enry oyó el aporrear mientras corría por el pasillo que daba al laboratorio, lo oyó y lo habría pasado por alto si no hubiese ido acompañado por un exquisito libreto de palabrotas en italiano. Se detuvo en seco delante de una vieja puerta de panel, vio que el pomo había sido doblado de tal forma que lo volvía inservible, y resolvió el problema asegurando una mano contra la pared y arrancando todo el mecanismo de la madera.

La puerta se abrió con estrépito y Celluci se arrojó al pasillo, lanzándolo la fuerza de su salida sobre las rodillas.

Agarrándolo por el cuello, Henry lo alzó poniéndolo en pie, bloqueando el subsiguiente remolino de golpes con su otro brazo.

El rugiente desafío de Celluci cesó de pronto cuando por fin reconoció al vampiro.

—¿Dónde demonios estabas? —preguntó.

—Buscando el camino de vuelta —respondió Henry con frialdad—. ¿Qué estabas haciendo ahí dentro?

—Tratando de salir —respondió con idéntico tono—. He oído gritar a Vicki.

—Yo también.

Juntos se volvieron y corrieron hacia el laboratorio.

Mientras se precipitaban a través de la entrada, el olor a sangre alcanzó a Henry casi como un impacto sólido, demasiado próximo en aquel momento para ser disimulado por la podredumbre o el vapor de alcohol que todavía rezumaba el aire. Lejos de estar ahita, el Hambre emergió. Por el bien de Vicki, la contuvo y la obligó a retroceder; no podía ayudarla si perdía el control. Mientras luchaba por conservar la razón, Celluci tomó la delantera.

Parecía haber cuerpos por todo el cuarto, pero Celluci sólo veía uno que importara. Tendida sobre la espalda a un lado de la caja de aislamiento, Vicki yacía inmóvil salvo por la sacudida puramente cinética que se producía cuando caía un golpe. Vio la barra de acero alzarse y bajar, luego, aullando con inarticulada rabia, agarró a la mujer de cabello pálido por los hombros y la lanzó detrás de él.

—¡Culpa tuya, también! —chilló Catherine, volviendo a abalanzarse, goteando sangre el mellado extremo de la barra.

Celluci no tuvo tiempo de prepararse para el ataque. Entonces, de repente, no hubo ningún ataque.

Lanzando su brazo más rápido de lo que un ojo mortal podía seguir, Henry cogió a Catherine por la nuca, envolvió con su otra mano la parte superior de su cabeza y la hizo girar.

Los pálidos ojos se quedaron en blanco. Por segunda vez aquella noche, el soporte de metal resonó contra las baldosas al caer de unos dedos súbitamente inertes.

Arrojando el cuerpo a un lado, Henry se tiró de rodillas, uniendo sus manos a las de Celluci mientras buscaban desesperadamente heridas bajo las ropas de Vicki empapadas en sangre.

La barra de hierro había desgarrado un trozo de carne de su hombro izquierdo y había hecho corles en el costado derecho sobre las costillas en dos sitios. Feas heridas, pero en absoluto mortales.

Entonces alzaron los dedos de ella del charco entre la cadera y el muslo.

—¡Dios! —Henry apretó su mano en el punto y encontró la salvaje mirada de Celluci—. Arterial —dijo en voz baja, y se esforzó por escuchar el corazón de ella por encima del doloroso martilleo del suyo propio.

La sangre que salpicaba la lente de la linterna dibujaba patrones Rorschach sobre el techo.

sep

Número nueve yacía, la cabeza a un lado como ella lo había dejado, aguardando a que regresara.

Y entonces estuvo ahí.

Pero ella no lo veía y no sonreía.

sep

—Quince minutos. Lleva quince minutos desangrarse hasta morir por una herida como esta.

—¡Lo sé! —contestó con brusquedad Henry. Oía su latido ahora, pero era terroríficamente débil.

—Claro que lo sabes. —Con los dedos temblando, Celluci le pasó la patilla de las gafas sobre la curva de su oreja—. Eres un puto vampiro. Sabes de hemorragias. ¡Así que haz algo!

Henry lo miró con furia. No había forma de hacer un torniquete en la unión entre torso y pierna. Nada sino la presión directa para detener la hemorragia y ya lo estaba haciendo, aun cuando fuera demasiado tarde.

—¿Hacer qué? —preguntó, seguro de que no había nada más que pudiese hacer.

—¿Yo qué cojones sé? Tú eres el maldito… ¡Jesús!

Atraído por la intensidad de la horrorizada mirada de Celluci, Henry se dio la vuelta. Al otro lado del laboratorio, junto a la pared de ventanas cubiertas con planchas, uno de los cuerpos se puso lentamente sobre sus pies.

sep

Uno de ellos la había matado.

Matado en el acto.

La ira que número nueve había conocido antes no era nada en comparación con la que sentía ahora.

sep

¿Mi pistola? ¿Dónde diablos está mi pistola? Echando a un lado el pánico, Celluci escudriñó el suelo y por fin la localizó casi bajo los pies del cadáver. Genial

A gatas, se lanzó adelante, se tiró para coger el arma con ambas manos, rodó y apretó el gatillo casi a quemarropa.

La bala penetró a través del tejido en descomposición sin apenas perder velocidad y resonó contra la cubierta de cobre que del tanque de oxígeno situado justo detrás. Rebotó en la parte curva, chocó con el tanque de al lado y esparció pedazos de la válvula por todo el cuarto. El oxígeno empezó a salir con un siseo.

—¡Jesucristo! —Todavía en el suelo, Celluci reptó hacia atrás. Aunque el agujero chorreaba pus y fluidos, y Dios sabía qué más, el hombre muerto seguía arrastrándose hacia delante—. ¿Qué cojones crees que es esto? ¿Una puta película de James Cameron? —Sus manos temblaban demasiado para intentar un tiro a la cabeza. Vio cómo su segunda tentativa arrancaba un pedazo del lateral externo del muslo de la cosa, sin ningún efecto apreciable—. ¡Maldición, quédate muerto!

El tercer disparo pasó a través del abdomen de nuevo, sonando contra el cobre y produjo una chispa.

Todo el infierno se desencadenó.

Henry se arrojó sobre Vicki.

Celluci se tiró plano.

La explosión mandó volando por el aire pedazos del tanque de oxígeno como si fueran metralla. Varios de los trozos más grandes chocaron contra número nueve, haciéndolo pedazos.

sep

Recordaba morir.

