se no es un corazón sano.

Donald miró con atención por encima del borde de su mascarilla al interior de la cavidad torácica.

—No, ahora no lo es —asintió—. No fumaba, no bebía, y míralo. Casi hace que a uno le apetezca salir e irse de fiesta.

Con un hábil corte de escalpelo, la doctora Burke puso al descubierto la válvula tricúspide y comenzó a quitar la desgarrada membrana.

—No te estaba pidiendo ninguna observación moral, Donald. Presta atención a lo que estás haciendo.

En apariencia no escarmentado, Donald vació la hipodérmica que sujetaba, la extrajo del ángulo de la órbita del ojo, y cogió una aguja más pequeña. El líquido de la ampolla parecía casi opalescente bajo el resplandor de las luces fluorescentes.

—De acuerdo, chicos —deslizó con cuidado la punta a través de la córnea—, es hora de ponerse a trabajar. Levanta ese párpado, sujeta del asa, si no reparas el iris, despídete de casa[2].

—Podemos hacerlo sin la poesía, gracias. —Tensas suturas cerraron la incisión en el corazón—. Si has hidratado ambos ojos, ayuda a Catherine en la cavidad abdominal. Tenemos que lograr que esos vasos sanguíneos se suelten de forma que podamos hacer que circule el fluido nutritivo. El tiempo es de vital importancia en un trabajo de esta naturaleza… —La disertación continuó mientras Donald disponía torundas de algodón empapado sobre cada ojo saltón y se desplazaba al lateral de la mesa—. Por suerte, el primer paso del proceso de embalsamamiento endurece los vasos, haciendo más fácil trabajar con ellos a gran velocidad y permitiéndonos…

—Esto, doctora, es nuestro décimo cadáver —le recordó Donald, succionando la solución estéril que habían usado para expulsar el fluido embalsamador del cuerpo. Catherine, que había estado haciendo un montón de suturas, le lanzó una agradecida sonrisa, arrugando el rabillo de los ojos por encima de la máscara—. Quiero decir, sabemos todo esto. Y preparamos a seis de los nueve anteriores con nuestros propios deditos.

—E hicisteis un excelente trabajo. Únicamente desearía que mi agenda me hubiese permitido ofreceros más ayuda. —La doctora Burke se hallaba más que dispuesta a reconocer lo que debía reconocerse pues, por el momento, no significaba nada. Buscó detrás de ella un minúsculo motor y un destornillador eléctrico—. Dicho lo cual, nadie se ofenderá si le recuerdo lo importante que es el grado adecuado de humedad para el tejido sano.

Donald se rio por lo bajo y, en una imitación casi perfecta de la provocativa voz del anuncio, entonó:

—¿Cuán muerto crees que estoy?

La doctora Burke dejó de trabajar y se volvió para clavarle la vista.

—Debo de estar más cansada de lo que creía. Me ha parecido de verdad gracioso.

Catherine negó con la cabeza y pescó el extremo de otra arteria.

Instantes más tarde, colocaron la bolsa de gel que sustituía al sistema digestivo en su sitio. Perlados reflejos titilaron a través de la espesa capa de agar-agar.

—Nos sobran bacterias esta vez —observó la doctora Burke mientras terminaba de conectar el segundo motor del diafragma artificial—. Quiero esos órganos saturados.

—Saturado está —asintió Donald. Cogió el cultivo de hígado de manos de Catherine, frunció el ceño y miró furioso sobre el hombro de ella—. ¡Basta ya!

—¿Basta de qué? —preguntó ella, inclinándose para trabajar sobre un riñón.

—No es a ti. El número nueve. Me está mirando.

Ella se enderezó y lo comprobó.

—No, no lo está haciendo. Sólo está mirando en tu dirección.

—Bueno, no me gusta.

—No hace ningún daño.

—¿Y qué?

—Chicos. —Si la voz de la doctora Burke hubiese sido más seca se habría quebrado—. ¿Y si nos concentrásemos en el asunto que tenemos entre manos? —Esperó, de forma intencionada, hasta que ambos retomaron el trabajo antes de soltar el separador de costillas—. Si eso te molesta mucho, Donald, Catherine puede meterlo en su caja.

Donald asintió con la cabeza.

—Buena idea. Hacerla guardar sus juguetes cuando ha acabado con ellos.

Catherine no le hizo caso.

—Estaría mejor fuera, doctora. Necesita estímulos si queremos que se conecte con la red.

—Buen argumento —reconoció la doctora—. No muy bien expuesto, pero un buen argumento. Lo siento, Donald. Se queda fuera.

Catherine le lanzó una mirada triunfante.

—Cuando acabéis aquí, uno de vosotros puede cerrar mientras el otro comienza el bombeo y reemplaza la solución estéril. Quiero ese sistema circulatorio funcionando lo antes posible. Ahora, si pensáis que podéis arreglároslas sin que tenga que hacer de arbitro, voy a abrir el cráneo.

