icki levantó el rostro hacia el viento que soplaba del lago Ontario y recordó cómo aquel bloque de piedra que se adentraba en el agua había sido antes tanto refugio como inspiración. A lo largo de toda su adolescencia, siempre que la vida se volvía demasiado complicada y no podía ver con claridad su camino, venía al parque, trepaba sobre la roca y el mundo se reducía al lago y el viento. La ciudad a su espalda desaparecía y volvía a recuperar la perspectiva de la vida. Invierno o verano, buen tiempo o malo… no importaba.
El lago seguía batiendo rítmicamente contra la roca bajo sus pies, y el viento seguía recogiendo la espuma y arrojándosela, pero, incluso juntos, ya no eran lo bastante poderosos para simplificar el mundo. Tensando el brazo sobre su bolso de bandolera, suprimió el martillear de las olas y prestó atención al crujir de papel; oyó las palabras de su madre leídas de la carta con su propia voz.
No quiero desaparecer sin más de tu vida como hizo tu padre. Quiero que tengamos una oportunidad de decirnos adiós.
Se limpió el agua de las mejillas antes de volverse y descender al banco donde esperaba Celluci, más o menos pacientemente, junto al coche.
El rodeo no le había supuesto sino unas zapatillas mojadas y el conocimiento cierto de que la única forma de salir de la situación en que se encontraba era tomar el camino difícil.
Así que nos concentraremos en hallar a mi madre.
La encontramos a ella, encontramos a Henry.
Y entonces…
… entonces…
Se subió con violencia las gafas, haciendo chocar el puente de plástico con su frente, pasando por alto las gotas de agua que salpicaban los cristales… negándose a reconocer las gotas saladas en el interior de las mismas. Concentrémonos sólo en encontrarlos. Luego nos preocuparemos acerca de lo que hacemos después.
—Buenos días, señora Shaw. ¿Está la doctora Burke?
—No, querida, lo siento, pero acaba de salir.
Vicki, que había estado vigilando y aguardando hasta que vio a la doctora Burke salir deprisa de la oficina, puso cara de contrariedad.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?
Cambió a una expresión esperanzada.
—Necesito hablar con Donald Li sobre mi madre, y me está resultando imposible localizarlo por el campus. Me preguntaba si la doctora Burke podría proporcionarme su dirección.
La señora Shaw alzó el rostro con una sonrisa y tiró de un atestado archivo giratorio.
—No necesita molestar a la doctora Burke por eso, tengo la dirección de Donald aquí mismo.
—Esto, señora Shaw… —La joven asignada de forma temporal a la oficina lanzó una incómoda mirada de Vicki a su compañera de trabajo—. ¿Debería dársela? Quiero decir que es información privada y…
—No se preocupe por eso, señorita Grenier —la aleccionó con firmeza la señora Shaw, volviendo las fichas con dedos expertos—, es la hija de Marjory Nelson.
—Sí, pero…
Vicki se inclinó y cambió una mirada con la interina.
—Estoy seguro de que a Donald no le importará —dijo con calma.
La señorita Grenier abrió la boca, la cerró y decidió que no le pagaban lo bastante para estorbar a alguien que acababa de dejar claro sin palabras que cualquier oposición saldría del lugar sobre una camilla de ser necesario.
La señora Shaw copió la dirección en el dorso de una nota y se la entregó a Vicki.
—Aquí tiene, querida. ¿Ha habido alguna noticia de la policía sobre el cuerpo de su madre?
—No. —Los dedos de Vicki aplastaron el pequeño cuadrado de papel rosado—. Todavía no.
—¿Me lo hará saber?
—Sí. —No se molestó en intentar una sonrisa—. Gracias por esto. —Fue muy probablemente una suerte que la puerta exterior de la oficina hubiese sido diseñada de tal forma que no podía ser cerrada de golpe.
—Primero su madre muere, y luego se encuentra con que el cuerpo ha sido robado —la señora Shaw soltó un profundo suspiro y agitó la cabeza—. La pobre muchacha estaba destrozada.
La señorita Grenier hizo un silencioso más elocuente mohín y se inclinó de nuevo sobre su teclado. Por lo que a ella se refería, destrozada podría describir cualquier cosa que se pusiese en el camino de aquella mujer, pero difícilmente podía aplicársele el calificativo a su estado emocional.
Celluci no hizo ningún comentario mientras Vicki se deslizaba sobre el asiento del pasajero y cerraba con fuerza la puerta del coche. Aunque ella había insistido antes de subir en que podía manejar cualquier compasión manifestada por la excompañera de trabajo de su madre, a todas luces algo le había hecho mella. Como nada de lo que pudiera decir ayudaría, simplemente arrancó el motor y se separó con cuidado del bordillo.
—Coge la siguiente a la izquierda —le ordenó Vicki de forma lacónica, tirando del cinturón de seguridad para ajustárselo y luego soltándolo de golpe—. Nos dirigimos hacia Elliot Street.
