icki despertó primero y se quedó mirando sin ver al techo, sin saber dónde estaba. El cuarto le parecía extraño, las dimensiones incorrectas, los patrones de sombra que constituían el mundo sin sus gafas no eran unos que reconociese. No era su dormitorio, ni, a pesar del hombre todavía dormido a su lado, el de Celluci.
Entonces recordó.
Justo después del alba, los dos se habían acostado en la cama de su madre. La cama de su madre muerta. Los dos… donde debería haber habido tres.
¿Los tres en la cama de mi madre muerta? El filo del sarcasmo casi hizo brotar la sangre. Domínate, Nelson.
Salió deslizándose de debajo del brazo de Celluci sin despertarlo y tanteó sobre la mesita de noche en busca de sus gafas, con la luz del día que se filtraba por los bordes de las persianas proporcionándole apenas iluminación suficiente para funcionar. Con su nariz casi tocando la radio despertador, frunció el entrecejo al mirar los brillantes números rojos. Las nueve y diez. Dos horas de sueño. A eso se añadía el tiempo que Henry le había obsequiado, y ella desde luego podía funcionar con menos.
Poniéndose el vestido por encima de un tirón, se levantó. No podía volverse a dormir de todas formas. No podía enfrentarse a los sueños: Henry ardiendo y chillando su nombre mientras ardía, interponiéndose entre ambos el cuerpo podrido de su madre como una barrera viviente. Si quería salvar a Henry, tenía que pasar sobre su madre. Y no podía. Las sensaciones de miedo y fracaso combinados persistían.
Mi subconsciente es cualquier cosa menos sutil.
Sus pies desnudos se movieron sin ruido sobre la lanilla de la alfombra (seguía estando casi nueva; Vicki podía recordar lo complacida que había estado su madre al sustituir una gastada alfombrilla con una espesa moqueta de pared a pared) y se abrió camino hasta el armario empotrado donde Henry había estado pasando sus días. Después de buscar a tientas un momento hasta dar con el interruptor, encendió la luz del armario y cerró la puerta en silencio detrás de ella.
Era, como Henry había dicho, apenas lo bastante grande para un hombre no demasiado alto. O para un vampiro no demasiado alto. Un aislante de espuma comprimida azul brillante, de la clase normalmente usada para acampar, estaba colocado a lo largo de una pared debajo del estante de ropa de mujer. Sobre este, una pesada cortina para impedir el paso de la luz colgaba al lado de un bolso de noche de cuero. Otra cortina había sido clavada a un lado de la puerta, que a su vez había sido provista de un macizo cerrojo de acero.
Henry debe de haberlo puesto. Vicki tocó el pestillo de metal y agitó la cabeza. No había oído el martilleo, pero, dada la fuerza de Henry, puede que no hubiese sido necesario. Será mejor que nos acordemos de desmontarlo o dejará patidifuso al próximo inquilino.
El próximo inquilino. Era la primera vez que se paraba a pensar en el apartamento como algo que no pertenecía a su madre. Es razonable, supongo. Dejó que su cabeza cayera hacia atrás contra la pared y cerró los ojos. Mi madre está muerta.
El olor de la colonia de su madre, de su madre misma, impregnaba el pequeño espacio cerrado, y con los ojos cerrados casi parecía como si ella siguiera allí. En otro momento, la ilusión podría haber sido reconfortante… o enloquecedora. Vicki era lo bastante franca para reconocer la posibilidad de ambas reacciones. En aquel instante, sin embargo, hizo caso omiso de ello. Su madre no era la razón por la que estaba ahí.
Abriendo los ojos, se puso de rodillas junto al jergón y alzó el improvisado sudario hasta su rostro, respirando el débil olor de Henry atrapado en el recio tejido.
No estaba muerto. Se negaba a creerlo. Era demasiado real para estar muerto.
No estaba muerto.
—¿Qué estas haciendo?
—No estoy del todo segura. —Con los nudillos blancos en torno a los pliegues, bajó la cortina y se volvió hacia Celluci, cuya silueta se perfilaba en el umbral. Había abierto las persianas del dormitorio y el sol de la mañana detrás de él sumía su rostro en sombras. Vicki no podía distinguir su expresión, pero su tono había sido casi amable. No tenía ni idea de lo que este estaba pensando.
Él le ofreció su mano y ella puso la suya dentro, permitiéndole ayudarla a ponerse de pie. Su palma era cálida y callosa. La de Henry habría sido fría y suave. Con la otra mano apoyándose sobre su arrugada pechera, experimentó el súbito y del todo irracional impulso de dar un paso más al interior del círculo de los brazos de Celluci y descansar su cabeza (por no mencionar toda la confusión en la que se encontraba), aunque sólo fuese por un instante, sobre la amplia envergadura de sus hombros.
