octora Burke? Se trata de número siete…
—¿Y bien? —Con el auricular puesto debajo de la barbilla, la doctora Aline Burke garabateó su firma en la parte inferior de una memoria y la lanzó a la papelera de fuera. Aunque Marjory Nelson había muerto hacía sólo un par de horas, el papeleo había comenzado a desmandarse. Con algo de suerte, la universidad movería su trasero colectivo y le conseguiría una secretaria temporal antes de que las trivialidades académicas la enterraran por completo.
—Creo que querrá ver esto por usted misma.
—¡Por Dios, Catherine, no tengo tiempo para andar adivinando! —Puso los ojos en blanco. Estudiantes de posgrado—. ¿Lo estamos perdiendo?
—Sí, doctora.
—Voy enseguida.
—Maldita sea. —El guante de operaciones golpeó la papelera con bastante fuerza para balancear el contenedor de lado a lado—. Descomposición del tejido otra vez. Justo igual que los otros. —El segundo guante fue después, y la doctora Burke se volvió mirando con furia hacia el cuerpo de un hombre viejo tendido sobre la mesa de acero inoxidable, la cavidad torácica abierta, la tapa de los sesos descansando contra una oreja—. Ni siquiera ha durado tanto como el número seis.
—Bueno, era viejo, doctora. Y en no muy buena condición física.
La doctora Burke resopló.
—Yo diría que no. Supongo que estoy un tanto sorprendida de que durase tanto. —Suspiró cuando la joven en pie junto a la cabeza del cadáver pareció destrozada—. No te estaba criticando, Catherine. Tu trabajo fue excelente como de costumbre, y no eres en absoluto responsable de los deplorables hábitos de los sujetos cuando estaban vivos. Dicho esto, recupera el resto de los aparatos, y todo lo que puedas de la red, asegúrate de que todas las bacterias están muertas, y comienza el procedimiento habitual de eliminación.
—La facultad de medicina…
—Por supuesto que la facultad de medicina. Difícilmente vamos a lastrarlo con piedras y arrojarlo al lago Ontario… aunque debo admitir que ello conlleva una cierta simplicidad que me atrae, y supondría un montón menos de trabajo adicional para mí. Hazme saber cuando esté preparado; estaré en mi oficina durante las dos próximas horas. —Con la mano en la puerta, se detuvo—. ¿Qué es todo ese estruendo?
Catherine alzó la vista, los ojos azul pálido bien abiertos, los dedos adentrándose más en la cavidad craneal del viejo.
—Oh, es número nueve. Creo que no le gusta la caja.
—No le gusta nada, Catherine. Está muerto.
La joven se encogió con aire de disculpa, aceptando la corrección, pero reacia a ser convencida.
—Sigue golpeando.
—Bien, cuando termines con el número siete, disminuye la energía de nuevo. Lo último que necesitamos es acelerar el daño tisular debido al movimiento no autorizado.
—Sí, doctora. —Deslizó con delicadeza el cerebro en una bandeja de plástico. La batería de luces fluorescentes directamente sobre la mesa devolvía reflejos dorados abriéndose paso a través de la masa verde grisácea—. Estaría bien trabajar por fin con un sujeto al que hayamos podido preparar previamente. Quiero decir, el retraso mientras tratamos de ajustar las bacterias no puede ser bueno para ellos.
—Probablemente no —asintió la doctora Burke mordaz y, con una última mirada de desaprobación hacia la caja de aislamiento del número nueve, salió a grandes pasos del laboratorio.
El martilleo continuó.
—¿Hacia dónde, señorita?
Vicki abrió la boca y volvió a cerrarla. En realidad no tenía ni la menor idea.
—Eh, Queens University. Ciencias de la Vida. —Su madre habría sido trasladada. Seguramente alguien podría decirle a dónde.
—Es un campus enorme, Queen’s. —El taxista se alejó del estacionamiento de la estación de tren y giró por Taylor Kidd Boulevard—. ¿Tiene la dirección?
Sabía la dirección. Su madre le había enseñado con orgullo el nuevo edificio justo después de que se abriera hacía dos años.
—Está en Arch Street.
—Junto al viejo Hospital General, ¿eh? Bien, lo encontraremos —le sonrió afablemente por el espejo retrovisor—. Quince años conduciendo un taxi y todavía no me he perdido. Hace un buen día. Parece que la primavera ha llegado por fin.
Vicki echó una ojeada por la ventana a su costado. El sol brillaba. ¿Había brillado en Toronto? No podía recordarlo.