Tres manzanas después, soltó un gran suspiro y dijo:
—Hay muchas posibilidades de que sea bastante menos problemático que penetrar en los archivos de la oficina.
—Por no decir menos ilegal —hizo notar Celluci secamente.
Obtuvo su recompensa del fugaz centelleo de una sonrisa, esbozada y desvanecida tan deprisa que no la habría visto si no hubiese estado observando.
—Por no decirlo —convino Vicki.
—Catherine —la doctora Burke se volvió hacia la pared, cubriendo el micrófono del auricular con la mano libre. No sería bueno ser escuchada—. Pensé en hacer una breve llamada entre reuniones para ver cómo están yendo esas pruebas.
—Bueno, sus leucocitos son realmente sorprendentes. Nunca he visto glóbulos blancos como estos.
—¿Has mirado alguna de las muestras de tejido?
—Todavía no. Creí que quería que hiciera el análisis de sangre primero. He extraído otros dos frascos, así como una muestra de líquido linfático y, doctora, su plasma es tan único como el resto.
La doctora Burke hizo caso omiso del gesto de un colega. Podían empezar la maldita reunión sin ella, de todas formas.
—¿Único en qué sentido?
—Bueno, no soy inmunóloga, pero con un poco de tiempo puede que sea capaz de…
Una súbita comprensión hizo que todo cobrara un afilado relieve.
—Dios mío, podrías ser capaz de desarrollar una cura para el SIDA. —Aquello significaría más que un simple premio Nobel; una vacuna para el SIDA prácticamente la elevaría a un altar.
Catherine dudó antes de responder.
—Bueno, sí, supongo que podría ser un resultado. Estaba pensando más bien en mis bacterias y…
—Piensa a lo grande, Catherine. Mira, tengo que irme ahora. Concéntrate en las células del plasma, creo que son nuestra mejor baza. Oh, por Dios, Rob, ya voy. —Colgó el teléfono y se volvió hacia el hombre de aspecto preocupado que rondaba junto a su codo—. ¿Cuál es tu problema?
—Eh, la reunión…
—Ah, sí, la reunión. ¡Quiera Dios que no gastemos media vida en reuniones! —Prácticamente bailó mientras caminaba de vuelta a través del pasillo. ¡Tengo un vampiro y va a darme el mundo! Una vacuna contra el SIDA sería sólo el principio.
Mientras la seguía, el doctor Rob Fortín, profesor asociado de microbiología, se encontró deseando tener una excusa para desaparecer rápidamente. Cuando Aline Burke parecía así de alegre, el culo de alguien era hierba lista para segar.
En el laboratorio, Catherine se quedó mirando el teléfono por un momento y luego sacudió la cabeza lúgubre.
—Como si no tuviera otras cosas que hacer —dijo entre dientes.
Girándose un poco, lanzó una tranquilizadora sonrisa a número nueve y número diez. Había estado arrastrándolos dentro y fuera de la única caja de aislamiento que quedaba todo el día cuando sus necesidades físicas lo habían dictado, pero no había podido en realidad dedicarles tiempo.
—No os estoy desatendiendo —dijo con la mayor seriedad—. En cuanto acabe este análisis para la doctora Burke podremos volver a las cosas importantes.
A Donald podía descuidarlo sin sentirse culpable durante otras doce horas o así, pero no era justo para los otros que todo su tiempo lo ocupase el señor Henry Fitzroy, vampiro.
Después de todo, no iba a ir a ninguna parte.
La llave apenas había entrado en la cerradura cuando la puerta del apartamento de al lado se abrió y el señor Delgado salió al vestíbulo.
—Vicki, pensé que eras tú. —Dio un paso hacia ella, las líneas en torno a sus ojos acentuándose en preocupadas estrías—. ¿La policía no ha encontrado nada?
—La policía no está exactamente buscando —le dijo Vicki de forma lacónica.
—¿No está buscando? Pero…
—El asesinato de la universidad tiene ocupados a todos sus efectivos —interrumpió Celluci—. Están haciendo lo que pueden.
El señor Delgado resopló.
—Es de esperar que diga eso, señor sargento detective —hizo un gesto hacia Vicki—. Pero ella no debería estar haciendo esto. No debería tener que ir por ahí buscando.
Los dedos de Vicki palidecieron en torno a la llave.
—Es mi responsabilidad, señor Delgado.
Él separó sus manos.
—¿Porqué?
—Porque es mi madre.
—No —negó con la cabeza—. Era tu madre. Pero tu madre ya no está. Tu madre está muerta. Encontrar su cuerpo no te la devolverá.
Celluci observó un músculo saltando en la mandíbula de Vicki y aguardó la explosión. Para su sorpresa, no se produjo.
—No lo entiende —dijo ella a través de dientes crispados, y se movió con rapidez entrando en el apartamento.
Celluci se quedó en el vestíbulo un instante más.
—Tengo razón. La he visto crecer. —El señor Delgado suspiró, la profunda, fatigada exhalación de un anciano que había visto más muertes de las que quería recordar—. Ella piensa que es culpa suya que su madre muriera, y que si puede hallar el cuerpo lo enmendará.
