uando el día renunció a su poder para contenerlo, Henry luchó con el pánico que acompañó a la consciencia; el ataúd de acero todavía lo encerraba, envolviéndolo en el hedor de la muerte corrompida y en el acre olor de su propio terror. No pudo evitar los dos primeros golpes que cayeron sobre la impenetrable bóveda de metal acolchado, pero logró detener el tercero y el cuarto. La plena consciencia vino acompañada de un mayor control. Recordaba los inútiles forcejeos de la noche anterior y sabía que el simple poder físico no sería bastante para liberarlo.
Su cabeza daba vueltas con imágenes: el joven, estrangulado, recién muerto, el hombre mayor, largo tiempo muerto, no muerto, no vivo; la mujer joven, cabello pálido, piel pálida, ojos vacíos. Tragó, saboreó el resto de sangre, y casi enloqueció cuando el Hambre surgió.
Era demasiado fuerte para hacerlo retroceder. Henry apenas consiguió mantener la frontera entre el Hambre y el yo.
Se había alimentado la noche pasada. El Hambre debería estar bajo su mando. Entonces se dio cuenta de que sus esfuerzos habían enredado sus brazos en los gruesos pliegues de su guerrera de cuero. Alguien se la había quitado junto con su camisa, y no se había molestado en reemplazarlas. Desnudo hasta la cintura, descubrió las marcas de una docena de agujas.
Y deseo estar atado a una mesa por el resto de mi vida tanto como que me corten la cabeza y me llenen la boca de ajo.
Había hecho aquella observación, algo guasonamente, justo hacía un año. Parecía mucho menos cómica ahora. En el transcurso del día alguien obviamente había estado llevando a cabo experimentos. Estaba indefenso durante el olvido del día. Estaba preso de noche.
El pánico se impuso y una marea carmesí de Hambre rugió libre con él.
La conciencia retornó una segunda vez aquella noche, trayendo dolor y un agotamiento tan completo que apenas podía estirar sus retorcidos miembros. Su cuerpo, debilitado por la pérdida de sangre, había puesto evidentemente un límite a la histeria.
No puedo decir… que lo culpe. Incluso pensar dolía. Chillar le había puesto la garganta en carne viva. Las magulladuras, que llegaban hasta el hueso de rodillas y codos, protestaban a cada movimiento. Dos de los dedos de su mano izquierda estaban rotos y la piel de los nudillos hendida. Con lo que parecía ser el último resto de su fuerza, redujo las fracturas y luego se quedó tendido jadeando, intentando no percibir la abominación en el aire.
Me han quitado tanta sangre que tengo que dar por sentado que saben lo que soy.
El Hambre llenó su prisión con palpitante ansia carmesí, contenida de momento por su debilidad. Con el tiempo, la debilidad sería devorada y el Hambre mandaría.
En todos sus diecisiete años, Henry nunca había estado en una oscuridad tan completa y, pese al recordado consuelo de Cristina, comenzó a entrar en pánico. El pánico creció cuando trató de levantar la tapa de la cripta y se encontró con que no podía moverla. No era piedra lo que había sobre él, sino tosca madera encerrándolo tan estrechamente que el subir y bajar de su pecho rozaba contra las tablas.
No tenía la menor idea de cuánto tiempo yació, paralizado por el terror, la frenética ansia dando zarpazos en sus tripas, pero su cordura colgaba de un…
—No. —No podía conseguir más que una susurrada protesta, insuficiente para desterrar el recuerdo. El terror de aquel primer despertar, atrapado en una fosa común, casi destruido por el Hambre, tendería una garra para reclamarlo si se lo permitía—. Recuerda el resto, si es que has de recordar.
… oyó la hoja de una pala clavarse en la tierra sobre él, el ruido cien mil veces más fuerte de lo que era posible.
—¡Henry!
El Hambre brotó hacia la voz, arrastrándolo con él.
—¡Henry!
Su nombre. Era su nombre el que ella clamaba. Se aferró a él como a un salvavidas, en el circundante caos del Hambre.
—¡Henry, contéstame!
Aunque el Hambre intentó ahogarlo, profirió una sola palabra.
—Cristina.
Entonces, con las uñas chillando su protesta, la tapa del ataúd voló hacia atrás. Manos pálidas, fuertes, amables, lo sujetaron en su frenesí. El tosco paño casero fue desgarrado de la piel de alabastro y una herida en el pecho volvió a abrirse de forma que pudo sentir de nuevo en la sangre lo que lo había cambiado, a salvo detrás de un sedoso telón de cabello ébano.
No podía liberarse solo.
Hace cuatrocientos cincuenta años, el amor de una mujer lo había salvado.
No podía rendirse a la desesperación.
Pero a Cristina le había costado tres días…
Vicki, ven rápido. Por favor. No puedo sobrevivir a eso de nuevo.
Los pasillos siempre habían estado vacíos cuando ella los recorría, vacíos, reverberantes, y débilmente iluminados. Y no son diferentes esta noche, se dijo Aline Burke con firmeza, plantando de forma resuelta un pie delante del otro. Siguen vacíos. Soy la única que hace ruido. Las sombras son simplemente ausencias de luz.
Pero había corrientes de aire donde nunca las había sentido antes, y todo el edificio rezumaba un aura de muerte expectante.
