entralita. Agente de policía Kushner.
—¿Es la… comisharía?
—Sí, señora, lo es.
La doctora Burke inspiró profundamente y, pronunciando con mucho cuidado, dijo:
—Me gustaría hablar con el detective Fergusson, por f… por favor.
—La pondré con homicidios.
—Hágalo. —Los ojos casi cerrados, la doctora Burke se venció contra el auricular.
—Homicidios. Detective Brunswick.
—Bien. De-tective Fer-gusson, por favor.
—El detective Fergusson no está aquí ahora mismo, ¿puedo ayudarla?
—¿No está aquí? —Hizo rodar el auricular por su boca, lo bastante lejos para poder mirarlo con aturdido odio—. ¿Gedice, no está aquí?
Antes de que recordara que la otra parte tenía que estar contra la oreja, se había perdido la mitad de la contestación del detective Brunswick.
—… pero puedo dejarle un mensaje.
—¿Un menshaje? —Bebiendo a sorbos su whisky, se tomó un momento para pensar acerca de ello—. Bueno, iba a… confeshar. Hay teorías que afirman que la confeshión es neces… aria. Pero si no está… allí, quizá no lo haga.
La voz del detective Brunswick adoptó una clara inflexión de sigámosle-la-corriente-al-chiflado.
—Si me dice su nombre, puedo decirle que le ha llamado.
Poniéndose más o menos erguida en la silla, la doctora Burke declaró en tono cantarín:
—Soy la Directora de… Cienciash de la Vida. Él sabe quién soy. Todo el mundo sabe… quién soy. —Luego colgó.
Allá… él. —Quitó la chaqueta de Donald del escritorio, poniéndosela sobre el regazo—. Me siento de verdad… fatal por eshto, Donald. Voy a compensarte… lo. Verás. —De alguna forma, una idea se abrió camino a través de una botella y media de whisky—. Sabes, si la caja de aislamiento está en marcha entonces la refrigeración está en marcha y problamente estás frío. —Asiendo desesperadamente el brazo de la silla, consiguió ponerse de pie—. Si estás frío, vas a querer tu chaqueta. —Acabar el trago de whisky de la taza casi la hizo caer. Se tambaleó, se estabilizó, y se dirigió hacia la puerta—. Voy a llevarte tu… chaqueta.
En alguna parte, muy por debajo de las capas de aislamiento proporcionadas por el alcohol, una voz aterrorizada chilló:
—¡No!
La doctora Burke la pasó por alto.
—¿Cuántos cuartos de electricidad puede tener un piojoso edificio? —Respirando pesadamente, Vicki salió de espaldas al pasillo, tratando de alumbrar con la linterna en todas las direcciones a la vez. Su voz salió raspando a través de sus dientes en un tenso susurro—. Cada vez que abrimos una puerta, espero encontrarme a mi madre detrás de ella.
Celluci alargó la mano y la cerró sobre su hombro, cogiendo con la otra su muñeca y dirigiendo el haz de luz lejos de sus ojos. Lo último que necesitaban era que los dos fuesen deambulando ciegos.
—Déjame a mí abrir las puertas —sugirió con calma, volviéndose para mirarla.
—No —negó ella con la cabeza—. No lo entiendes. Es mi madre.
—Vicki… —Entonces suspiró porque en realidad no había nada que pudiera decir que cambiase las cosas, y si la idea de abrir una puerta y encontrarse con Marjory Nelson mirándoles fijamente con ojos de cadáver lo acojonaba, sólo Dios sabía lo que suponía para Vicki. Donald Li había sido bastante horrible, pero Marjory Nelson estaba, como la doctora Burke les había recordado de forma tan amable, de pie y caminando. De pie, caminando y muerta. Pero si Vicki tenía las agallas para afrontarlo, él lo afrontaría a su lado. Además, por mucho que pudiera desear que Henry Fitzroy nunca hubiese aparecido en escena, no podía abandonarlo a la clase de muerte en vida en la que Donald había sido atrapado—. Desconectemos la energía, encontremos a Fitzroy, y salgamos de aquí.
Ella asintió, sin mover apenas la cabeza, el movimiento más pretendido que real, y se retorció librándose de las manos de Celluci. Las sombras se cernieron sobre ella, tratando de minar el precario equilibrio que mantenía. Vamos a encontrar a Henry. Para hacerlo, vamos a confinarlo en un piso. Así que vamos a corlar la energía. Luego vamos a hacer pedazos este lugar, piso por piso. Vamos a encontrar a Henry. No le fallaré. Como le fallé a mi madre. Mientras se aferrara a eso, podía funcionar. Que las sombras se esforzasen lo que quisieran.
El aire en el subsótano olía a cemento húmedo, herrumbre y desuso, y el edificio mismo (crujiendo, asentándose, escondiendo secretos) hacía más ruido que ellos dos; aunque el sonido de su respiración parecía persistir allí por donde pasaban. Los cuartos a la derecha del corredor estaban situados contra la pared de fuera, de forma que cada uno de ellos tenía que ser comprobado; la puerta se abrió, la luz alumbró el interior, aceptado el potencial horror. Habían dado con dos pequeñas subestaciones eléctricas con paneles que decían «laboratorios cuatro» «laboratorios tres» y «clase uno», pero no habían tocado los interruptores.