—El invierno es mejor para el negocio, eso sí. ¿Quién quiere caminar cuando la nieve medio derretida llega hasta los tapacubos, eh? Sin embargo, abril no es tan malo mientras tenemos mucha lluvia. Que llueva, eso es lo que yo digo. ¿Va a estar en Kingston mucho tiempo?
—No sé.
—¿Visita familiar?
—Sí.
Mi madre. Está muerta.
Algo en aquella única sílaba convenció al taxista de que su pasajera no estaba de humor para conversaciones y de que sería mejor no formular más preguntas. Tarareando con escaso oído, la dejó en relativo silencio.
Habían hecho un intento de unir el nuevo Complejo de Ciencias de la Vida, hecho de hormigón, con las estructuras más antiguas de piedra caliza de la universidad, pero no había tenido éxito del todo.
—Progreso —probó suerte el taxista, mientras Vicki abría la puerta de atrás, soltando la lengua con una importante indicación—. Sin embargo, los chicos necesitan algo más que un par de mecheros Bunsen y un estante de tubos de ensayo para hacer alguna investigación significativa hoy día, ¿eh? El periódico dice que un estudiante de posgrado obtuvo una patente sobre un germen.
Vicki, que le había dado un billete de veinte porque era el primero que había sacado de su cartera, hizo como si no oyera.
Él movió la cabeza mientras la observaba caminar a grandes pasos avenida arriba, la espalda totalmente rígida, el neceser de viaje acarreado como si fuese un arma, y optó por no desearle que tuviera un buen día.
—¿Señora Shaw? Soy Vicki Nelson…
La diminuta mujer detrás del escritorio se puso de pie de un salto y le ofreció ambas manos.
—Oh, sí, claro. Pobre querida, ¿hizo todo el viaje desde Toronto?
Vicki dio un paso atrás, pero no pudo evitar que aferrara y estrujara su mano derecha. Antes de que pudiese hablar, la señora Shaw continuó a toda prisa.
—Claro que sí. Quiero decir que estaba en Toronto cuando la llamé y ahora está aquí. —Rio, algo avergonzada, y soltó la mano de Vicki—. Lo siento. Es sólo… bueno, su madre y yo éramos amigas, habíamos trabajado juntas durante casi cinco años, y cuando ella… quiero decir, cuando… Fue… una conmoción terrible.
Vicki se quedó mirando las lágrimas que brotaban de los ojos de la vieja mujer y se dio cuenta, horrorizada, de que no tenía ni la más remota idea sobre qué decir. Todas las palabras de consuelo que había pronunciado durante años, para tratar de aliviar un millar de tipos diferentes de dolor, todo el entrenamiento, toda la experiencia… la habían abandonado.
—Lo siento. —La señora Shaw buscó dentro de su manga y sacó un pañuelo húmedo y arrugado—. Es sólo que cada vez que pienso en… no puedo evitarlo…
—Por eso sigo diciéndole que debería irse a casa.
Agradecida, Vicki se volvió para mirar hacia quien había hablado, con un tono tranquilo, medido, que había fluido como un bálsamo sobre sus despellejados nervios. La mujer que acababa de entrar por la puerta del despacho tenía unos cuarenta y cinco años, era baja, de constitución fuerte, y vestía una poco práctica combinación de pantalones grises de franela y una blusa blanca orlada de encaje bajo su bata abierta de laboratorio. Llevaba corto el pelo pelirrojo oscuro, a la moda, y la pesada montura de sus gafas se asentaba de lleno sobre una nariz bien salpicada de pecas. La seguridad en sí misma era algo tangible, incluso desde el otro lado de la habitación, y a pesar de todo, Vicki se oyó a sí misma responder.
La señora Shaw sorbió y volvió a guardar el pañuelo en su manga.
—Sigo diciéndole, doctora Burke, que no voy a ir a casa a pasar el día sola, no cuando puedo quedarme aquí, estar rodeada de gente y hacer algo de verdad. —Vicki sintió pequeños dedos cerrándose en torno a su brazo—. Doctora Burke, esta es la hija de Marjory, Victoria.
La mano de la jefa de departamento era cálida y seca, y se la estrechó con una eficacia en el movimiento que Vicki apreció.
—Nos vimos brevemente hace unos años, señorita Nelson, justo después de su primera cita, creo. Lamenté oír lo de su retinitis. Debe haber sido difícil dejar un trabajo por el que tanto se preocupaba. Y ahora… —Abrió sus manos—. Mis condolencias por lo de su madre.
—Gracias. —No parecía haber mucho más que decir.