—¿Es eso algo tan malo?
—Sí. Porque no es culpa suya que Marjory muriera —observó el señor Delgado, volviéndose sobre sus talones y dejando a Celluci solo en el vestíbulo.
Encontró a Vicki sentada en el sofá, mirando con atención sus notas, todas las luces del apartamento encendidas aunque apenas era media tarde y el cuarto de estar distaba de estar oscuro.
—No sabe lo de Henry —dijo ella sin alzar la vista.
—Lo sé —asintió Celluci.
—Y sólo porque haya reaccionado ante el robo del cuerpo de mi madre tratando de encontrarlo de nuevo, bien, eso no significa que esté reprimiendo nada. La gente se lamenta de distintas formas. Maldición, si tú estuvieses en mi situación, estarías fuera buscando el cadáver de tu madre.
—Seguro.
—Mi madre está muerta, Mike. Lo sé.
Así que sigue diciéndolo. Pero cerró los dientes sobre las palabras.
—Y mi madre no es ya la puta cuestión. Tenemos que dar con Henry antes de que lo conviertan en… ¡Jesús! —Se quitó de un tirón las gafas y se frotó los ojos—. ¿Crees que Donald Li ha tratado de escaparse? —preguntó, forzando de alguna manera la pregunta para que no sonase diferente de como lo había hecho en otro centenar de ocasiones al buscar a otros cien hombres jóvenes.
—Creo que si un estudiante de la universidad pasa la noche lejos de casa suele querer decir que ha sido afortunado. —Celluci la contempló con atención pero igualó su tono al de ella.
—Por otra parte, si era Tom Chen, puede que esté enterado de que estamos buscándolo y se haya escondido. Tal vez deberíamos poner bajo vigilancia su apartamento.
—La vieja señora del primer piso prometió que llamaría en cuanto llegara a casa. Imagino que no lo echa mucho de menos.
—Y yo imagino que no echa de menos nada. —Volviendo a colocarse las gafas, Vicki miró ceñuda la pila de papeles sobre la mesita de café y luego se puso de pie de un salto—. Mike, no puedo quedarme sentada aquí sin más. Voy a volver a la universidad. Voy a seguir husmeando. Puede que encuentre algo.
—¿Qué?
—¡No lo sé! —Cargó hacia la puerta y él no tuvo otra elección que quitarse de su camino o ser atropellado.
—¿Vicki? Antes de que te vayas, ¿puedo preguntarte algo?
Ella se detuvo sin volverse.
—¿Realmente piensas que eres responsable de la muerte de tu madre?
Pudo leer la respuesta en las líneas de su espalda, la súbita tensión claramente visible incluso a través de la camisa, el jersey y la cazadora.
—Vicki, no fue culpa tuya cuando tu padre se fue, y eso no hizo de la vida de tu madre responsabilidad tuya.
Casi no reconoció la voz de ella al responder.
—Cuando amas a alguien, se convierte en tu responsabilidad.
—¡Dios, Vicki! Las personas no son como perritos o gatitos. Se supone que el amor no consiste en esa clase de carga. —La agarró por el hombro y la hizo girarse. Deseó no haberlo hecho cuando vio el aspecto de su rostro. Fue casi peor cuando aquella expresión se suavizó, dejando paso a una que no decía nada en absoluto.
—Si has acabado de una vez, doctor Freud, puedes quitarme de encima tus malditas manos. —Una sacudida de su tronco, un paso atrás, y se liberó—. Ahora, ¿vas a ayudar o vas a sentarte sin hacer nada aquí todo el día con tu psicoanálisis de mierda?
Se dio la vuelta con rapidez, abrió de golpe la puerta y salió pisando con fuerza al vestíbulo antes de que él tuviera tiempo para contestar.
Bien, señor Delgado. Celluci se pasó ambas manos por el pelo y trató por todos los medios de no moler las coronas de sus dientes. Cuando tiene razón, la tiene de verdad. Sin embargo, ella me ha pedido ayuda. Otra vez. Supongo que puede considerarse un progreso. Cerrando con llave el apartamento detrás de él, se apresuró a ponerse a su altura. Eso si, me sentiría mejor al respecto si no resultara tan evidente que ahora se siente responsable por el puto señor Henry Fitzroy.
La doctora Burke se dio por enterada del saludo de la señora Shaw, pero siguió dentro de su despacho sin detenerse. No podía decidir qué odiaba más, a la burocracia misma o a los siervos que le rendían culto. ¿Por qué, se preguntaba, tiene que ser tan difícil terminar un trimestre? Simplemente enviar a los estudiantes a casa y limpiar las pizarras.