No es el momento para ablandarse, Vicki, se dijo severamente, luchando contra las bandas de hierro que se estrechaban en torno a sus costillas. Tienes un maldito montón de cosas que hacer.
Celluci, que había leído el deseo y la respuesta interior en el rostro de Vicki, sonrió torciendo el gesto y se apartó de su camino. Reconocía la creciente tensión que pintaba medias lunas púrpura bajo los ojos de ella y fruncía las comisuras de su boca, y sabía que parte de ello tenía que ser purgado antes de que la reventase. Pero no sabía qué hacer. Aunque sus peleas habían sido a menudo terapéuticas, esta situación iba un poco más allá del alivio que podría resultar de gritarse el uno al otro por desacuerdos triviales. Aunque le venían a la mente algunos desacuerdos nada triviales disponibles para discutir, no tenía intención de herirla sacándolos a colación. Todo lo que podía hacer era seguir aguardando y esperar ser el único en el lugar preciso para recoger los pedazos.
Por supuesto, si Fitzroy realmente la ha palmado… Era un pensamiento nada honorable, pero no podía apartarlo de su cabeza.
—Así pues —la observó atravesando la puerta abierta del dormitorio y se preguntó durante cuánto tiempo se habría contentado con el statu quo si Fitzroy no hubiese entrado en sus vidas—, ¿qué hacemos ahora?
Vicki se volvió y lo miró fijamente, algo sorprendida.
—Exactamente lo que hemos estado haciendo —se clavó las gafas sobre el puente de la nariz—. Cuando encontremos a la gente que tiene el cuerpo de mi madre, encontraremos a Henry.
—Tal vez se metió en su madriguera, se vio sorprendido demasiado tarde y tuvo que refugiarse donde pudo.
—No me haría esto si pudiese evitarlo.
—¿Llamaría? —Celluci no pudo evitar el tono burlón.
El mentón de Vicki se alzó.
—Sí. Llamaría. —No me dejaría pensar que estaba muerto si podía evitarlo. No le haces eso a alguien a quien dices que amas—. Encontramos a mi madre. Encontramos a Henry. —No podría llamar si estuviese muerto. No está muerto—. ¿Comprendes?
De hecho, lo comprendía. Después de nueve años, era bastante diestro en leerla entre líneas. Y si su comprensión era todo lo que ella iba a aceptar… Celluci separó sus manos, en un gesto a la vez conciliador e indicador de que no deseaba proseguir la discusión.
Algo de rigidez desapareció de la postura de Vicki.
—Haz café mientras me ducho —le ordenó.
Celluci puso los ojos en blanco.
—¿Qué aspecto tengo? ¿El de una criada?
—No. —Vicki sintió temblar su labio inferior y lo contuvo con dureza—. El de alguien en quien puedo confiar. No importa para qué. —Entonces, antes de que el nudo en su garganta causara más daños, se giró sobre un talón desnudo y salió a grandes pasos del cuarto.
Sintiendo estrecharse su propia garganta, Celluci se apartó el rizo de pelo del rostro.
—Justo cuando estás listo para renunciar a ella —musitó. Sacudiendo la cabeza, fue a hacer café.
Pasándose los dedos por su mojado cabello, Vicki deambuló por el cuarto de estar y se dejó caer sobre el sofá. Podía oír a Celluci mascullando para sí en la cocina y, recordando lo que había sucedido en otras ocasiones, decidió que lo más prudente seria no molestarlo mientras estaba cocinando. Sin saber bien cómo, se encontró a sí misma levantando la caja de efectos personales de su madre y colocándola delante de ella sobre la mesita de café.
Supongo que no hay un día tan malo que no puedas empeorarlo.
Había sorprendentemente poco dentro: un jersey colgado del respaldo de la silla de la oficina, por si acaso; dos lápices de labios, uno rosa pálido, el otro un asombroso rojo brillante; medio tubo de aspirinas; la taza de café; la libreta de citas con su fútil mensaje final; su retrato de graduación en la academia; y un montón de papeles sueltos.
Vicki cogió la fotografía y se quedó mirando fijamente el rostro de la sonriente joven. Parecía tan joven. Tan segura de sí misma.
—Parecía como si creyese que lo sabía todo.
—Sigues pensando que lo sabes todo. —Celluci le pasó una taza de café y le quitó de un tirón el retrato—. Buen Dios. Es una nena policía.
—¿Si no te hago caso, volverás a la cocina?
Él lo pensó durante un segundo.
—No.
—Estupendo. —Asegurándose el albornoz con fuerza, Vicki alzó los papeles sueltos. ¿Por qué demonios pensó la señora Show que querría un montón de notas de mamá? Entonces vio cómo comenzaba cada página.
