a súbita oscuridad arrojó a la doctora Burke contra la pared, el corazón en la garganta, las palmas hormigueándole del sudor. Podía sentir la sacudida de adrenalina devorando la distancia inducida por el alcohol y luchó por calmarse. Estar sobria, en ese edificio, no formaba parte de su plan.
—Lo sabía, sabía, sabía que tenía que haber traído el reshto… de la seg… unda botella —habló a solas, su voz casi perdida en el tramo de garganta, dientes y labios que tenía que cruzar antes de poder franquear su boca.
La igualmente repentina aparición de torrentes de luz activados por batería en cada extremo del pasillo dio lugar a un victorioso ondear de la chaqueta de Donald.
—¡Ja, ja! ¡Demos gracias a la moderna ingen… iería! La energía se apaga, las luces de emer… gencia… se encienden. ¡Hurra! Lo hicieron condenadamente bien, además —continuó, avanzando entre traspiés de nuevo—. No encontraría el maldito laboratorio… de otra forma. Deambularía por aquí durante… días. Puede que incluso… meses.
Entornó los ojos mirando al final del pasillo.
—Hablando de… lo cual. ¿Dónde demonios estoy? —Le llevó un momento de concentrado esfuerzo reconocer la intersección en forma de T que se acercaba. El ala izquierda, luego de cruzar un aula y bajar un pequeño tramo de escaleras, era un callejón sin salida, creía, pero la derecha, con algo de suerte, la llevaría por fin a la puerta trasera del laboratorio. La pequeña puerta de madera daba al almacén; nunca la habían usado, pero la doctora Burke se había encargado desde el principio de llevar la llave.
—Tal vez supiese que algo como esto iba… a ocurrir —le confió a un extintor—. Tal vez simplemente me estaba… preparando para cuando el corcho de Cathy la loca saltara.
¿Y estabas preparada, preguntó la voz de la razón, para lo que le ha sucedido a Donald?
Ni siquiera una botella de whisky de malta podía acallar la voz, pero volvía muy sencillo desoírla. Eso hizo la doctora Burke.
Mientras Vicki veía las luces de emergencia como blancas puntadas en una negra mortaja, al parecer sus compañeros encontraban en ellas iluminación más que suficiente. Dado que Henry necesitaba tan poca luz, lo probable era que pudiese ver con bastante claridad, y ella sabía por experiencia que Celluci tenía una visión nocturna superior a la media. Dios, cuánto los envidiaba; ser capaz de moverse con libertad sin temor a dar un paso en falso o a chocar, ser capaz de ver movimiento en las sombras a tiempo para…
¿Para qué?
Vicki hizo a un lado la pregunta y se concentró en no dejar atrás el círculo de luz. Aunque mantenía el haz de la linterna pegado al suelo delante de ella para no cegar a los dos hombres, dejó que una pequeña parte se superpusiera sobre Henry. Después de todo lo que habían pasado (todo por lo que los tres habían pasado), no iba a dejarle tropezar en la oscuridad sólo por culpa de sus enfermos ojos.
Henry estaba a salvo.
Lo habían salvado.
Su madre estaba muerta, pero Henry estaba vivo y a salvo con ellos.
Eso compensaba muchas cosas.
Respirando pesadamente, la mano de Celluci metida bajo el codo de su brazo bueno, siguió al pedacito de Henry que podía ver por el hueco de una escalera y alzó la vista entrecerrando los ojos ante el rojo alfilerazo en la negrura que tenía que ser la señal de salida.
—Chicos, ¿estáis seguros de que este es el piso correcto?
—Lo estoy. —La voz de Henry sonaba plana y carente de tonalidad—. El hedor a muerte corrompida es más fuerte aquí.
—Henry… —Soltándose de Celluci, Vicki alargó la mano y le tocó suavemente en la cadera con el lateral de la linterna—. Va a ser peor en el laboratorio. —Le habían hablado de Donald abajo en el cuarto de la electricidad. Los tres habían necesitado un momento para recuperarse después de contarlo—. Puedes esperar en el pasillo si crees que va a ser demasiado intenso.