Lo último que necesitaba, después de no una, sino tres reuniones en las que había intentado denodadamente imponer la lógica sobre reglas y reglamentaciones, era ver a la hija de Marjory Nelson deambulando por los pasillos del edificio de Ciencias de la Vida, mirando por las ventanas al interior de los laboratorios y las aulas, y en términos generales, convirtiéndose en un estorbo. Al observar el avance de la joven desde el anonimato de un sombreado escondrijo, casi había llamado a seguridad para que la escoltasen fuera. La presencia del oficial de policía de Toronto (a quien había sido presentada brevemente en el truncado funeral) la hizo cambiar de opinión. Las acciones arbitrarias eran justo la clase de cosa que tendía a volver suspicaz a la policía.
Además, las posibilidades de que Vicki Nelson diese con el laboratorio, y con el cuerpo de su madre, eran mínimas. En primer lugar, tendría que encontrar el pasaje de acceso al edificio viejo. Luego, tendría que cruzar a través de la conejera de pasillos que atravesaban y volvían a atravesar la estructura de cien años de antigüedad (pasillos que en alguna ocasión, en el pasado, habían derrotado a estudiantes de primer curso armados con mapas) para hallar el único cuarto en uso.
No, Vicki Nelson no tenía ninguna posibilidad de dar con el cadáver de su madre, pero eso no significaba que a la doctora Burke le gustase verla merodeando.
¿Por qué demonios no se limita a irse a casa? Se dejó caer en su silla y extendió el montón de mensajes sobre su escritorio. Sin su intromisión, la policía habría archivado aquello antes de empezar siquiera.
Ojalá no se hubiera abierto el ataúd; nadie se habría dado cuenta.
Ojalá Donald no hubiese dejado que Marjory Nelson saliese andando del laboratorio hasta su casa.
Ojalá la aparición de la madre reanimada no hubiera convencido a la hija de que la respuesta se hallaba en la universidad.
Vicki Nelson era una mujer inteligente; incluso teniendo en cuenta su dolor por lo de su madre, los hechos hablaban por sí mismos. A la larga, en su búsqueda de su madre, tropezaría con algo que pondría en peligro la posición de la doctora Burke, que no tenía la menor intención de permitir que aquello ocurriera.
Poco a poco, la Directora de Ciencias de la Vida sonrió. La increíble circunstancia que había puesto a un vampiro en sus manos también le había proporcionado una sencilla respuesta al problema.
—Si la señorita Nelson quiere encontrar a su madre tan desesperadamente —murmuró, marcando el número del laboratorio—, tal vez debería conseguirlo.
Catherine contestó al teléfono al tercer tono con un conciso:
—¿Qué pasa, doctora? Estoy ocupada.
—¿Cómo van las pruebas?
—Bien, quiere que haga bastantes y…
—¿No está ayudando Donald?
—No, él…
—¿Ha aparecido siquiera hoy?
—Bueno, no, él…
—No quiero escuchar sus excusas, Catherine, me encargaré de él yo misma más tarde. —Aquella no era la primera vez que Donald se había tomado unas vacaciones no programadas, pero era el momento de que cortase aquello de raíz—. ¿Has encontrado algo esta tarde que pudiera impedirnos desarrollar una vacuna para el SIDA?
—Bueno, en realidad, he observado que ciertos leucocitos no fagocitarios poseen un cierto número de funciones especializadas en un nivel celular que podrían, tal vez, ser desarrolladas a tal fin. —Hizo una pausa por un momento, luego continuó—. Tendríamos que sangrar prácticamente por completo al señor Fitzroy para obtener un suero, no obstante, y su presión sanguínea es ya terriblemente baja. Sigo teniendo que tomar nuevas muestras, porque incluso una mínima cantidad de luz ultravioleta destruye la estructura celular.
—Por Dios, Catherine, no dejes que nada de luz ultravioleta caiga sobre él. Siempre podemos reponer su sangre… —La idea vino acompañada de una interesante respuesta visceral que quizá podría ser tenida en cuenta después, cuando tuvieran más tiempo—. Pero si pierde la integridad celular, incluso tus bacterias serán incapaces de reconstruirlo.
—Soy consciente de ello, doctora. Estoy siendo muy cuidadosa.
—Bien. Ahora, puesto que el señor Fitzroy cayó de forma tan fortuita en nuestras manos, he modificado nuestros planes un tanto. He aquí lo que vamos a hacer: haz un último análisis a los números nueve y diez —no servía de nada desperdiciar datos que podrían ser útiles más tarde—, luego acaba con ellos, quítales todo el instrumental, realiza las biopsias habituales y llévalos a los dos al depósito de la facultad. Rellenaremos el papeleo normal para el número nueve, pero seguro que alguien reconocerá a Marjory Nelson. Me ocuparé de que nadie pueda relacionarla con nosotros; todo el mundo afirmará que no sabe nada, la sorpresa durará unos días y luego podremos continuar sin peligro de ser descubiertos.
Pudo oír su respiración, así que supo que Catherine seguía del otro lado, pero pasaron unos instantes y no hubo respuesta.
—¿Catherine?
—¿Acabar con número nueve y diez?
—Eso es. Ya no los necesitamos. —Sintió una triunfante sonrisa extenderse a través de su rostro y no hizo ningún esfuerzo para detenerla—. Hemos capturado una criatura que por sí sola puede abrirnos la puerta del Nobel.