Querida Vicki: probablemente te estás preguntando por qué una carta en vez de una llamada de teléfono, pero tengo algo importante que decirte y creí que podría comunicártelo más fácil de esta forma, sin interrupciones. No he escrito una carta desde hace tiempo, así que espero que perdones…
Querida Vicki: ¿Te conté los resultados de mi último reconocimiento? Bueno, probablemente no quería aburrirte con detalles, pero…
Querida Vicki: antes que nada, te quiero mucho y…
Querida Vicki: cuando tu padre se fue, te prometí que siempre estaría a tu lado. Ojalá…
Querida Vicki: hay algunas cosas que son más fáciles de decir por escrito, así que espero que me perdones por este pequeño distanciamiento que he de poner entre nosotras. La doctora Friedman me ha dicho que tengo un problema del corazón y puede que no viva mucho. Por favor no te salgas de tus casillas ni empieces a exigirme que vea a otro doctor. Lo he hecho.
Sí, estoy asustada. Cualquier persona sensata lo estaría. Pero lo que más me asustaba era que algo sucediera antes de que encontrase el valor para decírtelo.
No quiero desaparecer sin más de tu vida como hizo tu padre. Quiero que tengamos una oportunidad de decirnos adiós. Cuando te llegue esta carta, llámame. Haremos los preparativos para que vengas a casa por unos días y nos sentaremos y hablaremos de verdad.
Te quiero.
La última y más completa carta databa del viernes anterior a la muerte de Marjory Nelson.
Vicki combatió las lágrimas y con manos temblorosas dejó las cartas de nuevo en la caja.
—¿Vicki?
Ella agitó la cabeza, incapaz de hacer pasar su voz más allá de una mezcla a partes casi iguales de dolor e ira. Aunque la carta hubiese sido enviada, no habrían tenido tiempo de decirse adiós. Dios, mamá, ¿por qué no hiciste que me llamara la doctora Friedman?
Celluci se inclinó y examinó la página superior.
—Vicki, yo…
—No. —Sus dientes se habían cerrado con tanta fuerza que sintió como si una banda de hierro la envolviese alrededor de las sienes. Una palabra más de compasión (o de cualquier otro tipo) destruiría la sangrienta presa que ejercía sobre sí misma. Moviéndose ofuscadamente, se levantó y corrió hacia el dormitorio—. Tengo que vestirme. Tenemos que buscar a Henry.
A las diez y veinte, Catherine alzó la tapa de la caja de aislamiento y sonrió a la mujer que antes había sido Marjory Nelson.
—Lo sé; es bastante aburrido estar ahí dentro, ¿no? —Se puso un par de guantes quirúrgicos y hábilmente desenganchó el enchufe, que dejó, con las doradas puntas brillando, a un lado—. Dame sólo medio segundo y veré lo que puedo hacer para sacarte de ahí. —Sacó con suavidad los tubos de nutrientes de los catéteres y los guardó en compartimentos específicos a los lados de la caja—. Tienes un color de piel sorprendentemente bueno, considerándolo bien, pero creo que no estaría de más ponerte un poco de crema de estrógeno en la epidermis. No queremos que se te suelten trozos mientras estás en pie y moviéndote.
Catherine tarareó sin melodía para sí misma mientras trabajaba, parando dos veces para tomar notas sobre la elasticidad muscular y la flexibilidad articular. Hasta el momento, número diez confirmaba su teoría. Ninguno de los otros, ni siquiera número nueve, había respondido a las bacterias tan bien. No podía esperar a ver cómo resultaba Donald (número once).
¿Había visto a la chica antes? ¿Por qué no podía recordar? La chica no era la chica correcta, aunque ella no comprendía por qué no. Enganchando sus dedos sobre el lateral de la caja, se alzó hasta quedar sentada.
Había algo que tenía que hacer.
Catherine agitó la cabeza. La iniciativa estaba muy bien, pero en aquel momento un cuerpo tendido prono e inmóvil seria de mayor provecho.
—Échate —dijo con severidad.
Échate.
La orden recorrió senderos profundamente surcados y el cuerpo obedeció.
Pero ella no quería echarse.
Al menos no creía que quisiera.
—¡Estás intentando fruncir el ceño, es maravilloso! —Catherine dio una palmada con las manos enguantadas—. Incluso un control parcial del cigomático menor es un claro avance. Tengo que hacer algunas medidas.
Número nueve observó con atención mientras ella se movía alrededor del otro como él. Recordaba otra palabra.
Necesitar.
Cuando ella lo necesitase, él estaría ahí.
Sólo por un instante, creyó recordar la música.
Con el número diez medido, hidratado, vestido, y sentado en un lateral del cuarto, Catherine volvió por fin su atención hacia el intruso. No había oído sonido alguno procedente de la que había sido la caja del número nueve desde que había regresado al laboratorio, y esperaba que no hubiese muerto. Sin patrones de ondas cerebrales ni bacterias ajustadas, supondría desperdiciar un cuerpo en perfecto estado, en especial porque, si se había ahogado o había sufrido un ataque al corazón, no habría lesión alguna que reparar.