—Hice que llevaran el cuerpo al depósito del Hospital General. La médica personal de su madre, la doctora Friedman, tiene un despacho allí. Como no sabíamos con exactitud cuándo llegaría ni cuáles serían los preparativos, parecía lo mejor para todos los interesados. Dispuse que la señora Shaw la llamara para hacérselo saber, pero usted debió de marcharse antes.
El caudal de información no arrastraba ninguna carga emocional en absoluto. Vicki se encontró extrayendo fortaleza de la poderosa personalidad que la producía.
—¿Podría usar uno de sus teléfonos para llamar a la doctora Friedman?
—Por supuesto. —La doctora Burke asintió con la cabeza hacia el escritorio—. Ya ha sido informada y está esperando su llamada. Ahora, si me excusa. —Se detuvo en la puerta—. Ah, señorita Nelson. Háganos saber cuando tiene lugar la ceremonia. Nos… —su gesto incluyó a la señora Shaw— gustaría asistir.
—¿Ceremonia?
—Es habitual en estas circunstancias celebrar un funeral.
Vicki apenas advirtió el sarcasmo, sólo oyó realmente la última palabra. Funeral…
—No parece dormida. —La cerúlea, grisácea palidez, la total ausencia del ser que sólo la muerte causa, eran inconfundibles. Vicki la había reconocido la primera vez que la había visto en un laboratorio forense para cadetes de policía y la reconocía ahora. Los muertos no estaban vivos. Sonaba como una explicación cómica, pero, mientras clavaba la mirada en el cuerpo que había sido de su madre, no podía pensar en ninguna mejor.
La doctora Friedman miró con ligera desaprobación mientras volvía a cubrir con la mortaja el rostro de Marjory Nelson, pero se contuvo. Podía sentir el control que Vicki se había impuesto, pero no conocía a la joven lo bastante bien como para traspasarlo.
—No habrá necesidad de una autopsia —dijo, indicando al encargado del depósito que se llevara el cuerpo—. Su madre ha estado sufriendo problemas cardiacos durante algún tiempo y la doctora Burke estaba prácticamente delante de ella cuando ocurrió. Dijo que tenía todas las características de un infarto fulminante.
—¿Un ataque cardiaco? —Vicki contempló la puerta girando hasta quedar cerrada detrás de la camilla y se resistió a temblar con la fría corriente que escapaba del depósito de cadáveres—. Sólo tenía cincuenta y seis años.
La doctora movió la cabeza tristemente.
—Ocurre igualmente.
—Nunca me lo contó.
—Tal vez no quería preocuparla.
Tal vez no estaba escuchando. El pequeño cuarto de inspección de pronto se había vuelto agobiante. Vicki se dirigió a la salida.
La doctora Friedman, cogida por sorpresa, se apresuró para alcanzarla.
—El forense está de acuerdo, pero si usted no…
—Nada de autopsia. —Había soportado demasiado para hacer pasar a su madre (a lo que quedaba de ella) por eso.
—Su madre había dispuesto un funeral pagado por anticipado con la funeraria Hutchinson, en Johnson Street, justo al lado de la avenida Portsmouth. Sería mejor si hablase con ellos en cuanto fuera posible. ¿Tiene a alguien que vaya con usted?
Vicki frunció el ceño.
—No necesito a nadie que vaya conmigo —dijo con un gruñido.
—Según lo dispuesto por su madre, señorita Nelson, Vicki… señorita Nelson —el director de la funeraria palideció levemente cuando la expresión de su cliente le hizo volver a usar el apellido, pero logró proseguir sin problemas—, quería ser enterrada cuanto antes, sin ser vista.
—Muy bien.
—También quería ser embalsamada… ¿tal vez pasado mañana? Eso le daría tiempo para la esquela en el periódico local.
—¿Pasado mañana es lo más pronto posible, entonces?
El más joven de los señores Hutchinson tragó saliva. Encontraba difícil permanecer del todo tranquilo bajo un escudriñamiento tan contundente.
—Bueno, no, podríamos tener todo listo para mañana por la tarde…
—Hágalo así, pues.
No era un tono con el que se pudiera razonar. Ni siquiera daba el menor pie a la discusión.
—¿Le parece bien a las dos en punto?
—Sí.
—Sobre el ataúd…
—Señor Hutchinson, creí entender que mi madre lo arregló todo de antemano.
—Sí, lo hizo…
—Entonces. —Vicki se puso en pie y se colgó el bolso del hombro— haremos exactamente lo que mi madre quería.
—Señorita Nelson. —Él se levantó también, y habló tan suavemente como pudo—. Sin una esquela en el periódico, tendrá que llamar a la gente.