Catherine hizo caso omiso del tono exultante.
—¡Pero eso los matará!
—No seas ridícula, ya están muertos.
—Pero, doctora Burke…
La doctora Burke suspiró y se subió las gafas sobre la frente para poder frotarse las sienes.
—No hay peros, Catherine. Están convirtiéndose en un estorbo. Lo pasé por alto gustosa cuando eran nuestra mejor baza para el éxito, pero con el señor Fitzroy bajo nuestro control tenemos un potencial ilimitado para hacer historia en la ciencia. —Suavizó su voz. Una vez más Catherine tenía que ser manipulada hacia el camino más productivo—. Si puedes incorporar los elementos de la sangre de Henry Fitzroy a tu bacteria, eso hará que todo lo que hemos hecho hasta ahora esté de más. Estamos avanzando a un nuevo nivel de descubrimiento científico.
—Sí, pero…
—La ciencia se mueve hacia delante, Catherine. No puedes dejarte atrapar por el pasado. Una oportunidad como esta no aparece todos los días. —En aquel momento, aquello era una pobre descripción, se dijo, mientras la sonrisa triunfante retornaba—. Inicia la terminación. Bajaré tan pronto como pueda. La puesta de sol es a las siete y cuarenta y siete, asegúrate de que el señor Fitzroy está herméticamente cerrado más de media hora antes de entonces.
—Sí, doctora Burke —musitó Catherine al teléfono con voz entumecida, y colgó.
Agitando la cabeza, la doctora Burke volvió a dejar el auricular en su sitio. En unos días Catherine estaría tan inmersa en nuevos descubrimientos que olvidaría que los números nueve y diez existían, salvo como compendios de datos experimentales. Lo cual, por supuesto, se recordó con aspereza, es todo lo que son.
Catherine se quedó mirando fijamente al teléfono por un momento, repasando una y otra vez las palabras de la doctora Burke en su cabeza. La ciencia tenía que seguir hacia delante. No podía permanecer atascada en el pasado.
La ciencia tenía que seguir adelante.
Ella lo creía de verdad.
La búsqueda del conocimiento, en y por sí misma, es de primordial importancia. Aquellas eran sus propias palabras, manifestadas a la doctora durante su búsqueda de fondos y espacio de laboratorio necesario para desarrollar sus bacterias hasta su pleno potencial. La doctora Burke había estado de acuerdo y habían emprendido la búsqueda juntas.
Acaba con los números nueve y diez.
No podía hacerlo.
La doctora Burke estaba equivocada. Estaban vivos.
No lo haría.
Inspirando profundamente y alisando la parte de delante de su bata de laboratorio, se volvió. Sentados donde los había dejado contra la pared más alejada, ambos la observaban; casi como si lo supiesen. Confiaban en ella. No iba a decepcionarlos.
Por desgracia, meterlos en la trasera de su camioneta y desaparecer en el alba no era una opción. A fin de mantenerlos operativos, necesitaba el laboratorio. Debía, por lo tanto, hacer que la doctora Burke cambiara de opinión.
… con el señor Fitzroy bajo nuestro control tenemos un potencial ilimitado para hacer historia en la ciencia.
¿Y si el señor Fitzroy ya no estuviese bajo su control?
Con el ceño fruncido mientras reflexionaba, Catherine cruzó el cuarto hasta la caja de aislamiento que había contenido al inactivo vampiro. En esencia, no estaba funcionando más que como una unidad de contención sin ninguna de sus funciones especializadas en funcionamiento. Ni siquiera estaba conectada. En teoría, era móvil. En la práctica, su peso la convertía en algo difícil de mover.
Catherine puso ambas manos contra un extremo y empujó tan fuerte como pudo. Nada. Apuntalando los pies contra el muro, volvió a empujar, esforzándose hasta que su visión se volvió roja.
La caja de aislamiento avanzó quince centímetros y se detuvo al mismo tiempo que ella.
Habían sido precisos los tres, Donald, la doctora Burke y ella para llevar dentro las cajas vacías. Catherine bajó la cabeza sobre sus doblados brazos, empañando con el aliento el frío metal, y reconoció que no podía sacarla fuera, no por sí sola.
Número nueve se levantó y anduvo con cuidado hacia delante, apoyándose en una ocasión sobre el respaldo de una silla cuando su pierna izquierda casi se venció bajo él. No tenía forma de saber que, en el interior de la rodilla, tendones y ligamentos estaban rindiéndose por fin a la putrefacción.
Vio que ella estaba triste.
Eso bastaba.
Se detuvo a su lado y le puso la mano sobre el hombro.
Catherine se volvió al sentir el contacto y alzó la vista.
—Si ocultamos al vampiro —dijo—, tendremos tiempo para convencer a la doctora Burke de que se equivoca.
Había muchas palabras que número nueve no entendía, así que simplemente colocó sus palmas donde habían estado las de ella, y empujó.
La caja de aislamiento resonó al desplazarse hacía delante.
