robablemente sería mucho más sencillo si llevase a la señorita Nelson a casa —el detective Fergusson de la Policía de Kingston bajó un poco más la voz—. No es que no apreciemos su ayuda, sargento, pero la señorita Nelson hace un par de años que dejó la policía. No debería estar aquí, en realidad. Además, ya sabe, es una mujer. Se emocionan demasiado en momentos como estos.
—¿Suele vérselas con ladrones de cuerpos, no? —preguntó Celluci secamente.
—¡No! —La mirada indignada del detective saltó para encontrar la de Celluci—. Nunca he tenido ninguno. Nunca.
—Ah. ¿Entonces a qué momentos se está refiriendo?
—Bueno, ya sabe. Su madre muerta. El cuerpo birlado. Todo este asunto de la funeraria. Las odio. Demasiado tranquilas. De todas formas, lo más probable es que resulte ser alguna estúpida broma de algunos cretinos de la facultad de medicina. Podría contarle un montón de historias al respecto. Lo último que necesitamos es una mujer histérica revolviendo las cosas… y sin duda tiene derecho a estar histérica considerando las circunstancias, no me malinterprete.
—¿Le parece a usted que la señorita Nelson está histérica, detective?
Fergusson se pasó una pesada mano sobre su cada vez más escaso cabello y echó un vistazo al otro lado del cuarto, donde su compañero acababa de terminar con la toma de declaraciones. Hacía unos meses, le habían dado oportunidad de manejar uno de los nuevos rifles de asalto de tecnología punta recién entregado a los chicos del SWAT. La exdetective Nelson le recordaba un montón a aquel rifle.
—Bueno, no. No exactamente histérica.
Aunque no estaba siendo amistoso con él, Celluci no dejaba en parte de comprenderlo.
—Mírelo de esta forma. Ella era una de las mejores oficiales de policía con las que he prestado servicio… o lo prestaré, seguramente. Si se queda, piense en ella como un recurso suplementario a emplear, y reconozca que debido a sus antecedentes de ninguna forma va a trastornar su modo de manejar el caso. Si se va —palmeó ligeramente al otro hombre, más viejo, en el hombro—, se lo dirá usted. Porque yo no pienso.
—¿Así son las cosas, eh?
—Así son las cosas. Sería conveniente que vaya buscando una funeraria. Créame. Seguro que todo irá mucho mejor si ella se queda.
Fergusson soltó un suspiro, luego se encogió de hombros.
—Supongo que se sentirá mejor si cree que está haciendo algo. Pero si estalla, sáquela de aquí.
—Créame, ella es mi primera preocupación. —Al contemplar a Vicki cruzando la capilla hacia él, Celluci se quedó impresionado de lo completamente bajo control que parecía. Cada músculo se movía con una severa precisión, y la intensidad de la emoción reprimida que la impulsaba la volvía aterradoramente distante. Reconoció la expresión; la había llevado puesta en el pasado cuando un caso la afectaba mucho, cuando el cuerpo se convertía en algo más que una simple estadística, cuando se volvía personal. Superiores y psicólogos advertían a los agentes sobre esa clase de implicación, temiendo que los llevara a quemarse o no poder desconectar, pero todos eran víctimas de ello tarde o temprano. Se trataba del sentimiento que prolongaba una investigación mucho después de que la lógica dijese que había que abandonarla, el sentimiento que impulsaba las largas y en apariencia inútiles horas de trabajo agotador que de hecho permitían formular cargos. Cuando Victoria Nelson ponía esa cara, la gente se apartaba de su camino.
Llegado a este punto, habida cuenta de las circunstancias, era la última expresión que Celluci deseaba ver. Dolor, ira, incluso histeria «… y sin duda tiene derecho a estar histérica considerando las circunstancias», serían preferibles a la forma en que se cerraba sobre sí misma. Este no era, no podía ser, otro caso más.
—Eh —alargó una mano y le tocó el brazo. Los músculos bajo la manga de su traje de chaqueta azul marino parecían piedras—. ¿Estás bien?
—Estoy bien.
Si. Claro. Era, no obstante, la respuesta esperada.
—Vamos a ver. —El mayor de los señores Hutchinson se inclinó sobre su asiento, colocando sus antebrazos justo encima del secante gris marengo que defendía su escritorio, y entrelazando los dedos—. Les aseguro que tendrán nuestra absoluta cooperación para aclarar este desafortunado incidente. En todos los años que la Funeraria Hutchinson lleva sirviendo a las necesidades de la gente de Kingston, nunca ha ocurrido algo tan horrible. Señorita Nelson, créame cuando le digo que cuenta con todo nuestro apoyo y que haremos todo cuanto esté en nuestra mano para subsanar esta situación.