La última vez, ella había estado allí cuando todo acabó.

Esperaba que estuviese allí de nuevo.

sep

De repente, el vapor del alcohol en el aire se encendió, luego el alcohol, después el escritorio.

Entonces la luz de emergencia se apagó.

Celluci se abrió camino hasta Vicki.

—El lugar está en llamas. Al menos todavía podemos ver. —Miró de reojo a Henry, la pálida piel del rostro y el pecho del vampiro apenas visible bajo la oscilante luz—. ¿Estás bien?

—Sí.

—¿Vicki?

Henry vaciló, rezando por poder decir algo diferente, sabiendo que no sería así.

—Está muriéndose.

—¡Y un cuerno! —Desgarrándose la chaqueta y la pistolera del hombro, Celluci se sacó la camisa por la cabeza, sin tener en cuenta los botones. Doblando el tejido hasta darle la forma de una tosca almohadilla, con las mangas colgando, se lo tendió a Henry de un empujón—. Ella dijo que tu saliva provoca la coagulación.

—Sí, pero…

—Escupe sobre esto y envuelve la herida. Estamos prácticamente encima de un puto hospital. Haz que la hemorragia se detenga y la moveremos.

—Es demasiado…

—¡Hazlo!

Aunque sabía que daba lo mismo, Henry cogió la camisa y se dobló sobre el irregular corte. Michael Celluci había vivido menos de cuarenta años y todavía creía que se podía luchar contra la muerte. Cuatro siglos y medio le habían enseñado una lección distinta. En la batalla entre amor y muerte, la muerte siempre vencía. Podía sentir la vida de Vicki abandonándola, sabía que nada de lo que pudiera hacer cambiaría aquello.

Manteniendo la presión con los dedos, cubrió la herida todavía sangrante con su boca. Al menos cuando muriera, estaría en contacto con su sangre. Guardó el tacto, el sabor, el olor de ella en su recuerdo. Eres mortal, amor mío. Siempre supe que morirías, pero nunca soñé que tendríamos tan poco tiempo

De pronto, los dedos de Celluci lo cogieron por el pelo, y el contacto se rompió.

—He dicho que la envuelvas con eso. Maldición. ¡Nada de tomar lo que le queda!

Henry retiró unos labios manchados de sangre mostrando los dientes.

—¡Aparta tus manos de mí, mortal!

La explosión había sacudido a Vicki haciéndola volver de la zona crepuscular de dolor y negrura en la que se había sumido. Nunca había creído que fuera posible sufrir tanto y seguir viva. Podía oír a los dos hombres discutiendo, y luchó por vencer el peso que colgaba de su lengua.

—Mi…

—¿Vicki? —Olvidando a Henry al oír su voz, Celluci se giró y cogió el rostro de ella entre sus manos. El fuego lamía el contrachapado de las ventanas. Celluci lo pasó por alto. El alto techo atraía el humo, dispersándolo. El camino hacia la puerta permanecía despejado. En tanto el fuego no supusiera un peligro inmediato, podía esperar ante otros problemas más importantes. El bien pulido metal de la caja de aislamiento reflejaba el resplandor naranja de las llamas del cuarto. Bajo su luz, Celluci vio parpadear a Vicki, una, dos veces—. Aguanta, vamos a llevarte al hospital.

¿El hospital? Ella quiso decirle que no valía la pena, pero no se le ocurría cómo.

—Michael. —La aflicción en la voz del detective enfrió la ira de Henry e hizo que su propio dolor pasara a primer plano. Con una mano todavía haciendo presión estúpida, desesperadamente sobre la pierna de Vicki, asió con suavidad el hombro de Celluci con la otra—. No hay tiempo suficiente.

—No.

—Estará muerta antes de que la saques de este edificio.

—¡No!

—Puedo sentir su vida abandonándola.

—¡He dicho que NO!

Escúchale, Mike. Tiene razón. Creía que seguía respirando, pero no podía estar segura. Sigo aquí, debo de estar respirando.

—¡Maldita sea, Vicki, no te mueras!

Oh, Dios, Mike, no llores. Pensaba que no podía sentir más dolor. Se había equivocado.

—¡Tiene que haber algo que podamos hacer!

Henry sintió un torno cerrándose alrededor de su corazón y comprimiéndolo.

—No. —Una palabra, dos letras, de alguna forma expresaron todo lo que sentía.

Atraído por el sonido de un sufrimiento tan grande como el suyo, Celluci alzó la vista hacia unos ojos color avellana casi bañados de oro por la luz de las llamas. Contenían una verdad demasiado amarga para negarla. Vicki se estaba muriendo.

Tengo frío. Y está oscuro. Y no es justo. Podría deciros que os amo ahora. A los dos. El amor fue bastante para devolverme a mi madre. Supongo que no soy tan fuerte. Su cuerpo ya no parecía formar parte de ella. La carne la envolvía como un vestido mal ajustado. Oh, mierda. No puedo sentir nada. Esto apesta. De verdad apesta. ¡NO QUIERO MORIR!

Sus ojos se abrieron de golpe. Podía ver una sombra familiar doblada sobre ella. Sus dedos temblaron, ansiando apartarle el rizo de pelo de la cara.

—¿Vicki?

Ella sacó fuerzas al verlo para formar una sola palabra.

—Hen… ry.

El nombre atravesó de parte a parte el alma de Celluci y la hizo jirones con punzantes garfios. Ella quería a Henry. No a él. Quería morir en brazos de Henry. Se mordió el labio para no gritar y trató de apartar la cabeza de un tirón. No pudo. Algo en los ojos de ella lo retuvo. Algo que insistía en que comprendiera.

Ella vio la súbita hendidura blanca de su sonrisa y se la llevó consigo a la oscuridad. Había hecho lo que podía. Ahora dependía de él.

Henry había oído su nombre y estaba doblándose hacia delante cuando Celluci alzó la cabeza. Se quedó inmóvil. Había esperado ver en el rostro del otro hombre la pena ante la elección de Vicki escrita sobre el dolor de verla morir. No había contado con ver una salvaje y enloquecida esperanza.

—¡Cambiala!

Henry sintió caer su mandíbula.

—¿Qué?

—¡Ya me has oído! —Celluci tendió la mano sobre el cuerpo de Vicki y asió la chaqueta de cuero—. ¡Cámbiala!