—Sigue mirándome —gruñó Donald un instante después, con voz apenas audible sobre el quejido del hueso serrado.

—Si todo va bien, está aprendiendo de ti.

—¿Sí? —Alzó un dedo cubierto de látex como saludo—. Bien, aprende esto.

Del otro lado del cuarto, tres de los dedos de la mano derecha del número nueve se cerraron lentamente metiéndose bajo el pulgar doblado. Aunque el rostro permaneció inexpresivo, un músculo tembló bajo la correosa superficie de la piel.

sep

Henry conducía el BMW con suavidad por las curvas de la salida de la autopista a una velocidad considerablemente superior a la indicada. Dos horas y cuarenta y dos minutos, de Toronto a Kingston… no todo lo rápido que podía hacerse, pero teniendo en cuenta el eterno embotellamiento del tráfico al que se había enfrentado al dejar la ciudad y el elevado número de policías locales patrullando en los últimos cien kilómetros, era una marca respetable.

Aunque disfrutaba de las altas velocidades y sus reflejos hacían posibles maniobras que dejaban a otros conductores boquiabiertos, Henry nunca había comprendido el amor de Norteamérica por el automóvil. Para él un coche era una herramienta, el BMW un punto intermedio entre potencia y seguridad. Mientras los conductores mortales arriesgaban alegremente sus vidas forzando los límites de sus mecánicas, él no tenía intención alguna de concluir de repente cuatrocientos cincuenta años debido a la fatiga del metal o a defectos de diseño… pero por otro lado, a diferencia de los conductores mortales, no tenía nada que demostrar.

El apartamento de la madre de Vicki fue bastante fácil de encontrar. División Street no sólo daba directamente a la 401, sino que a una manzana de distancia no había posibilidad de confundir al hombre que salía del sedán último modelo aparcado enfrente del edificio. Henry viró entrando en el diminuto aparcamiento y dejó el BMW en la plaza de al lado.

—Viniste rápido —comentó mientras salía de su coche y se estiraba.

—Gracias. —La palabra salió de su boca antes de que Celluci se diera cuenta de que no tenía ninguna razón para sentirse tan absurdamente halagado por la observación—. Obviamente infringiste algunas leyes —dijo en un gruñido—. ¿O piensas que nuestros límites de velocidad no se aplican en tu caso?

—No más de lo que tú piensas que se aplican en el tuyo —le dijo Henry con una afilada sonrisa—. ¿O acaso la policía no tiene que cumplir las leyes que ha jurado defender?

—Gilipollas —masculló Celluci. Nada enfriaba la justa ira más rápido que el obligado reconocimiento de unos fundamentos éticos movedizos—. Y no entiendo por qué has venido de todas formas. Vicki necesita seres vivos alrededor de ella, no más muertos.

—No estoy más muerto que tú, detective.

—Sí, bueno, no estás… quiero decir, estás…

—Soy vampiro. —Henry extendió las manos—. Ya está, ya no se cierne entre nosotros. La palabra ha sido pronunciada. —Encontró la mirada de Celluci y la mantuvo, pero esta vez no empleó ningún poder para ello—. Valdría más que lo admitieras, detective. No me iré.

La curiosidad se impuso al buen juicio y Celluci se encontró a sí mismo preguntando:

—¿Qué eras?

—Era un príncipe. Un bastardo real.

Las comisuras de la boca del detective temblaron.

—Bien, eres un bastardo real, eso seguro. —Luchó por recuperar una posición de igual a igual, haciendo caso omiso de la sospecha de que se lo estaba permitiendo—. ¿Por qué nunca nadie es un jodido campesino?

—¿Nadie? —preguntó Henry, alzando las cejas.

—Tú, Shirley MacLaine… No importa. —Se apoyó contra su coche y suspiró—. Mira, ella no nos necesita a ambos.

—¿Así que por qué no me voy sin más a casa? Creo que no.

—¿Qué puedes darle?

—¿Ahora? ¿En su dolor? Lo mismo que tú.

—Pero yo puedo darle la noche y el día. Tú sólo tienes la noche.

—¿Entonces por qué te preocupa tanto que esté aquí? Sin duda tienes ventaja. Ten en cuenta, sin embargo —continuó Henry, con tono pensativo—, que dejé mi santuario por ella, corrí el riesgo del sol a fin de estar a su lado. Eso debería servir para algo.

—¿Qué pretendes decir con «servir para algo»? —Celluci resopló—. ¡Esto no es un concurso! Hombre contra… —sus ojos se entrecerraron— escritor de novelas románticas. Se supone que estamos aquí por ella.

—En ese caso, tal vez. —Henry comenzó a moverse hacia el edificio— sería mejor que nos esforzásemos un poco más por recordarlo.

¡Maldito hijo de puta paternalista! Por suerte, sus piernas más largas permitieron a Celluci alcanzarlo sin tener que correr.