Lo cual no sólo es demasiado melodramático, es absurdo. Se secó las palmas húmedas contra los pantalones y mantuvo los ojos fijos en la siguiente zona iluminada. No se abandonaría al miedo; nunca lo había hecho y no iba a empezar ahora.
¿Quién estaba en la caja de aislamiento del número ocho?
Podía haber un buen número de muy buenas razones por las que Donald no había aparecido en todo el día; la investigación de Vicki Nelson era sólo la más obvia. Donald, encantador, brillante e indisciplinado, nunca había tenido el menor problema para encontrar razones para tomarse un día libre.
¿Quién estaba en la caja de aislamiento del número ocho?
El recuerdo siguió reproduciendo la caída de la cartera de Henry Fitzroy sobre el montón de ropas.
¿Quién estaba en la caja de aislamiento del número ocho?
Sólo había una forma de averiguarlo.
Rodeando una esquina, pudo ver el contorno de la puerta del laboratorio. Ninguna luz salía de él, pero se habían tomado un montón de molestias para asegurarse de que fuese así.
Probablemente están los dos ahí dentro. Discutiendo sobre algo trivial. O él está observándola trabajar, dejando que esos malditos envoltorios de caramelo caigan sobre mi suelo.
Puso la mano sobre el pomo de metal, sintiendo el acero inoxidable frío bajo los dedos. Acero inoxidable. Como las cajas de aislamiento.
Su corazón comenzó a palpitar. El metal se calentó bajo su agarre. Pasaron quince segundos. Veinte. Cuarenta y cinco. Un minuto entero. No podía girar el pomo. Era como si la conexión entre cerebro y mano hubiese sido cercenada. Sabía que tenía que hacerlo, pero su cuerpo se negaba a responder.
Con los labios comprimidos en una delgada línea, sacudió el brazo, retirándolo hasta su costado. Esa clase de traición no podía permitirse. Tomó aliento para serenarse, espiró y entonces, en un movimiento continuo, agarró el pomo, lo giró, abrió la puerta de un empujón y entró en el cuarto.
Las luces estaban apagadas. Podía ver cierto número de indicadores de energía rojos y verdes en el extremo más alejado de la habitación, pero nada más. Tendiendo su brazo izquierdo, tanteó a lo largo de la pared, el sonido de su respiración avanzando para unirse al zumbido del equipo en marcha. Los interruptores de la luz estaban justo a la derecha de la puerta. Volverse de espaldas era imposible.
Sus dedos tocaron un revestimiento de acero, retrocedieron, luego siguieron adelante hasta que por fin se engancharon detrás de un trozo de plástico saliente.
Un latido más tarde, la doctora Burke parpadeó ante el súbito resplandor blanco azulado de los fluorescentes.
En el extremo más alejado del cuarto, la caja de aislamiento del número ocho (ya no la del número ocho) zumbaba en descuidada soledad. Las otras dos cajas habían desaparecido, y con ellas la máquina de diálisis portátil y uno de los ordenadores. Un rápido examen le reveló que otros componentes menores del equipamiento faltaban asimismo, y el temor se tornó cólera cuando la doctora Burke recorrió el largo de la habitación hasta el ordenador restante.
—¡Esa pequeña puta rencorosa!
El mensaje en la pantalla era sucinto e iba al grano.
He escondido al señor Fitzroy. Puede tenerlo de vuelta cuando esté de acuerdo con que número nueve y diez puedan continuar hasta su terminación natural. Tengo la única copia de los datos de hoy. Estaré en contacto.
Catherine.
Obviamente, no sólo había escondido al vampiro, sino también a los números nueve y diez.
—¡Maldita sea! Debe haberse puesto a hacerlo en el mismo segundo en que colgué el teléfono. —¡Eso lo arruinaría todo! Si Catherine no podía ser convencida, y rápido, todo el plan estaría tan muerto como…
… tan muerto como…
Alzó la cabeza y bandas de presión se instalaron alrededor de sus sienes. El distorsionado reflejo de una pequeña, torcida figura de blanco le devolvió su fija mirada desde la parte combada de la única caja restante.
¿Por qué no había ocultado Catherine esa caja también?
Porque no podía ser desenchufada.
¿Por qué no podía ser desenchufada?
Porque las bacterias seguían operando sobre el cuerpo que contenía.
¿Quién estaba en la caja de aislamiento del número ocho?
Las ropas continuaban sobre una silla al otro lado del laboratorio, una cazadora marrón claro colgando del respaldo.
Un montón de gente viste chaquetas como esa en Kingston en abril.
Describió el circulo más grande que pudo alrededor de la caja sin confesarse que estaba evitándola. Aferrándose de forma desesperada a la cólera, usándola como un arma contra el creciente miedo, alargó una mano y alzó la chaqueta de la silla. Seguía pudiendo pertenecer a cualquiera. Haciendo caso omiso de las húmedas manchas que sus dedos dejaron sobre el tejido, buscó en uno de los bolsillos delanteros y sacó dos caramelos con su envoltorio y una barra de chocolate a medio comer, vuelta a cerrar limpiamente con un trozo de cinta adhesiva.
No hay nada que diga que Donald no pudo haber dejado su chaqueta en el laboratorio.
Pero estaba perdiendo la batalla y lo sabía.