—Todo a la vez —había gruñido Vicki—. Así no la advertiremos.
Quedaba una puerta antes de doblar la esquina; una puerta, un cuarto y habrían terminado con el lado norte del edificio. Celluci comprobó su reloj mientras se apresuraban hacia ella. ¿Once y diecisiete? ¿Tan poco les había llevado? Todavía tenían alrededor de la mitad de la noche. No tanto, se corrigió al darse cuenta de que puede que fuera todo el tiempo de que disponían.
Una sombra cuadrada de tono más oscuro a la altura de los ojos, metal abollando las cuatro esquinas, indicaba la ausencia de un cartel. Una barra de seguridad apoyándose holgadamente sobre una guía de acero sugería que la habitación había contenido antes algo importante que guardar.
—Podría ser esta. —Soltando la barra de un estirón, Vicki tiró de la pesada puerta hasta abrirla. Los goznes mal engrasados chirriaron, como era de esperar, una estridente protesta que arañó contra el interior de su cabeza como uñas sobre una pizarra. Apretó los dientes y blandió el rayo de la linterna como una guadaña a través de la negrura.
Algo se movió justo más allá del límite de la luz.
Ella se quedó inmóvil. El círculo de luz se detuvo con ella.
Justo más allá, algo volvió a moverse.
Todo lo que tenía que hacer era apuntar la linterna menos de un metro a la izquierda. Todo lo que tenía que hacer…
La única y desnuda bombilla que colgaba del techo recortó negras siluetas en torno a una compleja disposición de tubos. A un metro de distancia en el suelo, un encorvado cuerpo marrón de cola desnuda desapareció por una hendidura imposiblemente estrecha.
Vicki recordó cómo respirar.
—Rata —dijo, porque tenía que decir algo.
—O un ratón entrenándose para las Olimpiadas —reconoció Celluci, tapando todavía con la mano el interruptor de la luz. Se humedeció los labios y trató de hacer bajar el corazón desde la garganta—. Estoy empezando a pensar que encontrarla sería mejor que el constante temor a hacerlo.
Limpiándose los lagrimeantes ojos, Vicki combatió el nudo de su estómago. ¡No vas a vomitar!, se ordenó, tragando bilis. Tras un instante, alzó la cabeza y murmuró:
—Estoy empezando a pensar que tienes razón. —Se subió las gafas de un golpe—. Sin duda se trata del cuarto de los aspersores de incendios. No es lo que estamos buscando.
Fuera en el pasillo, se detuvo y dijo, antes de que él pudiera seguirla:
—Deja la luz encendida.
Él llegó a su altura cuando estaba a punto de comprobar el primer cuarto de la pared oeste. Frunciendo el ceño, recorrió con la mirada entornada el corredor, tratando de reconocer el brillo de metal pulido que había atraído su atención.
—Vicki, hay un candado en aquella puerta de allí.
Vicki se giró. El cono de luz que salía de su mano no llegaba lo bastante lejos. No sólo no podía ver ningún cerrojo, sólo contaba con la palabra de Celluci de que allí había una puerta.
—Mi experiencia me dice —siguió él— que uno cierra con candado las habitaciones en las que no quiere que entre gente.
—O que salga —añadió Vicki—. Vamos.
A diferencia de la entrada al cuarto que acababan de dejar, esta puerta conservaba su cartel. Peligro. Alto voltaje. Prohibida la entrada.
—Hay muchas posibilidades de que este sea el cuarto de electricidad —entregó a Celluci la linterna—. Ten. Toma esto. Voy a necesitar las dos manos. —Vicki rebuscó hasta sacar sus ganzúas del bolso—. No la muevas. —Poniéndose sobre una rodilla, abrió el estuche con un golpecito y sacó las dos ganzúas más largas.
Las manos le temblaban tan violentamente que no pudo meter ninguna en la cerradura.
Su segundo intento fue igual de infructuoso.
En el tercero, se le cayó una de las varillas. Rebotó en su rodilla, resonó contra las baldosas y fue a detenerse con la parte doblada sobre la puntera del zapato de Celluci. Vicki se quedó observándola fijamente. Luego miró ceñuda al resto de las ganzúas, cogidas con tanta fuerza que las yemas de sus dedos habían palidecido bajo las uñas, se dio la vuelta de repente y las lanzó por el pasillo.
—¡Maldición!
No podía impedir que sus manos temblaran. No había manera de que pudiera forzar aquella cerradura. Al cuerno lo de encontrar el puto cuarto de la electricidad. Iban a cortar la energía. Evitar que trasladaran a Henry de piso a piso. Iban a destrozar el edificio planta a planta. Iban a encontrar a Henry. Tenía que aferrarse a eso. Era todo lo que tenía. ¡Salvo que todo está desmoronándose! Quiso golpear su cabeza contra la puerta y chillar de miedo y frustración.
Como si él hubiese leído su mente, Celluci tendió una mano y la ahuecó bajo su barbilla, girándola con suavidad para hacer que lo mirara.