Ella se encogió ligeramente de hombros y sus dedos, en busca del pomo de la puerta, temblaron.
—Lo sé —dijo.
Y se fue.
El joven señor Hutchinson se hundió en su silla y se frotó las sienes.
—Reconocer que no hay nada que puedas hacer para ayudar —dijo a la palmera del tiesto con un suspiro— tiene que ser la peor parte de este negocio.
El viejo vecindario se había empequeñecido. La vasta extensión del patio trasero detrás de la casa de la esquina entre División y Quebec Street, que había crecido envidiando, de alguna manera había encogido hasta el tamaño de un sello de correos. El ultramarinos entre División y Pine se había convertido en una floristería, y el mercado al otro lado (donde a los doce años se las había arreglado para conseguir su primer trabajo a tiempo parcial) había desaparecido. La droguería seguía en York Street pero, cuando antes había parecido encontrarse a una respetable distancia, Vicki sintió que ahora podía alargar la mano y tocarla. Quebec Street abajo, ni siquiera quedaba el tocón del enorme arce que había dado sombra a la casa de los Thompson, y ni la luz primaveral podía borrar el sórdido y deshabitado aspecto de toda la zona.
De pie frente al estacionamiento del apartamento de dieciséis unidades, al que se habían mudado cuando la marcha de su padre les hizo perder la casa en Collins Bay, Vicki se preguntó cuándo había sucedido. Había vuelto muchas veces en los últimos catorce años, no hacía tanto desde la última vez, y nunca había notado tan drásticos cambios.
Tal vez porque lo único que volvía a buscar nunca cambiaba…
No podía posponerlo por más tiempo.
La puerta de seguridad había sido abierta. Una puerta de seguridad no protege nada a no ser que esté cerrada y candada. Si no se lo he dicho mil veces no se lo he dicho… no se lo he dicho… El cristal reforzado tembló pero aguantó cuando ella la cerró de un golpe y se movió a ciegas por el único tramo de escalera hasta el apartamento de su madre.
—¿Vicki? Ah, debería haber sabido que eras tú dando portazos.
—La puerta de seguridad tiene que mantenerse cerrada, señor Delgado. —Ella parecía no poder encajar la llave en la cerradura.
—Ah, tú siempre un policía. No me verás a mí trayéndome trabajo a casa. —El señor Delgado avanzó un poco por el pasillo y arrugó la frente—. No tienes buen aspecto, Vicki. ¿Estás bien? ¿Sabe tu madre que estás en casa?
—Mi madre… —Su garganta se cerró. Tragó saliva y se obligó a respirar. Tantas maneras distintas de decirlo. Tantos eufemismos amables diferentes, todos queriendo decir lo mismo—. Mi madre… murió esta mañana.
Oír su propia voz diciendo las palabras, lo hizo por fin real.
—¿Doctora Burke? Soy Donald.
La doctora Burke se quitó las gafas y se frotó la sien con la parte inferior de la mano.
—Donald, a riesgo de sonar repetitiva, creí decirte que no me llamaras aquí.
—Sí, lo hizo, pero es que pensé que debería saber que el señor Hutchinson ha ido a coger al sujeto.
—¿Qué señor Hutchinson?
—El más joven.
—¿Cuándo volverá?
—Más o menos en una hora. No hay nadie más aquí, así que va a comenzar a trabajar sobre él de inmediato.
La doctora Burke suspiró.
—Cuando dices nadie más, Donald, ¿quieres decir personal o clientes?
—Clientes. Todo el personal está aquí; el viejo señor Hutchinson y Christy.
—Muy bien. Ya sabes qué hacer.
—Pero…
—Me encargaré de que se produzca una interrupción. De lo único que has de preocuparte es de interpretar tu papel. Es de vital importancia para nuestra investigación, Donald. Podría depararnos resultados definitivos y su inherente recompensa prácticamente a nuestro alcance.
Pudo oír la sonrisa de él al teléfono mientras le contestaba con el cliché que las circunstancias exigían.
—No la decepcionaré, doctora Burke.
—Por supuesto que no. —Cortó la llamada con el pulgar y se puso en contacto con el laboratorio—. Catherine, acabo de hablar con Donald. Tienes poco más de una hora.
—Bien, tengo a número ocho en diálisis ahora mismo, pero no debería llevar mucho más de otros cuarenta minutos.