Cambiala. Se había alimentado de ella a fondo hacía sólo escaso tiempo. Y también la noche anterior. Su sangre contenía tantos elementos de la de Vicki que el organismo de ella podría aceptarla, en especial cuando tenía tan poca sangre propia para sustituirla. Pero teniendo en cuenta su estado, ¿tendría él bastante para los dos?

Cambiala. Si la cambiaba, la perdería. Dispondrían de poco más de un año, pero no más, antes de que su nueva naturaleza los separara.

—Hazlo —suplicó Celluci—. Es su única oportunidad.

Henry se dio cuenta de pronto de que Celluci no tenía la menor idea de lo que significaría el cambio. Que él, de hecho, creía justamente lo opuesto a la verdad. Creía que si Vicki cambiaba, él la perdería. Henry podía leer la certeza de aquella pérdida en el rostro del otro hombre. Podía leer lo deseoso que estaba de entregarlo todo a otro por el bien de Vicki.

Crees que he vencido, mortal. Estás tan equivocado… Si ella muere, ambos la perdemos. Si cambia, sólo yo la pierdo.

—Henry. Por favor.

Y si tú puedes renunciar a ella por amor, se preguntó Henry Fitzroy, vampiro, hijo bastardo de Enrique VIII, ¿puedo yo hacer menos? Su corazón sólo le consentía una respuesta.

Llevando su propia muñeca hasta su boca, Henry se abrió una vena.

—Puede que no funcione —dijo mientras apretaba la pequeña herida contra el corte en la pierna, obligando al flujo de su propia sangre a actuar como una barrera para la de ella. Un instante después, alzó su brazo y volvió a arrojar a Celluci su camisa, lanzando con el movimiento una sola gota carmesí a través del cuarto cual rubí desdeñado—. Átalo. Fuerte. Esto aún podría matarla a pesar de todo lo que yo haga.

Celluci hizo lo que se le ordenaba, levantando los ojos a tiempo para ver a Henry abrirse una vena sobre el corazón con el cuchillo del ejército suizo de Vicki. Incluso con una herramienta tan prosaica, aquello conservaba la sombra de un antiguo ritual y observó, incapaz de desviar la mirada, mientras la sangre brotaba de la incisión, de apariencia casi negra contra la piel de alabastro.

Deslizando el brazo por detrás de los hombros de Vicki, Henry la alzó y le apretó la boca contra su pecho. Su vida había disminuido hasta convertirse en un murmullo en la distancia; no estaba muerta, todavía no, pero estaba muy, muy cerca.

—Bebe, Vicki. —Convirtió las palabras en una orden, arrojó todo lo que él era dentro de ellas, las exhaló contra el suave pelo de ella—. Bebe para seguir viva.

Temió por un momento que no pudiera obedecerle aunque quisiera hacerlo; entonces sus labios se abrieron y ella tragó. La intensidad de su propia reacción lo cogió del todo por sorpresa. Podía recordar vagamente cómo se había sentido cuando Cristina se había alimentado de él. De ninguna manera era comparable al cuasi éxtasis que sentía ahora. Se tambaleó, envolvió el cuerpo de ella con su otro brazo, y cerró los ojos. Este arrebato no bastaba para compensar su probable pérdida, pero, por Dios, le faltaba poco.

Celluci ató el improvisado vendaje compresivo, sus manos obrando con independencia de su voluntad consciente. Había algo a la vez tan manifiestamente sensual y tan extraordinariamente inocente en la escena que no podría haber dejado de mirar de haber querido. No quería hacerlo. Quería cada segundo de Vicki que pudiera tener antes de haber de afrontar el resto de su vida sin ella.

La luz del fuego tornaba el cabello de Vicki del color de la miel derramada, haciendo bailar reflejos a lo largo del cuero negro que la envolvía, y rielaba carmesí en los charcos de su propia sangre vertida sobre el suelo.

¡Dios mío! ¡El fuego! De repente, como si hubiera estado esperando a que lo recordaran, pudo sentir el calor lamiendo su espalda. Se volvió. Toda la pared de ventanas contrachapadas estaba en llamas. El humo tenía un matiz verdoso y un olor desagradable: productos químicos derramados o plástico ardiendo, era irrelevante en aquel momento. Tenían que salir.

—¡Fitzroy!

La voz pareció llegar desde muy, muy lejos, pero el tono de urgencia era difícil de desoír. Henry abrió los ojos.

—¡Tenemos que salir de aquí antes de que todo este sitio estalle! ¿Puedes con ella?

A los ojos de Henry les costó un instante aclararse, pero gradualmente, también él fue consciente del peligro. Echó un vistazo a Vicki, todavía acurrucada como un gatito ciego en su pecho, y se separó lo bastante para encontrar su voz.

—Nunca he hecho esto antes, detective. —No le quedaba energía para nada salvo para la verdad, y la sensación de la vida de ella seguía siendo demasiado tenue—. Está muriendo más despacio que antes, pero sigue muriendo.

—¡Dios! ¡Qué más se necesita!

—Más, me temo, de lo que tengo ahora mismo para dar. —Se tambaleó, y la cabeza de Vicki se alzó y cayó con el movimiento—. Te dije que podría no funcionar.

Magnifico. Vicki seguía muñéndose, Fitzroy parecía haber salido del infierno y el edificio parecía estarse quemando hasta los cimientos en torno a ellos. Tosió y se pasó el antebrazo por el rostro. La maldita copa no está medio vacía si yo digo que está medio llena. Agarrando chaqueta, pistolera y pistola del suelo, Celluci se levantó.

—Si sigue muriéndose, no está muerta. Tratemos de mantenerla así. ¡Vamos!

Cambiando su sujeción, acunando a Vicki en sus brazos como si fuera un niño, Henry trató de ponerse de pie. La habitación se inclinó.

Llorándole los ojos por el humo, Celluci metió su mano libre bajo una axila cubierta de cuero, y ayudó a Henry a alzar su carga del suelo.

—¿Puedes sostenerla?

—Sí. —En realidad no creía que pudiera soltarla, pero no tenía suficientes fuerzas para explicarlo. Henry se apoyó en la fortaleza del otro hombre, más grande, cuando sus rodillas amenazaron con doblarse y, juntos, se tambalearon hacia la puerta. Incapaz de ver dónde ponía los pies, tropezó con un pedazo de algo húmedo (no quiso saber qué) y estuvo a punto de caer.

—Oh, no, no vas a caerte. —Estallándole los músculos, el sudor chorreándole por el pecho, Celluci consiguió de alguna forma mantener a los tres de pie y en movimiento—. Después de todo lo que hemos pasado esta noche, un cuerno vamos a abandonar ahora.