—Para.
Número nueve dejó de empujar. La caja se movió algunos centímetros más, luego se detuvo rechinando bajo su propio peso.
—¡Sí! ¡Podemos hacerlo juntos! —Catherine pasó sus brazos alrededor de número nueve en un impulsivo abrazo, pasando por alto la forma en que el tejido se hundió bajo su contacto, así como el olor que había comenzado a brotar.
Número nueve luchó por reconocer lo que sentía.
Era…
Era…
Entonces los brazos de ella se fueron y lo perdió.
Dando un paso atrás, Catherine echó un vistazo alrededor del laboratorio.
—Podemos esconder al vampiro y la otra caja de aislamiento también. De esa forma, la doctora Burke no será capaz de mantenerte como rehén a cambio de él. La máquina de diálisis es portátil y un gota a gota intravenoso puede reemplazar a la bomba de nutrientes por unos días. Nos llevaremos uno de los ordenadores con nosotros, sólo por si la doctora Burke tardara demasiado en entrar en razón. No deberías sufrir una falta de entrada de datos sólo porque ella está siendo testaruda.
Entonces se detuvo.
—Oh, no. Donald. —Tendiendo una mano, golpeteó la caja que encerraba el cuerpo del otro estudiante de posgrado—. No puedo desenchufarte, Donald, es demasiado pronto. Lo siento, pero tendremos que dejarte aquí. —Soltó un profundo suspiro—. Sólo espero que la doctora Burke te permita finalizar el proceso de desarrollo. No está pensando en la dirección adecuada, Donald. He tenido, de un tiempo a esta parte, la sensación de que todo lo que quiere es fama y dinero, de que no se preocupa por los experimentos. Yo me preocupo. Sé que lo entenderás.
Consultando su reloj, volvió a cruzar deprisa el cuarto hasta el terminal de ordenador, copió el trabajo del día en un disco y luego lo borró de la memoria principal.
—Sólo por si acaso —murmuró, deslizando la copia en el bolsillo de su bata de laboratorio—. No puedo dejarle ninguna salida.
De vuelta a donde número nueve la aguardaba pacientemente, cogió la guerrera del vampiro y la camisa que le había tenido que quitar también. No tenía tiempo para vestirlo otra vez, pero las extendió pulcramente sobre el cuerpo antes de cerrar la tapa y asegurarla.
—Esto va a ocuparnos a todos. Número diez, ven aquí.
Liberada de la obligación de detenerse, ella se puso de pie. «Ven aquí» no era una orden implantada, así que, aunque sabía lo que significaba, se movió hacia la puerta.
Había algo que tenía que hacer.
—Para. —Catherine sacudió la cabeza y rodeó a número diez hasta que pudo mirarla a la cara—. ¿Algo te preocupa, no? Ojalá pudieras decirme lo que es, tal vez podría ayudar. Pero no puedes, y ahora mismo todos tenemos problemas.
Asiéndola por una de las muñecas verde grisáceas, Catherine condujo al cuerpo de Marjory Nelson hasta dejarlo junto a la cabecera de la caja, cerró los dedos de negras yemas en torno de una agarradera de metal y dijo:
—Coge.
Los dedos se tensaron.
Con número nueve empujando y número diez obedeciendo órdenes rápidas para empujar o tirar, el masivo aparato, y el cuerpo que contenía, atravesaron con estrépito el laboratorio saliendo al pasillo.
… pudieras decirme lo que es…
… pudieras decirme…
Recordó hablar.
Si los vampiros existen… la doctora Burke garabateó un interrogante en el borde de una solicitud de fondos para investigación en verano que había sido entregada justo en el último minuto… y a todas luces así es, entonces piensa en qué más podría haber ahí fuera. Demonios. Hombres lobo. La Criatura de la Laguna Negra. Aunque sus mejillas comenzaban a dolerle, no pudo evitar una amplia sonrisa. No había podido evitarla toda la tarde. La sangre de Henry Fitzroy me permitirá conseguir todas las distinciones que posee la comunidad científica en una bandeja de plata. De hecho, tendrán que crear nuevos premios, sólo para mi.
Tendrían que tomar precauciones, claro está. Al vampiro legendario se le atribuía cierto número de habilidades que podían suponer una amenaza. Aunque muchas de ellas podían pasarse por alto sin más (como no había sido capaz de salir de la caja de aislamiento antes del amanecer, el auténtico vampiro parecía incapaz de convertirse en niebla), era muy fuerte; las abolladuras que había añadido a las producidas por el número nueve en el interior de la tapa daban fe de ello. Así que puede que sea lo mejor que pase las noches encerrado con llave en esa caja.
Tendría que ser alimentado, por supuesto, aunque sólo fuera para reemplazar los fluidos que Catherine extraía durante el día. Por fortuna, había un cierto número de pequeños tubos disponibles por los que podía hacerse pasar sangre.