—Entonces tienes tiempo de sobra. Llámame justo antes de que llegues y pondré a la señora Shaw a hacer averiguaciones sobre las flores y demás. En el estado en que está, probablemente será capaz de mantener las líneas bloqueadas durante la mayor parte de la tarde. ¿Se ha calmado el número nueve?
—Sólo después de que volviera a cortar la energía. Apenas ha mostrado signos de vida.
—Catherine, no está vivo.
—Sí, doctora. —La pausa contenía a todas luces un silencioso suspiro—. Apenas muestra patrones de onda.
—Mejor. ¿Lo deterioró todo ese golpeteo?
—En realidad no he tenido tiempo para examinarlo, pero pienso que sería preferible que viniese y echase un vistazo a la caja.
La doctora Burke sintió alzarse sus cejas.
—¿La caja?
—Creo que la ha abollado.
—Catherine, eso es im… —Hizo una pausa y pensó en ello por un momento, sabiendo que Catherine aguardaría pacientemente. Con los inhibidores naturales detenidos y ninguna capacidad de sentir dolor, el incremento de fuerza podría en verdad ser posible—. Puedes someterlo a algunas pruebas una vez consigas que surtan efecto las nuevas bacterias.
—Sí, doctora.
Dios, Dios, Dios… La doctora Burke acarició satisfecha el auricular mientras lo colocaba en el soporte. Parecía como si en realidad hubieran logrado un progreso con el número nueve. Ahora, si pudiéramos evitar que se descomponga…
Los platos del desayuno seguían sobre el escurridor y la silla con el cojín acolchado sobresalía un poco de la mesa. El estuche de maquillaje se encontraba abierto sobre la pila del cuarto de baño, la toalla junto a esta algo húmeda. La cama había sido hecha con esmero, pero un par de pantys con una larga carrera en uno de ellos yacían descartados en el centro de la colcha.
Vicki se sentó junto a la mesa del teléfono, con el libro de direcciones de su madre abierto sobre su regazo, y llamó a todos los que pensaba deberían saberlo, su voz calmada y profesional como si estuviese hablando de la madre de algún otro. ¿Señora Singh? Soy el agente Nelson de la Policía Metropolitana. Es acerca de su hijo… Me temo que su marido… El conductor no tuvo oportunidad de esquivar a su esposa… Su hija, Jennifer, ha sido… El funeral será mañana a las dos.
Cuando llamó la funeraria, el señor Delgado cogió el vestido azul favorito de su madre del armario y fue a entregarlo. Al regresar, la obligó a comer un sandwich y siguió insistiendo en que se sentiría mejor si lloraba. Ella comió el sandwich sin saborearlo.
Para entonces no faltaba nadie por llamar, y había convencido al señor Delgado para que se fuese a casa. Vicki se sentó, un pie colgando sobre el brazo de la vieja mecedora tapizada, y el otro moviéndose contra el suelo.
Poco a poco, la habitación se quedó a oscuras.
—Te estoy diciendo, Henry, que parecía hundida. Como en La noche de los muertos vivientes.
—¿Y no te oyó cuando la llamaste?
Tony negó con la cabeza, cayéndole un largo mechón de pelo castaño claro sobre los ojos.
—No, se limitó a seguir andando, y el guardia no me dejó subir las escaleras tras ella. Dijo que sólo los que tenían pase podían entrar, y no me creyó cuando dije que era su hermano. Cabrón de mierda. —Un año bajo la tutela de Henry no había borrado lo bastante cinco años en la calle—. Pero apunté todos los lugares por los que pasaba el tren. —Extrajo una arrugada y sucia hoja del bolsillo delantero de sus ceñidos tejanos y se la entregó—. Llevaba una maleta, así que supongo que cuando llegue allí piensa quedarse.
Los nombres de nueve ciudades habían sido garrapateados sobre los espacios en blanco de un billete de metro. Henry frunció el entrecejo al leerlos. ¿Por qué había dejado la ciudad Vicki sin decírselo? Creía que habían dejado atrás aquello. A no ser que tuviese algo que ver con la pelea que habían tenido el sábado por la noche. Por muy grande que fuera la tentación de probar su poder, sabía que no debería haberla forzado como lo hizo y pretendía disculparse tan pronto como ella se calmara lo suficiente para aceptarlo.
—Su madre vive en Kingston —dijo por fin.
—Piensas que le hiciste algo, ¿no?
Alzó la vista, sorprendido.
—¿De qué estás hablando?