Vicki se limitó a asentir rígidamente, del todo consciente de que si abría la boca no sería capaz de cerrarla de nuevo. Quería arrebatar el caso a la policía de Kingston, formular las preguntas, averiguar a partir de todos los pequeños detalles la identidad del canalla que había osado profanar el cuerpo de su madre. Y una vez identificado…
Sabía que Celluci estaba vigilándola, sabía que temía que empezase a exigir respuestas, sin hacer caso alguno a la policía local. No tenía intención de hacer algo tan claramente estúpido. Dos años sin insignia le habían enseñado el valor de la sutileza. Trabajar con Henry le había enseñado que la justicia con frecuencia era más fácil de hallar fuera de la ley.
—Muy bien, señor Hutchinson. —El detective Fergusson comprobó sus notas y removió su mole adoptando una postura más cómoda en la silla—. Ya hablamos con su conductor y con su sobrino, el otro señor Hutchinson, así que empecemos a partir de la llegada del cuerpo.
—Señorita Nelson, puede que encuentre esto angustioso…
—La señorita Nelson pasó cuatro años como detective de homicidios en Toronto, señor Hutchinson. —Aunque podía tener sus propias reservas acerca de que ella estuviera allí, Fergusson no estaba dispuesto a que un extraño juzgara a un exmiembro del club—. Si dice algo que la aflija, lo soportará. Bien, el cuerpo llegó…
—Sí, bueno, después de que llegara, la difunta fue llevada abajo, a nuestra sala de preparación. Aunque no iba a ser vista, su acuerdo con nosotros dejó bastante claro que iba a ser embalsamada.
—¿No es eso raro? ¿Ser embalsamada para no ser vista?
El señor Hutchinson sonrió, formando las profundas arrugas a lo largo de su rostro amables paréntesis.
—No, en realidad no. Algunas personas deciden que, si bien no desean ser contempladas después de la muerte, sí desean, bueno, lucir lo mejor posible. Y muchos comprenden, como sucedió en este caso, que amigos y parientes querrán echar un último vistazo a pesar de todo.
—Entiendo. ¿Así que el cuerpo fue embalsamado?
—Sí, mi sobrino se ocupó de la mayor parte del proceso. Realizó la desinfección, masajeó el tejido para sacar la sangre encharcada de las extremidades, dispuso las facciones, drenó el cuerpo e inyectó el fluido embalsamados perforó los órganos internos con el trocar…
Fergusson se aclaró la garganta.
—No hay, eh, necesidad de entrar en tanto detalle.
—Oh, lo siento. —El señor Hutchinson enrojeció un poco—. Creía que quería oírlo todo.
—Sí. Pero…
—Señor Hutchinson. —Vicki se echó hacia delante—. Esa última palabra que empleó, trocar, ¿de qué se trata?
—Bien, señorita Nelson, es un largo tubo de acero, hueco, sabe, y bastante puntiagudo, muy cortante. Lo usamos para extraer los fluidos corporales e inyectar un líquido conservador muy, muy astringente en las cavidades.
—Su sobrino no lo mencionó.
—Bueno —el anciano sonrió tímidamente—, puede que él estuviera tratando de ser un poco más escueto. Yo tiendo a seguir divagando un poco si no se me disuade.
—Dijo —le miró a los ojos y mantuvo la mirada— que acababa de sellar la incisión en la vena yugular cuando le llamaron del piso de arriba.
El señor Hutchinson sacudió la cabeza.
—No. Eso no es posible. Cuando bajé a terminar, pues la chica joven de la oficina era de lo más insistente en hablar con David, la punta del trocar ya estaba metida en el abdomen, obturando la entrada de la herida.
El silencio de las conclusiones al ser sacadas llenó la pequeña oficina.
—Creo —dijo lentamente el detective Fergusson— que sería mejor que volviéramos a hablar con David.
David Hutchinson repitió lo que había declarado con anterioridad.
Hutchinson tío parecía confuso.
—Pero si tú no aspiraste el fluido de la cavidad, y yo desde luego no lo hice, ¿entonces quién?
Hutchinson sobrino separó las manos.
—¿Chen?
—Tonterías. Está aquí sólo para observar. No sabría cómo.
—¿Se refiere a Tom Chen?
Los dos Hutchinson asintieron.
—Antes de ser aceptado en un programa para convertirte en director de funeraria —explicó el más joven—, tienes que pasar cuatro semanas de observación en una. Es un trabajo que no puede hacer cualquiera. De todas formas, Tom ha estado con nosotros durante los últimos dos meses y medio. Estaba en el cuarto mientras yo preparaba el cuerpo. Ayudó un poco. Hizo un par de preguntas…
—Y estaba en el cuarto cuando yo bajé para acabar. Pareció dar a entender sin duda que tú habías hecho la aspiración, David.
—Bueno, pues no la hice.
—¿Estás seguro?