Los brazos cerrados sobre Vicki, manteniendo la vida de ella con la suya, Henry desenterró el fantasma de una sonrisa.

—¿Mientras hay vida hay esperanza, detective?

Celluci se quitó el rizo de pelo de la cara y fue el primero en salir del laboratorio.

—Cierto de la hostia —gruñó.

Mientras desaparecían pasillo abajo, la puerta que daba al almacén se abrió de pronto despacio y, tosiendo, la doctora Burke entró trastabillando en el laboratorio.

—Este sí que ha sido un anochecer de lo más edi… ficante. ¿Quién dijo que los que escuchan detrás de las puertas nunca oyen nada bueno? —Se limpió los húmedos ojos y nariz con la manga y se abrió camino con cuidado a través del humo y los escombros hacia la puerta.

Por lo que había oído, la hija de Marjory Nelson y sus compañeros tenían sus propios problemas. Problemas que fácilmente podían aprovecharse para convencerlos de que puede que fuera mejor dejar tranquila a la doctora Aline Burke, que su implicación en todo este sórdido asunto no era más que accidental.

Donald estaba muerto. Ella no quería que Donald estuviese muerto, pero habida cuenta de las circunstancias, no había nada que pudiese hacer al respecto. ¿Por qué habría de sufrir sólo porque Donald estuviese muerto?

Catherine estaba muerta, igualmente, y por lo tanto pasaba a ser un apropiado y anuente chivo expiatorio.

—No tenía ni idea de lo que estaba pasando, Señor Juez. —Comenzó a reírse nerviosamente, y en vez de eso le entraron arcadas. Cualesquiera productos químicos que estuviesen ardiendo, eran sin la menor duda tóxicos—. ¡Adelante, arde! —ordenó—. Démosles a Catherine y sus amigos una refinada despedida vikinga y en el procesho… —un ataque de tos la hizo doblarse. Se tambaleó hasta la caja de aislamiento y se apoyó contra ella, sintiendo náuseas—. Y en el procesho —repitió cuando había recuperado el aliento y tragado bilis—, destruyamos tanta evidencia como sea posible. Un poco de chantaje vampírico, un poco de… ¿cuál es la palabra?… con… fla… gración y saldré de esto sin daños graves en mi carrera. —Su reflejo orlado de llamas apareció con aire satisfecho y le sonrió, dándose a sí misma palmaditas en la mejilla. La caja se estaba volviendo caliente al tacto y la piel del rostro y las manos estaba comenzando a tensarse bajo el creciente calor. Hora de irse.

Con la cabeza baja para evitar lo peor del humo que ya ondulaba desde el techo, tosiendo casi continuamente, se dirigió hacia la puerta, alzando los pies con una precaución exagerada por el alcohol sobre cuerpos y partes de cuerpos.

Entonces vio el disquete. Saliendo a medias del bolsillo de la bata de laboratorio de Catherine, de un azul que contrastaba con el blanco manchado de sangre, sólo podía contener una cosa: las copias de las pruebas efectuadas aquella tarde al vampiro. ¿Qué más podía ser lo bastante importante para que Catherine lo llevara consigo?

Sólo esta tarde. Parece haber pasado tanto tiempo. Con una mano apoyándose contra el extremo de la caja de aislamiento, en un equilibrio no del todo estable, la doctora Burke se inclinó para recogerlo. No parecía estar dañado. Protegido por el cuerpo de Catherine, no parecía siquiera estar muy caliente. Se lo metió en su propio bolsillo, comprendiendo de pronto que no sólo saldría de esto con su carrera en esencia ilesa, sino con información por la cual la comunidad científica la premiaría con altos honores.

Algunos sencillos experimentos, pensó, con una gran sonrisa, y ese premio Nobel es

Uno de los tanques de oxígeno había permanecido asombrosamente intacto después de que la primera explosión lo hubiera lanzado por el laboratorio. Había estado, en parte bajo el otro lado de la caja de aislamiento, a salvo lejos de la zona de mayor calentamiento producido por el fuego. Pero la temperatura estaba subiendo. La válvula de plástico empezó a derretirse por fin. El cuello de metal bajo ella se expandió muy, muy poco. Fue suficiente.

La onda expansiva lanzó a la doctora Burke contra el suelo, donde observó con horror cómo una invisible mano gigante levantaba la caja de aislamiento y la dejaba caer, imposiblemente despacio, sobre sus piernas. Oyó quebrarse los huesos, sintió el dolor un instante después, y se sumió en la oscuridad.

Cuando regresó la luz, se trataba del rojo anaranjado del fuego que se aproximaba y casi no había transcurrido el tiempo. No podía sentir lo que quedaba de sus piernas.

—Está bien. No necesito piernas.

La mano extendida de Catherine había empezado a crepitar.

—No necesito piernas. Necesito salir de aquí. —La caja de aislamiento estaba sobre un costado. La parte abombada le dejaba algo de espacio. Si tan sólo pudiese empujar contra ella, podría liberar sus piernas y arrastrarse fuera del cuarto. Alejarse a rastras de las llamas. No necesitaba piernas.

Reptando hasta ponerse en posición sentada, empujó la caja. Asentada sobre una superficie irregular, se balanceó. Algo se aplastó bajo ella pero eso no importaba.

Las llamas lamían la manga de la bata de laboratorio de Catherine. Por encima del hedor del humo cargado de productos químicos, llegaba el aroma a cerdo asado.

Tragando saliva, aporreó la caja.

Se meció de nuevo.

El seguro que número nueve había soltado parcialmente, cedió.

La tapa se abrió de golpe, volviendo a lanzar al suelo a la doctora Burke con el impacto, mientras se elevó por el aire sobre silenciosos goznes, vomitando el cuerpo que contenía sobre su regazo.

La desnuda y vacía cáscara de Donald Li rodó y fue a pararse entre sus brazos, la cabeza echada atrás de forma que parecía que su rostro la miraba.

Las llamas concluyeron el alarido cuando por fin llegaron.

sep

—¡Cristo bendito! —El detective Fergusson se agachó detrás de su coche cuando la explosión arrojó pedazos de madera ardiendo y metal caliente a la calle—. ¡La próxima vez investigaré confesiones de borrachos por la mañana! —Agarrando su radio, hizo caso omiso de los aterrorizados gritos de los guardias de seguridad que se acercaban y llamó bajo el fuego, con una tranquila profesionalidad que estaba lejos de sentir.