La documentación de Henry Fitzroy yacía donde ella la había arrojado. Colgándose la chaqueta sobre un brazo, contempló cómo su mano libre se extendía y recogía deprisa la cartera y sus contenidos de una pulcramente doblada pila de ropas. Una chaqueta podía ser olvidada por descuido, pero no unos tejanos y una camisa, calcetines y ropa interior. Esta era la ropa de Donald, sin duda alguna, y bajo la silla, talones y punteras meticulosamente alineados, se hallaban las zapatillas de baloncesto negras a la última moda, de las que estaba tan absurdamente orgulloso.
—Pero Donald, tú no juegas al baloncesto.
Donald siguió inflando con energía los brillantes balones naranja situados en las lengüetas de sus nuevas deportivas.
—¿Eso qué tiene que ver? —preguntó, con una gran sonrisa—. Estamos hablando de la vanguardia del calzado. De alta tecnología. De imagen.
La doctora Burke suspiró y movió la cabeza.
—¿El distintivo del deportista sin el sudor? —observó.
La sonrisa se hizo más amplia.
—Justamente eso.
Sujetando todavía la chaqueta y la cartera del vampiro, la doctora Burke se giró despacio para quedar frente a la caja de aislamiento. Los números uno al nueve habían sido obtenidos del depósito de la facultad de Medicina estando bien muertos. Marjory Nelson estaba muñéndose. Pero Donald, Donald estaba muy vivo.
Dio un paso adelante, sintiéndose tan aparte de la realidad que tuvo que concentrarse en poner el pie en el suelo. Caminar ya no parecía ser un movimiento voluntario. Podía ver a Donald, chispeantes ojos oscuros, en absoluto arrepentido, mientras estaba sentado en su despacho y escuchaba las razones por las que no sólo deberían echarle de la facultad de Medicina, sino también presentar cargos. Cuando le preguntó por qué lo había hecho, él pareció de verdad pensativo por un momento antes de contestar. «Quería ver qué ocurría». Ella había hecho que saliera indemne. Los detalles fueron enterrados cuando el profesor que había revelado el incidente se marchó al oeste al semestre siguiente.
Dio otro paso. Podía ver a Donald frunciendo el ceño sobre la red neuronal, los hábiles dedos corriendo sobre los filamentos dorados, el labio inferior cogido entre los dientes mientras peleaba con el diseño.
Otro paso. Podía ver a Donald alzando la mano de una confundida Catherine para chocar los cinco cuando el número cuatro por fin respondió a su talento combinado.
Otro. Podía ver a Donald uniéndosele en un brindis privado por la fama y la fortuna, apenas rozando la cerveza con sus labios, pues nunca bebía.
Otro. Podía ver a Donald admitiendo que Marjory Nelson era el inevitable siguiente paso.
Su rodilla tocó la caja, la vibración abriéndose camino hacia el hueso. Dio un respingo, y luego se quedó helada.
Mirando fijamente a su reflejo, lo vio convertirse en una serie de rostros grises, retorcidos, privados de descanso, cuerpos desfigurados por enormes incisiones cosidas deprisa, con enmarañadas líneas férreas de negra seda. ¿Qué vería cuando alzase la tapa? ¿Hasta dónde había llegado Catherine?
Obligando a una profunda inspiración a franquear el estrangulamiento de su garganta, dejó que la cartera de Henry Fitzroy cayera de su mano derecha al suelo. En realidad ya no era importante. Ya no. Ya no…
Alargó una mano, incapaz de detener el temblor, pero negándose a rendirse, y aferró con ella el seguro. Sus dedos estaban tan fríos que el metal parecía caliente bajo ellos.
—El conocimiento es poder —susurró.
El cierre chasqueó al abrirse.
Del interior de la caja brotó el suspiro de aire rico en oxígeno cuando el precinto se abrió, luego, a continuación, un ruido que nada tenía que ver con aparatos eléctricos ni maquinaria.
La doctora Burke se quedó inmóvil. Los músculos de su brazo, habiendo recibido ya la orden de levantarse, se contrajeron estremeciéndose.
Un gemido.
—¿Donald?
Las vocales comenzaron a formarse. Un sonido torturado. Sin embargo, reconocible.
No había nada siquiera remotamente humano en él.
El sudor goteó en helados surcos por sus costados. Los dedos pugnaron por cerrar el seguro. Lo que fuese que había dentro no estaba saliendo.
—Doc… tora…
Ella se sacudió hacia atrás; jadeando, gimoteando. Entonces se volvió y corrió.
Un terror que no podía ser expulsado por el intelecto, las racionalizaciones o el poder de la determinación corrió junto a ella a través de los desiertos pasillos. Los ecos se burlaron de ella. Las sombras crecieron horrorosas.
—¿Y si ella no está allí?
—No está en casa —replicó Vicki a través de apretados dientes; habían encontrado la dirección de la doctora Burke en el libro de cuero marrón junto al teléfono de su madre—. Tiene que estar en alguna parte.
—No necesariamente en el despacho.
Vicki se volvió hacia él, aunque la oscuridad la dejaba ciega.
—¿Tienes una idea mejor?
Le oyó suspirar.
—No. Pero si no está allí, ¿entonces qué?
—Entonces hacemos pedazos su despacho. Buscamos cualquier cosa que pueda decirnos dónde está Henry.
—Y si no…
—Cállate, Celluci. —Escupió las palabras en su dirección—. Lo encontraremos.
Él tomó aliento para hablar de nuevo, luego dejó salir el aire en silencio.