—Déjame probar.
No confiando en sí misma para hablar, ella asintió y se enderezó, ofreciéndole el resto de las ganzúas.
—No. No es exactamente mi estilo. —Devolviéndole la linterna, añadió—: Espera aquí.
Desapareció antes de que ella pudiera protestar, y por un aterrador momento pareció que la oscuridad lo había devorado. Antes de que hiciera girar la luz, se había marchado más allá de su alcance. De pronto, con un familiar chirrido de metal, el extremo más alejado del pasillo se reveló, si no enfocado, al menos dentro de su campo de visión.
¿Qué demonios está haciendo en el cuarto de los aspersores?
Un instante después, sin molestarse en cerrar la puerta detrás de él, volvió doblando la esquina, sosteniendo con ambas manos…
¿… un trozo de tubería?
Ella se apartó de su camino mientras él regresaba, metía un extremo de la tubería entre la caja y el asa del candado, y lo aseguraba contra el metal que cubría la puerta. Inspirando profundamente, arrojó su peso contra el otro extremo.
La tubería se clavó en la puerta, doblando el metal.
El rostro de Celluci se ensombreció, mientras profería un inarticulado gruñido de desafío, agradecido por tener finalmente donde lanzar toda la adrenalina de la noche producida por el terror.
La barra de seguridad cedió lentamente.
—¿Mike?…
—Ahora… no.
Poco a poco los tornillos se soltaron.
—Sólo… un poco… más…
La barra cedió de súbito, proyectándolo hacia atrás mientras todo el ensamblaje se estrellaba contra el suelo. Se tambaleó, a punto de caer, y se apoyó jadeando sobre la tubería.
Vicki dio un paso adelante y recuperó su caída ganzúa de debajo del amasijo.
—Desde luego, tu estilo de allanar moradas es algo más directo que el mío —musitó secamente.
Celluci tragó aire.
—Desde luego.
Sorprendidos por la total normalidad de la conversación, se miraron fijamente por un momento, y luego los labios de Vicki se curvaron en lo que casi era una sonrisa, mientras tendía la mano y le quitaba el rizo de pelo de la frente.
—Bien, entonces —alargó las palabras, sintiendo parte de la desesperación irse con ellas— démosle gracias a la testosterona.
Celluci resopló, se irguió y dejó caer la tubería.
—Personalmente, me sorprende que no sacaras un paquete de goma dos de esa maleta que llevas. —Quitando la barra de seguridad convertida en chatarra de en medio, abrió de un tirón la puerta y anduvo a tientas rodeando la esquina en busca de la luz.
Sin duda alguna habían dado con el cuarto de la electricidad.
Y con algo más.
—Vicki…
Ella luchó por controlar su voz.
—Lo veo.
El olor de la sangre lo sacó del pozo al cual el agotamiento lo había arrojado y dejó libre al Hambre de nuevo.
Alguien, algo, estaba golpeando el interior de la caja.
—¿Henry? —llamó Vicki, poniendo un pie delante del otro sin una decisión consciente que pudiera recordar.
No hubo respuesta… sólo el continuo golpear.
No podía ir por él. En caso de que fuera una respuesta.
—Vicki, déjame…
—No. Esto es algo que tengo que hacer yo.
—Por supuesto que lo es —gruñó Celluci, luchando contra la parálisis que le producía el hecho de ver la caja de acero inoxidable, y haciéndose a un lado detrás del hombro izquierdo de ella. Maldición, Vicki, ¿por qué no puedes volverte y correr? Para que yo pueda hacer lo mismo.
Ella observó su reflejo haciéndose mayor a medida que se aproximaba. Cuanto más cerca estaba, más distancia le exigía su mente hasta que, sin llegar a tocar la caja, se detuvo, clavó la mirada en sus propios ojos y se puso derechas las gafas, sintiendo como si toda la experiencia se hubiese deslizado fuera de la realidad.
Ni siquiera veo películas de miedo, se dijo. ¿Qué diablos estoy haciendo de protagonista en una?
Contempló su brazo alzándose, su mano cubriendo el seguro, sus dedos retorciéndose ligeramente hacia un lado…
La tapa se abrió de repente, apartándole la mano de un golpe.
Pudo entrever un pálido rostro enmarcado en cabello pelirrojo. Entonces, antes de que pudiera reaccionar, algo negro y pesado se abalanzó sobre ella y la hizo retroceder tambaleándose, ciega. Frío y húmedo, se envolvió estrechamente alrededor de su cabeza y sus hombros con obscena familiaridad. Con la garganta bombeando agudos sonidos de incoherente terror, trató de arrancárselo con despavorido frenesí.
Por fin, cuando el terror comenzaba a llevarse parte de la protección de la rabia, se soltó de un tirón y lo lanzó contra el suelo. Sus gafas, sujetas sólo por una patilla, empezaron a caer, y el temor que su pérdida la hizo volver a la cordura mientras se las colocaba de un empujón.
A sus pies yacía un montón de cuero negro.
La guerrera de Henry.