—¡Sí! —La palabra cuarteó la tranquila reserva que ambos hombres habían sido entrenados para mostrar, y los dos ofrecieron idénticas expresiones de desasosiego al oficial de policía sentado del otro lado del escritorio.
—¿Y dónde se encuentra Tom Chen?
—Por desgracia, no está aquí. Trabajó el fin de semana —explicó el más viejo de los Hutchinson, recobrando el control—. Así que, cuando me pidió el día libre, no vi nada malo en dárselo.
—Hmmm. Jamie…
El compañero de Fergusson asintió y abandonó en silencio el cuarto.
—¿Adónde va?
—Va a ver si podemos tener una conversación con el señor Chen. Pero por ahora. —Fergusson se echó hacia atrás y dio golpecitos sobre su cuaderno de notas con el lápiz—, olvidémonos de quién hizo la aspiración, ¿eh? Cuénteme qué sucedió después.
—Bueno, eso es lo que iba a hacer. Vestimos el cuerpo, lo maquillamos un poco, sólo por si acaso, lo colocamos en la caja y bien, lo dejamos allí. Toda la noche. Esta mañana, llevamos el ataúd escaleras arriba a la capilla.
—¿Sin comprobar el contenido?
—Nunca ha ocurrido nada con el contenido antes —declaró el más joven de los Hutchinson a la defensiva.
—Debe de haber tenido lugar durante la noche —dijo su tío moviendo una fatigada cabeza—. Una vez el ataúd está en el piso de arriba, no hay forma de que nadie pueda llevarse el cuerpo sin ser visto.
—No hay señales de que forzaran la entrada —se dijo Fergusson en voz alta—. ¿Quién tiene llaves?
—Bueno, nosotros, por supuesto. Y Christy Aloman, que hace todos nuestros papeles y ha estado en la compañía durante años. Y, desde luego, hay un manojo de repuesto aquí, en mi cajón. Qué extraño. —Abrió un segundo cajón y un tercero—. Ah, aquí están.
—¿No están donde suele guardarlas?
—No. ¿No pensará que alguien las cogió e hizo copias, no, detective? —El detective Fergusson echó un vistazo sobre su hombro al rincón donde Vicki y Celluci estaban sentados y alzó una elocuente ceja. Luego suspiró—. Intento no pensar, señor Hutchinson. Suele ser demasiado deprimente.
—Muy bien. —Celluci giró por División Street, una mano palmeando el volante, la otra asiendo el aire para dar mayor énfasis—. ¿Por qué robaría Tom Chen el cuerpo?
—¿Y yo qué demonios sé? —gruñó Vicki—. Cuando lo encontremos, se lo preguntaré.
—No sabes si ha tenido algo que ver.
—¿No? Hablamos de alguien con una dirección falsa y desaparecido por completo la mañana después del delito… eso lo incrimina sin la menor duda.
—Por supuesto.
—Por no mencionar el lio sobre si lo-hicimos-o-no-lo-hicimos que tuvo lugar en el cuarto de embalsamamiento. La chica que insistía en hablar con Hutchinson sobrino probablemente era una distracción planeada.
—El detective Fergusson y su compañero están investigándolo.
Vicki se volvió hacia él mientras paraban junto al aparcamiento del bloque de apartamentos.
—¿Y qué?
—Que les dejes hacer su trabajo, Vicki. —Celluci aparcó y buscó en la trasera la bolsa de pollo para llevar—. Fergusson prometió mantenerte informada de todo.
—Bien. —Ella salió del coche y anduvo a grandes pasos hacia el edificio, los tacones de sus zapatos resonando de forma decidida sobre la grava—. Eso hará mi labor más fácil.
—¿Y cuál es tu labor? —Tenía que preguntar. No lo necesitaba, pero tenía que hacerlo.
—Encontrar a Tom Chen.
Celluci dio tres largas zancadas para ponerse a su altura, y luego una más para adelantarse y abrir de un tirón la puerta del bloque de apartamentos.
—Vicki, ¿te das cuenta de que Tom Chen, el nombre, la persona, el ladrón de cuerpos, probablemente sea tan falso como su dirección? ¿Cómo demonios vas a encontrarlo?
—Cuando lo encuentre… —Su voz hizo del hallarlo un hecho en vez de una posibilidad, y Celluci tuvo la enorme sospecha de que no había escuchado una sola palabra de lo que había dicho— encontraré el cuerpo de mi madre.
—Menuda mala suerte.
Catherine frunció el ceño mientras desabrochaba las correas del número nueve y retrocedió un paso para que pudiera salir de su caja.
—Supongo que sí —dijo dubitativamente—, pero en realidad no tiene nada que ver con nosotros.