Y en cuanto al don de la vida eterna… La doctora Burke tamborileó las yemas de los dedos sobre el escritorio. La documentación de Henry Fitzroy parecía indicar que vivía una vida razonablemente normal, incluso considerando que el día le estaba sin duda negado, y nada sino la leyenda señalaba que había vivido más allá de los veinticuatro años que le concedía su carné de conducir. Tendría que discutir sus antecedentes con él más tarde… aunque no es que importara mucho. ¿De qué servía vivir para siempre si ese para siempre debía vivirse escondido? Acechando en la oscuridad. Indefenso de día. Creo que no es para mi.
Después de años siendo anónimamente responsable de mantener la infraestructura de la ciencia en marcha, quería reconocimiento. Había pasado el tiempo suficiente oculta de la vista, luchando contra la burocracia mientras otros recogían la gloria.
El tiempo de una vida, debidamente valorada, sería lo bastante largo. Conquistar la muerte siempre había sido meramente un medio para llegar a un fin, y tenía la misma intención de convertirse en una criatura de la noche sedienta de sangre que de permitir que su cuerpo fuese usado para crear una de esas reptantes monstruosidades que había ordenado a Catherine destruir.
Aunque tal vez, cuando Catherine haya resuelto todos los fallos…
Resistiendo la tentación de comenzar a redactar su discurso de aceptación para Estocolmo, la doctora Burke se obligó a concentrarse en la petición de subvención. Cuando terminase con este último pedazo de inevitable papeleo, se encontraría libre para pasar algunas horas en el laboratorio. En realidad, estaba esperando ansiosa la ineludible conversación con su vampiro preso.
Media hora después, un vacilante golpe en la puerta de la oficina desvió su atención de un balance presupuestado que demostraba que al menos uno de los profesores del departamento había asistido a un curso sobre Economía… sin prestar demasiada atención.
—Adelante.
La señora Shaw inclinó el cuerpo hacia el interior del cuarto.
—Sólo quería que supiera que me voy ya, doctora.
—¿Tan tarde es?
La anciana sonrió.
—Aún más tarde. Pero la señorita Grenier y yo hemos terminado con bastante del trabajo atrasado.
La doctora Burke asintió con aprobación.
—Bien. Gracias por todo su duro trabajo. —El reconocimiento era el mejor motivador con independencia de dónde se aplicara—. Habrá otra pila ahí fuera mañana —añadió, señalando el montón de carpetas en la esquina de su escritorio.
—Puede contar conmigo, doctora. Buenas noches. Ah —la puerta, antes de cerrarse del todo, se abrió de nuevo y la señora Shaw volvió a aparecer—: la hija de Marjory estuvo por aquí esta mañana. Quería la dirección de Donald Li. Espero que no le importe.
—Ya es un poco tarde de ser así, ¿no? —De alguna forma, consiguió hacer que la pregunta sonase casual—. ¿Le dijo la señorita Nelson por qué quería la dirección de Donald?
—Quería hablar con él sobre su madre. —La señora Shaw empezó a mostrarse preocupada por la expresión del rostro de su jefa—. Sé que va contra las normas, pero es la hija de Marjory.
—Era la hija de Marjory —le hizo ver la doctora Burke secamente—. No importa, señora Shaw. —Era inútil seguir enojada tanto tiempo después de ello—. Si Donald no quiere hablar con ella, estoy segura de que puede preocuparse de sí mismo.
—Gracias, doctora. Buenas noches.
La doctora Burke esperó un momento, para estar segura de que esta vez la puerta seguiría cerrada; luego tiró del teléfono del otro lado del escritorio y marcó el número de Donald. Tras cuatro tonos, su contestador se encendió con un toque de trompeta y un mensaje que decía que «… las fotos dedicadas están disponibles a veinte dólares más un sobre franqueado con nombre y dirección. Para dedicatorias personales, añada cinco dólares. Quienes realmente deseen conversar con el señor Li pueden dejar un mensaje después de la señal y este les llamará en el momento en que disponga de una pausa en su muy, muy ocupada agenda».
—Soy la doctora Burke. Si estás ahí, Donald, coge el teléfono.
Al parecer, no estaba ahí. Después de dejarle órdenes de que la llamara cuanto antes, colgó y empujó el teléfono.
—Puede que haya pasado el día evitando a esa mujer. Al menos no la llevó hasta el laboratorio.
El laboratorio…
Un recuerdo royó el filo del pensamiento consciente. Algo que ver con el laboratorio. Se reclinó contra la silla y frunció el entrecejo hacia las tejas del techo. Algo no del todo correcto, de lo que el increíble descubrimiento del vampiro la había distraído. Algo tan normal…
… se apoyó contra la caja del número ocho, dejando que la suave vibración de la maquinaria sosegase sus alterados nervios.
El número ocho ya no existía. El vampiro estaba en la caja del número nueve, pero los números nueve y diez se encontraban sentados pasivamente contra la pared.
¿Quién había en la caja del número ocho?
Entonces afloró un segundo recuerdo.
Recogiendo el contenido de la cartera, lo lanzó sobre una pila de ropas colgadas sobre una silla cercana.