—Es sólo una cuestión de grado —le dijo Henry de forma brusca, sin volverse. Podía ver el contorno de la puerta al final del pasillo—. Igual me da entrar en el laboratorio porque no puedo oler nada más incluso aquí. —Entonces echó una mano atrás y le rozó con los dedos la calidez de su mano, suavizando su tono—. Se nos ha pasado a todos el tiempo de correr. Ahora es el momento de afrontar esos últimos temores y…
—Y largarnos de aquí —terminó Celluci—. Lo cual no haremos si seguimos aquí de cháchara. Vamos. —Asió a Vicki de nuevo y la arrastró hacia delante, obligando a Henry a ir en cabeza o ser atropellado. Si perdían velocidad, nunca conseguirían que aquello acabara. No había deseado tanto ver algo concluido en mucho tiempo—. No puede ser peor que la última visita, para cualquiera de nosotros.
Vicki tensó la mano alrededor del cilindro de la linterna, dando gracias porque la empuñadura fuera de goma maciza y rugosa. Su palma estaba tan húmeda que un material resbaladizo se le habría escurrido directamente de la mano. Afrontar nuestros últimos temores. Oh, Dios, espero que no.
El laboratorio (quizá por ser un cuarto tan grande, quizá porque después de un siglo de renovaciones el edificio simplemente solía desafiar a la lógica) poseía su propia luz de emergencia.
—Bien, gracias a Dios por los pequeños favores —murmuró Celluci mientras entraban—. No me gustaría mucho estar en la oscuridad con eso.
Vicki dejó que su luz lamiera sobre aquello, la caja de acero inoxidable brillando por un momento y luego deslizándose en la sombra de nuevo. Todo el horror yacía ya en el recuerdo, pues el cuerpo que contenía la caja de aislamiento estaba muerto sin más, y ya habían tratado con la muerte antes. En realidad está sinceramente muerto. Reprimió una risita y pisoteó con fuerza el pensamiento. Sería aterradoramente sencillo perder el control.
Henry hizo caso omiso de la caja y recorrió deprisa y a grandes pasos la habitación hasta el único ordenador restante, con la guerrera ondeando detrás de su desnudo torso. Con la energía cortada, no tenía forma de saber si contenía los ficheros relativos a él mismo, pero tenía que dar por sentado que si Catherine había hecho las pruebas en ese laboratorio, entonces había introducido los datos en esa máquina.
—Fitzroy.
Se volvió, con los dedos envolviendo ya un puñado de cables.
—Puede que quieras llevarte esto de aquí también. —Celluci le ofreció la cartera que había cogido del suelo, con varios documentos de identidad metidos desordenadamente—. No le demos al detective Fergusson una posibilidad de sacar partido de lo obvio.
—Gracias. —Una rápida comprobación, y Henry se lo metió todo en el bolsillo de la chaqueta—. Si la policía lograse relacionarme con todo esto, habría tenido que desaparecer. —Una de las comisuras de su boca se retorció en la dirección del detective—. Tal vez deberías haber dejado la cartera en el suelo.
Celluci contestó con un tono y una expresión idénticos.
—Tal vez debería haberlo hecho.
Colocando los cables, el monitor y el teclado con cuidado a un lado, Henry alzó la torre del ordenador sobre su cabeza y la arrojó contra el rincón tan fuerte como pudo.
Catherine dio un respingo al oír el plástico hacerse añicos, abriendo de golpe unos ojos imposiblemente grandes.
—Es ella. Está destrozando las cosas. —Sus dedos se cerraron en torno al brazo de número nueve, dejando marcas en la cada vez más maleable carne—. ¡Tenemos que detenerla!
Número nueve dejó de moverse, obedeciendo a la presión. Haría lo que ella quería.
Desde el laboratorio situado más adelante llegó el sonido de más destrucción, de piezas pequeñas haciéndose más pequeñas todavía hasta que estuvieron más allá de toda esperanza de reparación.
—Muy bien. —Catherine se puso de puntillas y apoyó su frente en el cráneo de número nueve justo debajo de donde las grapas mantenían la tapa de los sesos en su sitio—. Este es mi plan. Yo la distraeré, haré que me persiga y la despistaré en los pasillos. Tú entra y coge a Donald. Debería poder funcionar fuera de la caja a estas alturas. No dejes que nada te detenga.
No podía sentir el aliento de ella, cálido contra su oreja y cuello (los nervios bajo la piel nunca se habían regenerado), pero podía sentir su proximidad y aquello bastaba. Tendió una mano y le palmeó con torpeza el brazo.