—Por supuesto, si ha muerto podríamos usar los patrones de ondas cerebrales de Donald y las bacterias genéricas —se dijo mientras alzaba la tapa—. Después de todo, funcionó con número nueve y no estaba lo que se dice fresco. Sería bonito tener una copia de seguridad de los datos, para variar.
Frunció el entrecejo al mirar hacia el interior de la caja de aislamiento. El intruso yacía, una pálida mano engarfiada contra su pecho, la otra con la palma hacia arriba a su costado. Sus ojos estaban cerrados y largas pestañas, ligeramente más oscuras que el cabello rubio fresa, rozaban la curva de lívidas mejillas. No parecía muerto. Exactamente. Pero no parecía vivo. Exactamente.
Echándole la cabeza a un lado, le descubrió el cuello y presionó dos dedos contra el pulso de su garganta. Su carne respondió con más elasticidad de la que había esperado, mucha más de la que tendría un cadáver, pero, a la vez, parecía que la temperatura de su cuerpo había descendido demasiado para mantener la vida. Comprobó para asegurarse que la unidad de refrigeración había estado, en efecto, apagada. Lo había estado.
—Qué extraño —murmuró. Entonces las cosas se volvieron aún más extrañas, pues justo cuando estaba a punto de creer que su corazón se había parado, por la razón que fuese, un único latido palpitó bajo las yemas de sus dedos. Arrugando aún más la frente, aguardó, con los ojos en el reloj, mientras los segundos cambiaban. Justamente ocho segundos más tarde, el corazón del intruso latió de nuevo. Y ocho segundos después de aquello, otra vez.
—Unos siete latidos por minuto. —Catherine golpeteó con los dedos de ambas manos sobre el lateral de la caja de aislamiento—. La alternancia de sístole y diástole sucede a un promedio de unas setenta veces por minuto en un ser humano normal en reposo. Lo que tenemos aquí es un corazón latiendo a una décima parte del ritmo normal.
Frunciendo las cejas, alzó con cuidado un párpado entre el pulgar y el índice. El ojo no estaba en blanco. La pupila, en lugar de protegerse bajo la cresta superciliar, seguía centrada, reducida al tamaño de un alfiler. No se producía reacción de ninguna clase a la luz. Ni, a todo esto, a ninguna otra clase de estímulos en el resto del cuerpo… y Catherine los probó todos.
Acompañado por un lento ritmo de respiración, el corazón seguía latiendo entre siete y ocho veces por minuto, imperceptible si no lo estuviese buscando específicamente. Esos eran los únicos signos de vida.
Había oído hablar de faquires hindúes que se ponían en estados de trance tan profundo que parecían estar en coma o muertos, y supuso que se trataba de una variante norteamericana de tal habilidad; que cuando el intruso se había visto atrapado, había ralentizado su metabolismo para conservar energías. Catherine no tenía idea de qué esperaba lograr cuando parecía, en aquel momento, del todo incapaz de defenderse, pero tenía que admitir que, salvedad aparte, era un truco muy ingenioso.
Por último, hizo que el número nueve la ayudara a quitarle su guerrera de cuero y, remangándole, tomó dos frascos de sangre. Tenía intención de sacar tres pero, con la presión sanguínea del intruso tan baja, dos consumieron todo el tiempo que estaba dispuesta a emplear. Cerrando la caja, se dirigió hacia una de las mesas en el otro extremo del laboratorio. Analizar la sangre podría proporcionarle algunas respuestas al asunto del trance, pero incluso si no lo hacía, siempre podía emplear la información más adelante en caso de que el intruso muriese.
—Mire, detective Fergusson, soy consciente de que mi madre murió por causas naturales antes de que se cometiera el crimen, y entiendo que ello la convierte en una cuestión de escasa prioridad, pero…
—Señorita Nelson. —La voz del detective Fergusson rondaba entre la exasperación y el fastidio—. Siento que esté alterada, pero tengo un adolescente asesinado en mis manos. Me gustaría dar con el gilipollas que lo mató antes de tener que ocuparme de otra bolsa para cadáveres.
—¿Acaso es el único detective en el cuerpo? —Las uñas de Vicki golpearon con ritmo de staccato contra el revestimiento de plástico del teléfono público.
—No, pero soy el único asignado al caso. Lo siento si ello significa que no puedo conceder a su madre la atención que usted cree que merece…
—Los casos —gruñó ella, cerrando los dedos en un puño— están conectados.