De repente le resultó muy difícil respirar.
—Oh, Dios, no…
Pudieron oír el teléfono sonando desde el vestíbulo. Como podía esperarse en tales circunstancias, la llave se atascó.
Cuatro tonos. Cinco.
—¡Maldición! —De humor no precisamente risueño, Vicki retrocedió y golpeó con la planta del pie contra la puerta justo debajo de la cerradura. Toda la estructura se estremeció bajo el impacto. Cuando agarró la llave de nuevo, esta giró.
—Nada como el método Luke Skywalker —murmuró Celluci, corriendo a por el teléfono.
Nueve tonos. Diez.
—¿Sí? ¿Hola?
—Muy oportuno, Mike. Estaba justo a punto de colgar.
Celluci dijo «Dave Graham» a Vicki, se puso el auricular entre la oreja y el hombro y preparó un lápiz.
—¿Qué tienes para mí?
—Tuve que pedir un par de favores (me la debes, compañero), pero el instituto Humber por fin me contestó. Tu chico fue recomendado al curso por un tal doctor Dabir Rashid, de la facultad de Medicina de la Queen’s University. Y como extra, me informaron gratis de que este pidió que el joven señor Chen cumpliese sus cuatro semanas de observación en Hutchinson’s.
—¿No menciona a una tal doctora Aline Burke?
—Ni una palabra. ¿Cómo está Vicki?
Buena pregunta.
—Que me cuelguen si lo sé.
—¿De aquella manera, eh? Recuerda que la muerte afecta a distintas personas de distintas formas. Recuerdo cuando mi tío murió, mi tía parecía casi aliviada, manejó el funeral como si fuera una reunión familiar. Dos semanas después, plum. Se desmoronó por completo. Y el primo de mi esposa, él…
—Dave.
—¿Sí?
—En otro momento.
—Ah. De acuerdo. Escucha, Cantree dice que te tomes todo el tiempo que necesites para esto. Dice que nos las arreglaremos para salir del paso de alguna forma sin ti.
—Muy amable de su parte.
—Es un santo. Hazme saber cuando termine todo.
—Está hecho, amigo. —Se volvió al colgar el teléfono para encontrarse con Vicki mirándole con furia—. Nuestro Tom Chen obtuvo su recomendación de un tal doctor Dabir Rashid, de la facultad de Medicina de la Queen’s University. Supongo que no será un alias de la doctora Burke.
—No. Me reuní con el doctor Rashid brevemente ayer. —Vicki atravesó el cuarto pisando con fuerza y se lanzó sobre el sofá—. Es un año más viejo que Dios y no está seguro de si va o viene. Supongo que tiene un puesto vitalicio.
Celluci apoyó una cadera sobre la mesa del teléfono y se encogió de hombros.
—Fácil de confundir, entonces, si uno quiere que le haga un favor que no se sepa.
—Exactamente. —Vicki escupió la palabra—. Lo más probable es que pensara que estaba recomendando al Tom Chen que estudia de verdad Medicina —se subió las gafas—. Por lo que vi, aunque alguna vez llegue a recordar haberlo hecho, nunca recordará quién le pidió que lo hiciera.
—Entonces tendremos que estimular su memoria.
Vicki resopló.
—La conmoción probablemente lo mataría.
—Nunca se sabe. La recomendación incluía una petición para que Chen pasase sus cuatro semanas de observación en Hutchinson’s… cuantos más detalles, más posibilidades hay de que uno de ellos sea útil.
—Sí. Tal vez. —Agarrando un cojín bordado en verde, lo lanzó contra la pared más alejada—. Mierda, Mike; ¿por qué nunca es sencillo?
Otra buena pregunta.
—No lo sé, Vicki, quizá…
Su voz se apagó mientras observaba cómo el color desaparecía de repente del rostro de ella.
—¿Vicki? ¿Qué pasa?
—Es un período de observación de cuatro semanas —sus manos temblaban con tanta violencia que no podía entrelazar los dedos, así que las cerró en forma de puños y presionó estos con fuerza contra sus muslos—. A mi madre le dieron seis meses de vida. —Tuvo que obligar a las palabras a salir a través de una contraída garganta—. No podían seguir manteniendo gente en esa funeraria. —¿Por qué no lo había visto antes?—. Mi madre tenía que morir durante esas cuatro semanas. —Volvió la cabeza y miró directamente a los ojos a Celluci—. ¿Sabes lo que eso significa?
Lo sabía.
—Mi madre fue asesinada, Mike. —Su voz se tornó helado acero—. ¿Y quién estaba con mi madre segundos antes de que muriese?
Este tendió la mano detrás de él y buscó raudo el teléfono.
—Creo que tenemos algo que el detective Fergusson escuchará ahora…
—No. —Vicki se puso despacio en pie, con movimientos espasmódicos apenas bajo control—. Primero, tenemos que rescatar a Henry. Una vez esté a salvo, ella es historia. Pero no hasta entonces.
No iba a fallarle a Henry igual que le había fallado a su madre.