras, estoy bien. —La oscuridad cambió las cosas, movió muebles que no habían sido movidos en quince años. ¿Dónde diablos está la mesita de noche?—. Enciende la luz —ordenó, esforzándose por impedir que de nuevo el pánico se reflejara en su voz—. Necesito mis gafas.

Un frío toque contra su mano, y sus dedos se cerraron agradecidos alrededor de la pesada montura de plástico. Un segundo toque la ayudó a ponérselas sobre la nariz en el preciso instante en que la habitación se inundó de luz. Entornando los ojos para protegerse del resplandor, se volvió hacia el interruptor y el preocupado ceño de Michael Celluci.

—Jesús. Los dos.

—Me temo que sí. —Henry cambió su peso sobre el borde de la cama y preguntó, sin grandes esperanzas de tener éxito—: ¿Quieres hablar de ello?

Ella frunció los labios.

—Ni hablar. —Hablar sobre ello significaría pensar en ello. Pensar en lo que había encontrado, lo que habría visto, si hubiera conseguido hacer pedazos sólo un trozo más del suelo…

sep

—¿Celluci? Fergusson. La facultad de medicina tenía a tres Chen. Uno de ellos incluso se llama Tom Chen: Thomas Albert Chen. Y sabe qué, el chico tenía una coartada a prueba de balas no sólo para aquella noche, sino para las dos semanas y media que nuestro hombre estuvo en la funeraria. Mala suerte, ¿eh?

Celluci, con el auricular cogido entre el hombro y la oreja, estaba regando un bocado de huevos revueltos con un trago de café amargo. No había creído que Fergusson fuera alguien lo bastante sutil para el sarcasmo. Evidentemente, se había equivocado.

—Sí, mala. ¿Ha hecho ver su retrato a Hutchinson, por si acaso?

—Ríndase, Celluci, y deje de gastar mi maldito tiempo. Usted y yo sabemos que no estamos buscando a ningún Tom Chen. —Fergusson soltó un suspiró ante el obstinado gruñido de Celluci, que claramente significaba dame un respiro—. Dígale a la exdetective señorita Nelson que siento lo de su madre, y también que sé qué carajo estoy haciendo. Le llamaré si conseguimos alguna información real.

Celluci se las arregló para colgar y meter otra montaña de huevos en su boca antes de sucumbir a la furiosa mirada de Vicki, y repitió la conversación. Puede que ella se hubiera quedado dormida, reconfortada por la protección sobrenatural de Fitzroy, pero él había pasado una noche agitada tendido en el cuarto de al lado, esforzándose por oír cualquier sonido que pudiera llegar a través de la pared, preguntándose por qué había abandonado el campo de batalla tan fácilmente. Tienes el día, se recordó, cogiendo otra tostada. Lo cual no era una respuesta en absoluto. Maldito Fitzroy, de todas formas. Con suerte, una cantidad enorme de comida compensaría el sueño perdido.

Vicki retiró su plato. Sabía que tenía que comer, pero había un límite en cuanto a lo que podía hacer pasar por el nudo de su garganta.

—Quiero que compruebes esa coartada.

Oh, Dios, otra vez no. Había creído de verdad que se había librado de la idea fija de que Tom Chen podía ser el nombre real de su sospechoso. El perfil que ella había realizado era un trabajo policial muy convincente, y él lo había tomado (de manera prematura, por lo visto) como una señal de que estaba empezando a funcionar. Disimulando una preocupación que a ella no le gustaría, extendió el brazo a través de la mesa y cubrió una de sus manos con la suya. Era inútil volver a exponer lo evidente cuando ella se negaba a escucharle, así que trató de abordarlo desde un ángulo diferente.

—Vicki, el detective Fergusson conoce su trabajo.

—O lo compruebas tú o lo hago yo. —Liberando su mano, lo miró sin rastro de emoción—. No lo dejaré pasar. No puedes obligarme. Así que podrías ayudarme; pronto habrá acabado.

Sus ojos brillaban demasiado, y pudo ver la tensión retorciendo sus hombros y haciendo temblar ligeramente sus dedos.

—Mira, Vicki…

—No necesito una niñera, Mike. A ti no. A él tampoco.