—¡Sabia que podía contar contigo! —Le apretó la mano a su vez, sin sentir los minúsculos huesos moviéndose de sus sujeciones, los tendones y ligamentos empezando a ceder—. ¡Vamos!
Mientras Henry destrozaba el equipo en pedazos cada vez más pequeños y Celluci partía en dos diversos disquetes, Vicki, con la linterna metida bajo su barbilla, hojeaba montones y montones de hojas impresas.
—¿Encuentras algo? —preguntó Celluci, alargando la mano hacia otro trozo cuadrado de plástico.
Vicki negó con la cabeza.
—En su mayoría son registros de electroencefalogramas.
Estiró el cuello y miró con atención el papel dividido en dos por una huella de picos y valles de tinta negra.
—¿Cómo demonios lo sabes?
Ella resopló.
—Llevan una etiqueta.
—¡Basta!
Los tres se giraron bruscamente.
—¡Deteneos ahora mismo!
La linterna de Vicki apenas permitió distinguir un pálido círculo de rostro y pelo, sobre un rectángulo más pálido de bata de laboratorio, en el umbral situado en el extremo más alejado de la larga habitación.
—¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! —La furia y la locura eran estridentemente obvias en su voz.
—Catherine. —Saltando por encima de los destrozos a sus pies, Henry cargó hacia delante.
La figura en el umbral desapareció.
—¡Fitzroy!
—¡Henry!
Él no les hizo caso, absorto en la cacería. Esa loca lo había aprisionado, torturado, dejado solo en la oscuridad; era suya. Sabiendo lo que era, evitaría hundirse en el vacío de sus ojos. La abatiría. Su sangre no estaba manchada aun cuando su mente lo estuviera. Y ella le debía sangre.
Pese a su velocidad, no del todo recuperada, pero todavía mayor que la de un mortal, la perdió de vista al llegar al pasillo. Su olor yacía sepultado bajo el persistente hedor a muerte corrompida, que no sólo impregnaba el aire, sino que cubría el interior de su boca y nariz como una ponzoñosa capa de aceite. Podía oír su vida, así que corrió tras ella.
Pero el sonido se convirtió en una culebreante e incierta pista, fácil de perder en el laberinto de cuartos y pasadizos y, estando tan habituado a cazar por medio de la vista y el olfato, Henry encontró más difícil de lo que creía posible reducir la distancia. Su vida se acercaba, pero penosamente despacio.
La locura presta fuerza a las piernas aunque destruya la de la mente. No podía recordar quién se lo había dicho, hacía muchos años, pero parecía que la locura brindaba ligereza de pies así como fuerza, pues Catherine seguía eludiéndolo, aprovechándose de las peculiaridades del edificio para obtener ventaja.
Doblando una esquina, yendo a través de un aula y saliendo por una pequeña puerta que sólo alguien con un profundo conocimiento del edificio sabría que existía, el latido del corazón de ella lo guio. El alumbrado de emergencia ofrecía tramos de luz demasiado brillante que se alternaban con bandas de sombra mucho más cómodas para sus ojos. Estaba empezando a cansarse, protestando su cuerpo por lo que le estaba exigiendo tan pronto, tras el castigo que había padecido. La sangre de Vicki no podía hacer mucho más.
En el instante antes de huir, Catherine había reconocido al vampiro y no le había costado mucho darse cuenta de que no podía dejarlo atrás. Su conocimiento del edificio era su única ventaja y, aunque ello evitaba una confrontación inmediata, pronto vio que no era suficiente para quitárselo de encima.
No tenía ni idea de lo que haría cuando por fin la cogiera, ni le importaba. Sus únicos pensamientos eran sobre número nueve y cómo se había visto obligada a dejarlo solo y superado en número en el laboratorio. Tenía que volver junto a él.
Rodeando una esquina, la luz de emergencia atrajo su atención y resbaló hasta detenerse. La pesada batería contenida en la base había resultado ser demasiado para el antiguo yeso y el listón que se suponía sujetaría los tornillos, y el aparato había cedido saliendo de la pared. Soltando aire, saltó hacia él y enganchó las puntas de los dedos sobre una estrecha tira de metal.
Henry siguió la vida de Catherine rodeando otra esquina, y a lo largo de un corredor mucho más oscuro que el resto. Su latido se hizo más fuerte. Entonces la vio perfilada contra el gris institución de la pared; encogiéndose, acorralada.