Henry se giró a medias y lo miró.

—¿Y después?

—¿Quién coño lo sabe? —¡Deja de mirarme así!—. Terminemos con esto, primero.

Escuchando el martillear del corazón de Celluci, Henry asintió, satisfecho.

sep

A Vicki le llevó un momento darse cuenta de lo que significaba el aporrear.

La puerta.

Bam. Bam. Bam.

La policía en la puerta. La forma de llamar era inconfundible. Miró ceñuda al oscuro apartamento y se levantó entumecida. ¿Cuánto tiempo? Con los ojos inútiles a pesar de la luz procedente de la calle, se abrió camino tanteando hasta la mesa del teléfono, y después a lo largo de la pared hasta la puerta.

sep

Celluci miró con ceño a Henry y alzó la mano para llamar de nuevo.

—¿Estás seguro de que está ahí dentro?

—Estoy seguro. Puedo sentir su vida.

—Sí. Bueno.

sep

Bam. Bam. Bam.

Los dedos de ella arañaron el interruptor de la luz y lo encendió, llorándole los ojos bajo el súbito resplandor. Su madre siempre usaba bombillas de cien vatios.

No me importa cuánta energía consuma, es más importante que puedas ver cuando llegas a casa. Puedo permitírmelo y el medio ambiente puede irse al cuerno.

Su madre siempre había usado bombillas de cien vatios.

La cerradura se atascó a mitad de vuelta.

—Le dije que lo hiciera arreglar —gruñó mientras luchaba por bajar a la fuerza los seguros—. Maldito estúpido pedazo de chatarra.

Bam. Bam. Bam.

—¡Ábrete de una puta vez!

sep

Celluci bajó la mano.

—Está ahí dentro.

sep

La cerradura por fin cedió. Vicki respiró profundamente, se ajustó las gafas, y abrió la puerta.

—¿Qué coño estáis haciendo aquí? —preguntó tras una larga pausa.

—Hemos venido a ayudar —le contestó Henry con voz queda.

Ella miró a uno y otro, con la confusión que era la única emoción que podía reconocer sin esfuerzo.

—¿Los dos?

—Los dos —asintió Celluci.

—No os he pedido vuestra ayuda.

Intercambiaron una misma expresión y Celluci suspiró.

—Lo sabemos —dijo.

—¿Vicki?

Los tres se volvieron.

El señor Delgado se encontraba justo del otro lado de la puerta, cargando el peso sobre las puntas de los pies, los hombros echados atrás, los brazos sueltos a los costados, los pantalones puestos sobre una chaqueta de pijama a rayas.

—¿Hay algún problema?

Vicki se subió con fuerza las gafas. La respuesta más exacta sería: todavía no.

—No —dijo—. Ninguno. Son amigos míos de Toronto.

—¿Qué están haciendo aquí?

—Por lo visto —su voz se volvía más clara con cada palabra—, han venido para ayudar.

—Ah. —Su mirada recorrió a Celluci de pies a cabeza y después siguió con Henry. En atención a Vicki, Henry contuvo su enojo y dejó que el anciano terminara—. Bien, si hay algún problema —las últimas dos palabras eran una advertencia—, házmelo saber.

—Puedo encargarme de estos dos, señor Delgado.

—No lo dudo. Pero no deberías tener que hacerlo. No ahora mismo —proyectó su mentón adelante—. ¿Comprendéis, muchachos?

La paciencia de Celluci mostraba signos de agotamiento.

—Comprendemos, señor Delgado.

—¿Los dos?

Henry se giró un poco más hasta clavar la mirada en el pasillo.

—Los dos lo comprendemos.

El señor Delgado miró de soslayo a Henry y luego casi pareció cuadrarse.

—Tenía que preguntar…

—Lo sé.

—Bien, buenas noches.

Henry lo despidió con una inclinación de cabeza.

—Buenas noches.

Los tres observaron cómo se cerraba la puerta y entonces Vicki retrocedió apartándose.

—Entrad si queréis.

sep

—¿… no se os ocurrió a ninguno de los dos que a lo mejor quería ocuparme de esto yo misma? —Vicki recorrió el cuarto de estar, llegó hasta la ventana y miró furiosa a la noche. El apartamento estaba media altura por debajo del suelo, no exactamente un sótano, no exactamente un primer piso. Las ventanas daban a una estrecha franja de césped, al que seguía el aparcamiento para visitas, la acera, y después la carretera. No era una gran vista. La madre de Vicki había gastado en persianas y pesadas cortinas para evitar que el mundo le devolviera la mirada. Vicki no se había molestado en correrlas—. ¿Que tal vez —continuó con la garganta contraída—, no hay nada que podáis hacer?

—Si quieres que los dos, o uno de nosotros, volvamos a Toronto, lo haremos —le dijo Henry con voz calma.