—¡… y una ambulancia!

Creyó oír chillidos. Deseó de forma desesperada estar equivocado.

sep

—Ahora qué.

—Son poco más de las dos. Necesito alimentarme. En una hora o así, si sigue viva, habré de alimentarla. Y luego tendré que volver con ella a Toronto antes del amanecer.

—¿Por qué a Toronto? ¿Por qué no puede quedarse aquí sin más?

Henry se dejó caer sobre el borde de la cama. Sentía la cabeza demasiado pesada para levantarla.

—Porque si cambia, necesito tenerla en un lugar que sé seguro. —Agitó un fatigado y ensangrentado brazo hacia el apartamento—. Este no lo es. Y si ella… si ella…

—Muere —dijo Celluci sin emoción, bajando la mirada hacia la inconsciente Vicki. Sentía como si el mundo se hubiese torcido unos grados y no tuviera elección sino tratar de mantenerse en equilibrio en la pendiente.

—Sí. —Henry igualó la inexpresividad del detective. Si la fachada se venía abajo ahora, los destruiría por completo—. Si ella muere, tendré que deshacerme del cuerpo. Necesitaré estar en una ciudad que conozca a fin de hacerlo.

—¿Deshacerte del cuerpo?

—Su muerte va a ser algo difícil de explicar si yo no lo hago, ¿no crees? Habrá una autopsia, una investigación, y preguntas para las que no tienes respuesta.

—Así que sencillamente ella desaparece…

—Sí. Otro misterio más sin resolver.

—Y yo tendré que actuar como si no tuviera la menor idea de si está viva o muerta.

Henry alzó la cabeza y dejó que un atisbo de poder asomara en su voz.

—Llórala como muerta, detective.

Celluci no se molestó en fingir que no comprendía. Dejó de contemplar a Vicki y sostuvo de forma temeraria la mirada del vampiro.

—¿Llorarla sin saber nada? Que te jodan. Me dirás lo que ocurre, Fitzroy. Si desaparece porque ha muerto, la lloraré. Si desaparece en la noche contigo, yo… —Un músculo saltó en su mandíbula—. La echaré de menos como si fuera una parte de mí mismo, pero no la lloraré si no está más muerta de lo que tú estás.

Desde que la habían encontrado muñéndose en el laboratorio, Henry había estado midiendo el tiempo por el latido de Vicki. Dejó que pasaran tres mientras estudiaba el alma de Mike Celluci.

—De verdad crees que… —dijo al fin. Le resultaba difícil de creer. Le era imposible no creerlo.

—Sí. —La palabra se atascó en la garganta de Celluci—. De verdad lo creo. —Tragó saliva y se esforzó por controlarse. Entonces sus ojos se dilataron—. ¿Qué quieres decir con que tienes que alimentarte?

—Deberías saber lo que significa a estas alturas.

—¿De quién?

—Podría cazar. —Salvo que se encontraba increíblemente cansado. La noche había durado ya más que cualquier otra noche que pudiera recordar. Parecía una lástima cazar cuando había… Dejó que el poder surgiera un poco más.

—Para. Sé lo que estás intentando. —Con un esfuerzo, Celluci liberó su mirada de un golpe y la volvió hacia la mujer sobre la cama. Seguía viva. Todo lo que de verdad importaba era mantenerla así. Había tomado esa decisión en el laboratorio. Se atendría a ella ahora—. Si sólo se trata de chupar sangre, qué leches, tómala.

Sorprendido por el ofrecimiento, Henry sintió alzarse sus cejas.

—No es necesaria otra cosa que chupar sangre, detective. No es tanto alimento lo que necesito, sino reposición.

—De acuerdo entonces. —Celluci se sacó la chaqueta por los hombros, dejándola con cuidado del revés a fin de no manchar la alfombra, y comenzó a subirse la manga—. ¿La muñeca, correcto?

—Sí. —Henry sacudió la cabeza, con admiración y respecto mezclados casi por igual en su voz—. Sabes, en cuatro siglos y medio, nunca he encontrado a un hombre como tú. A pesar de todo, ¿me ofreces tu sangre?

—Sí. A pesar de todo. —Con una última ojeada a Vicki, se volvió y se tendió sobre el lado de la cama—. A riesgo de ofenderte, después de lo que ha pasado esta noche —suspiró—, no parece que sirva de mucho. Además, lo hago por ella. Ahora mismo, en lo que a mí respecta, eres sólo una sucursal primitiva de la Cruz Roja. Adelante.

Henry levantó el brazo ofrecido, luego alzó la vista hacia Celluci, sus ojos oscuros, el imperceptible asomo de una sonrisa rozando por un momento las comisuras de sus labios.

—Sabes, es una lástima que haya tanto entre nosotros, detective.

Celluci sintió calor y se quitó el rizo de pelo de la frente.

—No abuses de tu suerte, no muerto hijo de puta.

sep

Cuando la sacaba por la puerta, la vida de ella todavía pendía del filo de la navaja. Henry se detuvo.

—¿No te atormenta —preguntó por fin, incapaz de irse sabiéndolo— que al final me eligiera a mí?

Celluci alargó una mano y metió con suavidad las gafas en el bolsillo del abrigo de Vicki. Su bolso y su maleta ya habían sido cargados en el coche de Henry.

—Ella no te eligió —dijo, retrocediendo un paso y frotándose el vendaje de su muñeca—. Eligió la única oportunidad que tenía de vivir. Me niego a sentirme mal por ello.

—Todavía puede morir.

—Encárgate de que no sea así. Un millar de pensamientos entre cada titubeante latido. —Haré todo lo que pueda.

Celluci asintió, reconociendo la verdad; luego se inclinó y la besó con delicadeza en unos labios que parecían menos cálidos de lo que recordaba.

—Adiós, Vicki.

Y no hubo nada más que pudiera decir.

sep

Se ocupó del detective Fergusson. Explicó que Vicki había sufrido una pequeña crisis nerviosa, perfectamente comprensible en tales circunstancias, y había vuelto a Toronto con un amigo.

—La tendré al tanto de lo que suceda…

Se encargó del contenido del apartamento de su madre, llamando a un subastador de bienes y dejándolo todo en sus manos.

—Simplemente véndalo. El dinero se lo quedará el abogado hasta que el testamento se demuestre válido, así que no veo cuál es el problema.

Habló con el señor Delgado.