Sus labios se retiraron mostrando sus dientes y el Cazador rodeó a su presa.
Ella se irguió, dejando de tapar con el cuerpo el objeto que mecía en sus brazos.
La brillante luz blanca lanzó clavos de metal ardiente sobre sus ojos sensibles a la noche. Gritando de dolor, Henry cayó hacia atrás, con las manos levantadas, una barrera inefectiva ahora que el daño había sido causado. La oyó pasar delante de él, respingó cuando la vida de ella le rozó con sus mellados bordes, y no pudo seguirla.
Celluci había dado tres presurosos pasos en pos del vampiro a la carrera, había visto que quedaba atrás rápidamente y se había detenido.
—¡Maldito sea! —Lanzó el disco que sujetaba contra la pared, con tanta fuerza como fue capaz, y se encontró con que sus sentimientos no se veían aliviados en absoluto por su destrucción—. ¡Después de todo lo que hemos pasado para poner su trasero fuera de peligro, ese condenado hijo de puta no muerto se nos escapa corriendo!
Vicki se limitó a mover la cabeza, la mano empuñando con fuerza el cilindro de su linterna. Aunque el sonido de su propio latido casi la ensordecía, se sintió sorprendentemente calmada.
—No es —dijo con suavidad— como si fuese un león domesticado.
Celluci se volvió hacia ella, pasándose las dos manos por el pelo.
—¿Y qué diablos se supone que significa eso?
—Es de un libro infantil. Lo usaba para describirlo la pasada primavera, cuando nos encontramos.
—Magnífico, simplemente magnífico. Te vas de excursión literaria por la calle de los recuerdos, mientras Fitzroy se larga. —Dio otro paso hacia la puerta, luego cambió de idea, se giró de pronto y avanzó pisando fuerte hasta ella—. Vicki, ya está. Nos vamos de aquí. —El sentimiento de traición pesaba más que la preocupación—. Si Fitzroy es capaz de salir a la carrera como una especie de ángel vengador chupasangre, puede arreglárselas sin nosotros cerca y…
De repente, se dio cuenta de que ella no le estaba escuchando. Lo cual, de por sí, no era especialmente insólito, pero su expresión, apuntando fija hacia el haz de la linterna, era una que sólo había visto en su rostro una vez con anterioridad… aproximadamente una hora y media antes, cuando habían abierto el ataúd de metal y Donald Li había abierto los ojos.
Helándosele la carne entre los omóplatos, se giró.
De pie en el umbral se hallaba una parodia de hombre.
Ella le había ordenado que rescatara a Donald. No había dicho nada de la gente que estaba más allá de la caja, así que número nueve los pasó por alto.
Se arrastró hacia delante.
La mano derecha de Celluci se elevó y esbozó rauda una señal de la cruz.
—Aquella chica, la testigo de la noche en que mataron al chico, dijo que fue estrangulado por un hombre muerto.
La criatura continuó arrastrando los pies hacia delante, creciendo su hedor a cada paso.
Un hombre cuerdo correría. Pero pies y piernas se negaron a obedecerle.
—Esta tiene que ser la cosa que mató al muchacho.
—Hay bastantes probabilidades —convino Vicki, con voz que sonaba como si la hubiese forzado a salir entre dientes cerrados—. ¿Y qué vas a hacer? ¿Arrestarlo?
—Oh, muy graciosa. —Sin quitar los ojos de la vacilante obscenidad, se movió lateralmente hasta que su hombro tocó el de ella; el calor de otra vida se volvió de repente importante—. ¿Qué crees que quiere?
La sintió encogerse de hombros.
—Tengo miedo de imaginarlo.
La criatura llegó a la caja de aislamiento y alargó una mano hacia el seguro.
—¡Un cuerno! —Apenas consciente de que se estaba moviendo, Celluci cargó sobre ella. Después de todo lo que había pasado para salvar a Donald Li (después de lo que Donald Li había pasado), que le colgasen si dejaba que el chico fuese arrastrado de vuelta a las filas de los no muertos. Las filas de los no muertos… ¡Jesús! Suena como el anuncio de un telefilme. Se paró sobre las punteras ante el extremo de la caja y rugió:
—¡Vamos! ¡Aléjate de ahí!
Aquello no le hizo caso.