Celluci le lanzó una mirada y abrió la boca, pero Henry alzó una mano advirtiéndole, y la cerró de nuevo sin decir palabra.

—¡Quiero que los dos volváis a Toronto!

—No, no quieres.

La risa de ella poseía un imperceptible matiz de histeria.

—¿Estás leyendo mi mente, Henry? —se volvió para hacerle frente—. De acuerdo, tú ganas. Ya que estáis aquí, podéis quedaros. —Esbozó un gesto de capitulación en el aire con la mano—. Podéis quedaros los dos.

sep

—¿Cómo has convencido a Mike para que se fuera a dormir?

—Simplemente le dije que lo necesitarías descansado por la mañana, que yo era la elección lógica para velar por la noche.

—¿Simplemente?

—Bueno, tal vez lo persuadí un poco.

Ella se sentó sobre el borde de las camas gemelas de la habitación en la que había crecido y alisó inexistentes arrugas en la almohada con los dedos de una mano.

—No te lo agradecerá por la mañana.

—Tal vez no. —Henry la observó con cautela, sin permitirse mostrar toda su preocupación para que ella no huyese—. Pero le expliqué claramente que era un poco difícil para cualquiera de nosotros dar consuelo estando los dos aquí. Pareció estar de acuerdo. —Había, de hecho, gruñido: «Vete pues», pero Henry no vio ninguna necesidad de mencionárselo a Vicki.

—¿Todo eso mientras yo estaba en el baño?

—¿Debería haber durado más?

—Supongo que no.

Se había preparado para afrontar la ira de ella ante su despotismo… habría preferido la brillante llama de su cólera a la gris aceptación que obtuvo. Alargó la mano y cogió con suavidad la que seguía acariciando la almohada.

—Necesitas dormir, Vicki.

La piel alrededor de los ojos de ella parecía muy tensa.

—No creo que pueda.

—Yo sí.

—Si necesitas alimentarte, no creo…

Henry negó con la cabeza.

—No esta noche. Quizá mañana. Ahora duerme un poco.

—No puedo…

—Sí puedes. —Su voz se hizo ligeramente más profunda y le levantó la barbilla para hacer que sus ojos encontraran los suyos.

Estos se abrieron cuando ella comprendió lo que estaba haciendo, y le empujó los dedos inútilmente.

—Duerme —le dijo de nuevo.

Su inarticulada protesta dejó paso a un largo, tembloroso suspiro, y cayó redonda de espaldas sobre la cama.

Frunciendo el ceño de forma pensativa, Henry le metió las piernas bajo la colcha y le quitó las gafas, dejándolas en lugar seguro sobre la mesa de noche. Por la mañana, los dos intercambiarían historias sobre la injusta ventaja de que disponía sobre las mentes mortales. Quizá eso los acercaría más. Era un riesgo que no había tenido más elección que asumir. Pero de momento… Estiró el brazo y apagó la luz.

—De momento… —murmuró, arropando con las mantas la vida que resplandecía como un faro en la oscuridad—. De momento, protegeré tus sueños.

sep

—Henry… —Se incorporó sobre un codo y tanteó en busca de sus gafas. La habitación era gris, no negra. No podía estar amaneciendo porque podía sentir su presencia incluso antes de dar con la sombra más oscura junto a la puerta.

—No puedo quedarme más tiempo. —Separó las manos en señal de disculpa—. El sol está muy cerca del horizonte.

—¿Adónde vas a ir?

Pudo oír la sonrisa en su voz.

—No muy lejos. El armario empotrado del cuarto de tu madre será un santuario adecuado. Llevará muy poco tiempo cerrar el paso al día.

—Voy contigo. —Balanceó las piernas fuera de la cama y se puso en pie, haciendo caso omiso de la falta de luz. Su madre no había hecho auténticos cambios en el cuarto desde que ella se había ido… tendría que haber estado más que ciega para no encontrar el camino.

En la puerta, los fríos dedos de Henry se cerraron en torno a su brazo justo por encima del codo. Ella se volvió, sabiendo que podía verla aunque apenas era capaz de ver la silueta de su cuerpo.

—Henry. —Él se acercó más mientras ella alargaba la mano poniéndole la palma contra el pecho—. Mi madre… —Las palabras no salían. Podía sentirlo aguardando, hasta que por fin hubo de negar con la cabeza.

Los labios de él rozaron muy suavemente su pelo.

—Tenías razón —dijo en cambio—. El sueño me ha ayudado. Pero… —retorció los dedos sobre su camisa y tiró de él ligeramente— nunca vuelvas a hacerlo.

La mano de él cubrió la suya.

—Nada de promesas —le dijo con voz calma.

Sí, promesas, quería insistir ella. No voy a aguantarte manoseando mi cabeza. Pero ya lo hacía sólo por el hecho de existir, y en esas circunstancias no creería ninguna promesa que hiciera.

—En marcha —lo empujó hacia la puerta—. Incluso yo puedo sentir el sol.