—La vi marcharse en el coche de él; a través de mi ventana. —El anciano alzó la vista hacia él y agitó la cabeza—. ¿Qué pasó?

Sólo por un instante, Celluci quiso contárselo… sólo por un instante, porque necesitaba de forma desesperada contárselo a alguien. Por fortuna, el instante pasó.

—Hay un viejo refrán, señor Delgado: si quieres algo, deja que se vaya.

—Conozco ese refrán. Lo leí una vez en una camiseta. Es una chorrada, si me disculpa el lenguaje. —Siguió moviendo la cabeza como si fuera la única parte móvil de un antiguo reloj—. Así que ella hizo su elección.

—Todos la hacemos.

Se las arregló para conducir de vuelta a Toronto sin saber nada. No iba a llamar a Fitzroy. Aguantaría mientras pudiera. Que le llamara él.

Hizo frente al mensaje cuando por fin llegó y dio gracias a Dios por tener que tratar sólo con la voz grabada de Fitzroy. Incluso aquello era lo bastante perturbador. Trató de alegrarse de que ella siguiera viva. Lo intentó con todas sus fuerzas. Casi lo consiguió.

Descubrió lo que estaba ocurriendo casi por accidente. No tenía intención de pasar junto a su apartamento. Era estúpido. Macabro. Sabía que ella no estaba allí. Había entrado en una ocasión, la noche en que llegó desde Kingston, había recogido sus cosas y, sin saber por qué, había cogido una foto de los dos que odiaba del tocador de ella. Al llegar a casa, la había metido en el estante del armario del pasillo y no había vuelto a mirarla. Pero la tenía.

—Eh, sargento. —Una esbelta sombra se despegó de la amplia base del viejo castaño y se acercó caminando tranquilamente por la acera—. No sirve de nada entrar, todas las cosas de ella ya no están. Llegan nuevos inquilinos la semana próxima, creo.

—¿Qué estás haciendo aquí, Tony?

El joven se encogió de hombros.

—Estaba dejando la llave y te vi aparecer doblando la esquina, así que me dije que esperaría. Ahórrame un viaje después. Tengo un mensaje para ti.

—Un mensaje —repitió, porque no podía preguntar de quién.

—Sí. Henry dijo que te dijera que eras uno de los hombres más honorables que ha encontrado nunca y que deseaba que las cosas pudiesen haber sido distintas.

—Distintas. Sí. Bueno.

Tony lanzó al detective una mirada con el rabillo del ojo y disimuló su decepción. Henry no le había contado qué quería decir con distintas, si se refería a Vicki o a qué, y ahora parecía que Celluci iba a ser igual de reservado. Aunque le habían contado lo ocurrido aquella última noche en Kingston a grandes rasgos, no sabía ninguno de los detalles y se moría de curiosidad.

—Henry también quería que te dijera que un año es una pequeña parte de eternidad.

Celluci resopló y se puso a caminar por Hurón Street, necesitado de la distracción del movimiento.

—¿Qué demonios significa eso? —preguntó mientras Tony cogía el paso detrás de él.

—No lo entiendo —admitió Tony—. Pero eso es lo que quería que te dijera. Dijo que lo comprenderías más adelante.

Celluci bufó de nuevo.

—Maldito escritor de novelas rosa.

—Sí. Bueno. —Cuando llegaron a la esquina con Cecil Street, y el detective seguía sin volver a hablar, Tony suspiró—. La mayoría del tiempo ella duerme —dijo.

—¿Quién duerme? —Un músculo se contrajo en la mandíbula de Celluci.

—Victoria. Henry sigue bastante preocupado por ella, pero cree que las cosas están yendo bien ahora que el corte en su pierna ha sanado por fin. Nos mudamos a Vancouver.

—¿Nos?

—Sí. Está bastante indefensa ahora mismo. Necesitan a alguien que pueda actuar bajo el sol. Y…

—No importa. —Vancouver. Al otro lado del país—. ¿Por qué? ¿Por el aire de mar?

—¡Ca! Es para que nadie la reconozca cuando comience a cazar. Al parecer son bastante descuidados al principio.

Habían comido mil veces juntos. Puede que dos mil.

—Dile que no es probable que se vuelva más pulcra.

Tony soltó una risa disimulada.

—Se lo diré. ¿Quieres que le diga algo a ella?

—Dile… —Su voz se esfumó y parecía estar mirando algo que Tony no podía ver. Luego su rostro se retorció y, los labios comprimidos en una delgada y blanca línea, se giró sobre un talón y se alejó a grandes pasos.

Tony se quedó donde estaba y lo contempló por un momento, luego asintió.

—No te preocupes, amigo —dijo en voz baja—. Se lo diré.

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Se encargó de todo hasta que el detective Fergusson llamó desde Kingston con motivo de la investigación.

—Mire, se ha mudado a Vancouver, de acuerdo. Aparte de eso, no sé dónde cojones está.

El detective Fergusson saltó sobre la evidente conclusión.

—¿Se deshizo de usted, eh?

En respuesta, Celluci arrancó el teléfono de la pared de la cocina y lo arrojó contra la puerta de atrás. Unos días más tarde, después de ser detenido por un par de policías de uniforme por competir con un jet en la pista de despegue del aeropuerto de Downsview, con la trasera de su coche traqueteando llena de botellas vacías, el psicólogo de la policía sugirió que estaba ahogando fuertes emociones.

Todavía dolorosamente resacoso, Celluci apenas resistió el impulso de ahogar al psicólogo de la policía.

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—Espero que valga la pena tirar tu carrera por el retrete por ella, porque eso es lo que estás haciendo. —La silla del inspector Cantree chirrió una protesta cuando este se inclinó hacia atrás y miró con furia a Celluci—. ¿Sabes lo que tengo aquí? —Una enorme mano cayó sobre la carpeta centrada sobre el papel secante—. No importa. Te lo diré. Tengo un informe del psiquiatra del departamento que sugiere que eres peligrosamente inestable y que no debería permitírsete salir a la calle con una pistola.

Los labios comprimidos en una fina y blanca línea, Celluci comenzó a despojarse de su pistolera.

—¡Vuelve a ponerte la puta pistolera! —soltó Cantree—. Si fuese a escuchar a ese pomposo medicucho, te habría quitado la insignia hace días.

Celluci se apartó el rizo de pelo de la cara y trató de no recordar lo mucho que el gesto la traía a su memoria.

—Estoy bien —gruñó.

—¡Tonterías! ¿Quieres contarme qué es lo que va mal?