—¡Maldito seas, he dicho que te alejes! —No recordaba haber sacado su pistola, pero ahí estaba en su mano—. ¡Sepárate de la caja! ¡Ahora!
Reconociendo por fin alguna clase de amenaza, giró la cabeza y miró directamente hacia él.
Coge a Donald. No dejes que nada te detenga.
Número nueve se quedó mirando fijamente al hombre junto a la caja. La voz era imperativa, pero las palabras no eran palabras que tuviera que obedecer.
No dejes que nada te detenga.
Las palabras no eran suficientes para detenerlo. El hombre podía ser pasado por alto.
Volvió su atención de nuevo hacia el seguro, tratando de cogerlo con los dedos.
Lo peor de todo no era el gris tumba de la piel, los labios y yemas de los dedos de un negro verdoso, ni la línea de grapas a través de la frente, ni siquiera las evidentes señales del triunfo de la descomposición. Lo peor de todo era que había alguien ahí dentro… que no sólo una inteligencia, sino una personalidad existía dentro de la ruina.
Temblando violentamente de horror, piedad y repulsión a partes casi iguales, Celluci sujetó la pistola con la mano izquierda y, susurrando un «Salve María» a través de unos labios secos, apretó el gatillo. El primer disparo erró el blanco. El segundo rozó la parte posterior del cráneo de la criatura con bastante fuerza para hacerla girarse, y fue a parar contra la curva de la caja de aislamiento. No tuvo oportunidad de disparar un tercero.
El golpe lo alcanzó justo debajo del hombro, haciéndolo chocar con los tres tanques de oxígeno alineados bajo la ventana. Perdió la pistola, vagamente consciente de cómo se alejaba deslizándose por el suelo, y vio a Vicki abalanzarse rodeando el extremo de la caja, alzando la linterna como una maza.
Vicki había contemplado el avance de Celluci hacia la criatura con un curioso distanciamiento. Era como si, cuando la había visto aparecer en la entrada y comprendido qué era y qué no era, un interruptor de sobrecarga se hubiese disparado y ya no pudiera reaccionar, sólo aguardar. Su boca se había movido para responder, pero su mente se había desconectado. Después de los últimos días de constante agitación interna, ataques y contraataques, y nada más que histeria general, la paz y tranquilidad eran muy agradables. Mantuvo el rayo de luz sobre la criatura mientras esta avanzaba arrastrándose, y se negó a preguntarse a qué estaba esperando.
Creía entender lo que movía a Celluci a tratar de impedir la apertura de la caja, pero no parecía importarle. Le oyó hablar, pero las palabras se enmarañaron y perdieron su significado. Cuando él sacó la pistola, lo único que ella sintió fue una moderada sorpresa.
Sus músculos se contrajeron con el primer disparo, su cerebro rebotó adelante y atrás entre sus orejas. La detonación del segundo la sacó de su reclusión, despertándola de golpe.
Vio alzarse el brazo de la criatura y a Celluci salir volando. Comenzó a moverse antes de que golpeara el suelo. Manteniendo el haz apuntado a lo largo de su camino hasta que estuvo bastante cerca para actuar a ciegas, levantó la pesada linterna como una maza y golpeó con violencia. Sintió el contacto extrañamente amortiguado.
Aunque había llegado tan cerca que el hedor levemente dulzón de carne en descomposición la envolvió, en realidad no podía ver a la criatura a la que hacía frente. Y gracias a Dios por los pequeños favores. Ya era bastante aterrador desde lejos. Por desgracia, tampoco pudo ver el golpe en respuesta.
Con un sólo brazo para equilibrarse, cayó duramente, más preocupada por aferrarse a su único medio para ver que de parar su caída. Chocó con el suelo, rodó, y se aplastó la muñeca herida contra el mismo.
Celluci la oyó jadear de dolor mientras se lanzaba de nuevo sobre la criatura. ¿Qué estás haciendo?, chillaba la parte todavía racional de su cerebro. Pero aunque admitiese que la pregunta era digna de ser considerada, la noche había ido demasiado lejos para que la escuchara.