De pronto, como si el reconocimiento hubiera aporreado un interruptor, fue consciente del gruñir, maldecir, y del impacto de carne sobre carne. Enrollando la correa de su bolso sobre su muñeca (era la única arma que tenía) se giró con rapidez a tiempo para ver a Celluci interponer una pierna entre su cuerpo y el de Henry, y usarla para lanzar a este a través del cuarto.
Desnudo hasta la cintura, el torso de Henry relucía como el alabastro, con magulladuras amatista marcando la parte interna de ambos brazos. Utilizó el impulso del golpe para rodar hasta ponerse de pie y, rugiendo, cargó de nuevo.
Celluci gruñó bajo el impacto y lanzó su codo contra el lateral de la cabeza de Henry… sin resultado aparente.
En una o dos ocasiones durante el último año, Vicki había podido entrever lo que yacía detrás de la máscara de civilización que llevaba Henry. Se había (incluso cuando el sudor frío perlaba su piel y el sentido común gritaba «¡Corre!») visto atraída por un poder tan mortal y tan apenas mantenido bajo control.
La había advertido una vez:
—La bestia se halla mucho más cerca de la superficie en mi especie.
La bestia estaba suelta.
Celluci apenas había advertido que la caja estaba abierta cuando se encontró tendido plano sobre la espalda y luchando por su vida. Había golpeado el suelo con las manos de Henry Fitzroy alrededor de su garganta y sólo había resistido aquellos primeros segundos porque una mano, hinchada y casi inútil, no había sido capaz de mantener su agarre.
Con el antebrazo izquierdo empujando el mentón de Fitzroy, y su mano derecha tratando de desgarrar los dedos que aplastaban su tráquea, Celluci experimentó una súbita, ineludible Epifanía con respecto a los vampiros.
Había vislumbrado la realidad el pasado agosto, cuando Mark Williams murió, pero aquello había sido fácil de enterrar en la enmarañada mezcla de reacciones que Henry suscitaba. Incluso a través de sus celos, había reconocido y respondido al poder personal de Fitzroy. El respeto había sido inevitable cuando detener a Anwar Tawfik los había puesto juntos. Otras emociones, menos sencillas de definir, habían sido, en su mayor parte, pasadas por alto.
En aquel momento, todo lo que rezumaba era supervivencia.
Es más fuerte. Más rápido. El frenesí del ataque le deparó una ocasión. Poniendo el pie en la parte superior de la pelvis de Fitzroy, Celluci lo lanzó a través de la habitación. Menos de un latido después, el vampiro cargaba contra él de nuevo.
—¡Joder!
Las uñas se clavaron en su mejilla. Sabía que la piel se había roto por la intensidad de la respuesta de Fitzroy. Retorciendo la cabeza de forma frenética hacia un costado, oyó chasquear los dientes junto a su oreja. ¡Nunca me fijé en que sus jodidos dientes fueran tan endiabladamente largos!
Soy carne para él.
Soy hombre muerto.
Esto no es nada que le hayan hecho. ¡Está buscando sangre! Su respuesta emocional insistía en que se lanzase a la pelea, arrancando a Henry de la garganta de Celluci. Una reacción más visceral sugería que corriera por su vida. Avanzó pisando con fuerza hacia ambos y se quedó de pie temblando donde estaba ¡Maldición, Vicki, piensa! ¡Recuerda lo que te contó!
Había hablado acerca de su deseo de alimentarse como si se tratase de una fuerza separada del resto de él… una fuerza sobre la que tenía que ejercer un cierto control consciente.
De acuerdo. Ha perdido el control. Está hambriento. No era una deducción difícil; su necesidad era algo tangible, golpeando contra las paredes del pequeño cuarto. Esos bastardos probablemente han estado sacándole sangre para hacer pruebas todo el día. La sangre es todo lo que Henry tiene. Tiene que recuperarla. Desgarrará la garganta de Mike para hacerse con ella.
Entonces le ofreceré una fuente más accesible. Una con la que no tenga que luchar.
Poniéndose de rodillas, Vicki volvió del revés su bolso, buscando su cuchillo.
Mike Celluci era un hombre grande en excelente forma física, su velocidad y fuerza mejoradas por el conocimiento cierto de que si perdía, moría.
Por fortuna para él, Henry Fitzroy no sólo estaba debilitado por la pérdida de sangre, sino también exhausto y herido por los esfuerzos del Hambre por liberarse.
Lo cual sólo postergaba lo inevitable.
Sangrando por media docena de heridas, quemándole el aliento en la garganta, chascándole las articulaciones mientras los dientes de Fitzroy seguían acercándose pese a todo, Celluci supo con fría certeza que estaba perdiendo. Y no había ninguna maldita cosa que pudiera hacer al respecto.
La sangre goteándole en la mano, Vicki corrió atravesando el cuarto, sepultó sus dedos en el cabello de Henry y le echó la cabeza atrás.
Celluci sintió retirarse unos labios contra su piel, y el imperceptible beso del miedo. Entonces el enfebrecido contacto se rompió de forma brusca, y los dientes hendieron el aire en el hueco entre la mandíbula y el cuello.
Vicki se sentó a horcajadas sobre ambos hombres y tiró de nuevo, con más fuerza.
Aullando, Henry se puso sobre sus rodillas.