Detrás de ella, apoyándose en la puerta abierta de la cabina, Celluci puso los ojos en blanco. Incluso sin oír la otra parte de la conversación, tenía cierta compasión por la situación de Fergusson. Aunque podía ser quirúrgicamente delicada con un testigo, Vicki tendía a practicar la diplomacia del martillo y el escoplo con el resto del mundo.
—¿Conectados? —la exasperación desapareció—. ¿De qué forma?
Vicki abrió la boca y luego la volvió a cerrar con un chasquido audible. Mi madre ha sido convertida en un monstruo. Su muchacho fue asesinado por un monstruo similar. Cuando encontremos a mi madre, le garantizo que encontraremos a su asesino. ¿Cómo sé todo esto? No puedo decírselo. Y este ha desaparecido de todas formas.
Mierda.
Se subió las gafas.
—Mire, llámelo una corazonada, ¿de acuerdo?
—¿Una corazonada?
Dándose cuenta de que ella habría tenido una reacción muy parecida si sus papeles estuvieran cambiados, su tono se hizo cortantemente defensivo.
—¿Qué pasa? ¿Nunca ha tenido una corazonada?
Previendo el desastre si la conversación continuaba, Celluci empleó el hombro para separar a Vicki del teléfono, y luego liberó el auricular de su presa. Poniendo mala cara, ella toleró su intromisión a regañadientes, sabiendo positivamente que enemistarse con la policía de Kingston era una mala idea.
—¿Detective Fergusson? Sargento detective Celluci. Hemos encontrado que uno de los estudiantes de posgrado de la doctora Burke, un tal Donald Li, encaja al menos superficialmente con la descripción de Tom Chen. Le estaríamos agradecidos si pudiese llamar a secretaría para que nos proporcionen una copia de la foto de dicho estudiante, de forma que podamos comprobar su identidad con la funeraria.
El detective Fergusson suspiró.
—Llamé a secretaría ayer.
—Y nos dieron las fotos de los estudiantes de medicina. Pero Li no está estudiando medicina y no nos dejarán ver su foto a no ser que usted llame.
—¿Por qué cree que Li está implicado?
—Porque trabaja para la doctora Burke, como hacía Marjory Nelson.
—¿Y? ¿Qué le hace creer que la doctora Burke está implicada?
—Parece contar con la competencia científica para levantar a los muertos, así como con acceso al equipamiento necesario.
—Deme un respiro, sargento. —La incredulidad luchaba con la ira por hacerse con el control de la voz de Fergusson—. ¿De dónde saca lo de levantar a los putos muertos?
Buena pregunta, reconoció Celluci, pasando por alto una furiosa mirada de Vicki, tan intensa que casi podía sentir su impacto. Tomando una decisión rápida (dado que la policía ya estaba involucrada), reveló tanto de la verdad como creía que Fergusson podía tragar.
—La señorita Nelson cree que vio a su madre del otro lado de la ventana del apartamento, hace dos noches.
—¿Su madre muerta?
—Eso es.
—¿Dándose una vuelta?
—Sí.
—Lo siguiente que va a decirme —gruñó Fergusson— es que su madre muerta liquidó a mi quinceañero.
—No, pero…
—Nada de peros, sargento —su voz cortó las palabras—. Y he escuchado todo lo que voy a escuchar de esta majadería. Vuelva a Toronto. Arregle su vida. Los dos.
Celluci se apartó el auricular de la oreja apenas lo bastante deprisa para librar su oído de la fuerza de Fergusson al cortar la comunicación. Colgó el teléfono con igual énfasis.
—Sabia que no tenía que haberte dejado hablar con él.
Tras sus lentes, los ojos de Vicki se entrecerraron.
—¿Acaso tú lo has hecho mucho mejor? ¿Por qué demonios le has hablado sobre mi madre? ¿Sobre la doctora Burke?
Celluci se abrió camino fuera de la cabina telefónica. Ella retrocedió, dejándole sólo el espacio suficiente para pasar.
—Se trata de ciencia, Vicki, no de una de las extrañas situaciones sobrenaturales en las que tu amigo no muerto nos ha metido durante el último año. Pensé que él podría manejarlo. Pensé que debería saberlo.
—¿No crees que deberíamos discutirlo primero?
—Tú lo sacaste a relucir. «Los casos están conectados». Dios, Vicki, sabías que no podías sostener una afirmación como esa.
—No me percaté de que tú sostuvieras tus afirmaciones con gran cosa, Celluci. —Haciendo un esfuerzo, aflojó la mandíbula—. Imagino que no va a hacer la llamada.
El semblante ceñudo de Celluci respondió la pregunta.
—Muy bien. —Levantó su bolso de la acera y se lo arrojó sobre el hombro—. Supongo que lo haremos de la forma más difícil.
—Estás siendo mucho más filosófica en esto de lo que esperaba.