Con un sordo chapoteo, su hombro se clavó en las costillas del ser, obligándolo a retroceder hacia la puerta. Cayeron juntos, se enzarzaron, rodaron. Perdió la noción del tiempo, perdió la noción del lugar, perdió la noción de sí mismo hasta encontrarse mirando hacia el techo del pasillo mientras su columna se aplastaba contra las baldosas. Gruñó en tanto los pesados músculos de su espalda absorbían en su mayor parte, mas no todo, el impacto. Trató de liberarse pataleando. Se sintió alzado. Arrojado contra una pared de estanterías. Deslizado sobre ellas hacia abajo. Vio una puerta cerrarse. Y de pronto se encontró solo en la oscuridad.
Número nueve había puesto al último intruso en la caja. A ella le había complacido. Así que encontró una caja para este intruso también.
Apretando con ambas manos, dobló la cosa redonda de metal hasta que dejó de girar.
Ahora el intruso se quedaría en la caja.
Sin duda se trataba de un armario… aunque no es que importara mucho. Celluci se lanzó contra la puerta. No se movió. Y cuando, soltando tacos en italiano, halló por fin el tirador, este no giró.
Vicki se alzó apoyándose sobre las rodillas, dándole vueltas la cabeza. Supuso que los sonidos del choque que había oído eran los de Celluci y la criatura, pero en aquel momento era físicamente incapaz de acudir en su ayuda. Encorvada sobre su brazo herido, sintió arcadas, y luchó contra las oleadas de vértigo que amenazaban con tirarla de bruces al suelo otra vez.
¡Maldita sea, Vicki, ve con él! ¡Mike te necesita! Así que has perdido un poco de sangre, vaya una mierda. No es la primera vez. ¡Levántate!
Jadeando a través de los dientes apretados, tanteó en busca de la linterna y de pronto se dio cuenta de que no estaba sola.
Su visión consistía únicamente en una estrecha senda a lo largo del suelo, iluminada por la linterna y limitada por la enfermedad que había arruinado su vista. Por dicha senda se arrastraba un par de pies con zapatillas nuevas de atletismo con cierres de velero. Más allá del horror, Vicki se quedó inmóvil, incapaz de moverse, incapaz de pensar, incapaz de apartar la mirada mientras los pies se arrastraban hacia ella. Cuando se detuvieron, pudo ver también los pantalones de gimnasia que cubrían las piernas desde las rodillas hasta los tobillos. La criatura junto a la caja llevaba pantalones como esos, pero todavía podía oír los sonidos de la pelea…
Por fin, cerró los dedos en torno a la empuñadura de goma y, aferrándose a ella como a un talismán, lentamente se obligó a enderezarse.
Su madre bajó los ojos hacia ella, mirándola de forma muy parecida a como lo había hecho un millar de veces antes. Salvo que, esta vez, su madre estaba muerta.
Sintió la razón escabullírsele y gateó desesperada, aferrándose a sus bordes. Esta era su madre. Su madre la amaba. Muerta o no, su madre nunca le haría daño.
Entonces los muertos labios se separaron y una boca muerta pronunció su nombre.
Demasiado.
Henry oyó el alarido, se giró, y corrió hacia él. Aún medio cegado, su sentido del olfato inútil en los corredores saturados de abominación, recorrió a toda prisa la senda del terror de Vicki y se encontró en un callejón sin salida.
Aullando de rabia, volvió sobre sus pasos, esforzando los sentidos para que la sensación de su vida lo guiara.
—¡VICKI! —Celluci se arrojó contra la puerta con impotente furia. Una, otra vez.
Y otra.
La boca seca, el corazón martilleando en la demasiado pequeña caja torácica, Vicki retrocedió despacio. Con las manos tendidas hacia ella, su madre muerta la siguió. La cruda iluminación de la linterna acentuaba la palidez de la muerte y arrojaba pequeñas sombras junto a cada una de las grapas que atravesaban la frente de Marjory Nelson.
Sus pies siguieron moviéndose por un momento antes de que Vicki advirtiera que no iba a ir más lejos, que la distancia entre ambas estaba disminuyendo. La fría curva de metal de la caja de aislamiento presionaba contra la parte baja de su espalda. ¡Rodéala!, pensó, pero no podía recordar cómo. No podía apartar sus ojos de la figura que se aproximaba. Ni podía desviar la luz con la esperanza de que desapareciera en la oscuridad.
—¡Para!
Vicki dio un respingo cuando el sonido la golpeó.
La mujer muerta, que había sido Marjory Nelson, se arrastró adelante un paso más y luego tuvo que obedecer.