—Sí, claro —resopló Donald—. Tierra a Cathy: intenta recordar que somos los únicos que robamos el cadáver que están buscando. Intenta recordar que robar cadáveres es un delito. —Su voz se alzó—. ¡Intenta recordar que toda la investigación realizada se irá a tomar por culo si arrojan nuestro trasero a la cárcel! —Saltó hacia atrás cuando de pronto el número nueve se tambaleó hacia él—. ¡Eh! ¡Largo!
—¡Deja de gritar! No le gusta. —Catherine cogió un brazo del no muerto. Fueron precisos otros dos pasos para que captara la presión de sus dedos, pero cuando lo hizo, número nueve se detuvo obediente—. Está bien —dijo ella suavemente—. Está bien.
—¡No está bien! —Donald gesticuló alzando ambas manos en el aire y se giró con rapidez para mirar de frente a la doctora Burke—. Dígaselo, doctora. ¡Dígale que no está bien!
La doctora Burke alzó la vista del patrón de ondas alfa ondulando a través del monitor.
—Donald —suspiró—, creo que estás exagerando.
A él se le saltaron los ojos.
—¡Exagerando! ¡Trate de recordar que yo soy el único al que pueden identificar!
—No, no lo eres. —Aunque no precisamente tranquilizador, el tono de la doctora Burke era tan natural que tuvo el mismo efecto—. Pueden identificar a Tom Chen, no a Donald Li. Pero como Tom Chen no existe y no hay nada que lo relacione con Donald Li, creo que podemos dar por sentado que estás a salvo.
—Pero conocen mi aspecto. —Su protesta se había apagado hasta convertirse en casi un gañido.
—Sí, el personal de la funeraria podría reconocerte en una rueda de sospechosos, pero te garantizo personalmente que el asunto nunca llegará tan lejos. ¿Qué clase de descripción pueden ofrecer a la policía? Un varón oriental joven; un metro sesenta y cinco; pelo corto y oscuro; ojos oscuros; afeitado… —La doctora Burke volvió a suspirar—. Donald, hay cientos de estudiantes sólo en esta universidad que encajan con esa descripción, sin tener en cuenta el resto de la ciudad.
Donald la miró enfurecido.
—¿Está diciendo que todos parecemos iguales?
—Tan iguales como los varones jóvenes occidentales de un metro setenta y dos, cabello corto y moreno, ojos claros, afeitados, de los cuales hay también cientos en esta universidad. Estoy diciendo que la policía nunca dará contigo. —Se inclinó sobre el electrocardiograma—. Únicamente evita salir durante unos días y todo irá bien.
—Evita salir. De acuerdo. —Anduvo de un lado a otro de la habitación, desenvolviendo una barrita de chocolate que había sacado del bolsillo de su chaqueta—. Fui un idiota sobresaliente al dejarme persuadir. Sabía que esto iba a ser un problema, desde el mismo principio.
—Sabías —corrigió la doctora Burke, enderezándose— que esto iba a hacernos ganar un montón de dinero, desde el mismo principio. Que las aplicaciones del trabajo que estamos haciendo son infinitas y las implicaciones asombrosas. Que podríamos estar hablando del premio Nobel…
—No dan el premio Nobel a los ladrones de cuerpos —hizo notar Donald.
La doctora Burke sonrió.
—Sí cuando han vencido a la muerte —dijo—. ¿Sabes lo que la gente estaría dispuesta a hacer por la información que estamos descubriendo?
—Bueno, sé lo que yo he hecho por ella. —Donald contempló cómo Catherine guiaba al número nueve a través del laboratorio hasta una silla. Hacía sólo semanas, el exvagabundo había yacido sin ser reclamado sobre una losa. Y ahora, si la muerte no habla sido anulada, bueno, si que había recibido una patada en la boca—. Escuche, ¿por qué esperar más? Con los trucos que las bacterias de Cathy hacen ya, por no decir nada de la interconexión cerebro-ordenador del viejo número nueve, podríamos llevarnos fácilmente el premio en este momento.
—Hemos discutido esto, Donald. Si publicamos antes de terminar, nunca nos permitirán hacerlo.
—El gobierno —objetó Catherine— no tiene ningún derecho a regular la ciencia.
Donald pasó de los severos rasgos de la doctora a contemplar la obstinada mirada de su compañera de posgrado.
—¡Eh! Estoy del mismo lado, ¿recordáis? Quiero mi parte de los beneficios, por no mencionar una posibilidad de premio Nobel. Lo que no quiero es que arrojen mi trasero tras los barrotes donde algún miserable con aspecto de gorila me haga inclinarme y meta…
—Ha quedado claro, Donald, pero sinceramente dudo que la policía vaya a dedicar tanto esfuerzo a encontrar al joven señor Chen. Muy pronto, tendrán lugar afrentas sobre cuerpos vivos que necesitarán su atención.