—Nada va mal. —Su tono desafió a Cantree a discutir el asunto y Cantree puso cara de hacer justamente eso. Celluci había oído rumores relativos al apresurado traslado de la exdetective Vicki Nelson a la costa oeste… aunque de segunda o tercera mano, porque nadie tenía las agallas para hacer conjeturas delante de él. Obviamente, Cantree los había oído también—. Es personal.

—No cuando afecta a tu trabajo, entonces no. —El inspector se inclinó y sostuvo la mirada de Celluci con la suya—. Así que esto es lo que vamos a hacer. Vas a coger una excedencia durante al menos un mes y vas a salir de la ciudad, y vas a encontrar dondequiera que esté lo que queda de tu cerebro, y luego vas a volver y tener otra pequeña charla con el doctor Freudenstein.

—¿Y si no quiero irme? —masculló Celluci. Cantree sonrió.

—Si no coges una excedencia, te suspenderé por un mes sin paga. De una u otra forma, te vas de aquí.

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Las apuestas en jefatura estaban tres a uno a que la excedencia de Mike Celluci empezaría con el primer vuelo disponible a Vancouver. Varias personas perdieron una cantidad de dinero considerable.

Una semana después de la entrevista en la oficina de Cantree, Celluci se encontró acompañando a su anciana abuela al avión con destino a Italia y a una reunión familiar.

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—Jesús, Mike, es bueno tenerte de vuelta. —La sonrisa de Dave Graham amenazó con dislocarle la mitad inferior del rostro—. Quiero decir, un compañero temporal más como el último y yo me habría tomado seis semanas.

—¿Quién cojones ha dejado círculos de café por todo mi escritorio?

—Por otra parte —continuó Dave con aire pensativo cuando Celluci empezó a acusar a compañeros de trabajo de desordenar sus cosas—, era mucho más tranquilo mientras estabas fuera.

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—¿Vas a comprar uno de esos, Mike?

—¿Qué? —Celluci alzó la mirada del libro en rústica a la vista y miró ceñudo a su compañero.

—Bueno, has estado mirándolo durante los últimos cinco minutos. Pensaba que a lo mejor estabas de humor para algo de lectura ligera. —Dave tendió una mano sobre su cabeza hacia el gigante rubio de la cubierta que acunaba a una morena medio desnuda—. Velero hacia el destino, por Elizabeth Fitzroy. Parece la bomba. Crees que conoces a un tío… —Le dio la vuelta al libro— crees que conoces sus gustos, y después descubres algo como esto. ¿Crees que el capitán Roxborough y esa muñeca de Verónica van a juntarse al final, o se da por sentado?

—¡Dios, estamos en un lugar público! Alguien podría verte. —Celluci agarró el libro y lo empujó de vuelta al estante.

—Eh, eres tú el que se ha parado a hojearlo —protestó Dave mientras los dos detectives volvían a caminar—. Eres tú…

—Conozco a la autora, ¿de acuerdo? Ahora olvídalo.

—¿Conoces a una autora? Yo pensaba que ni siquiera sabías leer. —Contemplaron a una multitud de adolescentes pasar hacia una tienda de deportes—. ¿Y cómo es ella? ¿Vive en Toronto?

Es un vampiro. Vive en Vancouver.

—He dicho que lo olvides.

Había pedazos de Vicki diseminados por toda la ciudad, y cada vez que se topaba con uno (su viejo barrio, su cafetería favorita, una prostituta a la que había arrestado), le arrancaba sangrantes costras de su habilidad para luchar. Ahora estaba encontrando trozos de Fitzroy también, y cada copia del libro que veía introducía sal en las heridas. Por suerte, lo hacía mejor ocultando el dolor.

Incluso había convencido al psicólogo de la policía de que estaba bien.

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—… y los asesinatos del parque Stanley continúan en Vancouver. Otro conocido vendedor de drogas ha sido hallado junto al salón de té de Ferguson Point. Al igual que en los tres casos anteriores, la cabeza parece haber sido arrancada del cuerpo y fuentes del juzgado de primera instancia han referido que, una vez más, al cuerpo se le ha extraído la sangre.

La presa de Celluci se estrechó alrededor de la lata de cerveza de aluminio, aplastando el delgado metal. Con la atención puesta en la televisión, no advirtió el líquido goteando sobre su mano y cayendo a la alfombra.

—La policía sigue desconcertada y uno de los oficiales que vigilaba el salón de té cuando se produjo el asesinato admitió con franqueza no haber visto nada. Las conjeturas de la prensa van desde la probabilidad de que haya llegado una nueva y poderosa banda a la zona de Vancouver y se esté librando de competidores, hasta la posible existencia de un rabioso hombre de las nieves deambulando por el parque. En Edmonton…

Extraído la sangre. Celluci quitó el sonido y se quedó mirando fijamente sin pestañear el boletín de noticias de la CBC, que dio paso en silencio a la información nacional sin él. Un hombre de las nieves no. Un vampiro. Un nuevo, joven vampiro, aprendiendo a alimentarse. Arrancando las cabezas para ocultar las primeras y frenéticas marcas de dientes. Fitzroy era lo bastante fuerte. Dejando a los traficantes de droga muertos en el parque para dejar clara su postura. Podía ver a Vicki en todo aquello.

—Malditos vampiros justicieros —murmuró a través de dientes apretados con tanta fuerza que le dolían las sienes. Antes de que llegara Henry, Vicki había comprendido que la ley era una de las pocas cosas que mantenían el caos a raya. Por mucho que ella hubiese querido decapitar a algunas de las cucarachas que caminaban sobre dos piernas en los barrios bajos de la ciudad, nunca se había tomado la justicia por su mano. Fitzroy había cambiado aquello incluso antes de cambiarla a ella.

Vicki estaba viva, ¿pero en qué se había convertido? ¿Y por qué no le importaba a él?

Celluci no quería afrontar la respuesta a ninguna de las dos preguntas. La televisión siguió parpadeando en silencio en el rincón, mientras abría de un golpe una botella de whisky y emprendía metódicamente la búsqueda del olvido.

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El tiempo pasó, pero sólo porque no había nada para detenerlo.

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Ella se quedó fuera por un momento y contempló la sombra de él moviéndose contra las persianas. Sentía una opresión en el pecho, y si no se conociese bien, diría que estaba asustada.

—Lo cual es ridículo.