—¡Espera! —Catherine, con número nueve siguiéndola de cerca, entró en el laboratorio, entornó los ojos al cruzar el haz de luz y miró furiosa alrededor—. Echa un vistazo a este sitio. Llevará días ponerlo todo en orden. —Dio una patada a un pedazo roto de circuito electrónico y se volvió hacia Vicki, sus movimientos casi tan espasmódicos como los de su compañero—. ¿Quién eres tú?
¿Quién soy yo? Las gafas estaban resbalándole por la nariz. Agachó la cabeza hasta que pudo empujarlas con el índice de su mano lesionada. ¿Quién era ella? Tragó saliva, tratando de humedecer su boca.
—Nelson. Vicki Nelson.
—¿Vicki Nelson? —repitió Catherine, acercándose.
El tono hizo que el filo de un cuchillo recorriera la columna de Vicki, aunque la estudiante de posgrado se hallaba todavía fuera de su campo de visión. Esta persona está perturbada. Loca no era una palabra lo bastante fuerte para la quebradiza voz de Catherine.
Dejando a número nueve en las sombras, Catherine cruzó el cono de luz y se paró justo delante de donde Marjory Nelson luchaba contra la compulsión que la mantenía en el sitio.
—La doctora Burke me habló sobre ti. No parabas de fisgonear por aquí. —La puntiaguda barbilla se alzó y los ojos azul pálido se entornaron—. Ella no habría tenido que terminar los experimentos si no fuese por ti. ¡Todo esto es culpa tuya! —La última palabra se tornó una maldición y se lanzó adelante, los dedos curvados en forma de garras, las garras en busca de la garganta de Vicki.
El instinto de conservación rompió la parálisis. Vicki se echó a un lado, sabiendo que no iba a ser lo bastante rápida. Sintió las yemas de los dedos cogiéndola por el cuello, vislumbró por un instante el pozo de locura cuando, por un momento, la contorsionada faz de Catherine llenó su campo de visión; luego, de repente, se encontró tambaleándose hacia atrás, sin ser ya atacada. Venciéndose contra el soporte de la caja, levantó la luz, buscando una explicación.
Catherine colgaba de las manos de su madre, y a continuación fue lanzada, sin esfuerzo aparente, a un lado.
Era la clase de rescate que los niños pequeños creen sin reservas que sus madres pueden llevar a cabo. A pesar de todo, Vicki se descubrió sonriendo.
—Enhorabuena, mamá —musitó, tratando de recuperar el aliento.
Número nueve no comprendía lo que el otro que era como él estaba a punto de hacer.
Entonces la oyó gritar mientras chocaba contra el suelo.
Estaba herida.
Recordaba la ira.
El primer puñetazo de número nueve aplastó las costillas, quebrando el hueso con el estruendo de un balazo, clavando astillas en la cavidad torácica.
Aquel primer golpe la habría matado, si no hubiera estado ya muerta. Se tambaleó bajo el impacto pero logró permanecer de pie. El segundo puñetazo cayó contra sus brazos alzados apartándolos, el tercero la hizo volar a través de medio laboratorio.
Vicki se esforzó por mantener la lucha en su campo de visión, apoyándose sobre la caja y apuntando con el haz de la linterna al techo, como si fuera alguna clase de demente operario de focos en una producción más macabra de lo que cualquier sala moderna pudiera ofrecer.
El fluido nutritivo goteó de lo que quedaba de las manos de número nueve, habiendo terminado la violencia lo que la podredumbre había comenzado. Relucientes curvas de hueso aparecían a través de la destrucción de sus muñecas. Se sirvió de sus antebrazos como garrotes, abatiéndolos una y otra vez.
Vicki contempló cómo el cuerpo de su madre chocaba con una estantería de metal, estrellando estantes y contenidos contra el suelo. Algunos recipientes de cristal parecieron explotar en contacto con este, arrojando vapor de productos químicos al aire, que se mezcló con el olor de la putrefacción. Cuando número nueve se tambaleó hacia delante, Vicki no pudo aguantarlo más.
—¡En nombre de Dios, mamá! —chilló—. ¡Devuélvele los golpes a ese bastardo!
Su madre se volvió, la cabeza colgando sobre un cuello que ya no era capaz de sostenerla, encontró la mirada de su hija por un instante, luego se inclinó y arrancó uno de los soportes de metal liso de los estantes. Blandiéndolo como un bate de béisbol, se irguió y lo balanceó.