—¿Sí? ¿Bueno, y qué hay de esa Vicki Nelson, la hija? He oído decir que es todo un apestoso culo inquieto.
La doctora Burke bajó las cejas.
—Si bien encuentro esta súbita afición tuya a las referencias escatológicas desagradable, tienes razón. La señorita Nelson no sólo fue antes detective de la policía, sino que ahora es investigadora privada, y, según todos los informes, no es la clase de persona que se rinde fácilmente. Por suerte, existe tan poca información para ella aquí como para la policía, y aunque podría llevar más tiempo desanimarla, a pesar de eso no encontrará nada porque hemos sido muy cuidadosos de no dejar nada para que lo encuentre. ¿No es así?
—Bueno, sí.
—Entonces deja de preocuparte. Fue mala suerte que decidiesen abrir el ataúd, pero dista mucho de ser el desastre en que lo estás convirtiendo. ¿No tenéis una tutoría esta tarde?
—¿No decía que quería que no saliese?
—Quiero que te comportes justo como sueles hacerlo.
Sonrió burlón, incapaz de preocuparse por nada durante mucho tiempo.
—¿Es decir, mal?
La doctora Burke movió la cabeza y medio sonrió.
—Vete.
Él se marchó.
—¿Corre algún peligro, doctora Burke?
—¿No acabo de decir que no?
—Sí, pero…
—Catherine, nunca le he mentido a Donald. Mentir es la forma más fácil de perder la lealtad de tus compañeros.
Poco convencida al parecer, Catherine se mordió el labio inferior.
La doctora Burke soltó un suspiro.
—¿Acaso no te prometí —dijo amablemente— cuando acudiste a mí, que me encargaría de todo? ¿Que me ocuparía de que pudieras trabajar sin interferencias? ¿Acaso no he cumplido mi promesa?
Catherine se soltó el labio y asintió.
—Así que no necesitas preocuparte de nada salvo tu trabajo. Además, la dedicación de Donald a la ciencia no es tan fuerte como la nuestra —acarició la caja de aislamiento que contenía los restos de Marjory Nelson—. Ahora, entonces, si pudieses montar las secuencias musculares, sería mejor que volviese a mi despacho. Con la señora Shaw en casa a causa de la histeria, Dios sabe lo que estará pasando allí.
Sola en el laboratorio, Catherine lo atravesó despacio hasta el teclado y se sentó, clavando una pensativa mirada en el monitor por unos momentos. La dedicación de Donald a la ciencia no es tan fuerte como la nuestra. Ella siempre lo había sabido. Lo que apenas estaba empezando a comprender era que tal vez la dedicación de la doctora Burke a la ciencia no era tan fuerte como podría serlo tampoco. Aunque siempre había escuchado un montón de discursos sobre la pureza de la investigación, esta era la primera que oía hablar de infinitas aplicaciones y reparto de ganancias.
Bajo párpados que habían perdido la flexibilidad precisa para abrirse o cerrarse por completo, ojos velados seguían cada uno de sus movimientos.
Número nueve se sentó sin hacer ruido, contento por el momento de hallarse fuera de la caja.
Y con ella.
—Entonces, ¿cómo se encuentra?
Celluci salió del apartamento y empujó la puerta a medio cerrar detrás de él.
—Tirando.
—Humm. Tirando. Algo terrible le ha sucedido y todo lo que puede decir es que va tirando. —El señor Delgado sacudió la cabeza—. ¿Ha llorado?
—No mientras he estado con ella, no. —Le supuso un esfuerzo, pero Celluci consiguió no estar resentido por la preocupación del anciano.
—Ni en ningún otro momento tampoco, estoy seguro. Llorar es para los débiles; ella no lo es, así que no llora —se golpeó con un retorcido puño en el pecho—. Lloré como un bebé… como un bebé, le digo… cuando mi Rosa murió.
Celluci movió la cabeza lentamente en señal de entendimiento.
—Yo lloré cuando mi padre murió.
—¿Celluci? ¿Italiano?
—Canadiense.
—No se haga el listillo. Nosotros, mi Rosa, el joven Frank y yo, vinimos desde Portugal justo después de la Segunda Guerra Mundial. Yo era soldador.
—La familia de mi padre vino justo antes de la guerra. Él era fontanero.
—¿Ve? —El señor Delgado levantó ambas manos—. Y si los dos podemos llorar, ¿no cree que ella podría soltar una o dos lágrimas sin perder hombría?
La voz de Vicki llegó flotando hasta el vestíbulo.
—¿Señor Chen? Tal vez pueda ayudarme, estoy buscando a un joven, de poco más de veinte años, llamado Tom Chen…
El señor Delgado se encogió de hombros.
—Pero no. Ninguna lágrima. Se guarda el dolor dentro. Escuche lo que le digo, oficial Celluci. Cuando ese dolor salga por fin, va a desgarrarla en pedazos.