Celluci yacía tendido encima de la cama de su madre, los zapatos fuera, pero aparte de eso vestido. Vicki se sobresaltó al verlo aparecer tan de repente a la luz del techo, y tuvo que abstenerse de sacudirle y preguntarle qué estaba haciendo allí. Sobre la cama de su madre. Salvo que su madre ya no dormiría en ella, así que ¿qué importaba?

—No se despertará —le dijo Henry mientras ella vacilaba junto a la puerta—. No hasta que yo esté… dormido.

—Ojalá no lo hubieras hecho.

—Vicki.

El sonido de su nombre tiró de ella hasta que estuvieron a sólo un susurro de distancia al lado de la puerta del armario.

Él extendió una mano y acarició con dulzura su mejilla.

—Michael Celluci tiene el día; no puedo compartirlo con él. No me pidas que le dé la noche también.

Vicki tragó saliva. El contacto de él trazó líneas de calor a través de su piel.

—¿Te he pedido eso alguna vez?

—No. —Su expresión se alteró deslizándose un poco en la tristeza—. Nunca me has pedido nada.

Ella quiso protestar que sí lo había hecho, pero sabía lo que quería decir.

—Ahora no, Henry.

—Tienes razón —asintió y retiró su mano—. Ahora no.

Por suerte, el armario tenía sitio de sobra para que un hombre no demasiado alto se tendiera con seguridad oculto del sol.

—Cerraré la puerta desde dentro, para que no pueda ser abierta por accidente, y he traído la cortina de aislamiento que colgaste en mi dormitorio para envolverme. Volveré a estar contigo este anochecer.

Con los ojos del recuerdo ella pudo verlo, alzándose con la oscuridad tras un día transcurrido… sin vida.

—Henry.

Él se detuvo bajo el marco de la puerta.

—Mi madre está muerta.

—Sí.

—Tú nunca morirás.

El hijo bastardo de cuatrocientos cincuenta años de Enrique VIII asintió con la cabeza.

—Nunca moriré —reconoció.

—¿Debería enfadarme contigo por eso?

—¿Debería enfadarme contigo por el día?

Las cejas de ella se fruncieron bruscamente, y el movimiento hizo bajar sus gafas sobre la nariz.

—Te odio cuando respondes a una pregunta con una pregunta.

—Lo sé.

Su sonrisa contenía tantas cosas que ella no podía esperar comprenderlas todas antes de que la puerta del armario se cerrase entre ellos.

—¡Vicki, no es posible que estés de acuerdo con lo que hizo Fitzroy! —Mientras se encontraba de pronto absorta en limpiar un poco de suciedad de sus caros zapatos, se dio cuenta de que, en efecto, lo estaba—. ¡Vicki!

—¿Qué?

—¡Me dejó sin sentido, me hizo dormir, violó mi libre albedrío!

—Sólo quería el mismo tiempo a solas que tú tienes ahora. Del todo libre de interrupciones.

—¡No puedo creer que estés defendiéndolo!

—No lo estoy haciendo. No exactamente. Sólo entiendo sus razones.

Celluci resopló y hundió los brazos en las mangas de su chaqueta. Algunas costuras saltaron en señal de protesta.

—¿Y qué hicisteis los dos durante ese tiempo a solas libre de interrupciones?

—Me hizo dormir también. Luego se sentó y me veló hasta el amanecer.

—¿Eso es todo?

Vicki se volvió para mirarle de frente, ambas cejas muy por encima del borde superior de sus gafas.

—Eso es todo. Maldita sea si es asunto tuyo.

—Eso no lo arreglará esta vez, Vicki. —Dio un paso adelante, le cogió el zapato de la mano y se agachó con él sobre una rodilla—. Fitzroy se metió en mis asuntos al sacar toda esa mierda del Príncipe de la Oscuridad.

Ella suspiró y le dejó que guiara su pie dentro del liso escarpín negro.

—Sí, supongo que lo hizo. Necesitaba dormir, Mike. —Se inclinó para apartarle el largo rizo de pelo de la cara—. No podría haberlo conseguido sin él. Me dio la noche para dormir cuando la podría haber tomado para él mismo.

—Muy noble por su parte —gruñó Celluci, deslizando el otro pie dentro del segundo zapato, y fue muy noble, reconoció para sí mientras se levantaba. Noble al habitual estilo zafio que mejor conozco, así que no te molestes expresando una opinión del tipo de las que se extinguieron con el jodido sistema feudal. Sin embargo, Fitzroy había obrado en favor de lo que consideraba ser el mayor beneficio para Vicki. Y siendo sincero, no creía que pudiese haberlos dejado solos juntos… mientras Fitzroy no tenía otra elección llegada la mañana. Así que supongo que podría haber hecho lo mismo en circunstancias similares. Lo que no excusa en absoluto a su puta real alteza no muerta.