El mellado extremo de la barra de acero le dio a número nueve en la sien, cercenando el delgado hueso y alcanzando el cerebro. Hubo un destello dorado por un segundo cuando la red neuronal fue arrancada, y después número nueve se tambaleó hacia atrás y se desplomó.
La barra resonó contra las baldosas. Marjory Nelson vaciló y se derrumbó, como si unas cuerdas invisibles hubieran sido cortadas.
—¡MAMÁ! —Vicki avanzó tropezando y se arrojó ante sus rodillas. No podía sostener a la vez a su madre junto con la linterna, así que puso esta última bajo el cabestrillo y arrastró el cuerpo flojo sobre su regazo. La difusa luz, brillando a través del delgado tejido de algodón de la camisa de Henry, borró todos los cambios que la muerte y la ciencia habían hecho y le devolvió a su madre.
—¿Mamá? No te mueras. Oh, por favor, no te mueras. Otra vez no…
Demasiado daño. Podía sentir el lazo soltándose.
Pero había algo que tenía que hacer.
—¿Mamá? Maldita sea, mamá… —Ojos gris pálido, tan parecidos a los suyos, se abrieron con un parpadeo y Vicki olvidó cómo respirar. No debería haber sido capaz de distinguir su expresión, pero pudo, pudo verla con claridad, sintió que la envolvía y por un largo instante la mantenía a salvo del mundo
—… te quiero… Vic… ki…
Las lágrimas se acumularon bajo el borde de sus gafas, y se derramaron por sus mejillas.
—Yo también te quiero, mamá. —Su visión se desenfocó, y cuando se aclaró estaba sola—. ¿Mamá? —Pero los grises ojos miraban arriba hacia ninguna parte y el cuerpo que sostenía estaba vacío. Muy, muy cuidadosamente, lo deslizó de su regazo y le cerró los ojos.
Su madre estaba muerta.
Empezó a convulsionarse. La tensión creció, cerrándole la garganta, retorciendo sus músculos hasta anudarlos, sacudiéndola de atrás adelante donde se hallaba arrodillada. El primer sollozo desgarró enormes agujeros ardientes en su corazón y contenía tanta cólera como pena. Dolía tanto que se rindió al segundo, se hizo un ovillo alrededor del dolor y lloró.
Lloró por su madre.
Lloró por sí misma.
Número nueve yacía donde había caído. La ira se había ido. Aunque no tenía forma de saber que la red neuronal había dejado de funcionar, comprendió vagamente que la parte que era cuerpo y la parte que era él ahora estaban separadas.
Clavó los ojos en el techo, deseando…
… deseando…
Entonces la vista cambió y ella estuvo allí.
Catherine giró con delicadeza la cabeza de número nueve hacia ella.
—No puedo arreglarte —susurró, pasándole el dedo suavemente por la curva de la mandíbula, sobre carne y hueso de forma alterna—. Ibas a quedarte conmigo para siempre. No le habría dejado que te parara. —Sonrió y con ternura volvió a colocarle un colgajo de piel en su sitio—. Eras… —le dijo, quedándosele la voz en la garganta— el mejor experimento que he hecho nunca.
Él quería que ella sonriera.
Le gustaba cuando sonreía.
Luego ella se fue.
Quería que volviera.
Despacio, cada movimiento meticulosamente ejecutado, Catherine se puso de pie. Cada paso cuidadosamente planeado, avanzó a través del laboratorio. Se detuvo ante el mellado pedazo de acero, todavía tirado donde había caído, se agachó, y lo levantó del suelo.
El extremo desgarrado de la estantería destelló, pulido y afilado por la fuerza que lo había arrancado.
Lo sostuvo en alto y le sonrió.
La barra de liso metal restalló contra los encorvados hombros de Vicki y la tiró al suelo. El mundo basculó y el instinto tomó el mando cuando, jadeando de dolor, consiguió darse la vuelta retorciéndose para hacer frente al ataque, colocándose de un empujón las gafas.
La linterna se movió en los pliegues de su ropa y de alguna forma acabó apuntando directamente hacia arriba, como un faro en miniatura. Iluminó el brillante extremo de acero descendiendo hacia Vicki. Pero no a tiempo.