—Estaré allí con ella. —Intentó no sonar a la defensiva (la incapacidad de Vicki para hacer frente a aquello no era culpa de él), pero no lo consiguió del todo.
—¿Qué hay del otro tipo? ¿Estará él allí también?
—No lo sé.
—Humm. ¿No es asunto mío? Bueno, puede que no. —El anciano suspiró—. Es duro cuando no hay nada que hacer para ayudar.
Celluci devolvió el suspiro.
—Lo sé.
De vuelta al interior del apartamento, se apoyó contra la puerta cerrada y observó a Vicki arrojando la guía telefónica de Kingston al otro lado del cuarto.
—¿No ha habido suerte?
—Así que su número no aparece en la guía, ni tiene familia en la ciudad —se subió el puente de las gafas de un golpe—. Es probable que sea un estudiante. Que viva en una residencia. Lo encontraré.
—Vicki… —tomó aliento y lo soltó despacio—. Estás buscando un nombre falso. Cualquiera con la cabeza necesaria para llevar a cabo lo que ha hecho, también la tiene para obrar bajo un alias. —Que tuviera que seguir diciéndoselo era una aterradora indicación de cuán profundamente había sido afectada tanto por la muerte como por la pérdida del cuerpo. Se trataba de una conclusión a la que cualquier cadete de policía de primer año llegaría, y nunca debería habérsele explicado a Victoria Nelson—. Tom Chen es…
—¡Todo lo que tenemos! —Un músculo tembló en su mandíbula mientras escupía las palabras sobre él—. Es un nombre. Es algo.
No es nada. Pero él no lo dijo porque detrás del desafío podía escuchar la desesperada necesidad de ella de algo a lo que agarrarse. Supongo que tendría que estar contento de que se aferré a esto en vez de a Fitzroy. ¿Qué había de malo en estar de acuerdo con ella? Al menos los mantendría juntos y, en su momento, podría ser que decidiera aferrarse a él.
—De acuerdo, si vive en una residencia, ¿dónde guarda… —no a tu madre. Tenía que haber una forma mejor de llamarla— el cuerpo?
—¿Cómo diablos voy a saberlo? Lo primero que haré mañana será hacerme con las listas de matrícula de la universidad.
—¿Cómo? —Celluci cruzó el cuarto y se dejó caer sobre el sofá—. No tienes una orden ni puedes conseguirla. ¿Por qué no dejas que la policía local se ocupe de eso? El detective Fergusson parece creer que se trata de estudiantes de medicina, así que seguro que inspeccionará la universidad.
—¿Y qué? No me importa lo que inspeccione el detective Fergusson. No me importa si todo el puto cuerpo de policía investiga el caso. —Se puso de pie y anduvo pisando con fuerza por la minúscula cocina—. Voy a dar con ese hijo de puta, y cuando lo haga le…
—¿Le harás qué? —Se levantó del sofá y se precipitó al interior de la cocina tras ella, olvidando por el momento que Tom Chen era un nombre y nada más—. ¿Por qué quieres encontrar a ese tipo antes que la policía? ¿Para poder darte el gusto de tomarte un poco la justicia por tu mano? —Aferrándola por el hombro, la hizo girarse hasta quedar de frente, pasando ambos por alto el café que describió un arco hacia arriba, brotando de la jarra en su mano—. Hice la vista gorda el otoño pasado porque no había forma de llevar a Mark Williams ajuicio sin causar más daño de lo que valía. ¡Pero este no es el caso! ¡Deja que la ley se encargue de esto, Vicki!
—¿La ley?
—Sí, ¿recuerdas?, lo que juraste defender.
—No me jodas, Celluci. Sabes exactamente cuánto personal va a poder asignar la ley a esto. ¡Voy a encontrarlo!
—Muy bien. ¿Y luego?
Ella cerró los ojos por un segundo, y cuando los abrió de nuevo se habían tornado sombríos, inescrutables.
—Cuando lo encuentre, va a desear no haber puesto nunca un dedo sobre el cuerpo de mi madre.
El tono tranquilo, carente de emoción, hizo bailar cuchillos por la columna de Celluci. Sabía que estaba hablando así a causa del dolor. Sabía que quería decir cada palabra.
—Esto es culpa de Fitzroy —gruñó—. Él te enseñó a tomarte la justicia por tu mano.
—No le eches la culpa a Henry de esto. —Su tono dio paso a la advertencia—. Asumo la responsabilidad de mis propias acciones.
—Lo sé. —Celluci suspiró, de pronto muy, muy cansado—. Pero Henry Fitzroy…
—No sabe de qué estás hablando. —La calmada voz procedente del umbral tiró de los dos, haciéndolos volverse. Henry miró a uno y otro y luego se acomodó sobre una silla de cocina—. ¿Por qué no me contáis qué es lo que va mal?