Vicki se retorció hacia atrás en el asiento del pasajero, su agarre sobre el salpicadero dolorosamente tenso. Lo encontraremos. Todo lo que podía ver a través del parabrisas era el resplandor de las luces delanteras, nada de lo que iluminaban, ni siquiera la superficie de la carretera. Las luces de otros coches aparecían suspendidas, ojos rojos y amarillos sobre invisibles bestias. Sintió cómo el coche giraba, reducía la velocidad y por fin se detenía. Reinó el silencio, luego la oscuridad.
—He aparcado dando la vuelta junto al edificio —dijo Celluci—. Un poco menos evidente si tenemos que pasar desapercibidos ante Seguridad.
—Buena idea.
Por un momento, ninguno de los dos se movió, luego Vicki se giró hacia su puerta justo cuando Celluci abría la suya. La luz del interior se encendió, y durante un latido se vio reflejada en la ventana del coche.
Pegada contra el cristal, los dedos abiertos, la boca moviéndose sin emitir sonido, se encontraba su madre.
—¡Mike!
Estuvo a su lado en un instante, y la puerta se cerró compasiva mientras él se deslizaba sobre el asiento de delante. Ella retrocedió dentro del circulo de sus brazos, apretó los ojos cerrándolos tan fuerte que le dolieron, y trató de dejar de temblar.
—¿Vicki, qué sucede? ¿Qué pasa? —Nunca había oído decir su nombre de tal forma antes, y esperaba no volver a oírlo así nunca jamás. El dolor en la voz de Vicki no sólo le arrancaba trozos de su alma, lo aferraba de una manera de la que ella no era capaz. Tenía la espalda pegada con tanta fuerza contra su pecho que él apenas podía respirar, pero los dedos de ella estaban doblados en forma de puños, y sus brazos se plegaban estrechamente alrededor de sí misma.
—Mike, mi madre está muerta.
Él descansó su mejilla contra la parte superior de la cabeza de ella.
—Lo sé.
—Sí, pero también está de pie y paseándose —un asomo de histeria se deslizó en su tono—. Y acaba de ocurrírseme, cuando la encontremos, ¿qué se supone que hemos de hacer? Quiero decir, ¿cómo la enterramos?
—Dios. —La interjección susurrada sonó más como una oración.
—Quiero decir —tuvo que tragar aire cada dos palabras—, ¿voy a tener que matarla de nuevo?
—¡Vicki! —La estrechó con más fuerza. Era todo lo que podía pensar en hacer—. ¡Maldición! ¡No la mataste la primera vez! Por muy cruel que parezca decirlo, su muerte no tuvo nada que ver contigo.
Pudo sentirla luchando por recuperar el control.
—Tal vez no la primera vez —dijo ella.
El Hambre lanzaba zarpazos y pugnaba por liberarse, y tuvo que emplear casi toda la energía que le quedaba para contenerla. Liberada, llevaría deprisa a su maltratado cuerpo de vuelta a la inconsciencia, rompiendo probablemente más huesos mientras forcejeaba para alimentarse. Henry no tenía intención de permitir que eso sucediera. Tenía que permanecer consciente en caso de que sus captores fueran realmente lo bastante estúpidos para abrir la caja entre el ocaso y el alba.
Con tan poco para alimentar el miedo, era capaz de contemplar su confinamiento de forma casi desapasionada. Casi. Los recuerdos de encontrarse atrapado en la oscuridad revoloteaban como polillas contra los límites exteriores de su control, pero aún peores que aquello eran las imágenes de los experimentos que comenzarían cuando la salida del sol lo volviera vulnerable una vez más.
Henry había visto la Inquisición, el comercio de esclavos y los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial, y conocía muy bien las atrocidades que la gente era capaz de cometer. Había visto a su propio padre condenar a hombres y mujeres a la pira por ninguna otra razón que el mal genio. Y esta gente en concreto, pensó, ya ha demostrado tener muy pocos limites éticos. Había tres contenedores. Él se hallaba en uno de ellos. La madre de Vicki estaba, sin duda, en uno de los otros dos.
Volviendo la cabeza levemente de forma que la corriente de aire fresco a través de la reja (a través de la irrompible reja) pasara sobre su boca y nariz, se concentró en respirar. Como distracción no era gran cosa, pero era una de las pocas con que contaba.
Un pequeño consuelo que no tenga que preocuparme por la asfix…
El hedor de la abominación lo envolvió de súbito. Retrocedió bruscamente contra el lado más apartado de su prisión, sus omoplatos presionaron con fuerza el plástico, el corazón en marcha martilleando en sus oídos. La criatura estaba justo fuera de la caja; tenía que estar.
Ahuecando la mano herida contra el pecho, se esforzó por calmarse. Esta podría ser su única oportunidad para salir libre; no podía permitir que el pánico ciego se la arrebatara.
Algo se arrastró a través de la parte superior de la caja, algo grande y suave. A Henry le vino de repente la imagen de una vieja película de la Hammer, en la que Drácula traía a su par de hambrientas novias un niño para que se alimentaran.
Oh, Señor, eso no.
Si le daban una oportunidad para alimentarse, no sería capaz de detener el Hambre. El niño moriría. Había matado muchas veces con el paso de los siglos; a veces porque tenía que hacerlo, a veces sencillamente porque podía hacerlo. Pero nunca a un inocente. Nunca a un niño.
El arrastrarse cesó.
Cuando se abra la tapa… Henry se preparó tanto como fue capaz. Pero la tapa permaneció cerrada y un momento más tarde, con los músculos temblando, se aflojó otra vez contra el acolchado fondo.