—Muy bien —suspiró. Ella había pedido su ayuda. Aunque no era exactamente la clase de ayuda que quería ofrecer, era algo—. Comprobaré la coartada y le haré ver el retrato a los Hutchinson. Creo que no deberías estar sola, pero eres adulta y tienes razón, esto irá más rápido con los dos trabajando en ello.

—Los tres.

—Bien. —Era demasiado esperar que ella quisiera que Fitzroy sacara las narices de allí—. ¿Qué harás tú?

Ella dejó la jarra de café vacía sobre la mesa con un agudo crujido.

—Tom Chen quería el cuerpo de mi madre en concreto. En el tiempo que estuvo en la funeraria, dejó pasar otras dos mujeres de más o menos igual edad y estado. Averiguaré porqué… —Al levantarse, dio con el cuchillo en el suelo. Rebotó una vez, luego se deslizó por el suelo de la cocina, sobre baldosas aún intactas, aún cubriendo…

¿Cómo podía haber olvidado dónde había dejado a su madre?

Los huevos se convirtieron en un conglomerado sólido del tamaño de su puño, empujando con fuerza contra sus costillas. Mirando hacia arriba, pasó sobre el cuchillo. Otros dos pasos la alejarían de las baldosas.

Rizos rubio ceniza y lo que parecía ser parte de un hombro.

Sólo una tabla más…

sep

—Levanta pierna derecha. —Mientras hablaba, Donald introdujo el patrón de onda cerebral almacenada correspondiente a la orden directamente en la red.

En la abierta caja de aislamiento, la pierna derecha tembló y se alzó despacio unos diez centímetros fuera del acolchado.

—Eh, Cathy, tenemos un alumno aplicado aquí. ¿Recuerdas cómo voló la pierna del viejo número nueve? ¿Cómo si intentara patear el techo?

—Recuerdo lo preocupada que estaba la doctora Burke porque podía haberse dañado la articulación de la cadera —contestó Catherine, sin dejar de ajustar el goteo intravenoso que alimentaba al número ocho, en estado de rápido deterioro—. Y al menos no tuvimos que manipular su pierna las cien primeras veces como pasó con todos los demás.

—Oye, relájate. No estaba diciendo nada en contra de supercadáver. Sólo quería hacer notar que el número diez parece tener control cuantitativo.

—Bueno, estamos usando sus patrones de onda cerebral.

—Bueno, el número nueve usó mis patrones de onda cerebral para el control motor grueso —imitó su tono altanero—. Así que debería tener ventaja.

—Me asombra que aprendiera a andar.

—Ay. —Donald se aferró el pecho de forma dramática—. Me has herido en el corazón. —Volviendo los ojos hacia su insensible espalda, tocó otras dos teclas del ordenador—. Y es doloroso ir por la vida con el corazón herido, déjame que te diga. Baja pierna derecha.

Sometiéndose a la gravedad, la pierna derecha cayó.

—Levanta pierna izquierda. Tengo la sensación de que el número diez va a ser el bebé que nos haga ganar una fortuna.

Catherine frunció el ceño mientras se desplazaba para verificar al número nueve. Últimamente había escuchado demasiado sobre «ganar fortunas». El descubrimiento de nuevo conocimiento debería ser un fin en sí mismo; la consideración de las ganancias monetarias empañaba la investigación. Desde luego, el número diez representaba un gigantesco paso adelante en lo que a datos experimentales se refería, pero no habían llegado de ninguna forma tan lejos como podían ir.

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Había algo que ella tenía que hacer.

La necesidad empezó a obligar al olvido a tomar forma.

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—Francamente, Vicki, me sorprende que su madre no le contara todo esto. —Ajustándose las gafas, la doctora Friedman miró con atención el historial de Marjory Nelson—. Después de todo, se lo diagnosticamos hará unos siete meses.

La expresión de Vicki no se alteró, aunque un músculo se contrajo en su mandíbula.

—¿Sabía ella lo mal que estaba? —Aquel ella podía referirse a la madre de cualquiera, sin que la ilusión de distanciamiento sirviera de nada—. ¿Sabía que su corazón podía fallar en cualquier momento?