Henry clavó la mirada en Celluci con cierto estupor.
—¿Por qué demonios crees que yo tendría que conocer la razón por la que el cuerpo ha desaparecido?
—Bien, eres… lo que eres. —Podría haberlo dicho, pero Celluci todavía no iba a hacerlo. No sin rodeos—. Es la clase de cosa sobre la que deberías saber, ¿no?
—No. No lo es —se volvió hacia Vicki—. Vicki, lo siento mucho, pero no tengo idea de por qué alguien hoy día, en esta era, debería robar cuerpos.
Ella se encogió de hombros. En realidad no le importaba por qué, todo lo que quería saber era quién.
—A no ser que no se tratase de un robo de cadáveres. —Celluci frunció el ceño, cambiando la dirección de sus pensamientos hacia una nueva y no muy agradable idea.
Los ojos de Henry se entrecerraron.
—¿Qué quieres decir?
—Supón que el cuerpo de Marjory no fue robado. —Hizo una pausa, elaborando la reflexión—. Supón que se levantó y salió de allí caminando.
La jarra de café de Vicki se estrelló contra el suelo, haciéndose añicos.
—¡Estás loco! —saltó Henry.
—¿Lo estoy? —Celluci golpeó con violencia con ambas palmas sobre la mesa y se inclinó hacia delante—. Hace un año, un gilipollas intentó sacrificar a Vicki a un demonio. Vi a ese demonio, Fitzroy. El verano pasado, me encontré con una familia de hombres lobo. En otoño, salvamos al mundo de la maldición de la momia. Esta vez puede que haya sido algo torpe, pero últimamente he llegado a creer que existe un jodido montón de cosas que están teniendo lugar en este mundo de las que la mayoría de la gente no sabe una mierda. Tú existes; ¡dime por qué Marjory no podría haberse levantado y haber salido de allí caminando!
—¿Henry?
Henry negó con la cabeza y cogió una de las manos de Vicki con la suya.
—La embalsamaron, Vicki. No hay nada que pueda sobrevivir a eso.
—Puede que no lo hicieran. —Sus dedos se volvieron aferrándose a él—. Estaban confundidos sobre el resto. Puede que no lo hicieran.
—No, Vicki, lo hicieron. —Celluci la tocó suavemente en el brazo, preguntándose por qué no podía aprender a mantener su gran boca cerrada. Había olvidado lo del embalsamamiento—. Lo siento. Debería haberlo pensado antes. Él tiene razón.
—No. —Había una posibilidad. No podía dejarla esfumarse—. ¿Henry, podrías averiguarlo?
—Sí, pero…
—Entonces ve. Compruébalo. Sólo por si acaso.
—Vicki, te aseguro que tu madre no se ha alzado…
—Henry. Por favor.
Este miró a Celluci, que se encogió de forma casi imperceptible de hombros. Tú decides, decía el movimiento. Siento haber empezado esto. Henry asintió con la cabeza en dirección al detective, aceptada la disculpa, y soltó la mano de Vicki mientras se ponía en pie. Ella había pedido su ayuda. Se la daría. Algo tan sencillo de hacer le brindaría al menos un poco de tranquilidad de espíritu.
—¿Sigue el ataúd en la funeraria?
—Sí. —Ella empezó también a levantarse, pero él movió la cabeza.
—No, Vicki. Lo último que necesitas ahora mismo es que te coja la policía mientras fuerzas la entrada. Si están vigilando el lugar, puedo evitarlos de formas que tú no puedes.
Vicki se subió las gafas y se reclinó sobre su silla, aceptando su argumento pero en absoluto contenta de hacerlo.
—Si pensara que sugieres esto sólo para quitarme de en medio —dijo Henry en voz baja a Celluci ante la puerta mientras se guardaba en el bolsillo la dirección—, no estaría muy complacido.
—Pero no lo piensas —replicó Celluci, con voz igual de baja—. ¿Por qué no?
Henry alzó la vista para mirarle a los ojos y esbozó una sonrisa.
—Porque reconozco a un hombre honorable cuando lo encuentro.
Un hombre honorable. Celluci echó el cerrojo al irse su rival y dejó que su cabeza se apoyara contra la moldura de la puerta. Maldición, ojalá dejara de hacer eso.
Si el embalsamamiento se había llevado a cabo, sacando la sangre y sustituyéndola por una solución química destinada a desinfectar y conservar, a disuadir a la vida en lugar de apoyarla (y de acuerdo con los informes de Vicki y Celluci, el más joven de los Hutchinson estaba seguro de haberlo hecho), entonces no había forma de que Marjory Nelson se hubiese alzado para cazar en la noche. La manera en la que había muerto tampoco apuntaba a dicho cambio.