Sin la presa sobre su cabello ella habría perdido el equilibrio, pero logró rodearle con el brazo, la sangre empapándole el puño de la camisa y goteando al suelo, y empujó la herida contra el rostro de él.
Gritó cuando sus dientes abrieron aún más la carne y los dedos de su mano buena se aferraron casi al hueso. Entonces gritó otra vez mientras él empezaba a sorber, moviendo desesperadamente la boca sobre su muñeca.
Vagamente consciente de Celluci arrastrándose libre, se medio deslizó por el cuerpo de Henry hasta arrodillarse detrás de él, pasando la mano libre de su pelo a su hombro. Los ojos cerrados, pudo sentir la sangre dejar su cuerpo, su urgencia atrapándola y arrastrándola, pudo sentir cómo empezaba a perderse en su Hambre. Había sido un receptor pasivo la última vez que ella le había hecho beber su sangre. Aunque podría ser que su necesidad no fuese en aquel instante mayor, estaba lejos de ser pasivo.
Aquello contenía una realidad que quemaba, que consumía los recuerdos de todas las veces que Henry se había alimentado.
Los ojos de ella se abrieron de golpe cuando él, gruñendo con frustración, echó su muñeca a un lado y se giró con violencia para mirarla. Ella se meció hacia atrás. Él la siguió, labios y dientes teñidos de carmesí, los ojos compeliéndola a ofrecer su garganta, a entregarse.
Ella sintió cómo su mentón comenzaba a alzarse y lo obligó a bajar de nuevo.
—¡Y un cuerno! —El gutural susurro llegó justo hasta él—. Te alimentarás de donde yo te deje. —Puso su mano izquierda entre ambos, dejando una estela de serpentinas escarlata en el aire.
No era bastante. La sangre brotaba demasiado despacio. Golpeó la herida echándola a un lado, puso sus dientes contra la suave carne del cuello, y aspiró el fuerte aroma de la vida.
Vida…
Conocía esta vida.
Entonces el Hambre rugió llevándolo adelante, fuera de control, y sus dientes perforaron la piel.
Recibió un fuerte golpe en el costado. Soltó su agarre, se retorció mientras caía y aterrizó sobre la espalda, alzando la vista hacia el varón de pelo oscuro que osaba separarlo de su presa.
Otro golpe. Agarró la pierna y lo arrojó lejos, poniéndose de rodillas en el mismo movimiento.
Vicki dio un respingo cuando Celluci chocó con la pared, pero mantuvo sus ojos sobre Henry. Sólo por un segundo, había sentido vacilar al Hambre. Podía llegar a él. Tenía que llegar a él. Era la única oportunidad para los tres.
Con la mano derecha haciendo de torniquete por encima de la herida (por el dolor que sentía, sospechaba que sus dientes habían desgarrado una abertura significativamente mayor que su incisión inicial), volvió a ofrecer su izquierda.
Él se dispuso a lanzarse sobre ella, se frenó, y lentamente alzó la mirada desde la sangre que manaba hasta su rostro.
El Hambre se encabritaba y retorcía, pero lo mantuvo a raya, sacando fuerzas de la sangre que había tomado ya. Sacando fuerzas de la sangre de ella.
—¿Henry?
Henry. Sí. Un nombre con el que atar al Hambre. Obligó a sus labios a formular un nombre que le ayudara a volver a enjaularlo.
—Vicki.
Ella arrugó la frente cuando se tambaleó y se arrastró hacia él, todavía de rodillas.
—Henry, tienes que seguir alimentándote. Apenas has tomado todo lo que necesitas. Además… —miró su muñeca y volvió a apartar deprisa la vista—. Además —repitió—, estamos desperdiciándola sobre el suelo.
Henry gimió y se derrumbó.
Vicki lo cogió, untándole la espalda con sangre. Sujetándolo desmañadamente, sacó las piernas de debajo de él y lo puso sobre su regazo.
—No… —Él le apartó la muñeca cuando se la puso contra la boca. El breve paladeo de ella casi catapultó a la libertad al Hambre. El olor de la sangre por sí solo hizo temblar barricadas levantadas a toda prisa—. No me fío… de mí.
Ella volvió a ponerle la muñeca contra la boca, y la sangre escurrió sobre labios cosidos manchando sus mejillas. Que se encontrase demasiado débil para detenerla sólo corroboraba su argumento.
—Oh, en nombre de Cristo, Henry, deja de ser un mártir. Yo confío en ti.
Lo sintió vacilar, luego notó sus labios separarse. La carne desgarrada envolvió su brazo en punzantes líneas de dolor mientras él se apretaba contra ella y empezaba a chupar. Sus músculos se tensaron, pero logró no retirarse y poco a poco la familiar cadencia echó a un lado el dolor, y su cuerpo respondió con algo muy parecido a la lasitud postcoito. Descansando la mejilla contra la parte superior de la cabeza de Henry, suspiró.
—Qué bonito —gruñó Celluci, mirando furioso la escena y limpiándose la sangre de la cara—. El amor lo conquista todo. —Jadeando a través de los dientes, se acuclilló junto a ellos y miró con atención lo que podía ver de la cara de Vicki—. ¿Estás bien?