—Si la llamo por la mañana, habrá tenido tiempo para pensar en ello y comprenderá que hablo en serio.
Aunque todavía no podía oler sino a la abominación, Henry reconoció la voz. Pertenecía a la joven pálida de los ojos vacíos.
—Es una persona razonable, y estoy segura de que como científica llegará a entender mi postura.
La joven estaba loca. Henry, que había tocado su mente, no tenía ninguna duda acerca de ello. Pero también estaba fuera de la caja, capaz de liberarlo, y loca o no era la única baza a jugar. Pasando por alto el dolor, se revolvió hasta que su boca presionó contra la mellada superficie de los conductos de ventilación y moduló su voz, manteniendo su tono tan natural como pudo.
—Perdone, ¿le importaría abrir la tapa?
Por un breve instante, pensó que sonar a normalidad podría funcionar donde un intento de coerción o seducción no habrían suscitado ninguna reacción. Percibió un asomo de su olor entrelazado con la fetidez de la muerte corrompida (no lo bastante, dio gracias a Dios, para poner al Hambre fuera de su control), oyó el sonido de sus manos en el seguro y luego escuchó su réplica.
—Sí, en realidad me importaría, porque hoy no he tenido tiempo de tomar ninguna muestra de tejido.
—Si todo lo que quiere son muestras de tejido, déjeme salir y me quedaré aquí para que pueda tomarlas. —Henry tragó saliva, su garganta tratando de eludir el miedo. ¡Sólo déjame salir!
—Bueno, en realidad no soy muy buena haciendo biopsias sobre sujetos vivos. Creo que esperaré hasta mañana.
¿No soy muy buena haciendo biopsias sobre sujetos vivos? ¿De qué demonios estaba hablando?
—¡Pero yo todavía estoy vivo!
—No exactamente. —Sonaba como si estuviese remarcando algo tan evidente que no podía comprender por qué él lo había mencionado.
La oyó alejarse.
—¡Espere!
—¿Qué sucede ahora? Tengo un montón de cosas en la cabeza esta noche.
—Mire, ¿sabe lo que soy? —Considerándolo bien, tenía que saberlo.
—Sí. Es un vampiro.
—¿Sabe lo que eso significa?
—Sí. Tiene unos leucocitos fascinantes.
—¿Qué? —No pudo evitar preguntarlo.
—Leucocitos. Glóbulos blancos. Y su hemoglobina tiene un potencial asimismo asombroso.
Como siga con esto estaré tan loco como ella.
—Si sabe lo que soy, sabe lo que puedo ofrecerle. —Su voz reverberó dentro de la caja, eterna, poderosa—. Si me deja salir puedo darle la vida eterna. Nunca se hará vieja. Nunca morirá.
—No, gracias. Estoy trabajando en algo más en este momento.
Y la oyó alejarse.
—¡Espere! —Se obligó a yacer quieto y escuchar, pero todo lo que podía oír era el martillear de su propio corazón, y Henry Fitzroy, hijo bastardo de Enrique VIII, vampiro de cuatrocientos cincuenta años, se convirtió de pronto en sólo Henry Fitzroy.
»¡NO ME DEJE SOLO!
—¿Sabes? —dijo Catherine, tirando de la pesada puerta de acero hasta cerrarla detrás de ella—. No había tenido en cuenta que fuera tan ruidoso. Menos mal que lo metimos ahí dentro. —Deslizó un pestillo a través del ojo de la barra de seguridad y cerró de golpe—. La doctora Burke nunca podrá oírlo.
Número nueve miró fijamente la puerta. El «Peligro: Alto Voltaje» no significaba nada para él, pero recordaba lo que era estar encerrado en la caja. En la misma caja. No le había gustado.
Poco a poco, los dos dedos de su mano derecha que todavía funcionaban se cerraron en torno a la barra de seguridad.
Ya en mitad del cuarto, Catherine se volvió al oír tirar de la cerradura, que resistió.
—¿Qué pasa? ¿Algo va mal?
Sin soltar la barra, él se giró con cuidado para mirarla. No le había gustado estar encerrado en la caja.
—¿Piensas que debería haberlo soltado? —Regresó junto a su lado, moviendo la cabeza—. No comprendes. Si puedo aislar los factores que dan como resultado su continua regeneración celular, podré integrarlos en una bacteria que te reparará de verdad. —Asiéndolo por la muñeca, le quitó con gran delicadeza la mano de la puerta y le sonrió—. Podrás quedarte conmigo para siempre.
Él comprendió la sonrisa.
Comprendió para siempre.
Eso era suficiente.
Su marcha degeneró en un andar dando tumbos y arrastrando los pies mientras la seguía desde el cuarto.
Recordaba la alegría.
El nivel en la botella de whisky de malta había bajado de forma bastante considerable durante la última… la doctora Burke miró con atención su reloj pero no pudo distinguir bien la hora. No es que importase. En realidad no. Ya no.
—Nada puede impedirme que recoja la gloria. —Sujetándose el codo, vertió un poco más de whisky en su taza—. Eso he dicho. Nada puede impedirme… —Tomó un largo trago y se sentó cruzando los brazos, acunando la taza contra su estómago.
—Doc… tora…
No podía oírle. Estaba encerrado en una caja de acero inoxidable en otro edificio.
—Doc… tora…
Echó otro trago para ahogar el sonido.