—Mike, mi madre recién muerta ha sido convertida en alguna clase de monstruo de película de serie B, mi (¿qué palabra usar?) amigo que además resulta ser un vampiro ha desaparecido, a la luz del día, y posiblemente ha sido capturado. Cuando duermo, tengo pesadillas. Cuando como, la comida se convierte en piedra y se limita a quedarse ahí. —Se volvió para mirarlo con una expresión que se cerró en torno al corazón de él y lo retorció—. Encuentro difícil que me importe una mierda que la policía local no vea las cosas exactamente a mi manera.
—Todavía me tienes. —Era lo mejor que él podía ofrecer.
El labio inferior de ella empezó a temblar y lo apresó salvajemente entre los dientes. Incapaz de fiarse de su voz, tendió una mano y le quitó el largo rizo de pelo castaño oscuro de la frente. Luego se volvió y se alejó a grandes pasos de los edificios de Administración, golpeando con los tacones en el pavimento con tanta fuerza que deberían haber marcado medias lunas en el asfalto.
Celluci la observó por un momento.
—De nada —dijo quedamente, su propia voz no del todo firme. Con una docena de largas zancadas, la alcanzó e igualó su paso junto a ella.
—Muy bien, Catherine, estoy aquí. —La doctora Burke abrió la puerta del laboratorio, que se cerró con fuerza detrás de ella, y caminó resuelta a través del cuarto—. ¿Qué es eso tan importante que has encontrado que tenía que ver de inmediato?
Catherine salió de detrás del panel de control del ordenador y le entregó una página impresa.
—Más que importante, exactamente, es algo que he encontrado y que no entiendo. Si pudiera echar un vistazo a los resultados de este análisis de sangre…
La doctora Burke miró ceñuda la hoja de papel.
—Elementos formes sesenta por ciento… es alto. Proteínas plasmáticas, doce por ciento… alto también. Nutrientes orgánicos… —Alzó la vista—. Catherine, ¿qué es esto?
Catherine agitó la cabeza.
—Lea el resto.
Aunque proclive a exigir una explicación inmediata, el respeto hacia las habilidades de la estudiante de posgrado (manipular la genialidad de la joven había sido, a fin de cuentas, un componente principal del plan desde el principio) hizo que la mirada de la doctora Burke volviera a la hoja impresa.
—¿Diez millones de glóbulos rojos por milímetro cúbico de sangre? Eso es el doble de lo normal en un hombre. —Sus cejas se juntaron mientras proseguía—. Si este dato sobre la hemoglobina es correcto…
—Lo es.
—¿Entonces qué es esto? —La doctora Burke acentuó su pregunta tendiendo bruscamente el papel en las manos de Catherine—. ¿Un sustitutivo de la solución nutritiva?
—No, aunque… —Los ojos de Catherine brillaron y dos puntos de color empezaron a brotar en sus pálidas mejillas.
La doctora Burke reconoció las señales, pero no tenía tiempo para dejar que el genio se filtrase. Tenía que reprogramar una reunión de final de trimestre para ir al laboratorio y no tenía intención de atrasarla más.
—Piénsalo más tarde. Estoy esperando.
—Sí. Bueno… —Catherine inspiró profundamente y se alisó la parte delantera de su bata de laboratorio. Ni siquiera había empezado aún a considerar las aplicaciones experimentales. La habilidad de saltar tan adelante, meditó, era lo que hacía de la doctora Burke una científica tan brillante—. Tuvimos un intruso en el laboratorio la noche pasada.
—¡Un qué!
Catherine pestañeó ante el volumen y el tono.
—Un intruso. Pero no se preocupe, número nueve se ocupó de él.
—¿Número nueve se ocupó de él? —De repente la doctora Burke vio cómo su mundo se convertía en algo infinitamente más complicado. Lanzó una mirada de disgusto a través del cuarto hasta donde el número nueve y Marj… y el número diez permanecían sentados, inmóviles, junto a la pared—, ¿igual que él, eso, se ocupó de aquel muchacho?
—¡Oh, no! Capturó al intruso, y con sólo la más básica de las instrucciones. De hecho, no puede haber ninguna duda de que está razonando de forma independiente, aunque no he tenido tiempo esta mañana de hacerle un nuevo electroencefalograma.
—Catherine, eso es fascinante, estoy segura, pero ¿y el intruso? ¿Qué hiciste con él?
—Lo encerré dentro de la caja de aislamiento de número nueve.
—¿Sigue ahí dentro?
—Sí. Hizo un estrépito horrible al principio, muy perturbador, mientras trabajaba, en especial dado que tuve que hacer todo el trabajo sola, pero se tranquilizó hacia el amanecer.