Cogida en la incesante succión del necesitado Henry, no se molestó en levantar la cabeza, ni siquiera se habría molestado en responder si la preocupación en su voz no hubiera exigido una respuesta.
—Estoy bien. —Y entonces, comprendiendo con retraso que Celluci se merecía algo más que eso, añadió—. Creo que estoy bien.
—Estupendo —cambió de posición. De alguna forma, aquello era más íntimo que verlos hacer el amor. Apenas resistió el impulso de agarrar a Henry y encerrarlo de nuevo en la caja de aislamiento—. ¿Cómo sabes cuándo ha tenido bastante?
—Él lo sabrá. Parará.
—¿Sí? ¿Y si necesita más de lo que puedes darle?
Vicki suspiró de nuevo, pero esta vez la espiración sonó de una forma del todo diferente.
—No tomará más de la que puedo darle.
Celluci alargó la mano hacia la abierta tapa de la caja y se ayudó de ella para ponerse en pie.
—Me perdonarás si no tengo demasiada fe en ello. Hace unos minutos estaba dispuesto a matarnos a los dos.
—Eso era entonces…
—¿Y esto es ahora? Muy profundo, Vicki. Una chorrada muy profunda. O para en quince segundos o lo arranco de la teta.
—No será necesario, detective. —La afirmación, aunque apenas audible, no dejaba espacio para la duda. Henry, habiéndose retirado lo justo para hablar, volvió a aplicar sus labios sobre la herida, juntando los bordes de la carne desgarrada a fin de que el agente coagulante de su saliva actuase. Podía sentir la vida de Vicki envolviéndolo y, aunque lo último que deseaba en aquel preciso momento era soltarse de ella, seguir alimentándose sólo serviría para ponerlos en peligro a ambos. Ella moriría por la pérdida de sangre y él moriría al perderla. Había tomado toda la que iba a tomar.
Era la segunda vez que ella lo había salvado. La primera vez no conocía los riesgos y, vencido por el demonio, el Hambre había yacido en la oscuridad con él más allá de cualquier deseo de control. Esta vez, ella sabía lo que estaba ofreciendo y lo ofrecía pese al Hambre rugiendo libre. Quería oiría decir te quiero. Acabo de oírlo.
¿Y qué le había dado a cambio?
—Lo siento, Vicki. —Apoyó la cabeza contra su pecho, conservando la poca fuerza que había recuperado—. Puedo detener la mayor parte de la hemorragia, pero no reparar el daño. Vas a necesitar otra ropa.
Vicki se miró la muñeca y el estómago se le retorció.
—Dios —tragó bilis—. Parece que debería doler mucho más de lo que lo hace. —Entonces, de repente, lo hizo—. Oh, maldición…
Celluci sacó la camisa de Henry fuera de la caja y se puso de rodillas.
—Creo que Dios casi lo resume todo. Joder, Fitzroy, ¡eres un maldito animal!
Henry sostuvo la tempestuosa mirada del detective con ojos calmos.
—No cuando puedo evitarlo —dijo con tranquilidad.
—Sí. Bueno. —Celluci desvió la mirada primero, enterrando su confusión (Casi nos mata a los dos. Le abre con los dientes un agujero jodidamente enorme. ¿Y yo siento pena por él?) en la acción de vendar el brazo de Vicki—. Tienes suerte —gruñó mientras empezaba a liar la camisa de Henry alrededor de la herida—. Tiene un aspecto feo, pero no creo que haya ningún tendón dañado. Mueve los dedos.
—Duele.
—Muévelos de todas formas.
Mascullando tacos en voz baja, Vicki hizo lo que le mandaba, en tanto los tres observaban con ansiedad el movimiento de los dedos.
—Lo que yo te decía. —El alivio hizo que los propios dedos de Celluci temblasen mientras ataba el grueso vendaje, sosteniendo en alto una manga en cada mano—. Las usaremos como cabestrillo, para inmovilizarlo, pero vas a ir a urgencias tan pronto como salgamos de aquí. —Vicki inclinó la cabeza mientras él anudaba los puños detrás de su cuello y descansaba su mejilla por un momento contra su cabello, de forma muy similar a cómo ella había hecho antes con Henry… que seguía recostado apoyándose en su brazo bueno—. Creí… —Había creído que ella iba a morir al apartar de una patada los dientes de su cuello. Había creído que era suicida por parte de ella ofrecerse a sí misma de nuevo. Y cuando de hecho había funcionado, había creído… había creído… Ya no sabía qué pensaba—. Creí que todo había terminado —concluyó débilmente y se sentó sobre sus talones. Y si me pregunta qué quiero decir con todo, no sé qué decirle.
Entonces sus ojos se ensancharon, y trató de disimular la risa.
Henry lo miró sorprendido y se levantó hasta adoptar una temblorosa pero casi erecta posición sentada.
Las cejas de Vicki bajaron de golpe.
—¿De qué coño te estás riendo? —le preguntó.
Celluci agitó una mano hacia los dos y siguió riéndose por lo bajo.