—Me gusta observarte. —Tony se sonrojó levemente y clavó su puntera en la alfombra—. Te observo todo el tiempo que estamos juntos. Tienes tu rostro de Príncipe-de-los-Hombres, y tu rostro de Príncipe-de-la-Oscuridad, y esa especie de cara de no-estoy de escritor, pero cuando piensas en Victoria… en Vicki… —Su sonrojo se acentuó, pero mantuvo la mirada de Henry con osadía—. Bueno, entonces es como si no llevaras ninguna, eres sólo tú.
—Todas las máscaras han desaparecido. —Henry escrutó al joven a su vez. Algunas aristas se habían suavizado con el último año desde que Vicki y un demonio los habían reunido. El aspecto magullado y asustadizo había sido reemplazado por los albores de una tranquila madurez—. ¿Te molesta eso?
—¿Lo tuyo con Victoria? Nooo. Significa mucho para mí, también. Quiero decir, sin ella, no habría… quiero decir, no habríamos… Y además —tuvo que humedecerse los labios antes de poder continuar—, a veces, igual que cuando te alimentas, me miras de esa forma. —De repente bajó la mirada—. ¿Vas a ir tras ella?
En realidad no era una pregunta.
—Necesito saber qué va mal.
Tony bufó y se retiró el pelo de los ojos.
—Por supuesto que sí. —Su voz recobró su habitual tono engreído—. Entonces llama a su madre.
—¿Llamar a su madre?
—Sí, ya sabes. Por teléfono.
Henry separó sus manos, dispuesto a conceder a Tony su momento.
—No tengo el número.
—¿Y qué? Cógelo de su apartamento.
—No tengo llave.
Tony bufó de nuevo.
—Tú no la necesitas. Pero —entrelazó sus dedos y chascó los nudillos—, si no quieres deslizarte por la cerradura, siempre tienes a tu viejo amigo el sargento detective Celluci. Apuesto a que tiene el número.
Los ojos de Henry se entornaron.
—Lo obtendré del apartamento de Vicki.
—Tengo el número de Celluci aquí mismo, en caso de que…
—Tony —puso una mano en torno a la mandíbula de este y apretó los dedos ligeramente, haciendo latir el pulso bajo su presa—. No insistas.
Desde la calle vio la luz encendida, reconoció la forma visible entre las tablas de la persiana y estuvo a punto de decidir no entrar. Tony había visto a Vicki dejar la ciudad por la mañana temprano. Fuese o no un caso para pasar la noche, muy bien podía haber regresado, y de ser así, obviamente no estaba pasándola sola. Inmóvil de pie a la sombra de un anciano castaño, observó y escuchó hasta que estuvo seguro de que el apartamento albergaba una sola vida.
Aquello cambiaba las cosas de forma considerable.
Había varias maneras para conseguir lo que quería. Optó por el método directo. Puro mal genio, se obligó a admitir.
—Buenas noches, detective. ¿Estaba esperando a alguien?
Celluci se dio la vuelta, encogido en posición defensiva, y miró feroz a Henry.
—¡Maldición! —gruñó—. ¡No hagas eso!
—¿Hacer qué? —preguntó Henry con sorna, dando a entender con su voz y su porte que de ninguna manera percibía al otro hombre como una amenaza. Se alejó de la puerta, adentrándose en el salón de Vicki.
Como si tuviera todo el derecho. Celluci se encontró a sí mismo retrocediendo. ¡Hijo de puta! Le costó un esfuerzo consciente, pero clavó sus talones y frenó la retirada. No sé a qué estás jugando, espectro, pero no vas a salirte con la tuya tan fácilmente.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
—Podría preguntarte lo mismo.
—Yo tengo llave.
—Yo no la necesito. —Henry se apoyó contra la pared y se cruzó de brazos—. Supongo que has vuelto para disculparte por salir de aquí de un portazo el sábado. —Pudo leer que había dado en el blanco en el súbito acelerarse del latido de Celluci y el furioso flujo de sangre a su rostro.
—Te lo contó. —Las palabras eran casi un gruñido inarticulado.
—Me lo cuenta todo.
No hace falta mencionar la discusión que siguió.
—¿Quieres que me largue sin más ahora mismo, no? —Celluci consiguió mantener a raya su temperamento—. Acepta la derrota.
Henry se enderezó.
—Si quisiera que te largases, mortal, lo harías.
Si soy veinte centímetros largos más alto que él, ¿por qué infiernos me siento como si me mirara desde arriba?
—Tienes un alto concepto de ti mismo, ¿no? Mira, Fitzroy, no me importa lo que eres ni lo que puedes hacer. Deberías haberte convertido en polvo hace cuatrocientos años. No voy a dejar que la consigas.
—Creo que eso debería ser elección suya, no tuya.