Lo que más lo desconcertaba de aquello era lo poco que Vicki parecía preocuparse, lo mucho que parecía estar actuando con el piloto automático, y lo poco que parecía relacionarse con el mundo alrededor de ella. Reconocía los efectos del dolor y la conmoción (los había visto bastante a menudo con los años), pero de alguna manera era más difícil tratar con ellos porque se manifestaban en aquel preciso instante en Vicki.

Quería ayudarla a reponerse.

Sabía que no podía.

Odiaba tener que aceptarlo.

De acuerdo, Fitzroy, tú le ofreciste descanso la noche pasada, yo le daré apoyo hoy. Quizá juntos podamos hacerla pasar por esto.

Hizo que comiera, pero finalmente, cuando incluso intentar comenzar una discusión falló, renunció a tratar de hacerla hablar.

Hacia el mediodía, el señor Delgado vino a preguntar si Vicki necesitaba que la llevaran a la funeraria. Alzó la vista desde donde estaba sentada, meciéndose en silencio, y negó con la cabeza.

—Umm —resopló, saliendo fuera al vestíbulo y volviendo a mirar a Celluci—. ¿Es uno de sus amigos de la policía?

—Sargento detective Michael Celluci.

—Sí. Eso pensaba. Parece un policía. Louis Delgado. —Su apretón todavía era fuerte, la palma dura con las callosidades de un obrero—. ¿Qué le pasó al otro tipo?

—Se quedó despierto con ella toda la noche. Aún duerme.

—No es un policía.

—No.

Ante la sorpresa de Celluci, el anciano soltó una risita.

—En mis tiempos, dos hombres luchando por una mujer… habría habido sangre en la calle, déjeme decirle.

—Qué le hace creer…

—¿Piensa que paré mi cerebro al retirarme? Los vi a los tres juntos la noche anterior, ¿recuerda? —Su rostro se ensombreció de pronto—. Quizá sea una buena cosa que la gente se haya civilizado más; ella no necesita peleas alrededor ahora mismo. La he visto crecer. La ha visto decidir convertirse en adulta cuando debería haber estado disfrutando de ser una niña. Trató de cuidar de su madre, insistió en cuidar de sí misma —suspiró—. No se dejará vencer, ¿sabe? Ahora que ha sucedido esto tan terrible, usted y aquel otro tipo, no la dejen abatirse.

—Haremos todo lo que podamos.

—Umm —resopló de nuevo y se restregó los ojos con un pañuelo blanco como la nieve, sin tener en mucha estima, a todas luces, los esfuerzos de ambos.

Celluci lo observó volver a su propio apartamento y luego cerró la puerta sin hacer ruido.

—El señor Delgado se preocupa mucho por ti —dijo, atravesando la habitación para ponerse al lado de Vicki.

Ella negó con la cabeza.

—Tenía mucho cariño a mi madre.

No volvió a hablar hasta que estuvieron en el coche de camino a la funeraria.

—¿Mike?

La miró de reojo. Llevaba puesta su cara de tribunal. Ni siquiera el fiscal más aplicado podría haber descubierto una opinión sobre ella.

—No la llamé. Y cuando me llamó, no contesté. Y después murió.

—Sabes que no existe ninguna relación —dijo él tan suavemente como pudo. No esperaba una respuesta. No recibió ninguna.

No había nada más que decir, así que cubrió la mano izquierda de ella con la suya. Tras un largo instante, ella la giró cogiéndole con tanta fuerza que tuvo que reprimir una exclamación de dolor. Sólo su mano se movía. Sus dedos estaban helados.

sep

—De verdad, es por tu propio bien. —Catherine terminó de asegurar la correa del pecho y tocó ligeramente al número nueve en el hombro—. Sé que no te gusta, pero no puedo arriesgarme a que te sacudas las agujas. Eso es lo que le ocurrió a número seis y lo perdimos —sonrió a la caja de aislamiento—. Has llegado mucho más lejos que el resto, aunque tus riñones todavía no funcionen, tanto que lamentaríamos perderte también. —Llevando la mano detrás de la oreja izquierda, acopló el circuito electrónico a la clavija implantada, comprobando con las yemas de los dedos que la piel no se hubiese abierto bajo el collar quirúrgico de acero asegurado firmemente contra el cráneo y el cuero cabelludo—. Y ahora… —sacudió la cabeza sobre las abolladuras superficiales que estropeaban la curva interior de la tapa aislante— quédate quieto y la abriré cuando termine tu diálisis.

La caja se cerró con un susurro de sellos herméticos y el sonido metálico de un cierre automático.

Frunciendo ligeramente el ceño, Catherine ajustó la cantidad de oxígeno puro que fluía por la entrada de aire. Aunque había pasado el punto en el que lo necesitaba y podía habérselas arreglado solamente con aire normal filtrado, quería que tuviese todas las oportunidades para tener éxito. Más tarde, cuando los diagnósticos de los músculos estuviesen en marcha, le daría un masaje por todo el cuerpo con la crema de estrógeno. Su piel no tenía buen aspecto. Mientras tanto, accionó el interruptor que comenzaría la transmisión a través de su red y fue a comprobar las otras dos cajas.