—Sólo por un minuto, me acordaba de la Piedad de Miguel Ángel. Ya sabes, la estatua de la Virgen sosteniendo el cuerpo de Cristo sobre su regazo.
—¿Y no te parezco un Cristo apropiado? —preguntó Henry.
Celluci echó una prolongada mirada al otro hombre (a las magulladuras, al horror que seguía acechando en aquellos ojos color avellana, a la mezcla de juventud física y vejez espiritual, al casi visible sentido del yo, ahora vuelto a colocar firmemente en su sitio) y negó con la cabeza.
—En realidad —dijo—, en lo que respecta a Cristos, los he visto peores. Pero la Virgen… —La risita retornó ante la indignada mirada de Vicki—. Pero con el papel de la Virgen sin duda alguna se han equivocado.
Los labios de Vicki se crisparon.
—Despreciable hijo de puta —empezó a decir. Entonces se interrumpió y se rio a carcajadas.
Lo cual lanzó a Celluci sobre el borde del precipicio.
Henry vaciló, los nervios a flor de piel y no del todo seguro de si debería sentirse insultado cuando Vicki no se sentía, u ofendido por una blasfemia que no pretendía serlo… aunque la honestidad le obligó a admitir que Celluci tenía bastante razón. Incapaz de resistir la purga de emociones, se unió a ellos.
Si bien parte de la risa sonaba ligeramente histérica, todos coincidieron en pasarlo por alto.
—¡Eh, Fergusson! ¿Qué estás haciendo otra vez aquí, amigo?
—Olvidé algo. —El detective Fergusson cogió una larga y estrecha bolsa de papel de su escritorio y sacó una botella de gel de baño con forma de tortuga ninja el tiempo suficiente para que el otro hombre la identificara—. Mi hija me envió de vuelta a por esto. Me informó de camino a la cama de que las promesas rotas producen ampollas.
—¿Qué años tiene ahora, cuatro? ¿Cinco?
—Cinco.
El detective Brunswick agitó la cabeza.
—Cinco años y ya te tiene preguntando lo alto que has de saltar. Amigo, cuando sea adolescente, te va a tomar el pelo.
Fergusson resopló, embutiendo bolsa y botella dentro del bolsillo de su chaqueta.
—Para entonces puede que su madre reduzca la velocidad. —Se inclinó y entornó los ojos sobre la nota de color rosa encima de una pila de informes como si fuera una guinda—. ¿Qué diablos es esto?
—Es sólo una borracha llamándote para confesar.
—¿Confesar qué?
—El hundimiento del Lusitania. El asesinato de JFK. La repatriación de la Constitución. No lo sé. No quiso confesármelo a mí.
—Santo Dios, ¿por qué siempre me tocan a mi?
Brunswick sonrió abiertamente y le dio un golpe a la pistola.
—Porque eres toda una monada.
—Que te jodan también —murmuró Fergusson distraídamente, leyendo el mensaje—. ¿Directora de Ciencias de la Vida?
—Parecía pensar que debería saber quién era ella. De hecho, me dijo que todos sabían quién era —contempló el rostro del otro hombre por un instante y su sonrisa desapareció—. No creerás que en realidad tenemos algo, ¿no?
—No lo sé. —Estrujó el papel y se lo metió en el bolsillo junto al gel de baño de su hija, su expresión parecida a la de un sabueso mordisqueando un hueso—. Tal vez. —Entonces se encogió de hombros y suspiró—. O tal vez no.
—Ni siquiera habéis empezado a convencerme de que no tengamos que sacar el trasero de aquí ahora mismo —refunfuñó Celluci—. Tú —dio con el dedo a Henry— estás funcionando con medio depósito. Y tú —el dedo se movió para agitarse delante de la nariz de Vicki—, has perdido casi litro y medio.
—No tanto —protestó Vicki, aunque por la forma en que se sentía, no estaba tan segura.
Celluci no le hizo caso.
—Los tres tenemos aspecto de haber sufrido varias guerras. Salgamos de aquí y dejemos que la policía acabe con esto.
—Mike…
—Nada de Mike. Y quiero esa muñeca tuya examinada por un doctor antes de que se gangrene y tengas que cortarte la jodida mano.
—La herida no se infectará —dijo Henry con tranquila convicción—. Y yo voy a ir al laboratorio. —Tendió ambos brazos. Aunque los hematomas habían pasado del púrpura al verde y los huesos rotos de su mano habían empezado a soldarse, las marcas de agujas seguían siendo muy evidentes—. Si, según decís, Catherine no me trasladó hasta avanzada la tarde, todas las muestras, todos los resultados de las pruebas, estarán allí. Tienen que ser destruidos.
—Oh, vamos, Fitzroy —dijo Celluci soltando un suspiro—. Nadie va a creer nada de lo que esta gente diga después de que su intento de jugar al doctor Frankenstein haya sido descubierto.
—No puedo correr el riesgo.
Celluci miró a Henry, luego a Vicki, y de nuevo a Henry; entonces se pasó enérgicamente las manos por el pelo.
—Dios, sois los dos iguales. Está bien, está bien, iremos.
—He dicho que yo iba a ir —explicó Henry—. No tenéis que venir conmigo.