—Bueno, ¡ella no va a escogerte! —Celluci golpeó con el puño sobre la mesa. Una pila de libros en precario equilibrio tembló ante el impacto, y un librito marrón de direcciones cayó sobre el contestador.
La cinta se puso en marcha.
—¿Señorita Nelson? Soy la señora Shaw de nuevo. Lamento molestarla, pero el cuerpo de su madre ha sido trasladado al Hospital General. Creímos que debería saberlo en caso… bueno, en caso… supongo que está en camino. Oh, querida… son las diez en punto del nueve de abril, lunes por la mañana. Por favor, háganos saber si hay algo que podamos hacer para ayudar.
Celluci se quedó contemplando la cinta mientras se rebobinaba, y luego miró a Henry.
—El cuerpo de su madre —repitió.
Henry asintió.
—Así que ya sabemos dónde está.
—Si esta llamada se produjo a las diez, podemos dar por supuesto que la primera llamada tuvo lugar hacia las nueve. Ella no te dijo… —Celluci se interrumpió y se quitó el rizo de pelo de los ojos—. No, claro, no pudo, estarías… dormido. ¿No dejó un mensaje?
—No. Tony la vio cogiendo el tren de las 10:40 a Kingston, así que debe de haber dejado el apartamento antes de esta llamada. ¿Tampoco te dejó un mensaje a ti?
—No. —Celluci suspiró y se sentó de brazos cruzados sobre la mesa—. Está empezando a cansarme un poco esa actitud suya de «puedo manejarlo todo yo misma».
Henry volvió a asentir. Creía que habíamos dejado atrás esto, ella y yo.
—A ti y a mí.
—No me malinterpretes, su fortaleza es una de las cosas que yo…
La pausa apenas fue perceptible. Un mortal podría haberla pasado por alto. Henry no lo hizo. Bien, difícilmente va a decirme que la ama.
—… admiro de ella, pero —su expresión parecía más fatigada que admirativa— hay una diferencia entre fortaleza y…
—Miedo a la intimidad —sugirió Henry.
Celluci resopló.
—Sí. —Alcanzó el libro de direcciones detrás de él—. Bien, va a tener que aguantar un poco de puta intimidad, porque no voy a dejarla pasar sola por esto. —La encuadernación logró a duras penas sobrevivir a la violencia de su búsqueda—. Aquí está, en la M de Madre. Dios, su sistema de archivar… —Entonces, de repente, recordó con quién estaba hablando. No estaba, no obstante, preparado para ver cuán rápido podía moverse Henry… de hecho, no lo vio moverse.
Henry miró la dirección y devolvió el libro al detective.
—Imagino que te veré en Kingston —dijo, y se dirigió a la puerta.
—¡Eh!
Se volvió.
—¿No se supone que no podías dejar tu ataúd?
—Ves demasiadas películas malas, detective.
Celluci se irritó.
—Sigues teniendo que estar a cubierto al amanecer. Puedo encargarme de que no lo estés. Una llamada a la Policía Provincial de Ontario y estarás metido en una celda cuando salga el sol.
—No harás eso, detective. —La voz de Henry era suave cuando capturó la mirada de Celluci con la suya e hizo caer la pátina de civilización. Jugó con la reacción del mortal por un momento y entonces, casi de mala gana, lo liberó—. No lo harás —prosiguió en el mismo tono—, por la misma razón que no uso el poder que yo tengo sobre ti. A ella no le gustaría. —Sonriendo cortés, inclinó la cabeza en una parodia de reverencia cortesana—. Buenas noches, detective.
Celluci clavó la mirada en la puerta cerrada y se esforzó por no temblar. Manchas de sudor se extendían bajo ambos brazos, y las palmas de sus manos, aferradas con fuerza a la mesa, estaban húmedas. No era el miedo lo que lo inquietaba. Se las había visto con el miedo antes, sabía que lo vencería. Era el urgente deseo de descubrir su garganta lo que lo había estremecido, el conocimiento de que un instante más y habría puesto su vida en manos de Henry Fitzroy.
—Maldición, Vicki. —El ronco susurro apenas rompió el silencio—. Estás jugando con fuego…
—Santo Dios, Cathy, ¿por qué los has traído?
—Pensé que podían cargar el cuerpo.
—Oh. —Donald dio un paso atrás mientras Catherine ayudaba a dos figuras a salir arrastrando los pies de la parte trasera de la camioneta—. El programa que escribí para ellos es bastante elemental; ¿estás segura de que pueden hacer algo así de complicado?