Limpiándose las palmas contra los muslos de sus vaqueros, con un gesto ya no dictado por la necesidad sino por la costumbre, echó a andar por el camino de entrada. Esperar sólo lo haría peor.

Su llamada, más ruidosa de lo que había pretendido, pues todavía no tenía un control completo de su fortaleza, resonó a lo largo de toda la tranquila calle. Le oyó acercarse a la puerta, contó sus latidos mientras giraba el pomo, y trató de no dar un respingo ante el súbito chorro de luz.

—Vicki.

Ella sintió como si no hubiera oído pronunciar su nombre hacía muchísimo tiempo, y no pudo escuchar la reacción de él por encima de sus propias palabras. Con un esfuerzo, mantuvo su voz más o menos tranquila.

—No pareces especialmente sorprendido de verme.

—Oí lo que les sucedió la noche pasada a Gowan y Mallard.

—Nada más que lo que merecían. Nada más que lo que les debía.

—El periódico dice que los dos vivirán.

La noche fulguró por un instante en su sonrisa.

—Bien. Quiero que vivan con ello —se frotó las palmas contra los tejanos de nuevo, limpiando esta vez del todo viejas deudas—. ¿Puedo entrar?

Celluci dio un paso atrás desde la puerta. Era más delgada, más pálida, su cabello era diferente. Le costó un momento darse cuenta del cambio más evidente.

—¿Tus gafas?

—Ya no las necesito. —Esa sonrisa era la que él recordaba—. Y me alegro por ello.

Cerrando la puerta detrás de ella, se sintió como un amputado que hubiera despertado y descubierto que sus piernas habían vuelto a brotar. No parecía recuperar el aliento, y le llevó un instante identificar la extraña sensación de pérdida que sentía como ausencia de dolor. Casi oyó el clic cuando la pieza que había sido sacada de su vida volvía a deslizarse en su lugar.

—Sabes, los posibles problemas con la retinitis pigmentaria nunca se me llegaron a ocurrir aquella noche en el laboratorio —continuó, yendo la primera hacia la cocina—, ¿te imaginas un vampiro sin visión nocturna? Mordiendo por Braille… Dios, menudo desastre.

—Estás diciendo tonterías —dijo él secamente mientras ella se volvía para mirarlo.

—Lo sé. Perdona.

Se miraron fijamente el uno al otro por un largo instante, y ciertas cosas que necesitaban ser dichas se discutieron en el silencio.

—Henry te debe una disculpa —le dijo Vicki por fin—. Nunca te mencionó que los vampiros no pueden permanecer juntos una vez el cambio se ha completado.

—Han pasado catorce meses.

Ella separó las manos.

—Lo siento. Me costó bastante desde el principio.

Celluci frunció el ceño.

—No estoy seguro de entenderlo. ¿No puedes volver a verlo nunca?

—Él dice que no querré hacerlo. Que no querremos hacerlo.

—El muy hijoputa podía habérmelo contado. —Se pasó una mano por el pelo. «Henry quería que le dijera que un año es una pequeña parle de eternidad». Respirando profundamente, se preguntó qué habría hecho si las posiciones de ambos hubiesen sido las opuestas—. No importa. Henry no me debe nada. Y el hijo de puta ya se disculpó.

Vicki pareció dudarlo.

—¿Si? Bueno, no me trago sus tonterías sobre la separación trágica, aunque no podamos compartir un territorio. —Valientes palabras, pero no estaba tan segura de que significaran nada, de que su nueva naturaleza la permitiera mantener un vínculo sin sangre.

No voy a abandonarte sin luchar.

Henry volvió la cara a las luces de una nueva ciudad y negó tristemente con la cabeza.

Estarás luchando contra ti misma, Vicki. Luchando contra lo que eres. Contra lo que somos.

¿Y qué? —El mentón de ella se alzó—. No me rindo, Henry. Ante nada.

—Tiene un teléfono móvil y acaba de comprar un fax, joder; creo que conseguiremos seguir en contacto.

—¿De verdad? —Celluci apoyó una cadera sobre el mueble de la cocina y cruzó los brazos sobre el pecho—. Nunca me llamaste a mí.

—No fui capaz hasta hace muy poco… las cosas eran un poco confusas al principio. Y luego… —Pasó un pálido dedo por el canto de la mesa de la cocina, contenta de haber perdido la capacidad de sonrojarse—. Y luego, tuve miedo.

Nunca antes la había oído confesar que estaba asustada de nada.

—¿Miedo de qué?

Ella alzó la mirada y él halló la respuesta en la desesperada pregunta de sus ojos.

—Vicki… —Hizo que su nombre sonase como una tierna acusación. ¿No podías confiar en mi?

—Bueno, ahora soy diferente y… ¿De qué te ríes?

¿Cuánto hacía desde la última vez que se había reído así? Unos catorce meses, sospechaba.

—Si eso es todo lo que te preocupa… Vicki, tú siempre has sido diferente.

La pregunta se desvaneció, reemplazada por esperanza.

—¿Entonces no te importa?

—Mentiría si dijera que no me costará acostumbrarme, pero no, no me importa. —¿Importar? No había nada a lo que no pudiera llegar a acostumbrarse si eso significaba tenerla de nuevo junto a él.

—No será lo mismo.

—No me digas.

—Henry dice que puede ser mejor.

—No me importa lo que diga Henry.

—No sentaremos la cabeza y seremos una familia como tú querías.

Se dejó resbalar del mueble de la cocina.

—No me digas lo que quería. Te quería a ti.

Ella abrió los brazos, sus dientes una nívea invitación contra las comisuras de su boca.

Él se unió a ella en mitad del movimiento.

Cayeron al suelo juntos.

Dos horas y veintitrés minutos más tarde, Vicki apoyaba la cabeza sobre su hombro y miraba al techo de la cocina. Había creído que con el paso de los últimos catorce meses había llegado a aceptar aquello en lo que se había convertido (vampiro, hija de la oscuridad, noctámbula), pero no era así, en realidad no, hasta que sus dientes habían dado con un pliegue de la piel de Mike Celluci y había vuelto a tomar la vida de él dentro de la suya. Se lamió una gota de sudor y pudo sentir su aliento, cálido contra la parte superior de su cabeza, su aroma envolviéndola.

—¿En qué estás pensando? —preguntó él, soñoliento.

Vampiro. Hija de la Oscuridad. Noctámbula.

Alargando una mano, le quitó el rizo de pelo de la frente y sonrió.

—Sólo estaba pensando en los próximos cuatrocientos cincuenta años.