—¿Estás bien?
Vicki se deslizó dentro de la oficina adyacente y comenzó a atravesar la habitación. ¿Por qué le preguntaba ahora? Había logrado recuperar el control antes de que dejaran el coche.
—Estoy bien.
—¿Me lo dirías si no lo estuvieras?
Incapaz de ver, se golpeó la rodilla contra el lateral de un escritorio y reprimió un juramento. Obviamente, su recuerdo de la disposición de la oficina no era perfecto.
—Vete a la mierda, Celluci.
Consciente de que ella no podía distinguirlo más de lo que podía ver cualquier otra cosa, puso los ojos en blanco. Desde luego, parecía mucho mejor.
La doctora Burke oyó el impacto de carne contra mobiliario incluso a través de la protectora cubierta de whisky. Su corazón se detuvo. Había asegurado la caja de aislamiento. No podía haber salido y seguirla.
¿O sí?
Entonces oyó las voces y su corazón empezó a latir de nuevo.
—Qué agradable. —El alcohol que había consumido, aunque aún no era suficiente para aislarla del recuerdo de lo que había dejado en el laboratorio, bastaba para hacerla sentirse separada del resto del mundo—. Tengo compañía.
Inclinándose con cuidado desde su silla a fin de no poner más a prueba un sentido del equilibrio ya sobrecargado, alzó la chaqueta de Donald de la alfombra y la dejó sobre el escritorio enfrente de ella.
—Por favor, entre, señorita Nelson. No puedo soportar a las personas que se mueven a escondidas.
Celluci se giró para quedar de cara a la puerta.
—Parece que hemos encontrado a la doctora. —A través de su ligera presa alrededor del bíceps de Vicki la sintió estremecerse, pero su voz permaneció firme.
—Entonces no la hagamos esperar.
Juntos entraron en el despacho interior.
La farola fuera de la ventana, cinco pisos más abajo, proporcionaba bastante iluminación para que Celluci viera a la doctora sentada ante su escritorio. No podía distinguir su expresión, pero podía oler el alcohol. Dándose la vuelta, tendió un largo brazo y encendió la luz del techo.
Bajo el súbito resplandor, nadie se movió, nadie dijo nada, hasta que Vicki dio un paso adelante, los ojos húmedos casi cerrados del todo, y dijo sin ningún asomo de humor:
—Doctora Frankenstein, supongo.
La doctora Burke resopló riéndose.
—Dios mío, ingenio bajo presión. Nos vendría bien un poco por aquí. Los estudiantes de posgrado por lo general son un puñado de aburridos concentrados en lo académico. —Con una mano cerrada con fuerza alrededor de un pliegue de la chaqueta sobre su escritorio, la otra levantó la taza hasta su boca—. Por lo general —repitió tras un momento.
—Está borracha —dijo Vicki con un gruñido.
—Sobresaliente en perspicacia. Suficiente bajo en modales. Siendo tan evidente como es, no es la clase de cosa que se supone has de señalar.
Vicki cargó sobre el escritorio, a duras penas conteniéndose para no pasar por encima de él, aferrándose al canto con nudillos que palidecieron.
—¡Basta de tonterías! ¿Qué has hecho con Henry Fitzroy?
La doctora Burke pareció momentáneamente sorprendida.
—Ah, Dios mío, ¿es eso de lo que se trata? Debería haber comprendido que era demasiado bueno para tratarse de un accidente. Debería haberme dado cuenta de que estaba contigo. Me pareces precisamente la clase de persona que andaría en tratos con vampiros. ¡Sargento detective! —Meció la cabeza para mirar a Celluci, que había aparecido a su derecha—. ¿Sabe que aquí su amiga ayuda e incita a los chupasangres no muertos? —Puso la taza vacía con cuidado sobre el escritorio y trató de alcanzar la botella. Celluci fue más rápido. Encogiéndose de hombros filosóficamente, la doctora Burke se reclinó sobre su silla—. Así pues, ¿qué os llevó a la conclusión de que vuestro señor Fitzroy estaba conmigo?
—Darme cuenta de que mataste a mi madre. —Detrás de sus gafas, los ojos de Vicki llamearon. Aunque seguía inmóvil, cada línea de su cuerpo gritaba de rabia.
—¿Y qué te lleva a decir eso? —La pregunta podía haberse referido a una nota al pie de una tesis, dada la emoción que mostró la doctora Burke.
Vicki la miró con furia. Su voz temblaba con el esfuerzo que le suponía no romper a chillar acusaciones.
—La muerte de mi madre tenía que ocurrir durante las cuatro semanas que Donald estuvo en la funeraria. A poder ser casi al final de esas cuatro semanas, cuando los Hutchinson hubieran llegado a confiar en él.
—Donald era muy simpático —asintió la doctora Burke, sin dejar de mover la mano izquierda sobre la chaqueta.
—Esa clase de sincronización no puede ser dejada al azar —continuó Vicki, saltándole un músculo en la mandíbula—. ¡Estabas con ella justo antes de que muriera! ¡Tú la mataste!
—Olvidas que la señorita Shaw estaba con ella cuando murió. Pero no importa —la doctora Burke alzó la mano—. Por qué no contarte simplemente lo que pasó. Le administré a tu madre inyecciones de vitaminas cada mañana. Debes haberlo leído en el historial de la doctora Friedman.
Vicki asintió, la mirada clavada sobre el rostro de la mujer.