—Bueno, número nueve puede. —Palmeó el ancho hombro casi con cariño—. Número ocho puede que necesite un poco de ayuda.
—Un poco de ayuda. Bien. —Refunfuñando por el esfuerzo, arrastró un par de sacos de arena fuera de la camioneta—. Bueno, si son tan fuertes, pueden llevarlos.
—Dáselos a número nueve. No me fío de las articulaciones de ocho.
Aunque los músculos se tensaron para alzar un sólo saco del suelo, número nueve no dio ninguna muestra de notar el peso, incluso después de cargar con ambos sacos.
—Buena idea —jadeó Donald—. Traerlos contigo, quiero decir. Me habría matado llevar eso dentro. —Luchando por recuperar el aliento, echó un vistazo al estacionamiento. La luz sobre el garaje apenas iluminaba la zona y había quitado la que había sobre la entrada de carga aquella tarde—. Sólo asegurémonos de que nadie los ve, ¿de acuerdo? No parecen precisamente, bueno, vivos.
—¿Verlos? —Catherine giró al número ocho para ponerlo de cara a la puerta, luego se volvió y descubrió que el número nueve se había movido sin ayuda—. Será mejor que nos aseguremos de que nadie nos ve a nosotros.
—La gente no mira muy de cerca las funerarias. —Respirando aún de forma agitada, Donald deslizó su llave en la cerradura—. Tienen miedo de lo que podrían ver. —Lanzó una mirada al rostro gris y desecado del número nueve cerniéndose sobre el cuello de una cazadora roja, y rio con disimulo mientras abría la puerta empujándola—. Casi dan ganas de que alguien tropezase con Mutt y Jeff[1] aquí, ¿no?
—No. Ahora en marcha.
Bastante acostumbrado a la absoluta falta de sentido del humor de su colega, Donald se encogió de hombros y se perdió de vista dentro del edificio.
Número nueve lo siguió.
Catherine dio al número ocho un pequeño empujón.
—Camina —ordenó. Este dudó, y luego empezó a moverse despacio. A mitad de camino de la larga rampa al cuarto de embalsamamiento, trastabilló—. No, no te… —Sujetándolo en inestable equilibrio contra la pared, se agachó y enderezó la pierna izquierda.
—¿Cómo has tardado tanto? —preguntó Donald, cuando ambos llegaron por fin.
—Problemas con la rótula. —Ella frunció el ceño, pasándose una trenza de pelo rubio casi blanco por detrás de la oreja—. Creo que no estamos consiguiendo ninguna reconstrucción celular.
—No, y está empezando a oler peor, además.
—Oh, no.
—Oh, sí. Pero oye —abrió de par en par las dos mitades de la tapa del ataúd—, no nos quedemos por aquí olfateando gente muerta toda la noche. Tenemos trabajo que hacer.
Los dedos del número ocho tenían que ser sujetados en torno a los tobillos del cadáver, pero número nueve cogió los hombros sin apenas ayuda.
—Te digo, Donald —canturreó Catherine mientras volvían a guiar a los dos cuerpos rampa arriba—, que número nueve se ha conectado con la red. Estoy segura de que estamos logrando actividad cerebral independiente.
—¿Qué opina la doctora Burke?
—Está más preocupada por la descomposición.
—Es comprensible. Es una lata cuando tus experimentos se pudren antes de que puedas reunir los datos. Detenlos un segundo mientras cojo la puerta.
Los dos estudiantes de posgrado cargaron de nuevo la camioneta. Ni siquiera Catherine podía imaginar una serie de órdenes de una palabra que permitiese al número ocho llevar a cabo las complicadas maniobras necesarias. Y, como le recordó Donald, eran aconsejables velocidad y silencio.
—Porque —añadió, colocando al número ocho en su sitio— lo que estamos haciendo es ilegal.
—Bobadas. —Catherine frunció el entrecejo—. Es ciencia.
Él sacudió la cabeza. Nunca había encontrado a nadie que se acercase siquiera a ser tan monotemático. Por lo que había sido capaz de averiguar, ella tenía casi tan poca vida fuera del laboratorio como sus sujetos experimentales… y teniendo en cuenta que en esencia estaban muertos, eso no era decir mucho. Más extraño aún era que no parecía preocuparse de veras de que lo que estaban haciendo les deparase fama y fortuna absolutas.
—Bien, en interés de la ciencia entonces, tratemos de permanecer fuera de la cárcel. —Dio al número nueve un empujón hacia el vehículo.
Número nueve agachó la cabeza y el reflejo de las estrellas se deslizó por la superficie de sus ojos humedecidos artificialmente.