El número ocho había empezado a fallar. No sólo las articulaciones estaban volviéndose menos sensibles, sino que las extremidades se habían ennegrecido y sospechaba que el hígado había comenzado a pudrirse, señal segura de que las bacterias habían empezado a morir.

—Millones de ellas multiplicándose por todo el mundo —dijo tristemente, acariciando la cabecera de la caja del número ocho—. ¿Por qué no podemos mantenerlas vivas lo suficiente para conseguir algo bueno?

Ante la tercera caja, desocupada hacía poco por el diseccionado número siete, examinó uno de los tres monitores. Las ondas cerebrales del cerebro de Marjory Nelson, registradas durante los últimos meses que precedieron a su muerte, estaban siendo transmitidas en un bucle continuo a través de la recién instalada red neuronal. Nunca habían dispuesto de patrones de ondas cerebrales reales con anterioridad. Todos los experimentos previos, incluyendo a los números ocho y nueve, sólo habían recibido ondas alfa comunes obtenidas de ella misma y de Donald.

—Tengo grandes expectativas para ti, número diez. No hay razón para que tú… —Un bostezo hendió el pensamiento en dos y Catherine se movió con torpeza hacia la puerta, de repente exhausta. Donald se había dirigido hacia su cama una vez la parte principal de la operación había sido completada, y la doctora Burke se había marchado justo antes de amanecer. No le importaba acabar por sí misma (le gustaba tener el laboratorio para ella, le daba una oportunidad de ocuparse de que todos los pequeños trabajos extras se hiciesen), pero si no se equivocaba, llevaba ya casi día y medio de pie y necesitaba descabezar un sueño. Un par de horas durmiendo y estaría como nueva.

Con los dedos sobre el interruptor de la luz, se detuvo en el umbral, miró atrás al laboratorio, y dijo con voz queda:

—Dulces sueños.

sep

No eran sueños, ni llegaban a ser recuerdos, pero, fuera de la influencia de la red, las imágenes se agitaban. El rostro de una mujer joven muy cercano, cabello pálido, ojos pálidos. Su voz era tranquilizadora en un mundo donde demasiadas luces eran demasiado brillantes y demasiados sonidos sólo ruido. Su sonrisa era…

Su sonrisa era…

Los impulsos orgánicos avanzaron pesadamente a lo largo de maltrechos senderos neuronales en busca de la conexión que completaría el pensamiento.

Su sonrisa era…

Amable.

Número nueve se removió bajo sus correas.

Su sonrisa era amable.

sep

—¿Señorita Nelson?

Vicki se volvió hacia la voz, esforzándose duramente por no poner mal gesto. Parientes y amigos de su madre circulaban por todas partes en el recibidor, todos esperando que ella mostrase lo que ellos entendían por dolor. Si no hubiese sido por la mole de Celluci a su espalda, puede que hubiera huido… de no haber sido por la rápida presa de él en torno a su muñeca, sin duda le habría dado una paliza al primo que, habiendo conducido desde Gananoque, observó que más tarde o más temprano habría sido un momento mejor, y desde luego contaba con que hubiese un refrigerio después. No conocía al hombre fornido que la llamaba.

Le tendió una mano musculosa.

—Señorita Nelson, soy el reverendo Crosbie. El pastor anglicano que suele trabajar con Hutchinson está algo indispuesto hoy, así que me pidió que lo sustituyera. —Su voz era un áspero ronroneo que subía y bajaba con la cadencia de la costa este.

Un doble mentón casi ocultaba el alzacuello eclesiástico, pero, dada la firmeza de su apretón, Vicki dudaba que todo su volumen fuera grasa.

—Mi madre no era practicante —dijo.

—Eso es algo entre ella y Dios, señorita Nelson. —Su tono logró ser natural y compasivo al mismo tiempo—. Ella quería que se leyese una misa anglicana para llevar paz a su alma, y estoy aquí para hacerlo por ella. Pero —juntó ligeramente sus pobladas cejas blancas—, como no conocía a su madre, no pretendo hablar como si fuese el caso. ¿Va a hacer su propio panegírico?