—Esas inyecciones, en realidad, no podían hacer nada para ayudar, pero hicieron que tu madre se sintiera como si estuviera haciendo algo, así que se sintió mejor, estuvo bajo menos estrés, y lo último que necesitaba en su condición era estrés. —Frunció el ceño y se encogió de hombros—. Tendrás que aguantarte si soy menos coherente de lo habitual. Como hiciste notar antes, estoy borracha. De todas formas, tuve una encantadora charla con la doctora Friedman sobre el estrés. Aquella última mañana tu madre no recibió una inyección de vitaminas, sino diez centímetros cúbicos de adrenalina pura. Su corazón se disparó y la tensión fue demasiada para él.
—Una autopsia revelaría toda esa adrenalina —indicó Celluci con calma—. Y no tenía que ser nada difícil seguir el rastro hasta usted.
La doctora Burke bufó.
—¿Por qué demonios haría nadie una autopsia? Todo el mundo estaba esperando a que Marjory muriese. —Lanzó una orgullosa mirada a Vicki—. Bueno, todos menos tú.
—Cállate.
—Ella seguía diciendo que iba a contártelo. Supongo que no tuvo tiempo para ello.
—¡CÁLLATE!
La doctora Burke contempló cómo la mitad de los objetos sobre su escritorio se estrellaban contra el suelo y se volvió hacia Celluci.
—¿Qué posibilidades tengo de que me devuelva esa botella si le dijera que la necesito por razones médicas?
Celluci sonrió de forma nada amistosa.
—Cállese —dijo.
—Tenéis un vocabulario decididamente limitado —la doctora Burke sacudió la cabeza—. ¿Ni siquiera queréis saber por qué lo hice?
—Oh, si —rugió Vicki—. Me gustaría saber porqué lo hiciste. ¡Mi madre creyó que era tu amiga!
—Es algo bueno que no sea una borracha melancólica, o me harías llorar. Tu madre se estaba muriendo, no había escapatoria. Me encargué de que muriera por una razón. No, no te molestes —alzó de nuevo la mano—. Sé lo que vas a preguntar. Si se estaba muriendo de todas formas, ¿por qué no esperar y hacer que me entregase su cuerpo por su propia voluntad o algo así? Bueno, no funciona de esa forma. Teníamos cultivos de tejido, patrones de onda cerebral, todo para dar el siguiente paso experimental, y esta era nuestra única forma de conseguir el cuerpo.
—¿Entonces sólo era un cuerpo para ti?
La doctora Burke se inclinó.
—Bueno, lo fue después de morir, sí.
—Ella no murió. Tú la mataste.
—Apresuré lo inevitable. Estás furiosa sólo porque parece que eres la única persona a quien no se lo contó.
—¡Vicki! ¡No! —Celluci se lanzó hacia delante y consiguió evitar que las manos de Vicki se cerraran alrededor de la garganta de la doctora. La empujó haciéndola retroceder y la contuvo hasta que su rabia ciega se aplacó lo bastante para que volviera la razón; luego la soltó. Cuando estuvo seguro de que se controlaba, se volvió hacia la doctora Burke y dijo con calmada cólera—: La próxima vez que intente burlarse así, no la detendré, y conseguirá justo lo que se merece.
—¿Lo que me merezco? —La sonrisa carecía de humor, el tono era amargo—. Sargento detective, no tiene ni idea.
Celluci frunció el ceño. Su mirada bajó hasta la chaqueta, luego volvió a subir lentamente hasta el rostro de la doctora Burke.
—Dijo que Donald era simpático. ¿Por qué era? ¿Por qué en pasado? ¿Qué le ha sucedido a Donald?
La doctora Burke cogió la botella de donde Celluci la había dejado a fin de refrenar la acometida de Vicki y volvió a llenar su taza.
—Supongo que Catherine lo mató.
—¿Catherine es su otra estudiante de posgrado?
—Hasta arriba del vaso —dio un largo trago y suspiró aliviada; el mundo amenazaba con volver—. Quizá sea mejor que empiece por el principio.
—No. —Vicki golpeó con ambas palmas sobre el escritorio—. Primero, recuperamos a Henry.
La doctora Burke encontró la mirada de Vicki y suspiró de nuevo.
—Necesitas salvarlo porque no pudiste salvar a tu madre. —Su voz contenía tanta compasión que Vicki no reaccionó—. Creo que es mejor que sepas algo sobre Catherine.
Celluci alternó su atención de una a otra mujer, pero contuvo su lengua. Era cosa de Vicki.
—De acuerdo —dijo ella al fin, poniéndose derecha—. Cuéntanos qué está pasando.
La doctora Burke echó otro trago, luego pasó claramente al tono magistral.