Henry aparcó el BMW y clavó la mirada en la oscuridad por un instante, cien por cien seguro de que no hallaría nada en la funeraria que la policía no hubiese encontrado ya. Pero no voy a buscar información, voy por Vicki. Dejándola que pase la noche sola con Michael Celluci.
Agitó la cabeza y salió del coche. Si Celluci se aprovechaba o no de ese tiempo era irrelevante: Vicki había excluido de su vida todo salvo la necesidad de hallar a la persona o personas que habían cogido el cuerpo de su madre, y la necesidad de ser consolada había sido enterrada con la pena que se había negado a admitir. Puesto que la amaba, no le mentiría. Iría a la funeraria, descubriría lo que ya sabía y la dejaría suprimir una posible explicación más allá de duda alguna.
Pero primero, tenía que alimentarse.
Vicki no había tenido energía suficiente y, aunque se había visto tentado de probar su poder con Celluci, aquella era una tentación a la que hacía mucho había aprendido a resistirse. Además, alimentarse requería una intimidad que aún no deseaba existiera entre ellos, y alimentarse de Celluci implicaría sutilezas para las que no tenía tiempo.
La cabeza vuelta al viento, examinó el aire de la noche. A menos de una manzana detrás de él, un perro rompió en una frenética protesta. Henry no le hizo caso; no tenía ningún interés en el territorio que reclamaba. Allí. Las ventanas de su nariz se abrieron mientras captaba un olor, se hacía con él, y comenzaba a seguirlo hasta su origen.
La ventana abierta estaba en el segundo piso. Henry llegó hasta ella fácilmente, convirtiéndose durante aquel instante en sólo otra sombra moviéndose contra la pared de la casa, desplazándose demasiado rápido para que ojos mortales procesaran lo que veían. El biombo no fue ningún obstáculo.
Se movió tan despacio que los dos hombres jóvenes sobre la cama, la piel empapada en sudor, respirando con idéntica y atormentada cadencia, no supieron que estaba allí hasta que él se lo permitió. El rubio lo vio primero y logró emitir una exclamación inarticulada antes de caer en el lazo del Cazador. Advertido, el otro se abalanzó, blandiendo en alto un musculado brazo.
Henry dejó que la muñeca golpeara contra su palma, luego cerró los dedos y sonrió. Sumido en los abismos de sus ojos color avellana, el joven tragó saliva y empezó a temblar.
La cama se hundió bajo el peso de un tercer cuerpo.
Se convirtió en una prolongación de su pasión, que rápidamente creció y aumentó estallando por fin, espoleando terminaciones nerviosas hasta que los simples mortales se perdieron en su ardiente gloria.
Partió igual que llegó. Por la mañana, encontrarían que el cierre del biombo había sido roto y no tendrían ni idea de cuándo había sucedido. El único recuerdo de su participación los mantendría tratando, noche tras noche, de recrear lo que les había brindado. Les deseó que gozaran en el intento.
El ataúd no había sido movido de la capilla. Henry lo observó con disgusto. No podía entender por qué habían cubierto la madera con una tela azul grisácea, lo mismo que no entendía la necesidad de venerar carne inane en caras y hermosas cajas, cerradas herméticamente y protegidas de la putrefacción. En su época, era la ceremonia del entierro lo que había sido importante, el luto, las manifestaciones de dolor, el largo y complicado adiós. Se levantaban imponentes monumentos a los muertos de forma que la gente pudiera apreciarlos, en vez de sepultarlos para dar gusto a los gusanos. ¿Qué había de malo, se preguntaba, acercándose más, en una caja de madera lisa? Él había sido enterrado en una caja de madera lisa.
Se habían llevado los sacos de arena, pero su huella aún podía apreciarse en la almohada de satén. Sacudió la cabeza y se inclinó hacia delante. No había consuelo para los muertos, y no podía entender que negarlo consolara a los vivos.
De pronto, vaciló. La última vez que se había asomado a un ataúd que no debería haber estado vacío, casi había perdido su alma. Pero el anciano hechicero egipcio que se hacía llamar Anwar Tawfik nunca había estado muerto, y Marjory Nelson con toda seguridad sí. Estaba comportándose como un estúpido.
Había un atisbo de la madre de Vicki en el interior. Había pasado el día rodeado de su aroma y reconoció con facilidad el rastro que seguía adherido al tejido bajo la pátina de olor resultante de la investigación del día. Al enderezarse, estaba seguro de que fuese lo que fuese lo que había hecho en su vida, o en su muerte, Marjory Nelson no se había levantado como uno de los de su clase.
Pero había algo.
Con el paso de los siglos, había respirado el perfume de la muerte en todas sus múltiples variantes, pero aquella muerte, aquella tenue traza que se adhería al interior de nariz y boca… aquella muerte no la conocía.