¿Iba a ponerse en pie delante de toda esa gente y hablarles sobre su madre? ¿Iba a contarles cómo su madre había renunciado a la vida a la que una mujer joven tenía derecho a fin de mantenerlas a las dos? ¿Contarles cómo su madre había intentado impedirle que aceptara su primer trabajo porque pensaba que la niñez debería durar un poco más? ¿Hablarles de su madre, un faro de visible orgullo, contemplándola mientras se graduaba en el instituto, luego la universidad, luego la academia de policía? ¿Contarles cómo después de su promoción su madre había salpicado la frase «Mi hija, la detective» en cada conversación? ¿Decirles cómo, cuando recibió el primer diagnóstico sobre sus ojos, su madre había tomado un tren a Toronto y se había negado a oír las mentiras de que todo estaba bien y no la necesitaba allí? ¿Contarles lo latosa que era y lo preocupada que estaba, y la costumbre que tenía de llamar siempre durante la ducha? ¿Contarles cómo su madre había necesitado hablar con ella y no había respondido al teléfono?

¿Decirles que su madre estaba muerta?

—No. —Vicki sintió la mano de Celluci cerrándose sobre su hombro y comprendió que su voz no había sido nada clara. Tosió y escudriñó la habitación casi con pánico—. Allí. La mujer baja de guerrera caqui —señalar revelaría el temblor—. Es la doctora Burke. Mi madre trabajó para ella durante los últimos cinco años. Tal vez ella diga algo.

Unos brillantes ojos azules se enfocaron justo detrás de ella por un segundo. Fuese lo que fuese lo que el reverendo Crosbie vio en el rostro de Celluci, pareció tranquilizarlo, porque asintió y dijo con voz calma:

—Hablaré con la doctora Burke, entonces. —Su cálida mano volvió a engullir la de ella—. Tal vez usted y yo tengamos oportunidad de hablar más tarde, ¿eh?

—Tal vez.

La presa de Celluci sobre su hombro se estrechó mientras el pastor se alejaba.

—¿Estás bien?

—Claro. Estoy bien. —Pero no esperaba que la creyera, así que se dijo que no era exactamente una mentira.

—¿Vicki?

Aquella era una voz que reconoció y se volvió casi ansiosamente hacia ella.

—Tía Esther. —La alta, delgada mujer abrió los brazos y Vicki se dejó envolver por ellos. Esther Thomas había sido la amiga más íntima de su madre. Habían crecido juntas, habían ido a la escuela juntas, habían sido novia y dama de honor, dama de honor y novia. Esther había estado dando clases en Ottawa desde que Vicki podía recordar, pero vivir en distintas ciudades no había disminuido la amistad.

Las mejillas de Esther estaban mojadas cuando se separaron.

—Creía que no iba a conseguirlo. —Sorbió y buscó un pañuelo—. Llevo el tanque de seis cilindros de Richard, pero están construyendo en la autopista quince. ¿Puedes creerlo? Estamos en abril. Todavía esperan que nieve. Maldición, yo… gracias. Eres Mike Celluci, ¿no? Nos vimos una vez, hará unos tres años, justo después de Navidad, cuando te dirigías a Kingston para recoger a Vicki.

—Lo recuerdo.

—Vicki… —se sonó la nariz y volvió a empezar—. Vicki, tengo que pedirte un favor. Me… me gustaría verla por última vez.

Vicki dio un paso atrás, pisando el pie de Celluci, sin darse cuenta.

—¿Verla?

—Sí. Para decirle adiós. —Las lágrimas brotaron y rodaron, y ella se limpió sin demasiado efecto—. No creo que pueda aceptar que Marjory está muerta de verdad a no ser que la vea.

—Pero…

—Sé que es un ataúd cerrado, pero creí que tú y yo podríamos entrar ahora. Antes de que empiece todo.

Vicki nunca había comprendido la necesidad de ver a los muertos. Un cadáver era un cadáver, y con los años había visto bastantes de ellos para saber que todos eran básicamente iguales. No quería recordar a su madre de esa forma, tendida sobre la mesa del depósito, y desde luego tampoco quería recordarla preparada como un maniquí para ir bajo tierra. Pero sin duda era algo que Esther necesitaba.

—Hablaré con el señor Hutchinson —se oyó decir.

Instantes después, los tres se abrieron camino por la nave central de la capilla, el sonido de los zapatos amortiguado sobre la gruesa alfombra roja.

—Estábamos preparados para esta eventualidad —dijo el señor Hutchinson mientras se aproximaban al ataúd—. Muy a menudo, cuando la caja está cerrada, amigos y parientes todavía quieren decir un último adiós al difunto. Estoy seguro de que encontrará a su madre tal como la recuerda, señorita Nelson.

Vicki apretó los dientes como contestación.

—El servicio debe comenzar de un momento a otro —dijo él mientras abría el seguro y comenzaba a levantar la mitad superior de la tapa—, así que me temo que tendrá que… tendrá que…

Los dedos de Vicki se clavaron en el acolchado satén del borde del ataúd. En el centro de la mullida almohada se encontraba la parte de arriba de un gran saco de arena. Un rápido vistazo a los pies del ataúd sirvió para ver que un segundo saco completaba el resto del peso necesario.

Vicki se irguió, y con una voz que arrancó todo el barniz de civilización de sus palabras preguntó:

—¿Qué ha hecho con mi madre?