—Se tranquilizó. —La doctora Burke se frotó las sienes, donde un incipiente dolor de cabeza había empezado a martillear. Gracias a Dios, Catherine había estado entreteniéndose en el laboratorio mucho después de que el resto del mundo se hubiera ido a dormir. Si no hubiese habido nadie allí para detenerlo, con toda probabilidad habrían tenido un montón de problemas. Por otra parte, que Catherine detuviera a un intruso tenía su contrapartida, al no ser su comprensión de los procedimientos operativos normales del mundo particularmente penetrante—. ¿No está muerto, no? Quiero decir, ¿lo comprobaste?
Y si está vivo, ¿qué diablos vamos a hacer con él?
—Por supuesto que lo hice. Su índice metabólico es en extremo bajo, pero está vivo —sostuvo en alto la hoja impresa—. Este es un análisis parcial de su sangre.
—Eso es imposible —contestó con brusquedad la doctora Burke. Con un intruso capturado del que ocuparse, no tenía tiempo para errores de estudiante de posgrado.
Catherine se limitó a negar con la cabeza.
—No, no lo es.
—Nadie tiene la sangre así. Tienes que haber hecho algo mal.
—No lo he hecho.
—Entonces la muestra estaba contaminada.
—No lo estaba.
Incapaz de hacer mella en la calma certeza de Catherine, la doctora Burke le arrebató la hoja de nuevo y la examinó con furia, repasando los datos que ya había leído, mirando con mayor atención el resto.
—¿Qué es esto? No es un análisis de sangre.
—También tomé una muestra de la boca.
—¿Tu intruso tiene tromboplastina en su saliva? Eso es absurdo.
—No es mi intruso —protestó Catherine—. Y si no se fía de mis resultados, haga las pruebas usted misma. Además, si se ha dado cuenta, no es exactamente tromboplastina, aunque hay un noventa y ocho coma siete por ciento de algo parecido.
—Nadie posee esa clase de agentes coagulantes en su sa… —Diez millones de hematíes por milímetro cúbico de sangre… tromboplastina presente en su saliva… se tranquilizó hacia el amanecer… su índice metabólico es en extremo bajo… se tranquilizó hacia el amanecer… hacia el amanecer…— No, eso es imposible.
Con los ojos entornados, Catherine se cuadró de hombros. No podía entender cómo la doctora Burke seguía negando los resultados experimentales. La ciencia no mentía.
—Obviamente, no es imposible.
La doctora Burke no le hizo caso. Con el corazón martilleando, se volvió hacia la hilera de cajas de aislamiento.
—Creo —dijo despacio— que más vale que eche un vistazo a tu intruso.
—No es mi intruso —murmuró de nuevo Catherine mientras seguía a la otra mujer a través del cuarto.
Apoyando las palmas sobre la curva de la caja de aislamiento del número nueve (al parecer ya no sólo la de este), la doctora Burke se dijo que estaba dejando que la fantasía se impusiera al sentido común y a su educación. No puede ser lo que la evidencia sugiere que es. Tales criaturas existen en el mito y la leyenda. No andan paseándose en el siglo XX. Pero si los resultados de la prueba eran correctos… Probablemente existe una explicación científica perfectamente normal para todo esto, se dijo con firmeza, y abrió la tapa.
—Dios mío, está más pálido que tú. No creí que fuera posible. —No había contado con que pareciese tan joven. Por mucho que Catherine lo hubiera hecho antes, presionó sus dedos contra el pulso en la base de la marfileña columna de la garganta. Pasaron treinta segundos mientras ella seguía en silencio, los ojos puestos en su reloj. Luego se humedeció los labios y dijo:
—Menos de ocho latidos por minuto.
—Yo obtuve lo mismo —asintió Catherine, complacida por ver confirmada su medida.
La doctora Burke se dispuso a comprobar sus pupilas, pero en vez de eso su mano se movió casi por voluntad propia y le retiró un labio casi carente de color.
Catherine frunció el ceño.
—¿Qué está buscando?
El corazón de la doctora batió con tanta fuerza que casi no pudo oír la pregunta.
—Colmillos —dijo en voz baja, comprendiendo que estaba comportándose como una auténtica vieja loca—. Colmillos.
Inclinándose, Catherine miró con atención la blanca hilera al descubierto.
—Aunque los caninos son algo prominentes, yo no iría tan lejos como para…
—¡Hijo de puta! ¡Están afilados!
Juntas, las dos mujeres observaron la gota de sangre rodando desde el pinchazo en el dedo de la doctora Burke. Chocó dejando una mancha carmesí contra la barrera de los dientes, se escurrió entre esculpidas hendeduras, yendo a dar al interior de la boca. Tan despacio que no habrían percibido el movimiento si no hubieran estado mirando tan fijamente, el joven tragó.
En el largo momento que siguió, la doctora Burke pasó revista a un millar de razones lógicas por las que esa criatura no podía ser lo que tenía que ser. Por fin, dijo:
—Catherine, ¿te das cuenta de lo que tenemos aquí?