—Oh, sí. De hecho, estuvimos de acuerdo en intentar una operación para corregirlo, pero, bueno… —La doctora se encogió de hombros tristemente—. Ya sabe que estas cosas siempre se posponen, con los hospitales faltos de camas.

—¿Está diciéndome que los recortes presupuestarios la mataron? —Las palabras brotaron cortantes como el cristal esmerilado.

La doctora Friedman negó con la cabeza e intentó mantener su tono tranquilizador.

—No. Un defecto del corazón mató a su madre. Probablemente lo había tenido toda su vida hasta que, por fin, un músculo envejecido no pudo seguir compensándolo.

—¿Era una enfermedad corriente?

—No era una enfermedad corriente

Vicki la interrumpió con un gesto afilado como un cuchillo.

—¿Era lo bastante poco corriente como para que su cuerpo pueda haber sido robado a fin de estudiarlo?

—No, lo siento, pero no lo era.

—Me gustaría ver el historial.

Arrugando el ceño, la doctora Friedman miró la lisa carpeta marrón sin verla en realidad. Técnicamente, el historial era confidencial, pero Marjory Nelson estaba muerta y más allá de cualquier preocupación. Su hija, sin embargo, estaba viva, y si el contenido del dossier podía ayudarla a curarse abandonando su peligrosa y enérgica negación, entonces la confidencialidad podía irse al cuerno. Y no era como si el archivo contuviera algo que no hubiera divulgado ya durante la última hora de interrogatorio… detalles que habían salido de su memoria con impresionante y espantosa precisión quirúrgica. Tomando una decisión, le tendió la carpeta y preguntó:

—¿Hay algo más que pueda hacer?

—Gracias, doctora. —Vicki deslizó el historial en su bolso y se levantó—. Le haré saber.

Como aquello no era exactamente lo que la doctora tenía en mente, lo intentó de nuevo.

—¿Ha hablado con alguien de su pérdida?

—¿Mi pérdida? —Vicki sonrió apretando los labios—. Estoy hablando con todo el mundo de ella —movió la cabeza, en señal más de rechazo que de despedida, y abandonó el despacho.

Pérdida, se dijo la doctora Friedman, mientras la puerta se cerraba, había sido una elección de palabra poco afortunada.

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Casi lo tenía. Casi consiguió aferrarse al recuerdo. Había algo que ella tenía que hacer. Necesitaba hacer.

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—Cathy. Ha hecho un ruido.

—¿Qué clase de ruido? ¿Dilatación de tejido? ¿Chasquidos articulares, el qué?

—Un ruido vocal.

Catherine suspiró.

—Donald…

—No. De verdad. —Retrocedió, sosteniendo todavía la sudadera que había estado a punto de poner sobre brazos levantados electrónicamente—. Era una especie de gemido.

—Tonterías. —Catherine le quitó la sudadera de las manos y se la puso con delicadeza en su sitio—. Lo más probable es que sólo sea aire escapándose. Eres demasiado basto.

—Sí, y conozco la diferencia entre un eructo y un gemido. —Con las mejillas pálidas, fue hasta su escritorio y se dejó caer en la silla, haciendo trizas el envoltorio de un caramelo de menta—. Voy a empezar con las biopsias de hoy. Tú puedes terminar de vestir a Ken y Barbie.

sep

—Su madre era una persona de lo más normal. —La señora Shaw sonrió con tristeza por encima de su taza de café—. Probablemente usted era lo más exótico de su vida.

Vicki dejó que el baño de compasión pasara sobre ella (olas sobre una roca) y se ajustó las gafas.

—¿Está segura de que no estaba tomando parte en cualquier actividad extraña durante los últimos meses?

—Oh, estoy segura. Me lo habría contado de haber sido así. Hablábamos de todo, su madre y yo.

—Usted sabía lo de su corazón.

—Claro. Oh. —Azorada, la anciana miró a todas partes en busca de una manera de borrar sus últimas palabras—. Esto, ¿más café?

—No. Gracias. —Vicki colocó la que había sido la taza de su madre sobre lo que había sido el escritorio de su madre, luego alargó la mano y puso su foto de graduación en la academia boca abajo.

Una investigación no debe convertirse en algo personal. La voz de un instructor de cadetes resonaba en su cabeza: Las emociones distorsionan los hechos y puede que te lances directamente más allá de la única brizna de evidencia que necesitas para resolver el caso.