—Soy una buena científica, pero no una de las grandes. Simplemente no poseo la habilidad para idear los conceptos originales que requiere la grandeza. Soy una gran administradora. Puede que la mejor del mundo. Lo cual no significa nada de nada. Gano una cantidad razonable de dinero, pero ¿tenéis idea de lo que podría suponeros un par de patentes biológicas con aplicaciones militares? ¿O algo sobre lo que las compañías farmacéuticas pudieran de verdad hincar el diente? Por supuesto que no. Aquí es donde entra Catherine. Es un genio. ¿Lo he mencionado? Bueno, lo es. Siendo estudiante universitaria, había patentado el prototipo de una bacteria que debería, con algo más de desarrollo, ser capaz de reconstruir células dañadas. Cuando me hice su asesora, pronto resultó obvio que era, como muchos genios, en extremo inestable. A punto de sugerir que buscase ayuda profesional, comprendí que se trataba de mi oportunidad. Su investigación era la única cosa con la que se relacionaba, y yo era su única piedra de toque con la realidad. El conjunto de la situación imploraba ser aprovechado. Muy pronto me di cuenta de que no sólo nos estábamos encaminando hacia gratificaciones monetarias, sino que había una clara posibilidad de premio Nobel. Una vez lográsemos realmente vencer a la muerte, claro está. Suena demente, ¿no? —dio otro trago—. No lo descartemos; podría constituir una buena defensa. En cualquier caso, Catherine apareció con algunas posibilidades bastante asombrosas y comenzamos a desarrollar parámetros experimentales.
—¿No trabajan los tipos como usted normalmente con ratas? —gruñó Celluci.
—Normalmente —convino la doctora Burke—. ¿Está familiarizado con la teoría del sincronismo? Justo cuando Catherine terminó de formular la teoría, alguien en Brasil publicó un artículo que contenía a grandes rasgos las mismas ideas. Sólo había una forma de asegurarse de que ganaríamos la carrera. Pasamos directamente a experimentar sobre cadáveres humanos. Monté un laboratorio y desvié los cuerpos más frescos del depósito de la facultad… me excusaréis si no me extiendo en los tediosos detalles burocráticos de cómo fue realizado sin que nadie lo supiera, pero si recordáis, dije que era una gran administradora… —Confundida, bajó la vista hacia la taza—. ¿Dónde estaba?
—Cadáveres humanos —gruñó Vicki.
—Ah, sí. Entonces me di cuenta de que necesitaba a alguien más. Donald se había metido en algún problemilla en la facultad de Medicina y yo le facilité las cosas. Principalmente porque me gustaba. También un genio, era encantador y muy poco escrupuloso. —Con exagerado cuidado, alisó las arrugas que había hecho en la chaqueta—. Después de un tiempo, comenzamos a tener algo de éxito. Habíamos estado usando bacterias y patrones de onda cerebral específicos, pero si queríamos avanzar teníamos que poner nuestras manos sobre un cuerpo que hubiéramos podido estudiar antes de la muerte. Resultó ser el de Marjory Nelson. Cuando estuve segura de que iba a morir de todas formas, con el pretexto de pasarle pruebas sobre su estado, tomamos muestras de tejido y grabamos sus patrones de onda cerebral.
—Entonces la devolviste a la vida.
Grises ojos se abrieron reconociéndola por un instante.
—Más o menos. Restablecimos los mecanismos de la vida, eso fue todo. —Eso fue todo—. Robots orgánicos, si tú quieres. El inconveniente era que las bacterias viven muy poco tiempo, y tuvimos un problema con la putrefacción. Lo cual, en caso de que te lo estés preguntando, es la causa de que quisiera que tu madre fuese parcialmente embalsamada. —Terminó el whisky que quedaba en la taza, luego la alzó hacia Vicki en un burlón brindis—. Si te hubieras limitado a dejar ese ataúd cerrado, nadie lo habría sabido.
—¡Pareces olvidar que asesinaste a mi madre!
La doctora Burke se encogió de hombros, negándose a seguir discutiendo el asunto.
—Así que ahora conoces toda la historia, o al menos el guión de la versión televisada. Habrá un examen por la mañana. ¿Alguna pregunta?
—Sí, pasando por alto por el momento al adolescente de cuya muerte también eres directamente responsable, tengo dos. —Vicki se subió las gafas—. ¿Por qué está contándonos todo esto?
—Bueno, hay teorías que postulan que la confesión es un impulso humano, pero sobre todo, porque nuestro pequeño experimento está ahora del todo fuera de mi control. Catherine se deslizó dentro del abismo y yo no tengo intención de seguirla. —Aunque sólo por un momento, con su mano sobre el seguro del ataúd, había estado cerca. ¿Hasta dónde, se había preguntado, serían capaces de llegar con un cadáver realmente fresco? Y entonces Donald se lo había dicho. Pero aquello era personal, y no era asunto de nadie sino de ella—. Y porque Donald está muerto.
—¡Igual que el chico e igual que mi madre!
—El chico fue un accidente. Tu madre estaba muriéndose. Donald tenía todo por vivir. —Por un instante su rostro se arrugó, luego se suavizó otra vez—. Es más —continuó, vaciando la botella hasta la última gota—, me gustaba Donald.
—¡Te gustaba mi madre!
La doctora Burke miró plácidamente a través del escritorio hacia Vicki.
—Has dicho que tenías dos preguntas. ¿Cuál es la segunda?
¿Cómo podía aquel ser sentarse ahí tan tranquilamente y confesar tamaño horror? Atrapada dentro de un torrente de emociones, Vicki fue incapaz de hablar. Dándose cuenta de que la próxima vez que perdiera el control Celluci no sería capaz de detenerla, separó las manos y retrocedió alejándose del escritorio.
Él advirtió las señales y avanzó.
—¿Dónde está Henry Fitzroy? —preguntó.
—Con Catherine.
Él respiró profundamente y se pasó ambas manos por el pelo.
—Muy bien. ¿Dónde está Catherine?
La doctora Burke alzó los hombros.
—No tengo la más remota idea.