—Incipiente infección percutánea. Lo mejor es esterilizar la punción.
—No, no, no. ¿Sabes lo que es?
—No, doctora. —Catherine se meció sobre sus talones y hundió las manos en los bolsillos de su bata de laboratorio—. Me di cuenta de que no sabía lo que era cuando vi los resultados del análisis sanguíneo. Por eso la llamé.
—¡Se trata de un vampiro! —La voz de la doctora Burke se elevó con una excitación que no se molestó en reprimir. Se giró para mirar a Catherine, que parecía cortésmente interesada—. Dios mío, chica, ¿no te resulta asombroso? ¿Que sea un vampiro? ¿Y que lo tengamos?
—Supongo.
—¿Supones? —La doctora Burke se quedó mirando a la estudiante de posgrado con incredulidad—. ¿Tenemos a un vampiro que ha entrado en el laboratorio y tú supones que es asombroso?
Catherine se encogió de hombros.
—¡Catherine! Saca tu cabeza de tus tubos de ensayo y reflexiona sobre lo que esto significa. Hasta este momento, los vampiros eran criaturas de mitos y leyendas. ¡Ahora podemos probar que existen!
—Pensaba que los vampiros se desintegraban a la luz del día.
—¿No ha estado a la luz del día, no? —Un amplio gesto señaló hacia la pared de paredes cubiertas con planchas—. ¡La comunidad científica se volverá loca al saberlo!
—Si es un vampiro. Hasta ahora sólo podemos confirmar que tiene un grupo sanguíneo hipereficiente, agentes coagulantes en su saliva y dientes afilados.
—¿Y eso no te dice vampiro a ti?
—Bueno, no lo demuestra. El amanecer puede haber causado la ralentización de su índice metabólico, pero no podemos probarlo en realidad —frunció el ceño—. Supongo que podíamos ponerlo junto a una ventana abierta y ver lo que ocurre.
—¡No! —La doctora Burke inspiró profundamente y se apoyó contra la caja de aislamiento del número ocho, dejando que la suave vibración de la maquinaria sosegase sus alterados nervios—. Es un vampiro. Nunca he estado más segura de cualquier otra cosa en mi vida. Has visto cómo reaccionó ante mi sangre.
—Eso fue bastante extraño.
—¿Extraño? Fue increíble. —Aguantando con su mano izquierda la cadera del vampiro (era más pesado de lo que esperaba), deslizó la derecha en el bolsillo de sus pantalones y extrajo una delgada cartera de cuero negro—. Vamos a ver, sepamos quién eres.
—¿Lleva un vampiro documentación?
—¿Por qué no? Estamos en el siglo XX. Todo el mundo lleva documentación de alguna clase. Aquí está; Henry Fitzroy. Supongo que no todos pueden llamarse Vladimir. —Los labios fruncidos y los ojos relucientes, la doctora Burke dio la vuelta a una tarjeta de crédito estampada en oro—. No dejes la cripta sin ella, como diría probablemente Donald. Hablando de Donald… —hizo una pausa y arrugó la frente—. ¿Dónde está, por cierto?
—Bueno, verá… —Catherine apoyó una mano suavemente sobre la caja de aislamiento del número ocho—. Él…
—¿Tiene esa maldita tutoría esta mañana, no? Y supongo que se había ido mucho antes de que apareciera nuestro visitante. Él se lo pierde, tendrás que informarle más tarde. Veamos, documentación del coche, seguro, permiso de conducir. Al parecer, el mito de que los vampiros no aparecen en fotografías también es falso.
—No puedo creer que tengamos vampiros en Kingston.
—No los tenemos. Es de Toronto. —Recogiendo el contenido de la cartera, la doctora Burke lo lanzó sobre una pila de ropas colgadas sobre una silla cercana—. Tendremos que hacer algo con su coche… no, no lo haremos. Simplemente desaparecerá. Se convertirá en otro trágico dato estadístico. Ya está viviendo una mentira; ¿quién va a buscarlo? —Dio palmaditas sobre el dorso de una pálida mano, acariciando ligeramente con los dedos el disperso vello pelirrojo—. De entre todos los laboratorios del mundo, tenías que tropezar con el mío.
—Pero, doctora Burke, ¿qué vamos a hacer con él?
—Estudiarlo, Catherine. Estudiarlo.
Con la cabeza echada hacia un lado, Catherine examinó a la doctora. La última vez que la había visto así de excitada había sido el día en el que el número cuatro había hecho el primer avance con la red neuronal. Sus ojos habían tenido la misma brillante mezcla de codicia y satisfacción de sí misma entonces, y ahora que pensaba en ello, a Catherine tampoco le había gustado su expresión aquel día.
—Doctora Burke, los vampiros se hallan fuera de mis parámetros experimentales.