—Y un cuerno —le dijo Celluci de modo terminante—. Hemos pasado por demasiado para encontrarte. No vas a desaparecer de nuestra vista hasta que te volvamos a meter en aquel maldito armario por la mañana. ¿A no ser…? —Alzó una expresiva ceja.
Henry esbozó una media sonrisa.
—Los dos estáis completamente a salvo. Aunque sigo teniendo hambre, la sangre de Vicki ha sido más que suficiente para recobrar el control.
La mano de Celluci fue a parar de forma involuntaria al lugar de su cuello en el que le habían rozado los dientes de Henry. Con gran enfado, convirtió el movimiento en un gesto brusco hacia el cableado y los paneles eléctricos de la pared.
—¿Aun así vamos a cortar la energía?
Vicki asintió y al instante lamentó haberlo hecho, mientras su cabeza parecía querer seguir cayendo.
—Las razones para hacerlo no han cambiado. Si hay alguno más de esos… experimentos en este edificio, quiero pararlos. —Hizo una pausa y tragó saliva con dificultad. La doctora Burke había dicho que su madre estaba de pie y caminando. No sería tan fácil desactivar a su madre; verla morir por segunda vez—. Deberíamos tener unos cuarenta y cinco minutos de alumbrado de emergencia… lo cual no es que me preocupe demasiado. Tiempo suficiente para llegar al laboratorio, hacer lo que tenemos que hacer, y salir. Luego la policía puede ocuparse del resto. —Encontró la mirada de Celluci y la sostuvo—. Lo prometo.
—Muy bien. —Se movió hacia el rincón del cuarto donde una gruesa tubería de plástico salía de la pared y desaparecía en una caja de metal de treinta centímetros de lado—. Este es el tubo de alimentación principal, así que esta debe ser la caja principal que desconectar.
Próxima a él, Vicki miró con atención por encima de su hombro.
—¿Cómo lo sabes? Creía que tu padre era fontanero.
—Es cosa de hombres, no lo enten… ¡Ay! Maldita sea, Vicki, ese era el último trozo de carne sin magullar que me quedaba.
—Quedaba —repitió Vicki, encendiendo su linterna—. Limítate a tirar de la llave.
La llave, de treinta centímetros de largo y comida a todo lo largo por la herrumbre, se negó a rendirse tan fácilmente.
—Esta cosa —gruñó Celluci, cargando su peso sobre ella— no ha sido movida desde que cablearon el edificio. —Consiguió hacerla bajar hasta un ángulo de cuarenta y cinco grados, pero no pudo hacerla pasar de ahí—. Necesito algo para hacer palanca. La tubería que usamos en el cuarto…
—¿Me permites? —Henry se puso delante de Celluci, aferró la llave con largos y pálidos dedos, y la hizo bajar de golpe en un sólo y fluido movimiento, haciéndola chocar contra el tope.
La luz del cuarto de la electricidad se apagó.
—Creía que no habías recuperado toda tu fuerza. —Celluci entornó los ojos ante el círculo de luz que arrojaba la linterna de Vicki.
Henry, que había dado un paso atrás para proteger sus sensibles ojos, se encogió de hombros, olvidando por el momento que no podía ser visto.
—No lo he hecho.
—Dios mío. ¿Cuánta fuerza tienes?
Resistiendo el impulso de jactarse, para cobrar mayor ventaja sobre un rival que de alguna forma se había convertido en mucho más, Henry se contentó con un comentario diplomático.
—No la bastante para liberarme por mí mismo. —Lo cual, a fin de cuentas, no era más que la verdad.
Catherine frunció el ceño al mirar por el microscopio. Tenía que haber una forma de usar las propiedades regeneradoras de las células del vampiro para prolongar la limitada vida de sus bacterias. Una vez hallada, podría preparar nuevas bacterias a la medida para número nueve y evitar que se descompusiera como todos los demás. Alzó la vista y lanzó una sonrisa al otro lado del cuarto hasta donde él se encontraba pacientemente sentado, observándola desde el borde de la cama.
De pronto, las luces se apagaron y el constante zumbido de su ordenador fue engullido por el silencio que sobrevino junto con la oscuridad.
—¡Es ella! —Catherine aferró la mesa con fuerza con ambas manos hasta que el mundo se estabilizó—. Ella lo ha hecho. Quiere que mueras. —Volcando su taburete, se levantó tropezando hasta la puerta, los brazos rígidamente tendidos delante de ella. Manipuló a tientas la cerradura por un momento y salió al pasillo.
En cada ángulo del corredor, las luces de emergencia activadas por batería proporcionaban iluminación suficiente para moverse.
—Esto ha ido demasiado lejos. Tenemos que ir al laboratorio. Vamos —lo llamó por encima del hombro—. La detendremos juntos.
Número nueve apenas podía distinguir su figura en el umbral. Se puso de pie y se arrastró despacio hacia ella.
Juntos.
Deseó poder verla mejor.
La mirada saltando de una sombra a la siguiente, en busca de la doctora Burke, Catherine nunca advirtió que los ojos de número nueve brillaban ahora en la oscuridad con la débil fosforescencia de la putrefacción.