—En realidad, si algo, bueno, extraño estaba pasando con su madre, la doctora Burke podría saberlo. —La señora Shaw dejó su taza y se inclinó hacia delante servicial—. Cuando supo lo del estado de su corazón, convenció a su madre para que pasase toda una batería de pruebas.

—¿Qué clase de pruebas?

—No lo sé. No creo que su madre…

¡Deja de decirlo! ¡Su madre! ¡Su madre! Ella tenía un nombre.

—… lo supiese.

—¿Está la doctora Burke disponible?

—Esta tarde no, me temo. Está en una reunión de departamento ahora mismo, pero estoy segura de que podrá reservar tiempo para usted mañana por la mañana.

—Gracias. —Moviéndose con cuidado, Vicki se levantó—. Volveré. —Sus labios se retorcieron en una grave sonrisa. Se sentía más Charlie Brown que Arnold Schwarzenegger.

sep

—Maldita sea, mira la hora. Son casi las 8:30 de la tarde. No me extraña que esté hambriento.

Catherine dejó con cuidado el caldo de cultivo en la cámara incubadora.

—¿Hambriento? No veo por qué, has estado comiendo azúcar todo el día.

—Cathy. Cathy. Cathy. Y tú eres una científica. El azúcar estimula el apetito, no lo satisface.

Ella juntó unas pálidas cejas.

—Creo que no es exactamente así.

Donald se encogió de hombros dentro de su chaqueta.

—A quién le importa. Vamos a por una pizza.

—Todavía tengo trabajo que hacer.

—Yo también tengo trabajo que hacer. Pero dudo que sea capaz de trabajar a pleno rendimiento si lo único en lo que puedo pensar es mi estómago. Y —atravesó el cuarto y le tocó el hombro, meneando las cejas— estoy seguro de que oí a tu panza exigiendo atención hace sólo unos instantes.

—Bueno…

—¿Acaso tu investigación no merece contar con toda tu atención?

Ella se irguió indignada.

—Sin ninguna duda.

—Distraída por el hambre, quién sabe qué daños podrías causar. Vamos —cogió su abrigo—. Odio comer solo.

Dándose cuenta de la verdad de su última afirmación al menos, Catherine se dejó conducir hasta la puerta.

—¿Qué hay de ellos?

—¿Ellos? —Por un momento, no se le ocurrió a quién se estaba refiriendo, luego soltó un suspiro—. Les traeremos una especial con pepperoni, la meteremos en una licuadora, y se la daremos a través del intravenoso, ¿de acuerdo?

—No es eso lo que quería decir. Es sólo que están ahí sentados, fuera de las cajas. No deberíamos…

—Déjalos. Vamos a volver enseguida. —La empujó a través del umbral—. Tú eras la que decía que necesitaban estimulación.

—Sí. Lo dije.

Con Catherine puesta a buen recaudo en el pasillo, Donald volvió atrás y apagó las luces del techo.

—No hagáis nada que yo no haría —canturreó hacia el interior del cuarto, y cerró la puerta de un empujón.

sep

Una por una, las distracciones cesaron. Primero las voces. Luego las respuestas que ella no podía controlar ni comprender. Por último, el doloroso resplandor. Se hizo más sencillo aferrarse al pensamiento. Al recuerdo.

Había algo que tenía que hacer.

Levanta tu pierna derecha.

Levanta tu pierna izquierda.

Camina.

Recordaba cómo caminar.

Despacio, tambaleándose para compensar un equilibrio ligeramente desajustado, cruzó la habitación.

Puerta.

Cerrada.

Abrir.

Necesitó ambas manos, los dedos entrelazados, para girar el tirador… no de la forma que el recuerdo le decía debería accionarse, pero el recuerdo yacía hecho jirones.

Había algo que tenía que hacer.

Necesitaba hacer.

sep

Número nueve observó. Observó andar. Observó marcharse.

El nuevo no era como el otro. El otro no tenía…

No…

El otro estaba vacío. El nuevo era como él.

Él.

Él.

Una nueva palabra.

Pensó que podría ser una palabra importante.

Se puso en pie y echó a andar, como le habían enseñado, hacia la puerta.